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por Verónica Gracia

Se sentó al borde de la ventana contemplando el infinito con los ojos cerrados. El aire era

fresco y se le erizaba la piel cuando soplaba un ligero viento. Su vestido, blanco, sencillo y

de algodón permitía más que imaginar su esbelta y bien definida figura. Fémina admirable, de

personalidad imponente, orgullo digno y dulce palabra. Se mecía en sus murmullos mientras

esperaba que el Sol cayera. Le temblaban un poco las manos conforme el segundero rondaba por el

reloj y los minutos se escapaban en un desliz con la brisa. Aún así las horas se encontraban

paralizadas, prisioneras de ella, aquejada por una larga espera. Los minutos oscilaban, iban y

venían pero el tiempo ya se había detenido, al pasar a su lado no pudo hacer otra cosa que no

fuera contemplarla y admirarla, inclusive desearla un poco mientras se mantenía fijo frente a

ella. Después de un rato tuvo que resignarse y seguir, tan eterno él y ella efímera,

escurridiza, mortal. No se inmutaba, seguía en el mismo lugar, con la misma expresión en su

cara, pero cuando el Sol tocó la tierra se empezó a escuchar un sonido armonioso, rítmico y

constante; era su corazón latiendo alucinante. Entonces abrió los ojos para contemplar el

horizonte y llenar el infinito con el cuadro que el cielo le dedicaba, lo firmó con una nube

pasajera que hizo brillar sus ojos y movió sus labios en un mudo te amo.

               Se puso de pie y el resto del mundo se encogió. Sus manos temblaban, sin embargo se movían con

la gracia de una sonrisa e inspiraban la confianza del mundo eterno. Alcanzó un par de

estrellas, las primeras en tratar de adornar el manto que se tiñe de azul. La Luna sólo la

acarició y movió un poco para atrapar otro lucero. Juntó un manojo de astros y cerró sus manos

alrededor de ellos. No se quemaba, sólo irradiaba toda la luz que del cielo había tomado

prestada. Miraba tiernamente su espectáculo personal, sonreía esporádicamente y sin siquiera

mirarnos nos hacía volar.  Sumida en su mundo, perdida en su ilusión, permaneció despierta toda

la noche en el balcón; apretando fuerte las estrellas junto a su pecho, sincronizando su titilar

con el constante arrullo de su corazón. Mientras tanto me fumaba un cigarro de oscuridad, de

noche fresca sin estrellas y la observaba sin cesar, mis ojos todavía ven su imagen al

despertar.  Recuerdo como anticipó el primer rayo de luz y vio por vez ultima sus estrellas, les

susurró una cuantas palabras y mientras extendía sus brazos abrió sus manos; parecían vacías,

pero de pronto el cielo se llenó de estrellas que miraron hacia abajo sólo para despedirse.

               Entonces cerró los ojos, entró a la habitación, musitó unas palabras que sólo el viejo perro entendió y 
regresó al borde de la ventana, a mirar fijamente el fondo del infinito.