Francisco Coloane |
Las costas occidentales de la Tierra del Fuego se desgranan en numerosas
islas, entre las cuales culebrean canales misteriosos que van a perderse allá
en el fin del mundo, en "La Sepultura del Diablo".
Los marinos de todas las latitudes aseguran que allí, a una milla de
ese trágico promontorio que apadrina el duelo constante de los dos océanos
más grandes del mundo, en el cabo de Hornos, el diablo está
fondeado con un par de toneladas de cadenas, que él arrastra, haciendo
crujir sus grilletes en el fondo del mar en las noches tempestuosas y horrendas,
cuando las aguas y las oscuras sombras parecen subir y bajar del cielo a esos
abismos.
Hasta hace pocos años, sólo se aventuraban por esas regiones
audaces nutrieros y cazadores de lobos, gentes de distintas razas, hombres
corajudos que tenían el corazón nada más que como otro puño
cerrado.
Algunos de estos hombres han quedado engarzados para toda la vida en esas
islas. Otros, desconocidos, acorralados por el látigo del hambre que
parece arrearlos de oriente a occidente, llegan de tarde en tarde a esas tierras
inhospitalarias, donde pronto el viento y la nieve les machetean el alma, dejándoles
sólo los filos con dureza de carámbano.
Al final de los canales existe un lugar de tenebroso renombre: el presidio
de Ushuaia. De las sangrientas evasiones de presidiarios también han
quedado regados por las islas, entre los indios a veces, hombres que han
conquistado su libertad a tiro limpio y que no podrán asomar la cabeza
por donde haya una luz de justicia.
Nada debe extrañar al hombre de esas tierras: que un barquichuelo se
haga a la mar con cuatro marineros y regrese con tres; que un cúter haya
desaparecido con toda su tripulación, etc. Nada debe extrañarle
cuando las pieles y el oro son repartidos proporcionalmente entre los
tripulantes. . .
Al final de esos canales, cercana al cabo de Hornos, está situada la
isla Sunstar.
Los dos únicos habitantes de la isla, Jackie y Peter, están
sentados en el umbral del rancho en un inacabable anochecer de diciembre. El
rancho es una construcción de dos piezas formadas con troncos rústicos,
sobre cuyo techo los líquenes y musgos verde-amarillentos crecen como una
tiesa sonrisa de esa naturaleza agreste hacia el cielo que, cargado de
desgracias, deja caer sus nieves durante la mayor parte del año.
Los cazadores dicen que son hermanos, pero nadie sabe nada; ellos nunca lo
han manifestado, como que no abren la boca sino para la violencia y para
engullir.
Jackie tiene la faz impersonal y vaga de un recién nacido; de regular
estatura, con un chispeante reflejo en los ojos sumidos en párpados sin
pestañas, enrojecidos y tumefactos, parece a veces un gran feto o una
foca rubia.
Peter es más interesante con sus rasgos de zorro, de felino hipócrita
y cansado. A primera vista tiene una actitud apacible, pero en la cabeza de
estopa asoleada hay unos mechones turbios, más oscuros, que advierten,
sin saberse por qué, de algo sórdido y agresivo que se esconde en
esa aparente mansedumbre.
Comentan que tienen algunas libras esterlinas guardadas y que están
juntando más para irse a sus tierras... ¿A qué tierras? ¿De
dónde han venido?. . .
Nadie sabe el origen de muchos hombres de esos lugares, nadie sabe a dónde
van a ir a parar; si parecen emergidos de la tierra misma, de esas aguas raras y
perdidas en el extremo del orbe.
Hablan una mezcla de español e inglés gutural. Su trato con
los indios y la soledad les han hecho perder el don de hilvanar pensamientos y
frases largas. Son entrecortados en su decir y difíciles de entender para
los hombres un poco más civilizados que bajan desde Magallanes a buscar
las codiciadas pieles.
Después de haber comido un poco de pescado se han sentado en la
puerta, a descansar, en medio de la tarde que va cayendo con los más
extraños reflejos del crepúsculo austral.
Al frente, las aguas del canal están tranquilas y profundas; en el
fondo de las ensenadas, circundadas de robles, tienen un color más oscuro
y parecen vagar sobre la tersa superficie vahos de negruras inquietantes.
El silencio es completo, estático y frío.
Jackie lanza un bostezo desde sus quijadas de foca, apoya la cabeza en la
mano y mira una nevada montaña, a lo lejos, por detener los ojos en algo,
más que por un lejano instinto hacia la belleza.
De pronto hace un movimiento inquieto y para la oreja en dirección a
un ruido que advierte venir de la playa cercana. Primero es un chapoteo como el
de una nutria que sale del mar trepando por los acantilados; después es
un suave y tierno despegar de remos en el agua.
Por costumbre de cazador va a buscar un Winchester al interior de la choza y
aguarda en medio de la puerta. Peter también se ha levantado en actitud
de espera.
Al cabo de un rato, el mojado ruido cesa, y a poco se oye un abrir de
malezas en el robledal que circunda, en parte, al rancho, y, ya no les cabe
duda, alguien avanza entre los robles bajos y tupidos.
Entre hombre y hombre, nadie allí usa armas; Jackie, con desgano,
deja el rifle detrás de la puerta.
Nadie usa armas, porque un cartucho vale una piel de lobo o de nutria; y
cuando alguien quiere evitar el molesto reparto de los cueros, se elimina al
socio abandonándolo en un peñasco solitario en medio del mar o
basta con un pequeño empujón junto a la borda del celoso cúter,
en una noche tranquila, mientras se navega.
Una mancha parda apareció entre el verde del ramaje, y un hombre
echado hacia adelante, con la ropa desgarrada y empapada, avanzó al pequeño
claro de pampa, como un animal apaleado surgido de una charca.
Los hermanos se miraron; el hombre se detuvo a unos pasos de ellos: alto,
magro y noble a pesar de que en él todo estaba desvalido; renegridos los
poblados bigotes y la barba. Levantó la cabeza, y con una extraña
mirada de súplica, como si todo él se hubiera azotado contra el
suelo, dijo:
¡Un poco de comida!... ¡Vengo arrancando de Ushuaia!. . .
La voz salió rara, como si en todos los días de peripecias no
la hubiera usado y ahora no tuviera timbre.
Peter, el de los mechones oscuros en la cabellera de lampazo, movió
la cabeza negativamente y, con la mano levantada indicando el camino por donde
el hombre había llegado, dijo tropezando en las palabras
¡Vamos!... ¡Andando!... ¡Lárgate!...
El hombre no rogó, sabía que estaba de más; y ya se
disponía a volverse, cuando su vista se detuvo fijamente en un montón
de cueros de lobeznos, estaqueados junto a las paredes de la choza.
Las pieles más codiciadas por los cazadores son las de lobos de dos
pelos; pero los industriales europeos han imitado muy bien esta fina piel con
los cueros de los lobitos de un pelo, muertos dentro de los ocho días de
su nacimiento y descuerados antes de las veinticuatro horas de haberlos muerto.
Esas pieles se conocen con el nombre de "popis", y los compradores
en Magallanes pagan a razón de cuarenta a cincuenta peniques por cada
una.
La abundancia de lobos de un pelo en las regiones antárticas es
enorme. La dificultad está en los inaccesibles lugares en que paren las
lobas y la duración de la caza, que debe ser, como dijimos, dentro de los
ocho días del nacimiento.
¡Ustedes cazan "popis"!... dijo el prófugo
con algo en la cara que no alcanzó a ser sonrisa, y continuó:
Yo conozco una caverna, una enorme lobería donde abundan más "popis"
de lo que se puede cazar.
La cara de Peter se ensanchó, y en los labios apareció una
sonrisa, como el oscuro pantano que en alguna noche plateada se ilumina igual
que la fuente.
¡Pero, antes, un poco de comer!... ¡Estoy que me caigo de
hambre!siguió el prófugo.
Primero dinos: ¿dónde está la lobería?exclamó
uno.
¿Han oído ustedes hablar de La Pajarera?...
¡Sí! Vaya una novedad, ya sabemos que en su interior hay
una lobería y que nadie ha podido entrar en esa isla endiablada, porque
la boca de la caverna está en pleno océano, llena de peñascos
y rompientes.
¡Eso es!...dijo satisfecho el prófugo. ¡Nadie
ha entrado por ahí, pero donde hay pájaros hay lobos, y donde hay
lobos, pescados!... Antes de salir mar afuera, en el recodo que tiene la isla en
la mitad, allí donde nadan y juguetean las manadas de focas, hay una
entrada oculta!. . .
¡Vamos, quédese aquí! sonrió Peter con
su cara maligna.
El hombre comió un poco de pescado seco, restos de carne asada, y se
acomodó para dormir sobre unos cueros, detrás de la mohosa y
destartalada cocina.
Los gringos se echaron sobre sus camastros de toscas tablas de roble,
apegados a la pared, que en esta parte estaba calafateada de estopa y pedazos de
cueros podridos, para guarecerse del viento y de la nieve.
Volvió a reinar de nuevo el silencio. La noche austral afuera, quieta
y helada.
¡Todo es cuestión de precio, en esa tierra y en todas partes! Al
amanecer, más o menos a las dos y media de la mañana, ya estaban a
bordo del pequeño cúter con su chalana a popa, los tres hombres
afanados en zarpar, como si se hubiesen conocido toda la vida.
El sol semipolar empezaba a iluminar el paisaje de soslayo, como un
reflector paliducho y lejano, cuando las explosiones del motor a kerosene del cúter
taladraron la paz de los lugares y la embarcación fue avanzando
despaciosamente, rumbo al sur, canal abajo.
A las tres horas de navegación llegaron a la desembocadura del canal.
Más allá se divisaban las grandes olas del océano, que iban
menguando sus furias al acercarse a la pequeña angostura de la salida. Ésta
las transformaba en mar picado y correntoso, peligrosísimo cuando las
mareas subían o bajaban.
El cúter inició un tenue balanceo por la amura de babor y,
virando, fue a buscar el recodo de la isla, donde después de buscar
fondo, Jackie lanzó al mar la pequeña ancla.
La Pajarera es una isla alargada en forma de monstruo o lobo echado, cuya
cabeza, cimbrada por los recios vendavales del cabo, parece agacharse desafiante
y vomitar rocas despedazadas donde el mar va a romperse eternamente.
¡Allí es!. . .dijo el prófugo, señalando
desde la proa del cúter una disimulada hendidura que penetraba en la
isla, y que se perdía en tupido ramaje, y contemplando la pared grisácea
de la isla sintió escapársele un respiro desde el fondo del ser.
Esa era su "pajarera"; ocho años sin verla. La caverna que él
solo conocía. Entre esos mismos recovecos estuvo escondido una vez,
cuando en Ushuaia los malditos reflectores de los guardacostas le pescaron el
contrabando de aguardiente...; hubo tiros y necesidad de acertar. ¡Quién
sabe cuántos!... Todo quedó atrás.
La alta roca se cortaba en una línea pareja inclinada hacia el mar.
La sombra de su cumbre saliente rodaba una zona de claridad en las aguas.
Hubiera semejado un trozo de un mundo extraño, muerto, si en las
pequeñísimas grietas, como escalones formados por capricho
natural, millares de pájaros no estuvieran constantemente apiñados;
balconeaban, cual habitantes de un curioso rascacielos, cuervos de mar, patos
liles, caiquenes blancos, triles, albatros, gaviotas y palomas del cabo.
Un orden admirable guardaba esa "pajarera", que le había
dado el nombre a la isla. En la parte de abajo, los pingüinos se
aglomeraban con sus pechos de nieve y con su estúpida gravedad; seguían
arriba los cuervos y patos liles con sus pazguaterías de mirones,
escandalizándose por todo. En la parte alta, saliendo y llegando como a
determinadas expediciones, las gaviotas y albatros ponían sus notas de
lontananza.
De vez en cuando, un picotazo en la riña lanzaba al espacio a un
cuervo que sostenía la caída con las alas; otro llegaba en vuelo
recto dispuesto a abrirse un lugar; y se armaba un tumulto de alas, picos y
graznidos.
"Donde hay gaviotas hay lobos, y donde hay lobos, pescados", había
dicho el forastero. La corriente que se estrecha en esa parte y la ensenada
guarecida y profunda de La Pajarera, eran la vía central del tráfico
incesante de los habitantes del mar.
Así, la eterna lucha aparecía del fondo del mar cuando un lobo
sacaba de un estirón el redondo cogote fuera de la superficie, mordiendo
un robalo que se retorcía como un brazo blanco y espejeante.
Era un espectáculo escultórico del mar: la piel del lobo,
reluciente y oscura, el cuello dilatado en formas vigorosas, las fauces de perro
y de hombre, con sus bigotes destilantes cual trozos de cristal, apretando la
cola del pez que se enroscaba y abofeteaba las quijadas ansiosas de la bestia.
Más allá, en pequeños grupos, con sus cuerpos esbeltos
de delfines, nadaban a saltos y en parejas los lobos finos de dos pelos.
Los tres cazadores, embarcados en la pequeña chalana, se acercaron a
la hendidura oculta por la cortina de líquenes y enredaderas.
Apartando el verde cortinaje, penetraron en una boca oscura. Era la entrada
oculta de la caverna. La roca sudaba humedad y el agua de una pequeña
vertiente caía en inflados goterones al mar.
Alumbrados con un farol, avanzaron empujándose con los pequeños
remos contra las paredes lisas y viscosas.
Habríanse internado unos treinta metros, cuando una claridad confusa
fue recibiéndolos poco a poco y un sordo rumor ajeno, como retumbos de
bombos colosales, turbó aquella paz de tumba. Era el mar bravío
que se rompía en la entrada inaccesible de la caverna, la que quedaba
hacia el cabo.
Poco a poco la semiclaridad disminuyó, se hizo más pareja. Las
paredes se adivinaban cortadas a pique y hacia el techo de la caverna no se veían
más que negruras espesas y aplastantes.
El prófugo tomó la singa de la chalana, haciéndola
avanzar con mil precauciones. El remo, aleteando suavemente en forma de hélice,
apenas producía un ruido cuyo eco se tragaban las oquedades.
Los tres hombres se agachaban instintivamente oteando hacia adelante, donde
parecía estar poblado de pavuras.
De pronto un extraño olor a sangre de pescado putrefacta llegó
a atosigar a los tres hombres, en ondas tibias y nauseabundas.
El olor se fue intensificando; las ondas tibias se hicieron oleadas
sofocantes y pesadas, y un rumor blando y apagado fue percibiéndose.
De súbito, la galería de la caverna se ensanchó y en el
fondo de una poza enorme se divisaron montoneras de cuerpos grandes, pardos y
redondos, que se movían con pesadez y lentitud.
¡Esa es la lobería!dijo el prófugo, y su VQZ
enronquecida continuó: Hay que tener cuidado con los machos viejos,
esos grandes y barbudos, que son los únicos que se quedas acompañando
a las hembras en la parición. Preparen el rifle, y, cuando estemos cerca,
disparen unos balazos para que las lobas se abran y podamos bajar en las toscas
de la pequeña playa.
A los disparos se agitaron los cuerpos y en un breve claro de playa los
hombres atracaron la chalana; cada uno desembarcó llevando en la mano un
grueso palo en forma de maza.
Un macho enorme, con bigotes tiesos y horribles, movió las arrugas de
sus belfos; sus ojos se movieron con extraños reflejos y se levantó
sobre su aletas en actitud feroz... Un disparo de Jackie, que llevaba el rifle,
retumbó, y el lobo se desplomó lanzando un bramido sordo y
profundo..
En las profundidades de una caverna, en el seno de una isla, rodeados de
sombras, de un olor y de un calor pesados que embotaban los sentidos, los
hombres sufrieron un breve remezón y aflojaron un poco su reciedumbre
cuando sintieron aquel bramido del lobo moribundo...
Acostumbrados, sí..., pero mar afuera, en donde las olas y el viento
pegan de frente y atacan fuerte; mientras que estas hondas negruras, esta
pesadez de cuevas hechas para monstruos. . .
¡Estos son los jodidos!dijo el gringo cuando vio
desplomarse la bestia del guaracazo.
La parición estaba en su apogeo. Algunas lobas en el duro trance se
ponían de costado y de sus entrañas, abiertas y sanguinolentas,
salían unos turbios animalitos, moviéndose como gruesos y enormes
gusanos con rudimentos de aletas. Otras emitían intermitentes raros
quejidos, casi humanos, en los últimos dolores del alumbramiento. En su
estibamiento, a veces se aplastaban unas con otras, y, madres al fin, en su
desesperación, se daban empujones y mordiscos para salvar a sus tiernos
hijuelos de ser aplastados. Estos, los más grandecitos, se encaramaban
sobre los lomos maternos como curiosos ositos de juguete, o bajaban dando los
primeros tumbos de la vida.
Una rara palpitación de vida, lenta y aguda, emanaba de esa masa
dolorosa e informe, de cuerpos redondos pardo oscuro.
Quejidos de tonos bajos, sordos. Choques de masas blandas. Desplegar de
aletas, resoplidos. Chasquidos pegajosos de entrañas en recogimiento.
Algo siniestro y vital, como deben ser las conjunciones en las entrañas
macerantes de la naturaleza.
¡Si aquello no era una lobería, era una isla en el trance
doloroso!... ¡Una isla pariendo! ¡El gemido de la naturaleza creadora,
en esa bolsa de aire fétido y aguas oscuras! ¡La matriz fecunda de
la isla incubando los hijos predilectos del mar! ¡El mar, ese macho
arrollador y bravío que baña sus peñascos relucientes desde
afuera!... ¡El progenitor que devuelve los dolores parturientos de la isla,
con blancas caricias de espumas engarzadas a los riscos! ¡Región de
un mundo lejano!. . . ¡Lobos, loberos, islas extrañas! ¡Tierra
sobrecogedora, inolvidable y querida; el hombre que se ha estremecido en sus
misterios, se amarrará para siempre a sus recuerdos! Ella y sus hombres
son como el témpano. ¡Cuando la vida le ha gastado las bases azules
y heladas, da una vuelta súbita y aparece de nuevo la blanca y dura mole
navegando entre las cosas olvidadas!...
Pero es inútil que se esconda la vida en lo más profundo de
sus entrañas: allá se mete el hombre con sus instintos para
arrancarla.
Los tres cazadores iniciaron su tarea de siempre y de todas las partes:
matar..., matar, destruir la vida hasta cuando empieza a nacer.
Con los mazos mortíferos en alto, fueron brincando por sobre los
cuerpos que daban a luz y descargando garrotazos certeros sobre las cabecitas de
los recién nacidos. Los tiernos lobeznos no lanzaban un grito, caían
inertes, entregando la vida que sólo poseyeron un instante.
¡Matar y matar!... ¡Cuanto más rápido, mejor! Como
poseídos de una locura extraña, los hombres asestaban mazazos e
iban amontonando los pequeños cuerpos.
Sudorosos, cansados, se detenían un momento a tomar aliento. Un macho
viejo y grande les atemorizaba a veces, y hacía intervenir el fusil. Las
lobas no se defendían y sus ojos contemplaban fijamente, con un fulgor
indefinible, la tarea de los matadores de sus hijos.
Cuando hubieron calculado la carga de la chalana, empezaron a arrojar en su
interior los muertos, hasta que la línea de flotación les aconsejó
prudencia.
Luego, la chalana, llena de lobitos pardos v relucientes, fue saliendo de
entre las entrañas rocosas, y los hombres, con su cargamento, surgían
a la luz como extraños pescadores que hubieran ido la tender sus redes al
abismo, que peces de allí parecían esos lobeznos.
Dos faenas iguales alcanzaron a realizar aquel día, de la caverna al
cúter. Y con las avanzadas sombras de la noche, recalaron al lugar del
rancho e iniciaron, incansables, el descueramiento, pues de un día para
otro las pieles mortecinas se echan a perder.
A la mañana siguiente, todos los rajones disponibles del rancho
estaban repletos de cueritos de "popis" estaqueados.
¡Como si hubiéramos completado la temporada! dijo
uno de los gringos, jubiloso.
Cinco días continuaron trayendo el cúter cargado de pieles. La
faena de la caza llegaba a su término. Ya habían pasado los ocho días
de la parición.
Durante las noches, en el breve descanso que dejaban el descueramiento y el
estaqueado, los gringos se habían vuelto más obsequiosos con el
valioso huésped. Éste había trasmutado los rasgos fijos de
su faz, siempre detenidos en una actitud de espera, por una sonrisa que empezaba
a desarrollarse bajo el renegrido bigote.
En la mañana austral, fría y luminosa, resbaló una vez
más el ruido fatigoso del motor del cúter y fue a refugiarse, con
eco apagado, en los ámbitos de los canales.
¡Hoy es el último día y trataremos de hacer tres
chalanas de "popis"! dijo Jackie, aflojando un rizo de la vela
para ayudar al motor, con la fina brisa que pegaba por la aleta.
El prófugo extendió una sonrisa esperanzada y fue diciendo,
pausadamente, mientras miraba al cielo:
¡Después de ésta, yo he de "rumbiar" al
norte!... ¡Ustedes saben!... ¡Unos cuantos cueros no más, para
dárselos al patrón del primer cúter que me pueda llevar! Me
quedaría aquí, pero ya no sirvo; la temporada de caza pasó
y nunca se está demasiado lejos de Ushuaia...
Algo helado pasó entre las miradas de los hermanos... Siempre los dos
gringos se habían estado preguntando desde lejos lo mismo, en iguales
circunstancias de la vida cuando así se miraban. Ambos eran canallas,
pero les costaba serlo sinceramente... Habían pasado siempre echándose
del uno al otro la bola negra de sus pensamientos.
Apartando sombras, como en los días anteriores, penetraron en la
caverna y atracaron la chalana en el claro que dejaron las lobas en los
postreros días de su parición.
El herido instante en que la vida nace a su curso olía, como siempre,
a muerte y vida
Con los dientes destapados como en apretada sonrisa, el prófugo se
internó caverna adentro, golpeando a derecha e izquierda sobre las frágiles
cabecitas.
Estaba metido muy adentro, confundido entre las sombras, poseído de
su afán de matar, avanzando a horcajadas sobre los lomos como un extraño
demonio que explorara a mazazos las espesas negruras, cuando los hermanos se
miraron de súbito. ¡Fue sólo un instante supremo! Sus miradas
chocaron hasta con temor. No habían hablado una palabra, pero ya desde
antes estaban de acuerdo sus pensamientos canallas. Se comprendieron..., y bajo
un solo impulso saltaron a bordo de la chalana y emprendieron presurosos la
fuga.
El prófugo, cansado, detuvo de pronto la matanza... y, lentamente,
volvió la cabeza hacia atrás. La chalana ya desaparecía en
la galería de salida.
No tuvo tiempo para nada. Quedó estupefacto, como si la tierra entera
hubiera desaparecido quedando sólo él, flotando y sumido en el vacío,
sin piso, sin cielo. . .
Cuando hemos cargado nuestra barca con el equipaje, con las más
bonitas ilusiones y sueños y quedamos estupefactos en la playa del engaño,
viéndola partir, en lontananza, llevándonos todo y dejándonos
la fofa hilacha que no atina a nada. .., entonces aflojamos; pero echamos un
vistazo hacia atrás, vemos que hay senderos de regreso, nos recobramos, y
aunque vayamos curvados por nuestra pesada cruz, con el alma doblada, ya
levantaremos el hombro y arrojaremos la cruz en alguna vera polvorienta, y
volveremos a ser lo que fuimos.
Pero cuando no hay caminos de regreso, el alma queda sobre un filo,
oscilando en el límite, en constante caída. El filo puede ser un
hilo de luz lacerante o una sima.
El prófugo avanzó hasta el borde del agua. Se sentó en
la arena y lanzó una especie de mirada por sobre el lomaje pardo de las
bestias, por sobre las paredes sombrías, por sobre las aguas tranquilas y
siniestras de la negra caverna...
Afuera, la chalana ya salía al canal, sonriente de luz y de pájaros.
. .
Un calor sofocante..., un olor que viene en rollos.. ., en madejas de estopa
blanda como el algodón. Y se mete por las narices..., por la boca,
atascando.
Un lobo grande y negro..., un lobo, sí, con los bigotes tiesos en la
pulpa asquerosa de los belfos hediondos, con hedor espeso, que viene a
aplastarle el pecho con sus aletas enormes, blandas, pegajosas y pesadas como
los tablones de la muerte.
¡Pero si no es un lobo! Es Luciano, el bachicha, que, borracho, viene a
echarle su corpulencia encima. ¡Luciano no mueve sus gruesos labios
olorosos a toscano, pero sus ojos le preguntan por los cueros!. . .
¡Los cueros por los cuales pelearon y él lo dejo tendido en la
arena de una puñalada en el vientre!
¡Sangre!... ¡Alivio! Él nada ahora con lentitud en el mar;
junto a él se sumergen lobos conocidos en las aguas glaucas y
cristalinas; las aguas se vuelven oscuras... Pero si no son aguas. . . Es sangre
espesa y revuelta, y a su lado ve dos lobos largos y rubios. . . No; son
monstruos, mitad hombres, mitad lobos... Pero no; son Jackie y Peter que
muestran sus dientes apretados y están sonrientes....
¿Qué es eso, Dios mío? Una loba está abriendo sus
entrañas sobre su faz. Su lobezno va saliendo del vientre como una babosa
negra... Y lo ahoga... ¡Ah...,pasó!... ¡Qué alivio! Pero
las entrañas se recogen, lo absorben, son enormes y lo arrastran hacia el
interior... Las entrañas lo aprietan horriblemente.. .
¡La loba lo va a parir y no puede! Las vísceras lo empujan, lo
atraen, hacen de él un nudo. . ., y todo es negro, es sangre negra, es
baba espesa.
¡Descanso! Lentamente se levanta un clamor a lo lejos. El clamor se
convierte en un cántico armonioso de miles de voces infantiles. Y por las
paredes, ahora celestes, de la caverna van apareciendo bandadas de niños...
No, son pájaros...; no, son lobeznos con sus aletas transformadas en
alas... Y cantan... Y vuelan.. .
¿Y él, qué hace?... Ha asestado una puñalada al
lobo que nada a su lado, y este lobo es Luciano y lo ha enterrado en la arena. .
. Pero, Dios mío, él es bueno, ¿y cómo ha hecho eso?, ¿y
por qué embiste contra los lobitos que vienen a cantarle a su lado con
voces de ángeles? Y los va matando con el mango del puñal... Y no
puede despegarse de su crueldad..., y los lobitos van cayendo uno a uno... ,.y
se van apagando poco a poco sus cánticos celestiales.
Todo es paz, es dulzura, silencio..., y él tiene alas ahora, es
liviano y quiere vaciarse en un hilo largo que sale hacia la luz. . . Y se eleva
ágilmente, volando hacia una claridad que se abre entre las nubes
rocosas. . . Y asciende. . . Asciende hacia una zona de luz y de paz.
Algunos años después, en un diario de Punta Arenas apareció
una lacónica noticia que no extrañó a las gentes,
acostumbradas a leer las misteriosas tragedias que de tiempo en tiempo ocurren
en esos mares:
El comandante de una escampavía que realiza expediciones a los
canales del extremo sur, ha comunicado a la autoridad marítima haber
encontrado un cúter, al parecer abandonado desde hace tiempo, en la
cercanía de la isla denominada La Pajarera, situada cerca del cabo de
Hornos.
Un viejo lobero que oyó la noticia junto al mesón del bar de
don Paulino, el asturiano, comentó, entré sorbo y sorbo de grapa:
¡Este cúter debe de haber sido de los gringos Jackie y
Peter...; eran tan ambiciosos los gringos esos!... Se habrán hecho
pedazos al querer entrar en la boca de la cueva de La Pajarera. La boca está
en pleno océano, llena de rompientes, y dicen que en su interior hay
grandes loberías. . .
Los dos gringos entraron; pero seguramente no salieron, ni ya saldrán
jamás.