Enrique García Díaz

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Los cuentos del posadero de Bacharach

El cuento de Eginhard y Emma

 Enrique García Díaz

El pueblecito de Bacharach se encuentra situado en el valle del Rhin, en Alemania. Se trata de un lugar entrañable a orillas del mencionado río, y que bien parece sacado de un cuento de hadas. El porqué encaminé mis pasos hacia éste es una cuestión que no viene al caso aquí y ahora, pero que sin duda alguna fue de los más enriquecedora. Nunca pensé que aquel pueblo y aquellas gentes fueran las culpables de que mi estancia se prolongará indefinidamente. Y más en concreto un personaje de dicha localidad, el señor Friedrich Wolfgaunsen, a quien tuve el placer de conocer. El señor Wolfgausen posee en sí mismo una riqueza cultural sin igual. A él va dedicado esta recopilación de relatos y cuentos alemanes. Porque no pienses, querido lector, que yo soy el artífice de estas historias. No. Nada más lejos de la realidad. Yo sólo soy el compilador. No quiero atribuirme, ni que nadie me atribuya un mérito que no es mío. Por eso quiero dejar firme y clara constancia de que el único autor de estas historias  es el señor Wolfgaunsen.

Fue en el otoño de... cuando llegué en tren a este pueblo pintoresco, y que todas las guías turísticas de Alemania recomiendan visitar. No sabía a ciencia cierta qué era lo que podía encontrarme, pero el paisaje invitaba a que pudiera soñar con una estancia memorable. Encaminé mis pasos por la calle principal del pueblecito y al momento no quedó la menor duda de que nunca olvidaría mi estancia allí. Tenía la sensación de encontrarme en una especie de cuento de hadas. Las casitas típicas alemanas se distribuían a ambos lados de la calle con sus tejados de pizarra acabados en cúpulas. Sus blasones adornando las fachadas y sus letreros sobresaliendo para ser mecidos por el suave viento que soplaba aquella mañana de comienzos de septiembre. Ni que decir de sus balcones adornados con toda clase de plantas y flores de diversos colores. Transitar por sus callejones de suelo adoquinado para asomarse como si de una ventana se tratara al Rin. Orgulloso y majestuoso río que cruza Alemania y que da nombre a este emblemático valle, donde se asientan lo pueblos más pintorescos.

Estaba tan sorprendido contemplando las maravillas del pueblecito que no me percaté de que una fina lluvia había comenzado a caer. Cuando me hube repuesto de mi estado de asombro, decidí resguardarme en una cafetería. El dueño sonrió amablemente al verme, y pronto me di cuenta que me encontraba ante una persona que no era de allí. Las paredes del local estaba adornadas con mapas y motivos de Italia. Pero lo que resultó determinante fue el hecho de que estuviera conversando en italiano con una mujer.

―Un expresso –le pedí al gentil hombre, quien solicito se dispuso a satisfacer mi petición.

Tomé asiento en una pequeña mesa algo alejada de puerta y me dispuse a disfrutar de mi café. Mientras, el hombre seguía charlando con la mujer en lengua italiana. Eché un vistazo a la guía que llevaba conmigo para recordar lo que podía verse y hacerse en este lugar. Aquello captó la atención del dueño del local quien se acercó hasta mi.

―¿Es usted un turista? ¿Quiere que le recomiende algo que no viene en ninguna guía? –me preguntó mirándome fijamente.

―Bueno... –titubeé recelando de la proposición de aquel hombre, quien sonrió al momento.

―No tema. No voy a recomendarle nada extraño, sino algo curioso y que apuesto que le gustará.

―Adelante pues –le invité gustoso de conocer su misterio.

―Camine un poco más hasta que llegue a una taberna que reconocerá de inmediato por su exquisita decoración. Entre y pida de comer, pero sobre todo quédese después un rato.

―¿Por qué? –le pregunté extrañado.

―Porque descubrirá algo que jamás encontraré en otro lugar –me respondió rodeando su explicación de cierto misterio que me cautivó en seguida.  ―Hágame caso.

Contemplé como se retiraba el hombre hacia el mostrador, mientras terminaba de sorber mi expresso. Aboné mi cuenta y abandoné el café encaminando mis pasos hacia la taberna, que me habían recomendado. Estaba revestida toda en madera dándole un aspecto muy lugareño y acogedor. Cuando empujé la puerta de madera me di cuenta que volvía a encontrarme en un sitio extraído de algún cuento de los hermanos Grimm. Un lugar acogedor y ricamente engalanado con cuadros y emblemas del país. La mesas de madera presentaban un orden y una pulcritud exquisita. Con un pequeño jarrón del que sobresalía una flor que dotaba de colorido a ésta. Tomé asiento mientras un linda muchacha de cabellos oscuros y ojos claros se dirigía a mi. Le pedí un lugar para comer y ella me indicó que eligiera cualquier mesa. Ocupé la primera que quedaba justo a mi lado y me senté a esperar para pedir para comer. La carta, estaba situada sobre la propia mesa y tras echarle un rápido vistazo, me decanté por comida típica alemana.

Degusté aquel delicioso plato acompañado de la típica cerveza. Después de lo cual pedí un café y me dispuse a esperar. En mi mente se agolpaban de nuevo las palabras del camarero italiano: “Espere pacientemente y verá algo jamás visto”. No sabía a qué se estaba refiriendo pero dada la intriga que rodeaba a este acontecimiento me dediqué a sorber con lentitud mi café. A los pocos minutos la posada comenzó a llenarse de gente que pasaban de largo del comedor y se adentraban en lo que parecía ser un enorme salón de recepciones. Hombres, mujeres, y niños de todas las edades desfilaron bajo mi mirada.

―¿Por qué no va usted también a escuchar al señor Wolfgaunsen? –me preguntó la camarera invitándome a seguir los pasos de aquellos.

No ocultaré mi recelo a la hora de adentrarme en el amplio salón presidido por una amplia chimenea en la que ardían varios tizones, y que arrojaban su calor a toda la estancia. Vi que había varias sillas y tajos de madera diseminados en torno a un mesa redonda, a la que había sentado un hombrecillo de pelo cano, que en ese preciso instante se limpiaba sus gafas. Vestía con ropas sencillas y estaba por apostar a que era un lugareño de Bacharach. El hombre tomó un sorbo de una copa que contenía un líquido transparente, y tras aclararse la garganta encendió su pipa de madera, cruzó las piernas y se dejó caer sobre el respaldo de la mecedora, en la que estaba cómodamente sentado. Durante unos segundos se hizo un silencio sólo semejante al momento en el que llega la noche y todo el mundo duerme. Hasta que la voz potente y grave del señor Wolgaunsen lo rompió como si de un trueno se tratara.

La historia que voy a narraros hoy es de lo más interesante, y si a ello añadimos que está basada en hechos reales...-comenzó diciendo el hombre mientras arqueaba sus cejas hasta que casi se unieron con sus cabellos.―Pues bien, sucedió hace mucho tiempo en la pequeña localidad de Ingelheim, donde existía un hermoso castillo construido en mármol, y que era la residencia preferida de Carlomagno. A menudo se retiraba a este solitario y tranquilo lugar acompañado tan solo por un puñado de sus más leales servidores y los miembros de su propia familia. Einghard, el secretario privado del emperador, siempre estaba incluido en el pequeño círculo de vasallos que acompañaban a Carlomagno. Hombre de inconmensurable destreza y sabios conocimientos, este joven era bastante diferente del resto de consejeros, no sólo por la manera de aprender las cosas, sino también porque era el favorito de las damas de la corte.

Einghard se encontraba siempre al lado del emperador, tanto que se había convertido en un amigo íntimo de la familia, y el propio Carlomagno decidió encargarle la educación y el aprendizaje de su propia hija, Emma. Ésta era considerada como la más hermosa de entre todas las damas del reino; tanto que el propio Einghard no pudo mantenerse frío y distante a su belleza”.

En este punto, el hombre se detuvo unos instantes para refrescar su garganta y luego de llevarse su pipa a la boca continuó la narración. Había conseguido captar mi atención al igual que la de todos los allí reunidos.

Las horas que ambos compartían aprendiendo provocaron que ambos se compenetraran de manera excepcional. Einghard, sin embargo, luchaba para recordarse así mismo cuales eran sus deberes con el soberano, pero el amor lo estaba venciendo, y pronto un juramento de fidelidad eterna unió a la joven pareja.

El propio emperador no había medido las consecuencias de  permitir que el joven secretario y su hija compartieran tanto tiempo juntos. Durante la noche, cuando todos dormían, Einghard buscaba la habitación de su amada. Ella escuchaba las ardientes palabras de amor de su joven enamorado.

Pero quiso el destino aliarse en contra de la joven pareja –dijo el hombre inclinándose hacia delante para clavar su mirada en las los chiquillos, que sentados en el suelo, los rodeaban, provocando un gesto de sorpresa.―Sí, fue una noche en la que ambos estaban sentados en la habitación de Emma hablando de manera confidencial –el tono del hombre se volvió más tétrico y desgarrador provocando el espanto en la audiencia.―En el momento en el que Einghard se disponía a abandonar la habitación de su amada Emma, percibió el sonido de las voces en el patio cubierto de nieve. Sería imposible cruzarlo sin ser visto y sin dejar un rastro de huellas sobre ésta. Pero debía alcanzar su propia habitación cuanto antes. ¿Qué podían hacer para que no fueran descubiertos? Ah, amigos, el amor es ingenuo en ocasiones. Después de considerarlo durante algún tiempo ambos acordaron que sólo existía una manera de salvar aquel obstáculo, que el destino ponía ante ellos. Así, la joven dama le pidió a Einghard que subiera a sus espaldas. Ella lo llevaría a través del patio dejando tan sólo un pequeño rastro de huellas.

Pero ocurrió que el emperador no conseguía conciliar el sueño aquella misma noche, y se sentó en la ventana contemplando el patio en silencio. De repente percibió la forma de una sombra que cruzaba el patio. Al fijar su vista en aquel extraño descubrió para su asombro que se trataba de su propia hija Emma.―El tono del narrador subió provocando una nueva exclamación en su concurrida audiencia. Debo admitir que aquel misterioso hombre me había atrapado con su forma de narrar. Estaba tan intrigado con su historia que me olvidé que mi tren partía aquella misma tarde, en escasos minutos.―¡Sí, era ella! Y llevaba a un hombre a sus espaldas. Y no era otro que su favorito, Einghard. El dolor y la rabia se mezclaron en su corazón. Quiso precipitarse escaleras abajo y descubrirlos. ¡La hija del emperador y su secretario vagando en la noche como vulgares criminales! Pero ¿cómo había sido posible? ¿En qué momento habían decidido compartir algo más que la instrucción? Con gran esfuerzo, el emperador se contuvo de hacerlo, y preso de una extrema agitación regresó a su cama a esperar el amanecer.

El hombre se detuvo aquí otros instantes mientras volvía a beber del vaso que tenía sobre su mesita y daba otra calada a su pipa. Sin duda alguna se tomaba estos segundos para acrecentar la expectación entre sus oyentes. Sabía manejar con maestría las sensaciones de éstos, y darles la dosis exacta de emoción. Todo un genio, pensé sonriendo mientras cruzaba mis piernas aguardando impaciente la continuación.

“A la mañana siguiente el emperador reunió con urgencia a sus consejeros. Todo se horrorizaron al ver la mirada de éste. El ceño fruncido, las manos a la espalda, y el semblante pétreo. Einghard miraba a su señor sin comprender qué le sucedía. Hasta que éste comenzó a hablar.

“¿Qué castigo merece una princesa que recibe la visita de una hombre durante la noche?.

Los consejeros se miraron los unos a los otros sin comprender el propósito de aquella pregunta, mientras el rostro de Einghard palidecía.

―Majestad, creemos que un mujer débil no deber ser castigada por algo hecho por amor –le respondió un consejero.

―¿Y qué  castigo se merece el favorito del emperador por arrastrarse en la oscuridad de la noche hasta la habitación de esa princesa? –preguntó lanzando una mirada de ira hacia su secretario Einghard.

Comprendiendo que todo estaba perdido y que habían sido descubiertos éste respondió con voz clara y potente:

―La muerte, mi señor.

La audiencia exclamó al unísono un Ohhh, que dejó mudo a nuestro narrador. Permaneció en silencio dejando que sus palabras hicieran mella en todos ellos. Los miraba a unos y a otros observando en todo momento sus gestos y sus muecas. Pero ninguno de ellos se atrevió a interrumpirlo. Ni le pidieron que siguiera. Entonces, el señor Wolfgaunsen sonrió y continuó su narración.

El emperador contempló a su secretario con sorpresa. Una mezcla de ira y de admiración por haber sido él quien pronunciara su propia sentencia se apoderó de su alma. El silencio se hizo en la sala del trono, y el emperador ordenó a sus consejeros que se retiraran al tiempo que le pedía a Einghard que lo siguiera.

Sin decir una palabra el emperador lo condujo a su cámara privada donde a su requerimiento apareció Emma. Su corazón se estremeció al ver la mirada de su padre. Comprendió al instante todo lo sucedido, y en un arrebato se arrojó a sus pies.

―¡Clemencia, clemencia padre mío. Nos amamos –murmuró levantando el rostro empañado por las lágrimas.―

―¡Clemencia! –pidió Einghard imitando el comportamiento de Emma.

El emperador guardó silencio. Después comenzó a hablar de manera fría y serena en un principio, pero su voz cambió a un tono más dulce al escuchar los sollozos de su hija.

―No tengo intención de separar lo que el amor ha unido. Un religioso os casará y al amanecer de mañana deberéis abandonar el castillo y nunca más regresar.

De nuevo la concurrida audiencia lanzó una exclamación de sorpresa ante este anuncio.

“El emperador abandonó su habitación dejando a los dos solos. Emma se sentó en el suelo sin poder dejar de llorar, y fue la dulce voz de Einghard quien la tranquilizó cuando le susurró.

―No llores Emma. Al echarte de su lado, tu padre, mi señor, ha permitido que vivamos juntos para siempre. Ven, debemos irnos, pero el amor nunca se irá de nuestro lado.

A la mañana siguiente, dos peregrinos abandonaron el castillo Ingelheim y tomaron el camino hacia Maguncia.

El tiempo pasó, y el emperador ganó la guerra a los sajones y se ciñó la corona de Imperio Romano, y se convirtió en el emperador más famoso de la Historia. Pero toda su fama no hizo que su edad avanzara, que sus cabellos se tornaran plateados, que su corazón sintiera pena y dolor por la ausencia de sus seres queridos. Día tras días pensaba en el pasado. En los días de dicha y felicidad que había conocido en el castillo. En las fiestas, en los bailes, en las canciones de los trovadores... y en las antiguas y casi olvidadas leyendas, que él amaba tanto y que gustaba escuchar de labios de su favorito Einghard.

Una mañana en la que había decidido llevar a cabo una cacería para distraerse el emperador quedó apartado del grupo principal por haber perseguido un ciervo. El animal viéndose acorralado llegó a orillas de un río. El emperador lo siguió, pero pronto se dio cuenta que las fuerzas le fallaban. Estaba cansado, y además, no conocía aquella región del bosque. De repente, percibió el humo que salía de una chimenea. Obligó a su caballo a seguir aquella estela, hasta que encontró una pequeña cabaña junto al río. El emperador vio que ésta era bastante sencilla; sin adornos superfluos ni lujos.

―Tal vez se trate de algún ermitaño que vive retirado―murmuró mientras golpeaba la puerta de la cabaña.

De repente, se encontró frente a un hombre de cabellos claros. Sin decir su nombre el emperador le informó que se había perdido y le pidió pasar la noche allí. Al escuchar su voz, el hombre tembló. Había reconocido al emperador. Una vez que ambos estuvieron dentro, Carlomagno vio a una joven sentada en una silla de madera con un niño en sus manos. Ella lo miró fijamente y su rostro palideció al reconocer ella también al emperador. Éste se sentó y rechazó cualquier ofrecimiento de comida.

Los minutos pasaron y aún seguía sentado allí. En la misma postura. Con sus cabeza entre sus manos. Al final sintió que alguien acariciaba una de ellas. Despertó de su estado de somnolencia y descubrió el rostro de una niña de poco más de seis años, que venía a desearle las buenas noches. El emperador contempló a aquella criatura que se asemejaba a un ángel bajado del cielo. Con sus cabellos rubios como el trigo, y sus ojos azules como el cielo de verano.

―¿Cuál es tu nombre pequeña? –le preguntó el emperador.

―Emma –respondió ésta.

―Emma –repitió el emperador con lágrimas en los ojos, y levantando a la niña del suelo la acercó a él y depositó un suave beso en su frente.

En ese mismo instante, el hombre y su joven esposa se arrojaron a los pies del emperador.

―¡Clemencia señor, clemencia!

El emperador estaba sorprendido por aquel repentino comportamiento. Y cuando los rostros de ambos se levantaron hacia su señor, el corazón de éste dio un vuelco.

―¡Emma!¡Einghardt! –gritó con gran emoción abrazando a ambos.―Bendito sea el día y el lugar donde os he encontrado!

Desde ese día Emma y Einghardt regresaron al castillo con grandes honores. El emperador les entregó su hermoso castillo de Ingelheim, y sólo se sitio feliz cuando ellos estuvieron con él allí. Al mismo tiempo mandó construir una abadía en el lugar en el que los había encontrado, a la que dieron el nombre de Seligenstadt, la ciudad de la felicidad. Pronto creció una ciudad alrededor de ésta abadía, donde hoy en día reposan en la misma tumba los restos de Emma y Einghardt por expreso deseo de ambos”

El silencio se hizo en todo el salón. Nadie se atrevía a moverse, ni a decir una sola palabra. Era como si todos estuvieran inmersos en una especie de hechizo mágico. Ni siquiera yo, me atrevía a levantarme de mi asiento. Y de pronto, un clamor semejante a una tormenta estalló. Aplaudieron como enormes ganas la narración del  señor Wolfgaungsen, quien tímidamente saludó al público. Pasados unos minutos me levanté de mi asiento aún preso de esa sensación de paz y magia que envolvía la taberna de Bacharach. Me volví y me encontré con el hombre que regentaba la cafetería primera en la que había parado. Me miraba con una sonrisa en sus labios.

―¿Qué opina de nuestro juglar?

―No sé qué puedo decir... –balbuceé nervioso.

―Le dije que no vería nada igual en otro sitio.

―Cierto.

―Mañana puede volver si lo desea.

―¿Mañana?.

―Sí, y pasado, y el siguiente. Wolfgaunsen atesora una increíble riqueza de leyendas y cuentos relacionados con estos lugares.

En un acto reflejo consulté mi reloj y me di cuenta que había perdido mi tren de vuelta a Frankfurt.

―¿Le sucede algo?

―Perdí el tren que me debía llevar de vuelta a Frankfurt.

―Bueno, no importa amigo. Mañana puede tomarlo.

―Mañana –murmuré.―Sí claro, mañana. ¿Y donde pasaré la noche?

―No se preocupe. Y le indicaré una buena posada. Venga conmigo.

Acompañé a aquel gentil italiano que vivía en Bacharach, y del que apenas sabía nada. Por ahora no podía hacer otra cosa que permanecer aquella noche en el pueblecito, y partir al día siguiente. En mi mente aún resonaba el historia de Emma y Einhardt, y la figura del señor Wolfgaungsen.

Aquella noche dormí plácidamente imaginándome la historia de Emma y Einghardt en mis sueños. No sabía porqué, pero sabía que nunca olvidaría esa tarde y aquella taberna de Bacharach, y mucho menos al señor Woflgausen, quien se convertiría en alguien muy importante en mi vida.

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Escritor español


Doctor en Filología inglesa. Autor de contenido para proyectos de IBM. Colaborador literario.
 

 

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En el 2012 se publicó La guardiana del Manuscrito en la Editorial Mundos Épicos


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