Enrique García Díaz

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 El cuento de la torre de los ratones

Los cuentos del posadero de Bacharach 2ª entrega

Enrique García Díaz

            Aquella mañana desperté bastante tarde. No sabía porqué había dormido tantas horas, cuando suelo ser una persona que más bien está en pie antes de la salida del sol. Bien es verdad que había tardado en conciliar el sueño debido a la historia que había escuchado en la taberna la pasada tarde. El señor Wolfgaungsen y su manera de narrar la historia de Emma y Einghard me había cautivado de tal manera, que había perdido mi tren a Frankfurt obligándome a pernoctar en una de las hosterías del susodicho pueblo.

            Una vez que hube terminado de asearme cogí mi bolso de viaje y descendí las escaleras en dirección a la planta baja para desayunar. La dueña de la hostería, que era una mujer bastante fuerte y de rostro rubicundo, me recibió con una amplia sonrisa mientras me indicaba que eligiera la mesa que más me gustara.

            —¿Un desayuno completo señor? –me preguntó mientras vertía una gran cantidad de café en mi taza.

            —Sí, por favor –respondí tomando asiento.

            Pocos minutos después regresó con un plato repleto de pan caliente en una mano, y otro de salchichas y carne en la otra, que depositó sobre la mesa con una mezcla de energía y delicadeza.

            —¿Tomará mantequilla y mermelada con el pan?.

            —Si, por favor –asentí mientras frente a mi se sentaba un hombre también dispuesto a desayunar.

            —Espero que no le importe –me dijo con un claro y fuerte acento alemán.

            Asentí con una sonrisa de complicidad. Y al momento el hombre se dirigió a la dueña para que le sirviera café.

            —Usted no es de por aquí –me dijo mientras cogía una rebanada de pan caliente.

            —No –me limité a decir mientras la dueña le servía café, y dejaba un plato con un pedazo de mantequilla fresca y una tarro de confitura.

            El hombre cogió el cuchillo y tras untarlo con una generosa cantidad de mantequilla comenzó a extenderla por el pan sin levantar los ojos de éste. Yo lo miraba aturdido mientras removía con mi cucharilla el café.

            —¿Llegó usted ayer? –me preguntó mientras mojaba la tostada en el café.

            —Sí, en el tren de Frankfurt.

            El hombre asintió mientras devoraba su tostada con ansiedad. Durante unos segundos no abrió la boca salvo para engullir el último pedazo de la tostada, y relamerse los dedos.  

            —¿Piensa quedarse mucho en Bacharach?.

            —No, he de marcharme esta misma mañana. Tengo asuntos que resolver en Frankfurt.

            El hombre sacudió la cabeza y chasqueó la lengua como si mostrara cierta decepción.

            —Asuntos. Negocios. Trabajo –dijo el hombre con cierto mal humor.

            —¿Por qué dice eso? –le pregunté sin encontrar sentido a sus palabras.

            —La gente siempre tiene prisa. Nunca se detiene a contemplar la belleza de las cosas. Por ejemplo nuestro juglar. ¿Lo ha escuchado narrar esas historias tan maravillosas y cautivadoras sobre estos parajes? –me preguntó mirándome fijamente mientras arqueaba una ceja.

            —¿Se refiere usted al señor Wolfgaunsen y a su historia sobre Emma y Einghardt?.

            —¿A quién sino? –me preguntó algo molesto por poner en duda que hubiera otro. Se reclinó hasta apoyarse sobre el respaldo de su asiento y cruzando las manos sobre su barriga me miró con inusitado interés.—¿Y qué le ha parecido?.

            —Bueno...

            —¿Sólo bueno? –bramó con su potente voz.

            —No quería ofenderle –repuse al momento.

            —¿No le gustó su historia?.

            —Claro. Muchísimo.

            El hombre acercó su rostro hacia el mío. Su mirada entrecerrada parecía leer en el fondo de mi alma.

            —Pues aún no ha escuchado nada –me dijo con un tono de voz que denotaba intriga, pero también un claro desafío.

            —¿A qué se refiere?.

            —A que aún no ha escuchado sus mejores cuentos. Pero claro, debe marcharse, y...

            —Me gustaría quedarme a escucharle, pero...

            —Entonces quédese –me dijo extendiendo sus grandes manos hacia mi.—Márchese mañana. Quédese un día más, y disfrute del señor Wolfgaunsen. Le aseguro que no se arrepentirá –me dijo guiñándome un ojo.

            —No sé... sí –titubeé mientras miraba mi reloj y pensaba que debería marcharme esa mañana.

            Cuando reaccioné el hombre había cogido mi bolsa de viaje, que yo había depositado junto a la pata de la mesa, y ahora caminaba por el comedor.

            —Flora. El señor se queda –le dijo a la dueña, quien me miró con una amplia sonrisa de felicidad.

            —Pero... mi tren –protesté.—Debo ir a Frankfurt –insistí levantándome de la silla al tiempo que mi voz era una especie de grito desesperado.

            —Tiene un tren esta tarde. Justo después de que Wolfgaunsen acabe su historia –me dijo el hombre sacudiendo su mano delante de mi.—Y ahora venga conmigo. Le enseñaré  el pueblo.

            —Pero... –protesté en vano mientras veía como el hombre le dejaba la bolsa a una linda chica de cabellos negros y ojos azules como el Rin. Me miro fijamente cuando el hombre intercambió unas cuantas palabras con ella en alemán. La muchacha asintió y sonrió para posteriormente desaparecer escaleras arriba.

            —Vamos. Apure su desayuno –me dijo señalando mi taza de café y mi plato con salchichas y tocino.

            No quise hacerle esperar así que bebí con rapidez el café y cogí dos rebanadas de pan para el camino. El hombre sonrió mientras me pasaba la mano por encima del hombro.

            —Verá como no se arrepiente.

            En vano intenté explicarle que debía marcharme, pero todo intento fue inútil.

 


 

Eran las cuatro cuando nos dirigimos a la taberna en cuestión. Yo había desistido en mis ruegos y súplicas para que me dejara ir. El hombre, no era otro, que el dueño de la hostería donde me alojaba. Flora era su esposa, e Ingrid su hija. Ésta era la muchacha de hermosos ojos que se había encargado de mi bolsa de viaje.

            El ambiente en la taberna era animado pues llegaba el momento que todos los habitantes de Bacharach esperaban. La hora en la que Wolfgaunsen aparecería ante su fiel y concurrida audiencia para deleitarla con otra de sus historias.

            Me encontraba junto al señor Heinrich degustando una taza de café cuando nos percatamos que el señor Wolfgaungsen aparecía con sus manos a la espalda por un extremo de la taberna. Al momento se hizo un silencio sepulcral, mientras el señor tomaba asiento en su mecedora junto al fuego. En sus labios descansaba su pipa, la cual humeaba en esos momentos. Paseó su mirada por la concurrida audiencia y por un momento sus ojos se posaron en mí. Me pareció percibir un sonrisa de triunfo en su apergaminado rostro, y como asentía con su cabeza. Luego, cerró los ojos mientras tomaba en su mano su pipa y se mecía.

—Hoy voy a contaros el cuento de la Torre de los ratones, y que tiene que ver con la localidad de Bingen –comenzó diciendo mientras apoyaba sus manos sobre los reposabrazos y se mecía lentamente. Pareciera que fuera a quedarse dormido cuando de repente su voz rasgó el silencio como un trueno.

            “—Cerca de Bingen, que como todos sabéis se encuentra en mitad del Rin, existe una solitaria isla en la que sobresale su fortaleza. Ésta recibe el nombre de la Torre de los ratones. Durante siglos una oscura leyenda se ha cernido sobre ésta, y que guarda relación con el arzobispo de Maguncia, cuyas malvadas acciones eran bien conocidas en todo el país.

            Se decía que éste era un hombre ambicioso y cruel con los pobres a quienes obligaba a pagar impuesto tras impuesto; algunos de los cuales los inventaba él mismo con el fin de  recaudar más dinero. Con dichas ganancias decidió construir una torre en una pequeña isla entre Bingen y Rüdesheim para que los barcos que la cruzaran debieran pagar un peaje, y de este modo seguir recaudando más dinero.

            Poco después de la construcción de dicha torre las malas cosechas se cebaron con la región. Y por si fuera poco las inundaciones abnegaron los campos, y los pocos cultivos, que consiguieron resistirlas, fueron destruidos por las heladas. La escasez de alimentos era aún más acusada, puesto que el arzobispo había recaudado todo el grano habido y por haber durante ese año para almacenarlo en sus graneros. Una terrible hambruna amenazó la región trayendo miseria a los pobres. La infeliz gente imploraba al arzobispo que bajara los impuestos, y en especial el del grano. Sin embargo, él estaba dispuesto a venderlo al doble de su precio para que nadie pudiera comprarlo. Sus propios consejeros le pidieron que escuchara a las gentes pero él permaneció impasible.

            Un día, un grupo de mendigos llegó al palacio episcopal pidiendo comida. El arzobispo y sus invitados estaban en esos momentos disfrutando de un copioso banquete. El arzobispo comentaba a sus invitados lo tedioso que era tener que soportar a estas gentes, y pidió que se les expulsara de allí. Sin embargo, cuando quisieron hacerlo una muchedumbre se agolpaba a las puertas del arzobispado. Muchos se arrojaron ante él, cuando el arzobispo salió a ver que sucedía. En un acto desesperado y para que se marcharan a sus casas el arzobispo les prometió su grano. Les indicó que fueran a los graneros y que cada uno pidiera lo que quisiera. Una vez que todos estuvieron dentro de éste, el arzobispo mandó encerrarlos y prender fuego al granero.

            Los chillidos de los pobres se dejaron escuchar incluso en el interior del palacio del Arzobispo. Pero éste lejos de apiadarse, llamó a sus consejeros y les dijo:

            —Escuchad como chillan las ratas entre el grano. Por fin este sufrimiento va a llegar a su fin.

            El señor Wolfgaunsen se detuvo unos instantes para comprobar el efecto de sus palabras en la audiencia. Los rostros reflejaban una mezcla de rabia, impotencia, y dolor por el comportamiento del Arzobispo, y el fatal destino de los pobres. He de decir que nunca me había sentido tan mal como en esos momentos. Sin embargo, al igual que todos los allí reunidos, esperaba que la historia diera un giro a favor de aquellas pobres gentes.

            “ – El castigo que le envió el cielo fue terrible. Miles y miles de ratas salieron del granero en llamas y emprendieron su camino hacia el palacio episcopal, para finalmente, atacar al propio arzobispo. Sus sirvientes mataron a cientos de ratas, pero parecía que nunca se acabaran. Parecía como si por cada una que mataban aparecieran otras tres. El Arzobispo estaba aterrorizado por este suceso. En un intento desesperado por huir, se subió a una barca esperando que las ratas no pudieran alcanzarle. Sin embargo, una innumerable legión de éstas lo persiguieron hasta la misma torre que él había mandado construir. Comenzaron a roer las puertas de madera y a trepar por las murallas hasta dar con el arzobispo, a quien mataron. En su desesperación éste ofreció su propia alma al diablo a condición de que éste lo salvara de aquel castigo. El diablo llegó y tomó su alma a cambio de liberar su cuerpo”.

            —Esta es la leyenda, que tal vez difiera de la Historia. Es cierto que fue odiado por los ciudadanos, y que él fue el fundador del peaje que los barcos pagan por cruzar el Rin, lo cual ha dado mayor veracidad a la leyenda de la Torre de las ratas.

 

El señor Wolfgaungsen se dejó caer lentamente sobre el respaldo de su mecedora mientras cerraba los ojos. Parecía que se sumergía en un profundo sueño mientras cruzaba las manos sobre su estómago, y dejaba que la pipa exhalara su humo. La gente comenzó a reaccionar y al momento aplaudieron el cuento del posadero de Bacharach. Estaba algo perplejo por la historia y no fue hasta que el señor Heinrich me palmeó en el hombro que reaccioné.

            —¿Qué le ha parecido?

            —Terrible –fue mi única respuesta.

            —Espere a escuchar alguno más –me dijo sonriendo mientras volvía a palmearme en el hombro.

            —Me temo que no será posible. He de marcharme –le dije haciendo ademán de abandonar la posada.

            El señor Heinrich me miró con una amplia sonrisa en su rubicundo rostro mientras sacudía su cabeza.

            —Pues yo me temo que no podrá hacerlo.

            —¿Por qué? –le miré perplejo.

            —Mire por la ventana –me dijo señalando hacia ésta.

            Al hacerlo me quedé quieto sin poder mover un solo músculo. Un denso manto blanco se extendía por las calles de Bacharach. Era increíble que aquello fuera verdad. Miré perplejo al señor Heinrich, quien parecía mostrarse contento por este hecho.

            —No podrá llegar a Franfurt con esta nevada. Nadie se arriesgaría a llevarlo a la estación. Además, el tren seguramente no pase por aquí hoy.

            Iba a protestar pero sabía que sería inútil. Por algún extraño motivo mi destino comenzaba a estar ligado a este pequeño y pintoresco pueblecito del Valle del Rin. Me senté en un banco de madera, y dejé caer mis hombros en claro gesto de resignación.

            —Ya se lo dije, amigo. Pero no se preocupe. Tiene su habitación disponible.

            —¿Cuánto tiempo cree que tendré que esperar?.

            —Ufff. Es difícil saberlo, pero yo creo que, tal vez –titubeó mientras se rascaba su cabeza.—Un par de días o tres.

            —Sí sólo son esos.

            —Hay ocasiones en los que la nieve dura semanas... o meses –me dijo con precaución mientras me miraba de reojo.

            Lo miré durante unos segundos sin poder llegar a creer que me estuviera sucediendo aquello a mi. Luego, desvié la mirada hacia la gente y por un segundo volvía a cruzarla con la del señor Wolfgaungsen, quien me sonrió complacido.

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Doctor en Filología inglesa. Autor de contenido para proyectos de IBM. Colaborador literario.
 

 

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En el 2012 se publicó La guardiana del Manuscrito en la Editorial Mundos Épicos


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