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   Yo también soy hijo de Pedro Páramo
por Federico Campbell
La hora del lobo

-¿Y las leyes?
-¿Cuáles leyes, Fulgor? La ley de ahora en adelante la vamos a hacer nosotros.
Juan Rulfo, Pedro Páramo

Sabemos que no hay que abusar demasiado de la literatura ni exprimir una novela hasta hacerla decir algo que ni siquiera indirectamente dice. Porque así como no se puede afirmar con toda certeza que Pedro Páramo -el personaje de la novela que Juan Rulfo escribió hace cincuenta años- es el cacique por antonomasia ni el encomendero por inferencia histórica, tampoco puede establecerse inequívocamente que sea la figura del padre al que hay que aniquilar como lo hizo Edipo con el suyo, en la tragedia de Sófocles. Todas estas sugerencias o asociaciones de ideas están por supuesto allí, en el personaje y en la imaginación activa del lector, pero no hay que deducirlas de manera tan automática, porque Pedro Páramo no es una novela en clave. Es una obra de arte: propone, sugiere, insinúa. Es una insinuación.

Y a partir de esta insinuación, que la novela va tendiendo de lado o por debajo del texto, sí puede el lector encomendarse a su propia fantasía y ampliar las significaciones de la novela. Y no tiene que demostrar ni comprobar nada. La suya es una tesis sin pruebas.

Muchos años después de haberla leído, no pocas frases de la obra resuenan y nos ponen a cavilar, porque las relacionamos con nuestra vida, nuestro mundo o nuestro país. ¿Cómo podríamos aislar de la historia mexicana el brutal significado de Pedro Páramo en todo lo que alude a la práctica del poder y a la manera en que los mexicanos vivimos la ley y las paradojas entre la ley y la justicia?

Porque la novela de Rulfo es eso, dice Adriana Menassé: la ausencia de una ley interiorizada, "una ausencia que despliega sus alas como un ave de mal agüero". El cacique Pedro Páramo se apropia de la ley, disuelve la legitimidad que la sustenta, no le rinde cuentas a nadie, y con ello instaura el infierno o el caos. Cuando ese orden ha sido subvertido y la balanza de la justicia se ha oxidado, y la ley misma deja de ser una referencia, se cae en la incertidumbre y el desasosiego, y entonces el linchamiento, por ejemplo, no es imposible. En "La ley y la fisura", Adriana Menassé razona que a partir de ese vacío -la ausencia del Estado- la vida se vuelve "un árido infierno de resignación e indiferencia o un caos donde cualquiera decide por su voluntad la vida de los otros".

Al padre se le ha identificado con la ley, desde los tiempos más primitivos. Cuando Sigmund Freud indaga los orígenes del parricidio -y no hay que olvidar que Pedro Páramo concluye con un parricidio-, se refiere a un "padre despótico, celoso, que guarda para sí toda mujer y que expulsa a los hijos que van haciéndose adultos". Un buen día se alían los hermanos expulsados y matan y devoran al padre.

Una lectura o interpretación del lector mexicano actual -de las nuevas generaciones, de los de mediana edad o de los viejos- podría asimilar su experiencia del Estado o de la ley con el fantasma del padre encarnado en Pedro Páramo. Como el arriero de la novela, Abundio, el hijo parricida, el lector podría decir: "Yo también soy hijo de Pedro Páramo".

Todos lo somos en este principio de siglo, si volvemos la vista hacia las últimas décadas. Porque Pedro Páramo es una mentalidad, un resultado histórico y social: somos hijos del PRI en la medida en que, por ejemplo, Juan Goytisolo se decía hijo de Franco. Somos hijos de una cierta concepción cultural del poder y de una práctica: la de la impunidad. Este modo de actuar político ha impregnado nuestra vida cotidiana, nuestras relaciones familiares y laborales. Por eso es imposible distinguir la diferencia entre los tres partidos. Son iguales: hijos del mismo padre.

En un artículo sobre la muerte del dictador, en 1975, Goytisolo asegura que la existencia de Franco determinó en gran parte su vida. La sombra de "este personaje ha pesado sobre mi destino con mucha mayor fuerza y poder que mi propio padre".

Franco ni siquiera estaba enterado de que Juan Goytisolo existía, pero "lo que hoy soy, a él se lo debo. Él me convirtió en un judío errante, en una especie de Juan sin Tierra, incapaz de aclimatarse y sentirse en casa en ninguna parte. Él me impulsó a tomar la pluma desde mi niñez para exorcizar mi conflictiva relación con el medio y conmigo mismo por conducto de la creación literaria".

No sé si ustedes han leído "La leona blanca", esta novela maravillosa del sueco Henning Mankell, que trata sobre una conspiración para asesinar a Nelson Mandela en algún lugar de Sudáfrica. El asesino a sueldo, un sudafricano negro que recibe entrenamiento en Suecia para tal fin, se llama Víctor Mabasha y suele hablar con los espíritus, con un tal Songoma, por ejemplo:

"¿Quién soy yo?", le pregunta Víctor Mabasha al espíritu. "Un ser humano que ha perdido su identidad no es ya un ser humano, sino un animal. Eso es lo que me ha ocurrido a mí. Empecé a matar personas porque yo mismo estaba muerto."

Alguien le inculcó que la injusticia era el estado natural de la vida y naturales eran también los letreros que le indicaban dónde podían estar los negros y qué lugares eran sólo para blancos. Más que en un diálogo con el espíritu mudo, Víctor Mabasha se oye decir a sí mismo en el monólogo:

"Yo también soy hijo del apartheid."

Réplica y comentarios al autor: federicocampbell@yahoo.com.mx




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