"En el bosque"
-¿Cuánto tiempo nos
tomará esto?
El niño no
respondió, y siguió caminando, dando pequeños pasos seguros. Ni siquiera le echó una mirada. A pesar de que habían recorrido ya un largo
trecho desde las cabañas, ninguno de los dos se sentía agitado; al contrario,
disfrutaban del paseo. Incluso, unos
minutos atrás, se habían detenido junto al lago, y perdieron algunos instantes
jugando a lanzar piedrecillas al agua.
Ella había hecho el tiro más lejano, y había ganado. Desde entonces, él se preocupó en mostrar su mal humor frunciendo constantemente
el entrecejo. A la pequeña los gestos de su compañero le
hacían recordar a su padre cuando éste entraba en ira, y eso le pareció muy
gracioso. Se entretuvo mirándolo
mientras avanzaban por el sendero. Sin
embargo, después de unos cuantos minutos de silencio, ella empezó a
inquietarse, e intentó romper el hielo repitiendo su pregunta.
-¡Hey! ¿Cuánto tiempo?
-Cállate y presta atención.
Uros se enojará si no recuerdas el camino.
Ella hizo un gesto
de fastidio, y resignó la idea de cambiar el humor de su amigo. Los dos niños siguieron su trayecto,
internándose aún más en el bosque encantado por el crepúsculo. Altos árboles, hermanados en un misterioso
silencio, iban custodiando sus pasos.
El otoño se había adueñado de la comarca algunas semanas atrás,
otorgándole al paisaje cierto tinte anaranjado; hasta los alerces y los pinos
más fuertes se contagiaban del fulminante letargo. El bosque dormía, y sólo era perturbado por los niños, ambos
enfundados en sus uniformes oscuros y en borceguíes largos de invierno, a pesar
de que el clima aún no era tan frío.
Quienquiera que hubiese podido observar a ese pareja de infantes
transitar el sendero del bosque no hubiese podido evitar preguntarse qué padre sería tan irresponsable como para
abrigar a sus hijos pequeños hasta el cuello y permitirles salir a dar un paseo
a la hora en que el día empezaba su agonía.
Sin embargo, ellos
no parecían asustados o desorientados.
El menudo varón, una vez que hubo desistido de su mal carácter, se
entretuvo en enseñarle a su compañera los diversos detalles que presentaba el
itinerario ante sus ojos. Así, con
mucha gracia, pero no con poca seriedad, fue describiendo árboles de distintos
tamaños y cortezas, grandes troncos que descansaban a la vera del camino, rocas
grises cuyas curiosas figuras parecían vivas.
"Allá el tigre, ves?", le dijo, aludiendo a un diminuto peñón
erosionado, "Eso quiere decir que cuando lleguemos al próximo cruce,
debemos tomar el atajo izquierdo… Sabes cuál es la izquierda,
verdad?". Ella le bromeaba,
levantando sus brazitos indistintamente.
Entre ambos había desaparecido ya la tenue discordia nacida de la
competencia del lago, y volvían a reír juntos de cada una de sus ocurrencias.
-¿Sabes que Pimpf me ha contado que en este bosque hay
espectros, y arañas, y rastreros? - dijo la niña - A mi me dió un poco de
miedo… al principio…
-¡Bah! Qué puede saber ése Pimpf - replicó él - Mi padre me
ha traído a este bosque cuando yo era mucho más pequeño que tú, y nunca hemos
visto ningún espectro ni ninguna araña gigante. .. Papá me ha dicho que los
Manes hace mucho tiempo han limpiado esta zona de todas esas criaturas… Los
Territorios del Norte están invadidos por ellas, pero aquí ya no hay
ninguna. ¡Y mi papá sabe más que el
tonto de Pimpf!
-A mi me han dicho…
-¡Es que todos quieren asustarte! - le interrumpió - Ninguno
de ellos quería que vinieses conmigo al bosque… Son sólo unos niños
caprichosos…
La pequeña guardó
silencio, y permaneció reflexiva durante unos instantes. El continuó describiendo las cosas más
notorias que iban presentándose a la vera del camino, con un detallismo
asombroso. Cuidaba siempre que su
compañera mirase cada una de las formas a las que él le apuntaba, y que
repitiese los nombres que él le iba asignando según su semejanza con animales,
personas, o elementos que fuesen familiares para ella. Parecía convencido que ésa era la única
forma de que pudiese recordar el trayecto que habían andado.
-No me has dicho por qué vinimos al bosque. - dijo la niña,
con cierto desgano: empezaba a aburrirse del juego que su amigo había
inventado.
-Ya te lo diré, pronto.
Pero, ¡presta atención!
Él tenía diez
años, aunque por su contextura física parecía de mayor edad. Era el hijo del explorador con más
experiencia del pueblo, y de su padre había heredado el amor por el
bosque. Era el único de los niños que
no le temía a la idea de internarse en él.
Al poco tiempo de empezar a caminar, y casi aún siendo un bebé, ya podía
encontrárselo junto a su padre en las campañas. Es probable que muchas de las figuras y de los nombres que le
enseño a su amiga aquel atardecer fuesen no más que invenciones de sus primeros
años infantiles. Los Manes le querían,
y consideraban que era una gran esperanza para el destino del pueblo, por eso
cuidaban de él como si fuera un hijo propio.
Ella había
cumplido siete el último día de verano. Era diminuta y débil, pero la belleza
de sus ojos encantaba a la gente del pueblo: decían que llevaba el color de las
aguas azules del Gran Mar, más allá de los Territorios del Norte, aquellas que
nadie había visto en milenios.
El bosque iba
haciéndose más abierto a medida que avanzaban, y la línea del sendero tendía a
desaparecer. La mayor distancia que
existía entre los árboles permitió a los niños abandonar el camino para
internarse en la fronda. La hojarasca
seca, los árboles raídos y cansados, y las rocas desgastadas de los primeros
tramos, cambiaron repentinamente por un paisaje completamente distinto, mucho
más húmedo y colorido. El suelo estaba
cubierto por una capa de musgos que formaban una acolchada alfombra, en donde,
con cada paso que daban, hundían los pies hasta los tobillos. "Uros volverá a enojarse conmigo, no le
gustará que regresemos con los borceguíes llenos de barro", pensó la niña,
pero se abstuvo de comentarle la idea a su compañero por temor a renovar su mal
humor. Él ahora la tomaba de la mano,
ayudándole a transitar el inhóspito terreno.
Algunos extraños sonidos venían de la nada, y los claros del bosque dejaban ver el cielo oscuro, que de
tanto en tanto, era zurcado por pájaros negros. La noche estaba empezando a hacer de la arboleda un sitio
lúgubre.
Repentinamente, el
terreno comenzó a caer en un pronunciado declive que parecía conducir a un
valle. Habían cruzado los límites de la
Séptima Frontera: la comarca resultaba desconocida ahora incluso para el niño
explorador.
-Ya… Ya… - murmuraba él agitadamente, mientras se esforzaba
por mantener el equilibrio con una rama que había recogido, y que usaba a
manera de vara.
Ella tuvo en esos
instantes unas fuertes ganas de lanzarse a llorar. Deseaba volver a las cabañas, junto a los Lares del hogar, para
que Malinka le peinase una y otra vez los rubios cabellos, ahora enredados y
cubiertos de hierbas, o para que Uros le regañe sólo un poco y cariñosamente su
llegada tarde del bosque. Pero se
contuvo, en la esperanza de que su amigo encontrase pronto lo que los dos
estaban buscando. Quizás un tesoro,
algunas ruinas…
Llegaron a la
parte inferior de la barranca, y sortearon unos espesos arbustos. Ante sus ojos, el valle se abrió: una decena
de lozanos árboles rojizos, cuyas alturas no superaba los dos metros, y que
irradiaban cierta luminosidad en el ambiente, transformando la campiña en un
lugar placentero y hermoso. Cubría todo
el suelo del valle una capa de flores y hojas multicolores, bellotas
cilíndricas y redondas, pequeñas hierbas de diferentes apariencias. El niño suspiró, aliviado. Todo alrededor producía una sensación de
sosiego, un extraño sentimiento de libertad.
-Ven - le dijo a la niña, quien no podía salir de su
asombro.
Caminaron hasta el
árbol central. A medida que lo hacían,
las flores del suelo despedían una mezcla de aromas suaves; las ramas más
jóvenes de los árboles rojizos se movían imperceptiblemente hacia ellos, como
si quisiesen acariciarlos.
-¿Te ha dicho Malinka que estás enferma?
Ella tenía sus
ojos rutilantes clavados en lo que ocurría en aquel increíble escenario, por lo
que sólo dijo "Sí", indiferentemente.
-¿Sabes que estás mueriéndote?
"Sí",
volvió a responder, de manera inocente, mientras juntaba sus manos para tomar
algo del polvo brillante que las florecillas de los árboles despedían. Y sonrió.
-Los Manes quieren que mueras mañana, y que lo hagas aquí -
dijo el niño - Por eso te he enseñado el camino. ¿Lo recuerdas?
Ella asintió, y
sin dejar de contemplar el nuevo mundo que le rodeaba, dijo, tímidamente,
"gracias".
El niño se
sonrojó, pero la mixtura de colores y luces del ambiente hicieron que eso fuera
imperceptible. En su corazón, estaba
orgulloso: había cumplido con el trabajo encomendado.
-¿Regresamos a las cabañas?
Era un pedido más
que una pregunta. Sin esperar una
respuesta, tomó a la niña otra vez de la mano, y lentamente caminaron hacia la
barranca para retomar el camino de regreso.