Inicio | Links | Relatos | Poetas | Ensayo | Taller | Autor | A Quien Corresponda 

Carlos Monsiváis en Ixtac

 

 

José Luis Velarde

20 de junio de 2010

 

Carlos Monsiváis y José Luis Velarde

No se engañe nadie, no,
pensando que ha de durar lo que espera,
más que duró lo que vio

Jorge Manrique1

Coplas por la muerte de su padre

 

La primera vez que supe de Carlos Monsiváis fue en la historieta Chanoc. Aquel cómic mexicano que presentaba aventuras de mar y selva, en un mundo caribeño menos alejado de la civilización de lo que aparentaba el subtítulo.

Ixtac se llamaba la población ahora fantasmagórica y antaño tan real.

En Ixtac convivían seres de apariencia común con personajes de extravagancia infinita, pero todos, aún los que parecían cuerdos, compartían aventuras alucinantes de acuerdo a los designios de guionistas y dibujantes como Carlos Z. Vigil, Ángel Mora y Pedro Zapián Fernández; a quienes correspondió desarrollar, de manera magistral, una idea concebida por el doctor Ángel Martín de Lucenay.

 La caza y la pesca eran las actividades vitales de una población donde se presentaban caníbales, pigmeos y adelantos tecnológicos sin inhibición alguna. Chanoc era el prototipo del héroe acostumbrado a matar rayas y tiburones con un puñal portado entre los dientes, mientras buceaba entre los arrecifes. Muchas veces luchó contra pescadores clandestinos o contrabandistas y en tierra firme no titubeaba al enfrentar jaguares o tratantes de blancas. Las mujeres se enamoraban de Chanoc y él regresaba a los brazos de la hermosa Maley, una dama acostumbrada a esperar el matrimonio siempre distante.

El futbol era el pasatiempo regional y la selección portuaria se enfrentó en diversas ocasiones con equipos de primer nivel; incluso tuvo duelos memorables contra selecciones resto del mundo. Los ixtaqueños siempre se vanagloriaron de su amor por el deporte y de un 4 – 2 – 4, omnipresente en 1966, cuando el futbol era más espectacular que los duelos “estratégicos” de la actualidad vendidos a precio de oro como si no fueran mezquindad absoluta.

El médico del cuadro era el doctor Nimbus muy parecido a Darth Maul, de la posterior Star Wars. La valla era resguardada por un sujeto flaco y doble visión apodado Birolo; en la defensa alineaban como laterales los caníbales Puk y Zuk; la central quedaba a cargo del ex presidiario Trucson y del Capitán Anclitas; en la media cancha jugaban el pescador Sobuca y el sargento Macotela; en la delantera aparecían el pigmeo Sauka, Tzekub Baloyán, Chanoc y el Médico Brujo siempre en conflicto con Nimbus.

El equipo contaba con una porra voluminosa donde destacaban Hipopotamia Guillot, Mangonia y Rogaciana la Chilera, mujeres de cuerpos desbordados quizá por el excesivo amor inspirado por el malandrín Tzekub; un anciano que corría más o lo mismo que los rivales.

Y los contrarios no eran poca cosa.

El cuadro de Ixtac lo mismo enfrentó al Rey Peló2 que a Isidoro Díaz, quienes encabezaron al Santos de Brasil y al Guadalajara mexicano, respectivamente. A Ixtac llegaron Gordon Banks, Franz Bekenbahuer, Bobby Charlton y el mismo Lev Yashin bien respaldados por otras estrellas de la época.

El Ixtac acostumbraba empatar o vencer en los últimos minutos, quizá porque contaba con cambios de lujo. Durante algunas jornadas apareció como portero el Nasico, un simio que parecía humano, o un humano que parecía simio. Cambios obligados eran los brujos Macrodelio, Cornudelio y Brujildo; cierta ocasión alineó Venancio, el abarrotero, y de vez en cuando se presentaba como refuerzo un robot llamado Sócrates que además de jugar muy bien era asistente del Sabio Monsi.

Era 1967 y a mis diez años me pregunté quién era aquel científico mexicano capaz de crear un robot funcional y de ilimitadas cualidades.

¿Quién era el Sabio Monsi?

¿Cómo era posible que existiera un personaje así en el panorama nacional y no fuera tan reconocido como Alma Grande, Blue Demon o el Llanero Solitario?

Por esas fechas yo iba cada mes a “la peluquería de los flacos”, un local que no tenía otro nombre que “PELUQUERÍA,” escrito con letras negras sobre una pared amarillenta adornada en los extremos con franjas rojas, azules y blancas. De hecho no era más que un zaguán y el letrero estaba sobre el portón que abría hacia una banqueta estrecha y una calle muy transitada. En el interior se apretujaban una mesa de comedor, un baño en el fondo y los tres sillones de peluquero usados por los delgados propietarios del establecimiento. Sobre las sillas de espera alineadas en una pared se amontonaban diarios y revistas, lo mismo que sobre el piso, diversos estantes y una mesa donde estaban, pensaba yo, todas las publicaciones de la época.

Eran los días del casquete corto, las navajas afiladas en tiras de cuero, el alcohol como desinfectante generoso, los dólares de doce cincuenta, la Time infaltable, Selecciones, Contenido y la revista Siempre que ojeaba (valga la insistencia) siempre y cuando no tuviera disponibles las historietas de Editorial Novaro; o las publicaciones nacionales: El Santo, Viruta y Capulina, Memín Pinguín, El Payo, El Diamante Negro y otras más donde sería impensable no volver a decir Chanoc. La peluquería no disponía de vigilancia y la clientela infantil, lo mismo que la adulta, separaba sus lecturas preferidas sentándose sobre ellas.

Y si los niños acaparaban las historietas no faltaban los mayores que también se las apropiaban. Esto llevaba a los más pequeños a tomar revistas seudo periodísticas como Alerta y Alarma, donde era costumbre mostrar fotografías más de carácter forense que de índole informativa. A mí no me gustaba mirar destripados y mejor me empeñaba en descifrar la caricatura política de Siempre o los editoriales de José Pagés Llergo, aunque debo reconocer que apenas entendía los planteamientos y los análisis políticos expuestos por los columnistas de la época.

Mis lecturas compulsivas me llevaron descubrir el nombre de Carlos Monsiváis como autor de la sección Por mi madre bohemios. Mi descubrimiento ocurrió cuando el flaco menos flaco intentaba emparejar mi cabello con rítmicos chasquidos de tijera. Yo dije algo así como "el Sabio Monsi es Carlos Monsiváis" y el peluquero enterró sus huesudos dedos en mi parietal derecho para frenar cualquier movimiento que entorpeciera el corte de pelo realizado con evidente fastidio.

Durante muchos días, quizá años, me pregunté cómo era posible que un sabio inventor de robots escribiera críticas que adivinaba definitivas en mi ingenuidad infantil menguante. No me quedaba claro que un poema recién memorizado en la escuela, con reglazos de por medio, pudiera volverse pretexto para exponer la incapacidad dialéctica de cualquier personaje incapaz de expresarse con pulcritud. No atinaba a ver que El brindis del bohemio, aquel texto sacrosanto, a fin de cuentas hablaba del símbolo materno, inspiraba asuntos más terribles que la frase con la que mortificábamos a un compañero de la escuela primaria llamado Arturo, …el bohemio puro, de noble corazón y gran cabeza.

La sección Por mi madre bohemios destazaba declaraciones de personajes públicos tanto en la sintaxis como en la parte ideológica. Ahí aparecían los desatinos de políticos y deportistas lo mismo que las parrafadas incongruentes de empresarios, conductores de televisión o vedettes. Y, como si se tratara de estas últimas, Monsiváis desnudaba los yerros por igual.

Lo que si es cierto es que supe de los afanes críticos de Carlos Monsiváis y comencé a distanciarme del mundo plasmado con maestría por Mora y Zapián, conforme las sucesivas lecturas y el inicio de la adolescencia me brindaban otros conocimientos.

Gracias a Monsiváis supe que mi país no era tan perfecto como proclamaban los discursos referidos a los Juegos Olímpicos de 1968 y al Campeonato Mundial de Futbol de 1970, postulados como muestra de que el progreso era lo único inevitable para los mexicanos.

En junio de 1971 viajé con mi padre a la Ciudad de México. Allá entramos en una librería del centro y mientras yo me empeñaba en encontrar un disco de Simon & Garfunkel, papá compró un ejemplar, perteneciente a la primera edición, de Días de guardar. Entusiasmado por El cóndor pasa y Cecilia, ni siquiera pregunté el nombre del libro escondido en una bolsa amarillenta. Una vez en el hotel, a falta de tocadiscos, comencé a abrir y cerrar cajones. En uno de ellos descubrí el libro recién adquirido. Lo tomé sin mayor entusiasmo, pues en ese momento yo prefería escuchar Puente sobre aguas turbulentas, pero cuando supe que el mismísimo Sabio Monsi, era el autor de la obra quise quedármela como regalo adelantado de cumpleaños.  

Tras una leve discusión decidimos compartir lecturas.

Para mí fue una sorpresa leer que Monsiváis hablaba de eventos muy cercanos. Ahí estaban las marchas universitarias, los sucesos trágicos del 68 y la juventud masacrada. El libro terminado de imprimir el 31 de diciembre de 1970, también presentaba las actuaciones de Raphael, la golondrina petacona; The Doors; las voces de los ferrocarrileros disidentes; un poema de Monsiváis inspirado en The Howl, de Allen Ginsberg y hasta el cercanísimo mundial donde México se encontró a sí mismo, remarcado con frases lapidarias como “…y quizá simplemente te regale una fosa”, bien acompañadas por la orquesta que respaldaba las actuaciones de Leonardo Favio.

Leí y releí aquel libro sin pausas. La crónica de lo inmediato y la crítica tenaz y contundente marcaron mi vida.

Sin darme cuenta dejé de asistir mensualmente a la peluquería de los flacos tras descubrir jubiloso que no era necesario presentarse con el cabello corto en la escuela preparatoria. No extrañé los cortes causados por la navaja bien afilada y los movimientos infantiles; tampoco fue malo olvidar los dedos punzantes inmovilizando la cabeza empeñada en moverse de acuerdo a la lectura de turno; quizá poca cosa comparada con el alcohol esparcido con generosidad y salvajismo sobre la nuca recién afeitada.

Años después, de acuerdo o no, disfruté la lectura de otras publicaciones de Monsiváis. Mi libro se desgastó de tanto uso y terminó extraviándose en algún sitio de la adolescencia. Volví a comprarlo en 1977 y desde entonces va y viene sin distanciarse nunca del todo. Debo confesar que el propio Carlos Monsiváis me lo autografió en el 2006, tras sonreír cuando le mostré el maltratado ejemplar diciéndole que iba a mostrarle un auténtico incunable.

En 1979 falleció Pedro Zapián y fue sustituido por Conrado de la Torre. Ixtac ya no celebraba encuentros deportivos como los que yo había atestiguado, o quizá seguían ahí, pero para entonces había dejado de leer la historieta. Ya no supe si Patalarga sustituyó su pata de palo con una prótesis del primer mundo, o si Maley, la novia eterna, se casó con Chanoc; en una reseña digna de presentarse en la entrañable sección Por mi madre bohemios.

En la vida real Carlos Monsiváis aparecía con mayor o menor frecuencia en los medios de comunicación según las simpatías despertadas en el régimen de turno, pero no dejaba de ofrecer conferencias y charlas entre polémicas infinitas.

  Yo disfrutaba encontrarlo bien plantado sobre sus argumentos fueran bien recibidos o no, fueran demostrables o no. Poseía una voz tan crítica que a veces ahuyentaba hasta a sus propios fieles, pero es indudable que de tanto opinar con acierto, incluso al abordar asuntos que parecían intrascendentes, contribuyó a esbozar la consciencia necesitada por nuestra sociedad entera, no se diga por nuestros sistemas políticos tan necesitados de replantearse en lo fundamental.

 Se volvió norma común pedir la opinión del sabio Monsi cada vez que los medios de comunicación deseaban refrescar las notas gastadas de los encabezados de ocho columnas y su voz habló por muchos en un país acostumbrado al silencio.

Ahora que es imposible oírlo externar un juicio más es necesario decir que se le extrañará siempre.

¿A quién acudiremos ahora si Carlos Monsiváis no puede respondernos?

Estos son días tristes.

Estos son días de guardar.

 

Carlos Monsiváis me autografió este libro en el 2006

Notas al pie:

1.- Días de guardar comienza con ese verso de Jorge Manrique.

2.- El Rey Peló era Edson Arantes do Nascimento.

3.- La fotografía es del 2006.

 

Inicio | Links | Relatos | Poetas | Ensayo | Taller | Autor | A Quien Corresponda 


Otros textos de José Luis Velarde
Realismo Maniático
La muerte de María Caledonia Sifuentes Quintero
Las ruinas, la nieve y el viento
Cultura de Veracruz

Carlos Monsiváis en Ixtac

Las ensombradas resonancias de Moby Duck

Ahora y siempre en Marte


Este registro se añadió el 28 de octubre 2009

 

 Contador de visitas para blog

*

 

 


José Luis Velarde

Escritor mexicano


Nació en 1956, en Ciudad Victoria, Tamaulipas.

Coordinador de talleres literarios, promotor de actividades culturales y maestro en diversas instituciones públicas y privadas. Codirector de la revista literaria A Quien Corresponda en el período comprendido entre 1985 y el 2003.

 

En años recientes fungió como director de producción y operación en el Sistema Estatal Radio Tamaulipas; y director de Radio Universidad Autónoma de Tamaulipas.

Es un amante de la radiodifusión y el futbol llanero. Ha publicado en El Búho, Tierra Adentro, Letralia, El Cuento, Fronteras, Antología de Minificción Mexicana, Químicamente Impuro, Axxón, Breves no tan Breves, La Talacha , Proyecto Sherezada, Matérika, Escrituras mecánicas y muchos otros sitios reales y virtuales.

 

Autor de Ento; Deambulaciones; La crónica ignorada del hombre; En busca del Nuevo Santander; A Contracorriente y Nos quedamos sin nosotros. Participó en la antología Estación Central bis, de Editorial Ficticia en el 2010.

En el 2014 publicó en antologías como Futbol en breve; Microrrelatos de Jogo Bonito; y en  Minificcionistas de El Cuento, recopilada por Alfonso Pedraza para Editorial Ficticia. A estos logros se sumó la novela Contradanza presentada por Editorial Terracota.