Enrique García Díaz

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Las aventuras de Anne Bonney

(primera entrega)

 

Enrique García Díaz

 

            El olor a sal del mar  y a la brea de los barcos que estaban siendo calafateados impregnaba todo el puerto aquella mañana. Los barcos mercantes procedentes de las colonias de su majestad el rey Guillermo de Orange atracaban para descargar allí sus mercancías siempre y cuando no hubiesen sufrido ninguna tormenta propia del caribe o tropezado con algún barco pirata. El nuevo rey había llegado a Inglaterra procedente de los Países Bajos junto a María Estuardo, hija de Jacobo VII. Éste había huido a Francia tras los graves disturbios que acontecieron en Inglaterra. El trono había recaído en su hija María casada con Guillermo de Orange. 

            New Providence era un hervidero de barcos, marineros y mercancías. Era el puerto más importante de Nueva Inglaterra, situada en la costa oeste de América. Aquella mañana había arribado un barco mercante procedente de las islas Bahamas que traía a numerosos pasajeros a bordo. Uno a uno fueron descendiendo por la pasarela hasta llegar a tierra firme. De entre todos ellos destacaba un hombre alto y fuerte con barba, vestido con elegantes ropas de colores y que había demostrado ser un experto marinero durante la travesía. Conocía todos y cada uno de los puertos en los que el barco había hecho escala, así como la ruta hasta llegar a New Providence. Por su aspecto elegante nadie diría que hubiese navegado tanto como para conocer el mar Caribe como la palma de su mano.

            Un grupo de marineros que jugaban a los dados sobre un barril lo vieron acercarse. El hombre los contempló mientras apostaban a ver quien sacaba el número más alto. Eran hombres rudos de piel curtida por el sol y el salitre del mar. Sus manos estaban encallecidas de trabajar con los cabos de los barcos y de trepar por las escalas. Cuando un barco llegaba a puerto y la tripulación había desembarcado todas las mercancías, ésta disfrutaban de unas cuantas horas libres, que en algunas ocasiones se convertían en días. Al ver allí de pie al hombre el más bajo de los tres, un tipo con bigote y prominentes patillas se dirigió a él.

            —¿Qué desea? ¿Quiere apostar a los dados?

            —No gracias –respondió sonriendo.—Tan sólo busco un sitio donde pasar la noche y comer algo.

            —¿Seguro qué quiere pasar la noche aquí, en el puerto? ¿No prefiere un lugar más cómodo en la ciudad?

            El hombre negó con la cabeza.

            —Se lo decimos porque aquí en el puerto abunda la mala gente. Ya me entiende...ladrones, rufianes de tres al cuarto... –le explicó otro de los marineros que jugaban a los dados.

            —Agradezco su consideración caballeros, pero prefiero alojarme aquí en el puerto.

            —Entonces vaya a la taberna del Capitán Providence.

            —¿La taberna de qué capitán me han dicho? –repitió con gesto de no saber donde encontrarla pues acababa de desembarcar.

            —Oh, perdone a Smithy –intervino el marinero del mostacho y patillas.—La taberna del Capitán Providence está en la primera calle siguiendo todo recto—le indicó.

            —Es la taberna más conocida del puerto...—añadió el tercer marinero

            —Y de todo Providence –dijo el tal Smithy riendo.

            —¿Cuál es el motivo? –preguntó el caballero recién llegado.

            —Se trata de Anne –respondió Smithy

            —Es la señora Bonney –añadió el del mostacho.

            —Es una mujer muy hermosa –concluyó el tercero.

            —Yo pensaba que ustedes habían hablado de un capitán...

            —Es el nombre de la taberna –explicó Smithy—. Pero la dueña es ella.

            —¿Y lleva ella sola una taberna en este lugar? –preguntó incrédulo el caballero.

            —No, está casada. La regentan entre su marido y ella. Aunque más bien sean Anne la que lleva los pantalones.

            Los tres marineros rieron a carcajadas ante las explicación del marinero del mostacho.

            —Está bien les haré caso.

            —Por unas monedas podemos llevarle su baúl –dijo el marinero del mostacho señalando el equipaje.

            —No gracias, puedo yo solo.

            Se despidió de los tres marineros que volvieron a sus dados. No le fue difícil encontrar la taberna pues era la única que vio en el puerto. Además, un gran letrero de madera colgaba de un saliente de la pared. Podía escucharse el ruido que hacían los marineros en el interior de la taberna, sus cánticos, sus  risas e incluso sus peleas. En ese preciso momento dos hombres salieron rodando por la puerta mientras no dejaban de golpearse ante la atónita mirada del caballero. Se asomó por ver el ambiente que se encontraría si cruzaba la puerta. Vio una mujer sirviendo jarras de barro que debía contener vino o ron. Esa debía ser Anne, pensó el caballero mientras la zarandeaba un tipo alto como una montaña de enormes brazos. Ella intentaba zafarse de su opresor quien la tenía sujeta por la cintura. Anne era una muchacha de estatura media que parecía una muñeca en brazos de aquel tipo. Viendo que todo esfuerzo resultaba inútil agarró una jarra que le rompió en la mismísima cabeza. El hombre se llevó las manos a la herida que le había hecho Anne y la maldijo. De pronto, el tipo esgrimió un puñal e intentó herir a Anne.

            —¡Mira lo que me has hecho mujer! –dijo el hombre llevándose la mano de nuevo a la cabeza para comprobar como brotaba la sangre por la herida.—Vas a lamentarlo –le dijo mientras se abalanzaba hacia ella.    

            —Vaya, la cosa se pone interesante –murmuró el caballero quien decidió entrar para ver mejor como acababa aquello.

            —Anne no te metas en líos –se oyó una voz detrás del mostrador.

            —Aquel debe ser su marido –supuso nuestro misterioso caballero al tiempo que se apoyaba contra la pared.

            Todos se giraron hacia el mostrador de donde salió la figura rechoncha del señor Bonney. Mucho más mayor que Anne, con escaso pelo y una pequeñas lentes por encima de las cuales veía.

            —Apártate si no quieres que te raje, mequetrefe –gritó el tipo del cuchillo empujándolo hacia un rincón.—Voy a hacer picadillo a tu linda mujercita.

            Anne se encontraba acorralada en ese preciso instante con la mitad de la jarra aún en su mano que empleaba como arma defensiva contra el puñal del hombre.

            —Olvídalo James, no es más que una mujer –le dijo su compañero en la mesa.

            Pero el tal James, que era como al parecer se llamaba aquel tipo, no tenía intención de dejar escapar viva a Anne. Su deseo de venganza se hacía cada vez mayor con cada segundo que pasaba. Alguien llamó a Anne y le arrojó una espada que la muchacha cogió en el aire para esgrimirla a continuación delante de James. Alguien hizo lo mismo poniendo una espada en manos del hombre. Ahora las fuerzas estaban igualadas, pero ¿qué podía hacer aquella frágil muchacha contra aquel gigantón?

            La pelea dio comienzo y las primeras estocadas se cruzaron en el aire. Anne lanzaba una y otra vez demostrando conocer el manejo de la espada. La gente de la taberna se había levantado de sus asientos para poder ver mejor. Algunos incluso habían apartado las mesas así como todo aquello que molestara a los combatientes. James, quien además de la espada aún mantenía el puñal en su otra mano, lanzaba estocadas directas al pecho de Anne. Pero la muchacha las paraba sin aparente esfuerzo. Se subió sobre una mesa y comenzó a darle patadas a todas las jarras y vasos que había sobre ella intentado dar a James en el rostro. Pero el marinero no estaba dispuesto a dejarse vencer por una mujer; así agarrando un asiento de madera lo arrojó contra Anne haciendo que ésta se cayera al suelo. Como un toro enfurecido embistió a su víctima en el suelo pero lo más que logró fue clavar la punta de su espada en el suelo, al tiempo que Anne rodaba por el mismo escapando de su certera estocada. Luego, de un salto acrobático consiguió ponerse en pie y atacar a James por su flanco derecho. La gente vibraba con el espectáculo que ambos espadachines les estaban brindando. Viéndose  acorralado James corrió hacia ella y logró empujarla contra la pared para luego apartarse y arrojar el cuchillo. Anne lo esquivó con un acto reflejo mientras el puñal quedaba clavado en un barril y su filo vibraba. Decidió que aquello ya había durado bastante y decidió lanzarse a un ataque más abierto. Hizo retroceder a James hasta la pared y  acorralándolo hizo que perdiera su espada con un toque maestro. Luego, sintiendo el frío acero apuntando a su garganta James comenzó a sudar copiosamente mientras el miedo se adueñaba de su rostro. El silencio reinaba en la taberna. Todos esperaban.

            —Lo siento –murmuró James con voz trémula.

            Anne lo miró a los ojos y después bajó la espada.

            —Largo de mi casa –gritó al tiempo que le indicaba el camino hacia la puerta.

            Todos los presentes pudieron comprobar como se las gastaba aquella mujer. Anne devolvió la espada a su dueño y después se quedó mirando como los autores de la pelea salían uno a uno por la puerta de la taberna. Paseó su mirada por la taberna hasta detenerse en la del extraño caballero quien no había perdido detalle de la destreza de Anne con la espada. Sin bajar su mirada desafiante se dirigió hasta él tal vez dispuesta a empezar otra pelea.

            —¿Qué miráis? –le preguntó con tono autoritario.—¿Es que no habéis escuchado lo que dije? ¡Largo de aquí!. Quiero estar sola.

            —Tenéis valor no me cabe la menor duda. Pero decidme, ¿lo habríais matado?

            —De habernos encontrado en otra parte no lo habría dudado –respondió mientras observaba el aspecto de aquel extraño caballero.—¿Sois de fuera verdad? No os había visto nunca antes por mi casa.  

            —Es cierto. Acabo de llegar. Estoy pensando en establecerme aquí, en New Providence una temporada –respondió mientras apoyaba la espalda contra la pared.

            —Aquí no hay mucho que hacer. Los soldados del rey lo controlan todo. Trabajamos para pagar los impuestos. Si encontráis trabajo en la ciudad tened la certeza de que tarde o temprano os explotarán –dijo mientras se llevaba la jarra a los labios.

            —Decidme, ¿dónde aprendisteis a manejar la espada? No es muy frecuente ver a una mujer desenvolverse como la habéis hecho.

            —En Port Royal.

            —¿Habéis estado en Port Royal? –preguntó con cara de incredulidad el extraño mientras apoyaba sus codos sobre la mesa.—Sin duda sois una mujer sorprendente.

            —Sí, fue allí donde conocí al que hoy es mi marido. Mi padre me adiestró en el manejo del sable, y también de la pistola.

            —¿Y de qué os vale saber manejar las armas en una taberna?

            —Ya lo habéis visto. Para evitar que tipos como ese tal James se le suban a una a la chepa.

            —¿No os gusta vuestro empleo?

            —No del todo. Me paso los días aquí encerrada entre estas cuatro pareces –dijo extendiendo sus brazos en un intento de abarcar todo el lugar.

            —¿Por qué no os largáis y os olvidáis de vuestro marido?

            —Me faltan agallas. Pero si encontrara a alguien dispuesto a llevarme con él no lo dudaría –comentó mirando a los ojos del extraño intentando encontrar un destello de confianza.

            —¿Y qué haríais una vez que estuvieseis lejos de aquí?

            —Me convertiría en un pirata. Saquearía la costa y me vengaría del trato recibido de los ingleses.

            De repente el extraño se revolvió en su asiento. Su mirada se fijó en la jarra que había sobre la mesa sin decir una sola palabra. Anne se percató de que el color de su  rostro había cambiado.

            —¿Os ocurre algo? –le preguntó preocupada.

            —No –respondió volviendo en sí—, tan sólo pensaba que hoy en día se castiga a los piratas con la horca.

            —Y vos, ¿a qué os dedicáis? Aún no me lo habéis dicho.

            —Me he dedicado a surcar el mar sin rumbo fijo, de puerto en puerto. Ahora, si no os importa me gustaría retirarme a descansar.—El extraño había cortado la conversación de repente lo que no hizo mucha gracia a Anne quien se había quedado con la palabra en la boca.—Si sois tan amable de indicarme mi habitación y el precio que tiene...

            Anne posó su mano sobre la del extraño y mirándole fijamente a los ojos le dijo:

            —Podéis quedaros gratis, sois un soplo de viento fresco en este lugar.

            —De ninguna manera –protestó el extraño.

            —No se hable más –dijo Anne posando su mano en los labios de él.

            El silencio se hizo entre los dos y no hubo falta de decir nada pues los ojos de cada uno ya se había dicho todo. Anne le indicó que le siguiera y cuando se dio la vuelta en dirección al piso de arriba, el hombre sacó una bolsa de piel que contenía varias monedas de oro y la dejó caer sobre la mesa como pago por las molestias. Luego cogiendo su baúl, el cual había permanecido apoyado en un rincón desde que había entrado en la taberna, siguió a Anne quien se había detenido en lo alto de  las escaleras esperándolo para conducirlo a su habitación. Caminaron por un pasillo con puertas a ambos lados y se detuvieron delante de una que Anne abrió hacia dentro dejando a la vista un cuarto pequeño pero acogedor. El mobiliario lo formaban una cama, una cómoda sobre la que había dispuesta una jofaina con agua, una toalla y jabón; una silla y un espejo algo sucio completaban la habitación.

            —Parece acogedora –señaló mirando a Anne.

            —No es gran cosa pero...

            —Para mi es perfecta. Si hubieseis visto los lugares en los que he dormido...Ahora si me disculpáis quisiera asearme y bajar a comer algo.

            —Como gustéis.—El tono de Anne era de disculpa pues pensó que molestaba de manera que se marchó escaleras abajo a recoger los trozos de sillas y mesas que había esparcidos por el suelo debido a la pelea. Echó un vistazo a su alrededor y vio que su marido no estaba.—El muy cobarde. Seguro que salió huyendo en cuanto vio que la cosa se ponía fea. En fin, será mejor que recoja este desorden.

            Mientras, en la habitación del piso superior, el extraño había depositado el baúl sobre la cama y lo abría. Contenía ropa en general varias camisas, pantalones, alguna chaqueta. Y debajo de todas aquellas prendas algunas bolsas de dinero, un par de pistolas y un sable dentro de la vaina. El hombre se quedó mirando fijamente mientras volvía a cubrirlas con la ropa. Luego se detuvo delante del espejo y contempló su cara. Llevaba barba desde hacía un año para evitar que lo reconocieran y hasta ahora había dado resultado.    Tenía miedo a que alguien pudiera reconocerlo. Se pasó la mano por el pelo que también había crecido más de lo normal y se lo recogió con una cinta. Cogió agua para lavarse e hizo jabón con el fin de afeitarse. Sacó una navaja del baúl y comenzó a afeitarse. Estaba seguro de que nadie lo reconocería en aquel lugar apartado de la costa. Una vez que hubo terminado contempló su rostro una vez más en el espejo y entonces se enfrentó a la realidad. Sí. Debía asumirlo. Volvía a ser él, aunque con unas cuántas arrugas más. Se preparó para bajar a la taberna de la que volvían a subir los gritos y las voces de los clientes. Anne habría reparado el estropicio causado por la pelea y se habría puesto manos a la obra de nuevo. Salió de la habitación y bajó por las escaleras contemplando el ambiente que había. Varias mesas volvían a estar ocupadas por marineros sedientos. Anne se movía entre las mesas con jarras de cerveza en la mano mientras su marido despachaba detrás de la barra. Localizó una mesa vacía justo en el rincón desde el que había contemplado la pelea. Anne lo vio de inmediato y rostro reflejó sorpresa al ver como había cambiado de aspecto.

            —Reconozco que sin barba estáis más atractivo –le dijo guiñándole el ojo sin importarle que su marido pudiera estar viéndola flirtear con el extraño huésped.

            —Gracias.

            —Os he preparado algo de comer. Por cierto aún no se como os llamáis.

            —Patrick O’Leary.

            —O’Leary. Claro irlandés.

            Se despidió de él para ir en busca de su comida la cual depositó sobre la mesa junto a una jarra de  cerveza que O’Leary agradeció con una sonrisa. Pronto hundió la cuchara en el plato de comida caliente. Hacía días que no probaba comida de verdad pues en el barco que lo había llevado a New Providence sólo había podido alimentarse de carne seca, pescado crudo y fruta.

            Tan tranquilo estaba devorando el suculento plato de comida, que ni siquiera se percató de que la puerta de la taberna se había abierto, y tres soldados de su majestad el rey habían entrado. New Providence pertenecía a la corona de Inglaterra. Era una de las pocas regiones que no estaban bajo dominio español. Éste se concentraba en las islas como Hispaniola, Cuba, o Tierra Firme. Al ver a los soldados algunos de los clientes se giraron como si no quisieran saber nada de su presencia allí y siguieron haciendo lo mismo. Otros se levantaron y se marcharon. Los oficiales patrullaban  por las calles y entraban de vez en cuando en las tabernas a curiosear. Disfrutaban arrestando a los alborotadores demostrando con ello su autoridad. Anne los había visto entrar y sintió como se le revolvían las entrañas. Su marido la sujetó por el brazo y le pidió calma conociendo su genio. Dos de los oficiales se acercaron hasta la barra mientras el señor Bonney sudaba copiosamente y Anne seguía despachando a la clientela.         

—¿En qué podemos ayudarles? –preguntó con la voz entrecortada el señor Bonney.

—Verá, estábamos patrullando cuando alguien nos ha informado de que aquí ha habido un duelo a espadas.

—Bueno... –comenzó diciendo el señor Bonne quien parecía tener un nudo en la garganta.—Si ha habido una pequeña discusión, pero ya ha pasado.

—¿Califica usted de discusión un duelo? –le preguntó el oficial de mayor graduación. Un tipo alto de apariencia feroz.

—Bueno, —sin duda el señor Bonney no sabía como explicarse. Pero eso no le importó al tercer hombre que había entrado en la taberna con los dos soldados quien había fijado su mirada en un cliente de la taberna que comía tranquilamente. En concreto en Patrick O’Leary. Entrecerraba los ojos como si recordara haber visto aquel rostro. Pero ¿dónde? Patrick se había percatado al fin de que aquel oficial no le quitaba el ojo de encima. Él sí lo reconoció en el momento en que había entrado en la taberna. Quería pasar inadvertido ante aquel hombre pero sería difícil. No sólo no dejaba de mirarlo fijamente sino que ahora se acercaba a su mesa. Anne se percató de aquello y dejó de servir. Cuando el oficial inglés estuvo a la altura de la mesa de O’Leary le preguntó:

—¿Cuánto tiempo ha pasado? ¿Dos años tal vez?

O’Leary continuó comiendo sin inmutarse. Seguía con la cabeza agachada sobre el plato pues sabía que si la levantaba tendría que enfrentarse a su pasado.

—Os estoy hablando –dijo con autoridad el oficial.

Por fin O’Leary alzó el rostro y se quedó mirando al inglés sin pestañear. Habían pasado dos años sin ningún problema hasta ese momento. Había jurado que nadie podría reconocerlo en aquel puerto. Sin apartar la mirada del oficial preguntó:

—¿Os conozco señor?

—Yo diría que sí –respondió el otro sentándose.

Anne no se perdía detalle de aquella conversación pues no entendía nada. ¿Qué relación había entre el oficial inglés y O’Leary?

—¿Quién sois? —.le preguntó el oficial sin apartar la mirada de O’Leary.

—Un cliente de esta taberna.

—Sí, pero ¿tendréis un nombre?

—Me llamo O’Leary. Soy irlandés.

—Veo que os habéis cambiado el nombre. ¿Qué ha sido de Rackham?

—No conozco a ese hombre.

—Yo no estaría tan seguro. Jack. Jack Rackham.

En aquel momento reinaba un silencio total en la taberna. Anne no entendía muy bien que pasaba ni porqué aquel oficial lo había llamado por otro nombre. ¿Cómo había dicho? ¿Rackham? ¿De qué le sonaba aquel nombre a Anne? Se quedó meditando unos instantes hasta que por fin cayó en el cuenta. Jack Rackham. El corsario indultado por su majestad. Se llevó la mano a la boca intentando ahogar un grito de exclamación.

—Ya que me habéis reconocido almirante Fielding. Os invito a sentaros –dijo en tono irónico Rackham.

—Por fin cara a cara.

—¿Vais a detenerme? No he hecho nada malo durante estos dos largos años –se explicó el antiguo capitán del Griffin.

—No tengo autoridad para hacerlo. Además no lo haría. Al fin y al cabo os vino bien que os absolvieran. No os culpo por lo que hicisteis. Pagasteis vuestro rescate y el de vuestros hombres con el dinero obtenido de la piratería.

—No os comprendo almirante.

—No me llaméis almirante. Ya no estoy en la marina.

—¿Cómo sucedió?

—Cuando descubrí la corrupción que existía en la corte me juré que no volvería a servir al rey.

—Sí pero seguía siendo un oficial. No os entiendo.

—El rey Jacobo ya no gobierna en Inglaterra. Se marchó a Francia.

—¿Y quién es el nuevo rey?

—El príncipe Guillermo de Orange y María Estuardo II, hija de Jacobo. Por cierto os aviso de que el indulto ha prescrito.

—¿Cómo decís? –preguntó contrariado Rackham.

—El nuevo rey ha declarado la guerra a la piratería. Los indultos concedidos por el anterior monarca ya no valen. Han puesto precio a vuestra cabeza y a la de vuestros hombres.

—¿Quién sabe que estoy aquí?

—Por ahora sólo yo. Pero no temáis, no soy un delator.

—Pero vos os beneficiaríais con mi captura.

—Ya no. Os he dicho que la corte está corrupta. Nada de lo que digan o hagan me interesa. Y ahora si me permitís debo marcharme y seguir la ronda. Cuidaos y no cometáis ninguna tontería. – Antes de marcharse se volvió para darle un último consejo.—Recordad que vuestra cabeza haría ricos a muchos.

Rackham lo vio marcharse junto a los otros dos oficiales. Después busco a Anne con la mirada y la encontró de pie mirándolo fijamente con un semblante muy diferente. Rakham supo que había llegado el momento de contar toda la verdad y después huir de allí. Pero ¿a dónde? ¿Dónde encontraría a sus hombres para poderlo poner sobre aviso?

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Escritor español


Doctor en Filología inglesa. Autor de contenido para proyectos de IBM. Colaborador literario.
 

 

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En el 2012 se publicó La guardiana del Manuscrito en la Editorial Mundos Épicos


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