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Los cuadros

Mónica Ortelli

   Carlos me recibe en su taller. Quiere que vea sus últimas pinturas antes de embalarlas para una muestra en el extranjero. Miramos, comento, me explica y, de pronto, dice que tiene una tela de Felicia que no he visto. Felicia es amiga de él -también pintora y escultora-.

   Lo sigo hasta su casa ubicada a continuación del taller y a la habitación de su hija Sara, la dueña del cuadro; según dice, Felicia se lo regaló porque la adolescente quedó impactada al verlo. Y no es para menos: la obra es dramática, técnica mixta en acrílico y madera, fondo negro. En el tercio superior, desde un lado una línea roja ondeante cruza y se vuelve plana al llegar al otro; en el tercio inferior, una mujer acostada, la cabeza a la izquierda, mira al observador con ojos desmesurados, un brazo extendido, la mano abierta como pidiendo ayuda. Está hecha con láminas de madera pintadas adheridas a la tela y sobresale en primer plano. El conjunto es brutal: yo no lo colgaría en mi cuarto como ha hecho Sara.

   Me deprimiría si cada día al despertar viera esa mirada pavorosa, comento y él menea la cabeza con resignada aprobación.

   Es Felicia—dice—. Después que salió de terapia intensiva ha estado pintando su propia muerte. Ha pasado más de un año desde su enfermedad y lo que Carlos ha dicho le da un cabal sentido a mi apreciación. Es el espanto y la sorpresa del que no quiere morir ante la inminencia del hecho lo que ha puesto en esos ojos. Sobrecogedor.

   Éste es el primero de una serie —dice—. Todos similares, la misma temática desesperada. Felicia los está regalando a gente muy joven, empezó con el que le dio a Sara.

   Lástima no ser tan joven, ¿no será lo mismo que una se sienta así? —lo interrumpo jocosamente.

   No creo —sonríe apenas—. Y esto tiene un lado siniestro —agrega—. Porque con esta dádiva cree estar consiguiendo una suerte de salvaguarda: mientras conserven o cuiden su obra o algo más que no sé qué es, ella estará bien. Lo peor es que lo cree seriamente.

   Pienso en una suerte de vampirismo, pero desconfío de esta asociación que hice y no digo nada.

   —Está obsesionada —sigue—. Pinta a un ritmo desenfrenado y cada obra es como un fetiche; en esa calidad la entrega: fetiches y talismanes a la vez. Creo que está haciéndoles daño a los chicos. Es como si hiciera un pacto con cada uno, endilgándoles la responsabilidad por su salud, su bienestar. Sara no dice una palabra, pero he escuchado cuando hablan. Felicia la llama con frecuencia y cuchichean. Realmente no la entiendo —se pasa los dedos nerviosamente por el pelo.

   A mí no me extraña, ella siempre supo manipular a los demás; ahora, ha de haberse vuelto loca. Me reservo mi opinión porque Carlos no se merece mi sarcasmo ni mi juicio apresurado; entonces digo que probablemente esté exagerando, que tal vez esta etapa generosa le haga bien. ¿Qué puede estar obteniendo de los chicos más que apoyo o halagos? Si eso le ayuda, todo está en su cabeza.

   Ojalá fuera como decís —habla sin convencimiento—. Vos viste este único cuadro. Yo vi los otros que tienen las amigas de Sara. Vinieron a dormir y cada una trajo su obra, no sé para qué porque no dieron ninguna explicación, pero te juro que no hay nada bueno en esos cuadros. Esa noche les eché un vistazo mientras ellas cenaban y me agarró un dolor de cabeza atroz: te lastiman, creéme —me mira fijamente como esperando una explicación que no puedo darle, y recién entonces me doy cuenta de cuál ha sido la verdadera razón por la que me invitó. Es un momento perturbador. Ante mi silencio, da por terminada la charla y vuelve a colocar la obra en el estante donde estaba. Pero cuando ya casi hemos salido del cuarto, la pintura cae al piso. Nos sorprende.

   — ¡Uy, no le digas a Sara! —pide. La tela ha quedado dada vuelta y mi temor es que la figura se haya desprendido. Pero no, por suerte. Carlos suspira aliviado también y la regresa a su lugar con sumo cuidado. —Te lo ruego, por favor —reitera—. Sara se lo ha tomado muy en serio. Demasiado. Ni siquiera menciones que la viste. Su tono me hace sentir más incómoda aún. Le aseguro que no lo haré y para disolver esa tensión que se ha creado entre nosotros, pregunto si la obra tiene un título. Por supuesto. Y uno muy obvio —dice con fastidio— Adiviná.

   Está alterado por la situación, lo tortura la idea de que Felicia pueda estar usando a Sara de un modo que no alcanza a entender; a pesar de que su agresividad me hiere, lo comprendo. Me siento agobiada y preferiría irme, pero no puedo rechazar el café que me ofrece inmediatamente como una disculpa a su reacción.

   Carlos termina de servir los pocillos cuando se nos une Erica, su segunda esposa, la madre de Sara. Se anima la charla; poco a poco me voy relajando, al igual que Carlos; hablamos de la muestra por la que viajarán a México, de filmes que debemos ver, de libros. Hasta que Erica contesta su celular. Es Sara que grita tanto que Carlos y yo la escuchamos claramente: Felicia acaba de morir. Pintaba en su taller y se desplomó. No pudieron ayudarla. Cari, una amiga de Sara, estaba con ella cuando ocurrió. Fue quien le avisó. Pide que la vayan a buscar. Los tres nos hemos levantado conmocionados. Erica sigue intentando calmarla. Carlos toma las llaves del auto; no me mira a los ojos, ni siquiera cuando nos despedimos apresuradamente en la calle. Los veo irse. Permanezco un rato sentada en mi auto; me pregunto si Carlos estará pensando lo mismo que yo.

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Escritora argentina


Nació en Bahía Blanca, Argentina, en 1953. Estudió Ciencias Biológicas en la Universidad Nacional del Sur y es docente en escuelas secundarias.

Escribe cuentos y minificciones. Participó en revistas de difusión cultural como colaboradora. Algunos de sus cuentos fueron premiados y han sido publicados en  antologías. Actualmente publica en páginas virtuales.




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