1. HUMANISMO HISTÓRICO OCCIDENTAL
1. El retorno a los antiguos y el ideal de “humanitas”
El humanismo[1] renacentista se desarrolla en un arco de tiempo que
aproximadamente se extiende desde la segunda mitad del siglo XIV hasta
finales del siglo XVI. Para Italia, y en general para Europa, éste
es un período de extraordinaria aceleración histórica
en el que los acontecimientos se suceden a ritmo vertiginoso, produciendo
radicales transformaciones políticas y espirituales.
Un tema de interminable discusión entre los historiadores es
si el humanismo constituye una ruptura neta con respecto a la época
medieval o si es la culminación de un proceso de maduración
de temáticas filosóficas, religiosas, sociales, económicas,
etc. que ya habían surgido en el Medioevo tardío. Indudablemente
existen excelentes argumentos para sostener ambas interpretaciones, pero
–más allá de la posición que se elija– ninguna reconstrucción
histórica puede prescindir de la imagen que los protagonistas de
aquella época tenían del propio tiempo y del significado
que atribuían a sus obras. Este punto no da lugar a ambigüedades
ya que la evaluación es unánime. En efecto, todas las
grandes figuras humanistas perciben que el tiempo que les ha tocado vivir
es especial: un tiempo en el que la humanidad, luego del largo sueño
de barbarie del Medioevo, retorna a sus orígenes, pasa a través
de un “renacimiento” entendido según la tradición mística,
es decir, un “segundo nacimiento”, una renovación total que le permite
recobrar la fuerza, el ímpetu que sólo es posible encontrar
en el principio. Por lo tanto, para la cultura del humanismo no se
trata simplemente de desarrollar y completar las realizaciones de la época
precedente, sino de construir un mundo y una humanidad completamente renovados,
y esto –de acuerdo a la imagen del “renacer”– es posible sólo gracias
a la muerte, a la desaparición del mundo y del hombre medievales.
Para la Edad Media cristiana, la tierra es el lugar de la culpa y el
sufrimiento; un valle de lágrimas en el que la humanidad ha sido
arrojada por el pecado de Adán y del que sólo es deseable
huir. El hombre en sí no es nada y nada puede hacer por sí
solo: sus deseos mundanos son solamente locura y soberbia; su obras, no
más que polvo. El hombre puede aspirar sólo al perdón
de un Dios infinitamente lejano en su perfección y trascendencia,
que concede su gracia según designios inescrutables.
La concepción de la historia y la imagen del universo reflejan
esta visión teológica. La historia no es la memoria
de hombres, pueblos, civilizaciones, sino el camino de expiación
que lleva del pecado original a la redención. En el límite
extremo del futuro luego de los terribles prodigios de la Apocalipsis,
vendrá el juicio tremendo de Dios. La Tierra, inmóvil y al
centro del universo según la concepción tolomeica, está
circundada por las esferas de los cielos planetarios y de las estrellas
fijas que giran animadas por potencias angélicas. El cielo
supremo, el empíreo, es la sede de Dios, motor inmóvil que
todo lo mueve.
A su vez, la organización social coincide con esta visión
cosmológica cerrada y jerárquica: los nobles y las clases
subalternas de los burgueses y los siervos se encuentran rígidamente
separadas y se perpetúan por vía hereditaria. En el vértice
del poder están los dos guías del pueblo cristiano: el Papa
y el Emperador, a veces aliados, pero a menudo enfrentados en duras luchas
por la preeminencia jerárquica. La organización económica
sigue el mismo esquema general. En el Medioevo, al menos hasta el
siglo XI, también la economía es un sistema cerrado, basado
en el consumo del producto en el lugar de producción.
La cultura del humanismo rechaza totalmente la visión medieval
y, en su esfuerzo por construir una humanidad y un mundo completamente
renovados, toma como modelo a la civilización clásica
greco-romana. Así, el retorno al principio, el “renacimiento”,
es un retorno a los antiguos, un rescatar la experiencia de una civilización
a la que se le atribuyen esas potencialidades originarias de la humanidad
que el Medioevo cristiano había destruido u olvidado.
Al principio, el humanismo se manifiesta sobre todo como un fenómeno
literario que apunta al redescubrimiento de la cultura clásica.
Con Petrarca comienza la búsqueda de manuscritos antiguos olvidados
en las bibliotecas de los conventos. Un siglo después de Petrarca,
se llega a conocer del mundo latino al menos diez veces más de lo
que se había conocido en un milenio. La llegada a Italia de
numerosos doctores bizantinos –primero en ocasión del Concilio de
Florencia (1439) que debía sancionar la reunificación de
las iglesias ortodoxa y romana, y luego con la caída de Constantinopla
(1453)– renueva en Occidente el conocimiento del griego.
La literatura greco-latina, que de esta manera vuelve a la luz, se
refiere a la vida terrena. Es una literatura que habla de los hombres de
este mundo, radicalmente diversa a la literatura cristiana de los libros
sagrados, de los padres de la Iglesia, de los doctores medievales, donde
Dios y la vida ultraterrena constituyen el centro de todo interés.
Es precisamente la contraposición de las humanae litterae a las
divinae litterae lo que inicia la renovación cultural operada por
el humanismo.
Sin embargo, los códices antiguos no habrían servido
de mucho si la sociedad europea no hubiese sido capaz de mirar con nuevos
ojos y con renovada curiosidad los vestigios del mundo antiguo. De
hecho, en los humanistas se encuentra inmediatamente una actitud nueva
en relación a las obras literarias descubiertas.
Antes que nada, está el amor por el texto, que se trata de reconstruir
en su originalidad para liberarlo de las interpolaciones y deformaciones
que generaciones de clérigos habían insertado con la intención
de adaptarlo a la visión cristiana. El gran descubrimiento
asociado a esta actitud (y que va de la mano de la introducción
de la perspectiva óptica en la pintura) es la perspectiva histórica;
el texto antiguo fielmente reconstruido permite percibir con extrema claridad
la imposibilidad de conciliar al mundo greco-romano con el mundo cristiano.
Por consiguiente, la conciencia de la diferencia entre pasado y presente
se transforma, en el humanista, en conciencia del fluir de la historia
que la visión medieval había anulado.
Por otra parte, los textos antiguos redescubiertos muestran una variedad
extraordinaria de figuras de fuerte personalidad, orientadas a la acción,
que no huyen ni desprecian el mundo, sino que viven en la sociedad humana
y allí luchan por construir su propio destino. Estos individuos
se convierten en los modelos a seguir, porque su modo de vida parece ser
el más adecuado para responder a las exigencias y aspiraciones de
una sociedad en rápido desarrollo, que siente profundamente la necesidad
de elaborar nuevas formas de organización de la vida civil y nuevos
instrumentos para dominar a la naturaleza.
Pero la cultura del humanismo no se reduce a una imitación artificial
de los modelos del pasado. Por el contrario, su vitalidad consiste en la
conciencia de que el regreso a los grandes ejemplos de la antigüedad
sería totalmente vano si no diera lugar a una nueva orientación
en la vida moral, artística, religiosa, política, etc.
Para la cultura del humanismo, imitar a los antiguos significa sobre todo
educar a los hombres nuevos como lo hacían los antiguos, cultivando
las “virtudes” que ellos habían demostrado poseer en sumo grado
y que habían expresado en la vida civil. Sólo con hombres
así formados habría sido posible renovar verdaderamente la
sociedad humana.
De este modo, el humanismo renacentista hace suyo aquel ideal, a un
tiempo educacional y político, que figuras como Cicerón y
Varrón habían propugnado en Roma en la época de la
República: el ideal de la humanitas, palabra con que se tradujo
al latín el término griego paideia, es decir, educación.
En una confluencia rica de significados, humanitas llega a indicar el desarrollo,
por medio de la educación, de esas cualidades que hacen del hombre
un ser verdaderamente humano, que lo rescatan de la condición natural
y lo diferencian del bárbaro. Con el concepto de humanitas
se quiso denotar una operación cultural: la construcción
del hombre civil que vive y opera en la sociedad humana.
El instrumento al que recurrió este “primer humanismo” occidental
fue la cultura griega, a la que el mundo romano del siglo I A.C. se abrió
velozmente y encontró sistematizada en los ciclos de estudio
de las escuelas filosóficas del período helénico tardío.
Estas escuelas tenían una orientación ecléctica, habiéndose
ya extinguido la fase creativa del pensamiento griego. De todas maneras,
a través de ellas llegaban al mundo romano las temáticas,
los métodos de investigación y el lenguaje desarrollados
por los grandes sistemas filosóficos de la tradición helénica.
Es en instituciones de este tipo que, gracias al ejemplo de personajes
relevantes como Cicerón, comenzó a formarse la nueva clase
intelectual y política romana, asimilando un saber filosófico
y una cultura poética y artística que la propia tradición
había desatendido casi completamente. Fue precisamente del
encuentro con los grandes modelos griegos que extrajo su linfa vital el
espléndido florecimiento de la literatura latina en los dos siglos
separados por el nacimiento de Cristo.
Luego, después de casi mil años de cultura cristiana,
reaparece en Occidente el ideal de humanitas, la confianza en el inmenso
poder formador que la filosofía, la poesía y las artes ejercen
sobre la personalidad humana, que fue característica de Grecia primero
y de Roma más tarde, y en la que se identifica la esencia misma
del humanismo renacentista. Ahora el instrumento educativo está
dado por los grandes clásicos de la literatura latina, y en segundo
lugar –dado el limitado conocimiento del idioma– por los clásicos
griegos. En ellos se basan los studia humanitatis. De aquí
el nombre de humanistas atribuido a aquéllos que se dedican a estos
estudios que, a principios del siglo XV en Italia, comprendían:
gramática, retórica, poesía, historia y filosofía
moral.
Sin embargo, es necesario tener siempre presente que para el humanismo
del Renacimiento estas disciplinas no conforman un simple curso de estudios
que transmiten un conjunto de nociones o fórmulas. Por el
contrario, los studia humanitatis constituyen fundamentalmente un vehículo
para la educación de la personalidad, para el
desarrollo de la libertad y la creatividad humanas, y de todas esas
cualidades que sirven para vivir felizmente y con honor en la sociedad
de los hombres. En este sentido, los humanistas no son solamente
literatos o eruditos, sino los protagonistas de un grandioso proyecto de
transformación moral, cultural y política, un proyecto cuyo
lema es Iuvat vivere (vivir es hermoso) que testimonia el optimismo, el
sentimiento de libertad y el renovado amor por la vida que caracterizan
a la época.
2. La nueva imagen del hombre
Toda la literatura del humanismo se concentra en exaltar al hombre y
reafirmar su dignidad en oposición a la desvalorización operada
por el Medioevo cristiano. No obstante la diversidad de los temas,
todos apuntan a un objetivo común: recobrar la fe en la creatividad
del hombre, en su capacidad de transformar el mundo y construir su propio
destino.
El ataque contra la concepción medieval es decidido y continuo.
Una de las primeras personalidades del Humanismo, Gianozzo Manetti, critica
en su libro De dignitate et excellentia hominis (La dignidad y la excelencia
del hombre) precisamente una de las obras más representativas de
la mentalidad medieval, el De miseria humanae vitae (La miseria de la vida
humana), escrito por aquel diácono Lotario di Segni que más
tarde, con el nombre de Inocencio III, sería uno de los papas más
potentes de la Edad Media. A la miseria y degradación de la
naturaleza del hombre, fácil presa de vicios y pecados, a la debilidad
de su cuerpo, Manettii contrapone una exaltación del hombre en su
totalidad de ser físico y espiritual. Pone de relieve la proporción,
la armonía del organismo del hombre, la superioridad de su ingenio,
la belleza de sus obras, la audacia de sus empresas. Los grandes
viajes, la conquista del mar, las maravillas de las obras de arte, de la
ciencia, de la literatura, del derecho, constituyen el mundo del espíritu
humano. El reino que el hombre ha construido para sí mismo
gracias a su ingenio. El hombre, además, no está sobre
la Tierra como un simple habitante, criatura entre las criaturas: su posición
es especial en cuanto Dios lo ha creado con la frente en alto para
que contemplase el cielo y fuese así espectador de las realidades
supremas. En el centro del pensamiento de Manetti está la
libertad humana que, además de ser un don de Dios, es una continua
conquista por la que el hombre lucha cotidianamente con su trabajo, llevando
belleza y perfección a las obras de la creación. Por
consiguiente el hombre no es un ser inerme y despreciable, sino el libre
colaborador de la divinidad misma.[2]
Otra gran figura humanista, Lorenzo Valla, ataca en su diálogo
De voluptate (El placer) uno de los aspectos centrales de la ética
medieval: el rechazo del cuerpo y el placer. Remitiéndose
a la concepción epicúrea, nuevamente conocida gracias al
redescubrimiento de Lucrecio, Valla arremete en dura polémica contra
toda moral ascética, ya sea estoica o cristiana, que lleve al hombre
a humillar su cuerpo y a rechazar el placer. Para Valla toda acción
humana –aun aquella que parece dictada por otros móviles– está
motivada por fines hedonistas. Aún el aspirar a una vida después
de la muerte se encuadra en este sentido. ¿Qué puede ser,
en efecto, más hedonista que una vida celeste que las Sagradas Escrituras
designan con la expresión paradisus voluptatis (paraíso del
placer)? En el hombre no puede haber una oposición entre cuerpo
y espíritu, como no puede existir una parte buena y otra condenada
a priori. El placer, lejos de ser un pecado es más bien un
don divino (divina voluptas). En el placer, la naturaleza se expresa
con toda su fuerza y de la manera que le es más propia. Invirtiendo
los términos del problema, Valla llega a afirmar que peca verdaderamente
quien humilla y reprime la naturaleza que palpita en nosotros, rehusando
el amor físico y la belleza. Por lo tanto, el himno a la felicidad
de Valla que exalta al hombre todo, no sólo supera el antiguo dualismo
entre carne y espíritu, sino también el pesimismo de los
antiguos epicúreos.[3]
León Battista Alberti –que fue filósofo, matemático,
músico, arquitecto– es una de esas extraordinarias personalidades
universales que la época del Renacimiento prodigó al mundo.
El centro de sus reflexiones es uno de los más típicos temas
humanistas: que la acción humana es capaz de vencer hasta al Destino.
En el Prólogo a los libros Della famiglia (La familia)[4], Alberti
niega todo valor a la vida ascética, rechaza toda visión
pesimista del hombre y otorga a la acción humana la más alta
dignidad. El verdadero valor del hombre reside en el trabajo, que
permite la prosperidad de la familia y la ciudad. Alberti invierte
la ética medieval de la pobreza y la renuncia, afirmando que el
florecer de las riquezas no sólo no va contra los principios religiosos,
sino que es una clara demostración del favor divino. Además,
la “virtud”, entendida como fuerte capacidad de querer y obrar, como humana
laboriosidad (también en los campos sociales y políticos),
es superior al Destino mismo. Para Alberti, el hombre es causa de
sus bienes y de sus males: solamente los estúpidos reprochan al
Destino el origen de sus desgracias. El Destino o “Fortuna” es incapaz
de condicionar totalmente la acción humana cuando ésta es
virtuosa. Y si en algunos casos la “Fortuna” parece superar a la
virtud, esta derrota es sólo temporánea y puede tener una
función educadora y creativa. Por consiguiente, en la concepción
de Alberti no hay lugar para el retiro del mundo ni para la sumisión
del hombre al Destino; al contrario, la verdadera dignidad humana se manifiesta
en la acción transformadora de la naturaleza y de la sociedad.
El interés de Alberti, arquitecto innovador y teórico de
la Arquitectura, se dirige también a la construcción de la
ciudad ideal (otro constante tema humanista), en donde “la naturaleza se
somete a las intenciones del arte”. La ciudad ideal, hecha por el
hombre y para el hombre según armónicas estructuras geométricas,
es el lugar de la acción humana y también el lugar donde,
a través del ejercicio de las virtudes sociales, es posible la verdadera
glorificación de Dios.
Así es como ya en los primeros humanistas aparecen claros los
grandes motivos de la exaltación del hombre y de sus capacidades
creadoras, y la ruptura de la concepción medieval. Pero a
fines del siglo XV, con el redescubrimiento de la filosofía platónica
y de las doctrinas herméticas, la imagen del hombre se proyecta
a una dimensión religiosa y adquiere valor cósmico.
Protagonista del movimiento neoplatónico y exponente central
de la Academia florentina, fue Marsilio Ficino. Bajo la protección
de Cósimo de Médicis, padre de Lorenzo, Ficino tradujo al
latín todas las obras de Platón, de Plotino y varios textos
de los neo-platónicos antiguos. Pero la obra que tuvo mayor
importancia en la construcción del pensamiento filosófico
del Renacimiento (y una gran resonancia en aquel tiempo) fue la traducción
del Cuerpo Hermético, o sea el conjunto de obras que contiene la
enseñanza de Hermes Trismegisto (el tres veces grande). Los
manuscritos de estos textos llegaron a Occidente por interés de
Cósimo quien disponía de agentes que buscaban y compraban
los antiguos códices en el Imperio Bizantino.
Se puede comprender la importancia excepcional atribuida por el mundo
humanista a las obras herméticas si se considera que Cósimo
ordenó a Ficino dejar a un lado la traducción de Platón
para dedicarse a éstas. Por lo tanto, la sabiduría
de Trismegisto era considerada superior aún a la del “divino” Platón.
La figura de Trismegisto adquirió tal popularidad que fue representada
junto a Moisés en el gran mosaico que se encuentra en el ingreso
a la Catedral de Siena.
Los textos herméticos, que contienen enseñanzas filosóficas,
prácticas mágicas y alquímicas, según la crítica
moderna fueron escritos probablemente entre el siglo II A.C. y el siglo
III D.C. y son expresión de ambientes sincréticos greco-egipcios.
Sin embargo, no es posible descartar que transmitan enseñanzas mucho
más antiguas.[5] Ficino y sus contemporáneos atribuyeron
a estas obras una gran antigüedad y creyeron redescubrir en ellas
la religión egipcia, o lo que es más, la religión
originaria de la humanidad, que habría pasado luego a Moisés
y a las grandes figuras del mundo pagano y cristiano: Zaratustra, Orfeo,
Pitágoras, Platón y Agustín. Ficino llegó
a creer que existió siempre, en todos los pueblos, una forma de
religión natural que habría asumido aspectos diversos en
las distintas épocas y en los diversos pueblos.[6] Esta
concepción resolvía el problema, tan sentido en aquellos
tiempos, de la conciliación entre diferentes religiones (especialmente
el Cristianismo y el Islam), y la cuestión de la Providencia divina
para los pueblos que, por razones históricas y geográficas,
no habían podido conocer el mensaje cristiano. De esta manera
el Cristianismo era redimensionado a una religión histórica,
a una manifestación de la religión primitiva de la humanidad.
Aún más, la verdadera raíz del Cristianismo debía
ser buscada en aquella religión originaria y no en las formas barbáricas
de la Iglesia medieval.
Ficino es una figura filosófica compleja, preocupada sobre todo
por conciliar la dignidad y la libertad del hombre, exaltadas por el primer
Humanismo, con el problema
religioso que aquel no había afrontado adecuadamente.
Aun siendo el más decidido propagador del platonismo, no rechazó
el cristianismo y hasta tomó las órdenes sacerdotales porque
para él cristianismo y platonismo coincidían en su más
profunda esencia. Sin embargo, precisamente partiendo del tema religioso,
completó la obra de glorificación de la naturaleza humana
hecha por los primeros humanistas y elevó al hombre casi al nivel
de un dios.
Del neoplatonismo antiguo Ficino retoma la idea de la manifestación
de la divinidad, el Uno, en todos los planos del ser, por un proceso de
“emanación”. No hay, por tanto, un abismo entre el hombre
y la naturaleza por un lado y Dios por el otro, sino un pasaje ininterrumpido
que va de Dios al ángel, al hombre, a los animales, a las
plantas, a los minerales. El hombre está al centro de esta
escala de seres y es el vínculo entre lo que es eterno y lo que
está en el tiempo. El alma humana, punto medio y espejo de
todas las cosas, puede contener en sí todo el universo.
Así es cómo se expresa Ficino: «¿No
se esfuerza el alma para transformarse en todas las cosas, así como
el hombre es todas las cosas? ¡Se esfuerza en manera maravillosa!
Vive la vida de las plantas en su propia función vegetativa, la
vida de los animales en la actividad sensible, la vida del hombre cuando
con la razón trata las cuestiones humanas, la vida de los héroes
investigando las cosas naturales, la vida de los ‘demonios’ en las especulaciones
matemáticas, la vida de los ángeles en el indagar los misterios
divinos, la vida de Dios haciendo por gracia divina todas estas cosas.
Cada alma humana hace, de algún modo, todas estas variadas experiencias,
pero cada una según su forma. Y el género humano en su
conjunto tiende a transformarse en el todo, porque vive la vida del todo.
Por esto tenía razón el Trismegisto en llamar al hombre
un gran milagro».[7]
Es esta misma máxima, atribuida a Trismegisto, la que una de
las figuras más singulares del Humanismo, Giovanni Pico della Mirándola,
cita al comienzo de su oración sobre la Dignidad del hombre.
Se trata de un texto que, por las intenciones propagandísticas con
que fue escrito, puede ser considerado un verdadero “manifiesto del humanismo”.
Pico, que pertenecía a una rica familia principesca, había
mostrado un precoz ingenio y una extraordinaria curiosidad intelectual.
Conocía el griego, el árabe, el hebreo, el arameo; había
estudiado a los grandes filósofos musulmanos y hebreos; la Cábala
lo había fascinado. Con poco más de 20 años
había tratado de recopilar y sintetizar toda la sabiduría
de su tiempo en 900 tesis que, según su intención, debían
ser discutidas públicamente en Roma por los más grandes doctos
de la época, convocados a su cargo desde todos los rincones del
mundo. Pero este extraordinario programa, que superaba los confines
de las religiones y las culturas, y que apuntaba a la paz y la conciliación,
fue inmediatamente congelado por la oposición eclesiástica.
Algunas tesis fueron declaradas heréticas, el gran debate fue prohibido,
Pico huyó a París donde fue arrestado por orden del Papa.
Logró salvarse sólo gracias a la simpatía de la que
gozaba en el ambiente intelectual y en la corte de Francia. Poco
después, Pico se refugió en Florencia donde, bajo la protección
de Lorenzo el Magnífico, pasó el resto de su breve vida.
La oración sobre la Dignidad del hombre había sido pensada
como introducción al evento romano: se tendría que haber
leído antes de comenzar los trabajos, a fin de dar dirección
a la discusión y delimitar su horizonte. Al inicio de la oración
Pico presenta su concepción del ser humano, y lo hace con un artificio
retórico de gran efecto: Dios explica cómo ha creado al ser
humano. He aquí el texto: «No te he dado un rostro, ni un
lugar propio, ni don alguno que te sea peculiar, Oh Adán, para que
tu rostro, tu lugar y tus dones tú los quieras, los conquistes y
los poseas por ti mismo. La naturaleza encierra a otras especies en leyes
por mí establecidas. Pero tú, que no estás sometido
a ningún límite, con tu propio arbitrio, al que te he confiado,
te defines a tí mismo. Te he colocado en el centro del mundo, para
que puedas contemplar mejor lo que éste contiene. No te creado ni
celeste ni terrestre, ni mortal ni inmortal, para que por tí mismo,
libremente, a guisa de buen pintor o hábil escultor, plasmes tu
propia imagen. Podrás degenerar en cosas inferiores, como
son las bestias; podrás, según tu voluntad, regenerarte en
cosas superiores, que son divinas».[8]
Así, para Pico el ser humano no tiene una “naturaleza” rígidamente
determinada que condicione sus actividades, como ocurre con los demás
seres naturales. El hombre es fundamentalmente ausencia de condiciones,
libertad, elección. El hombre puede ser todo: por libre elección
puede colocarse en cualquier nivel del ser, puede degradarse hasta vivir
como los animales o elevarse a un estado en el que participa de la vida
divina. Es, por lo tanto, un puro existir que se construye a sí
mismo a través de lo que elige.
Es difícil subestimar la importancia de una tal concepción
de ser humano y la influencia que ésta ha ejercido directa o indirectamente
hasta nuestros días, como aparecerá claramente en este ensayo.
Esta concepción rompe con todo determinismo y coloca a la esencia
humana en la dimensión de la libertad.
En la obra del humanista francés Charles Bouillé, De
sapiente (el sabio) la glorificación del hombre alcanza quizás
su máxima expresión. Bouillé, formado en el
pensamiento de Ficino y Pico, afirma –siguiendo a sus maestros– que el
hombre no posee una naturaleza determinada, sino que resume en sí
todos los distintos grados del ser: existe como la materia inanimada, vive
como las plantas, siente como los animales, y además razona y reflexiona.
Gracias a esta capacidad el hombre se asemeja a la Naturaleza creadora.
Pero no cualquier hombre es capaz de alcanzar este nivel, sólo el
sabio puede hacerlo a través una paciente obra de autoconstrucción,
gracias a su virtud y su arte. Aquí aparece con toda claridad
el ideal de hombre que la cultura del humanismo ha siempre anhelado: el
hombre superior, que supera a la “naturaleza” de los hombres comunes, que
se construye, eligiendo y luchando, una segunda “naturaleza”, más
alta, más cercana a la naturaleza de lo divino.[9] En el ser
humano existe esta posibilidad, como así también existe la
posibilidad de detenerse en un grado inferior del ser.
Bouillé retoma y trasciende la equivalencia microcosmos-macrocosmos
típica del hermetismo. El cosmos es todo pero no es conciente de
lo que es; el hombre es casi nada, pero pueder saber todo. Entre
el hombre y el mundo descansa la misma relación que existe entre
el alma y el cuerpo. El hombre es el alma del mundo y el mundo es
el cuerpo del hombre. Pero la conciencia de sí, que el hombre
confiere al mundo, humanizándolo en cierta medida, coloca al hombre
por encima del mundo.[10] Esta concepción, por el valor supremo
que atribuye al hombre, bien puede ser considerada como “digno epígrafe
de la filosofía del humanismo”.[11]
3. La nueva imagen del mundo
Todas las corrientes filosóficas del Renacimiento están
saturadas de “naturalismo”, pero en este caso el término asume un
connotación especial, que nada comparte –es más, que es incompatible–
con la concepción moderna.
El mundo natural no es –como en la visión científica
actual– pura materia inanimada sujeta a leyes mecánicas y ciegas,
sino un organismo viviente dotado de energías en todo semejantes
a las del hombre. Infinitas corrientes de pensamiento y de sensaciones
lo atraviesan, uniéndose a veces, y a veces oponiéndose entre
sí. Al igual que el hombre, posee sensación e intelecto,
siente simpatías y antipatías, placer y dolor. Según
la concepción hermética, el universo es un gigantesco individuo
dotado de un alma invisible que siente y conoce, el alma del mundo,
y de un cuerpo visible, dotado –como el humano– de distintos órganos
y aparatos. El universo es un macroantropos.
Por lo tanto, la clave para acceder a la comprensión del mundo
natural está en el hombre. El hombre es el código, el paradigma
del universo, ya que, como microcosmos,
presenta las mismas características fundamentales. La estructuralidad,
la armonía del cuerpo humano, el hecho de que todas sus partes se
interrelacionan y desarrollan funciones complementarias, se reflejan en
la solidaridad y la unidad del universo. Los distintos planos del
ser en los que el universo se articula –los minerales, las plantas, los
animales, los seres humanos, las inteligencias superiores– no están
separados ni se ignoran recíprocamente: están unidos por
hilos sutiles, por misteriosas correspondencias. Cierta estrella
lejana, cierta piedra, cierta planta, a pesar de la diversidad y de la
distancia que las separa, están ligadas entre sí por una
relación aún
más profunda y esencial que la que existe con otras estrellas,
piedras o plantas de distinto tipo. Cada una, en su plano, es la manifestación
de una forma ideal; cada una es el signo de un aspecto esencial de la naturaleza.
El hombre, precisamente porque comprende en sí todos los planos
del ser, por su naturaleza proteiforme –una maravillosa síntesis
del resto de la naturaleza– es capaz de seguir los hilos misteriosos que
se extienden de un extremo al otro del Universo, de descubrir los influjos
secretos que unen a seres aparentemente distintos y lejanos. Él
puede leer en la naturaleza los signos que la mano de Dios ha escrito,
como si fueran las letras del libro sagrado de la creación.
Pero además, si el alma y el intelecto actúan intencionalmente
sobre el cuerpo humano, ¿por qué no deberían actuar
también sobre el cuerpo del mundo, del cual el humano es una extensión?
Si la Luna hace crecer las aguas, si el imán atrae al hierro, si
los ácidos atacan a los metales, ¿por qué el hombre,
que es todas estas cosas juntas, no puede ejercer una acción sobre
cada aspecto de la naturaleza? Él puede conocer los odios
y amores, las atracciones y repulsiones que acercan o separan a los elementos.
Pero mientras estas fuerzas obran de manera inconsciente, el hombre puede
usarlas y dominarlas concientemente.
Así, el humanismo del Renacimiento concibe la relación
entre el hombre –en este caso el hombre superior, el sabio– y la naturaleza,
fundamentalmente como una relación de tipo animista, mágico.
El sabio es un mago que, utilizando sus facultades intelectuales y anímicas,
somete a las fuerzas de la naturaleza o coopera con ellas. Su arte
puede acelerar, detener o transformar los procesos naturales cuyos secretos
conoce. La astrología, la alquimia, la “magia natural” son
las “ciencias” características de la época.
Es cierto que la astrología conlleva un fuerte elemento de determinismo
y de fatalismo, y por esto fue ásperamente combatida por Pico que,
en cambio, era favorable a la magia. Si el destino de los hombres,
de los países, de las civilizaciones es dictado por los movimientos
de los astros, que a través de sutiles vías llegan a determinar
sus comportamientos, no hay lugar para la libertad en la gran máquina
del Universo. Pero hasta las concepciones astrológicas del humanismo
se conforman al espíritu de la época, poniendo en primer
plano al hombre y su libertad. Así, el conocimiento de los
influjos astrales es entendido como el comienzo de un proceso de liberación
de la esclavitud que éstos imponen y, en un plano cósmico,
aporta las pruebas de la solidaridad que une entre sí todas las
partes del Universo.
La ciencia de los astros y de las leyes de la naturaleza implica el
uso de las matemáticas. Pero este uso es bien diferente del
que le dará la ciencia moderna. Fiel a la concepción
pitagórica y platónica, el humanismo renacentista no concibe
a los números y las figuras geométricas como simples instrumentos
para el cálculo o la medición. Los considera entes
en sí, expresiones de la verdad más profunda, símbolos
de la racionalidad del Universo, comprensibles sólo a través
de la facultad más característica del hombre: el intelecto.
Así, el humanista Luca Pacioli, que redescrubre la divina proporción
o sección áurea, considera a la matemática –tal como
lo hicieran Pitágoras y Platón– fundamento de todo lo existente.
Se trata, por lo tanto, de una matemática mística y no de
una ciencia que encuentra su legitimación en medir, proyectar o
construir.
Por cierto, estos aspectos son también de fundamental importancia
durante el Renacimiento. El hombre de esta época es eminentemente
activo: intenta, prueba, experimenta, construye, impulsado por una ansiedad
de búsqueda que lo lleva a poner en discusión y someter a
verificación las certezas consagradas por la tradición secular.
Este espíritu de libertad, de apertura, constituye la condición
para la revolución copernicana y todos los grandes descubrimientos
de la época. Pero en la base del trabajo técnico, del
arte, subyace siempre la idea de un mundo natural que no se contrapone
al hombre, sino que es su prolongación. Y es por esta razón
que la actitud hacia las matemáticas y la técnica de Alberti,
Piero della Francesca y Leonardo, que hicieron vastísimo uso de
ellas, es sustancialmente diferente a la del técnico y del científico
moderno. La diferenciación entre alquimia y química,
astrología y astronomía, magia natural y ciencia se desconoce
en esta época y vendrá mucho más tarde. Aun
Newton, en pleno siglo XVIII, escribe un tratado de alquimia... y
los ejemplos de este tipo se podrían multiplicar.
Para el humanismo del Renacimiento existe en la naturaleza un orden
matemático que puede ser descubierto y reproducido. Este orden
es divino y reconstruirlo a través del arte significa “acercarse
a Dios, haciéndose como Dios, creador de cosas bellas.”
[1] El término “humanismo” ha sido acuñado en tiempos
relativamente recientes: fue introducido (como Humanismus) a principios
del siglo XIX por el pedagogo alemán D. J. Niethammer para
indicar la importancia atribuida al estudio de la lengua y la lieteratura
griega y latina en la educación secundaria. La palabra latina
“humanista” aparece en Italia durante la primera mitad del siglo XVI con
la acepción del literato que se dedica a los studia humanitatis.
Cfr. P. O. Kristeller: Renaissance Thought and its Sources, New York, 1979,
págs. 21-22.
[2] G. Manetti. De dignitate et excellentia hominis. Páginas
elegidas y traducidas por E. Garin en: Filosofi italiani del Quattrocento,
Florencia 1942, págs. 230-243.
[3] L. Valla. De voluptate. Páginas elegidas y traducidas
por E. Garin en: Filosofi italiani del Quattrocento, op. cit., págs.
174 - 199.
[4] L. B. Alberti. Opere volgari: Della famiglia. Cena familiaris.
Villa. Ed. por C. Grayson, Bari 1960, Vol. 1, págs 3-12.
[5] Cfr. J. Doresse. L’ermetismo di origine egiziana. En Storia delle
Religioni. Ed. por H.-C. Puech, Vol. 8, Roma-Bari 1977.
[6] Cfr. F.A. Yates. Giordano Bruno and the Hermetic Tradition. London
1964. Cap. I-IV.
[7] M. Ficino. Theologia platonica de immortalitate animorum, XIV,
3. Citado por G. De Ruggiero en Storia della Filosofia. Rinascimento, Riforma
e Controriforma.
Roma-Bari 1977. Vol. I, pág. 117.
[8] G. Pico della Mirandola. De hominis dignitate, Heptaplus, De ente
et uno, e scritti vari. Ed. por E. Garin, Florencia 1942, págs.
105-107.
[9] El tema hermético del hombre superior, que se autoconstruye
y supera el común nivel humano, acerca las concepciones del humanismo
europeo a las de otras
filosofías tradicionales. Efectivamente, este tema es
central en el Sufismo y el Induismo, entre otros.
[10] Cfr. E. Cassirer. Individuum und Kosmos in der Philosophie der
Renaissance, Leipzig 1927. Traducción italiana de F. Federici, Florencia
1935, págs. 142-148.
[11] G. De Ruggiero, op. cit., pág. 126.
2. HUMANISMO CRISTIANO
La interpretación del Cristianismo en clave humanista se desarrolla
en la primer mitad de este siglo como parte de un vasto proceso —que comienza
en el siglo pasado y se continúa hasta nuestros días— de
revisión de las doctrinas cristianas a fin de adaptarlas al mundo
moderno; un mundo con respecto al cual la Iglesia católica había
adoptado, durante siglos, a partir de la Contrarreforma, una posición
de neto rechazo o de abierta condena.
A partir del Renacimiento, la autoridad espiritual de la Iglesia, que
por mil años había sido la depositaria de la visión
cristiana en Occidente, fue declinando cada vez más en un crescendo
de eventos epocales: la cultura del humanismo invierte la imagen que el
cristianismo medieval había construido del hombre, la naturaleza
y la historia; luego la Reforma protestante divide a los cristianos de
Europa; en el Seiscientos y sobre todo en el Setecientos, las filosofías
racionalistas, que se habían difundido entre las clases cultas,
ponen en discusión la esencia misma del cristianismo. En el Ochocientos,
las ideologías liberales o socialistas de trasfondo científico,
que se desarrollaron paralelamente a la expansión de la revolución
industrial, conquistan el rol de guía en la organización
de la sociedad y en la definición de sus fines e ideales que hasta
ese entonces había desempeñado la religión, dejándole
a ésta un rol marginal. Finalmente, en este siglo, la rápida
difusión del ateísmo, que se transformó rápidamente
en un fenómeno de masas, pone en peligro la sobrevivencia misma
de la Iglesia como institución.
Para no dejarse arrollar, la Iglesia se vio obligada a abandonar
progresivamente la visión del mundo que había heredado del
Medioevo y la defensa del orden social ligado a ella. Este proceso
de apertura y modernización sufrió durísimas resistencias,
cambios de rumbo y replanteos.
En el tortuoso acercamiento de la Iglesia al mundo moderno, la encíclica
Rerum Novarum de León XIII de 1891 constituye un hito fundamental.
Con esta encíclica la Iglesia se dio una doctrina social que pudiera
contraponerse al liberalismo y al socialismo. En polémica
con éste último, reafirmaba el derecho a la propiedad privada,
pero atenuándolo con un llamado a la solidaridad entre clases en
pos del bien común y a la responsabilidad recíproca entre
individuo y comunidad. Contra el liberalismo y su laissez faire
en materia de economía, la Iglesia invitaba al Estado y a las clases
más fuertes a ayudar a los grupos sociales más débiles.
Después de la tragedia de la primera guerra mundial, en el clima
de desilusión general frente a las ideas de progreso sostenidas
por el socialismo y el liberalismo, la Iglesia pasó decididamente
al contraataque. Y lo hizo tanto en el plano político, autorizando
la formación de partidos de masas de inspiración cristiana,
como en el doctrinario, proponiéndose como portadora de una visión,
una fe y una moral capaces de dar respuesta a las necesidades más
profundas del hombre de esta época.
Es en este intento de reproponer al mundo moderno los valores cristianos,
debidamente actualizados, que se encuadra el Humanismo cristiano, cuyo
iniciador puede ser considerado el francés Jacques Maritain.
Maritain había sido primero alumno de Bergson, y después
había adherido al socialismo revolucionario. Insatisfecho
de ambas filosofías, en 1906 se convirtió al Catolicismo.
Fue uno de los exponentes más notables del así llamado “neotomismo”,
es decir, de aquella corriente de pensamiento católico moderno que
se remite directamente a Santo Tomás de Aquino y, a través
de él, a Aristóteles, cuya filosofía Santo Tomás
había tratado de conciliar con los dogmas cristianos. A este punto
cabe recordar que ya en el siglo pasado, otra encíclica de León
XIII, Aeterni Patris de 1879 había afirmado que la filosofía
de Santo Tomás era la que mejor se adaptaba a la visión cristiana.
Maritain, con una posición que se contrapone radicalmente a
la tendencia más general del pensamiento moderno, da un salto hacia
atrás, sobrevolando el Renacimiento y reconectándose con
el pensamiento medieval. Y hace esto porque es precisamente en el
Humanismo renacentista donde descubre los gérmenes que han llevado
a la crisis y al resquebrajamiento de la sociedad moderna, de los cuales
el nazismo y el estalinismo son la máxima expresión.
Con esto él no pretende explícitamente revalorizar el Medioevo
y la visión cristiana ligada a aquel período; su objetivo
es restablecer –luego de la difícil experiencia del Medioevo– el
curso de la evolución histórica del Cristianismo que, según
su visión, ha sido interrumpido y obstaculizado por el pensamiento
moderno, laico y secular.
En su libro Humanismo integral, examina la evolución del pensamiento
moderno desde la crisis de la Cristiandad medieval al individualismo burgués
del siglo XIX y al totalitarismo del siglo XX. En esta evolución
Maritain ve la tragedia del Humanismo antropocéntrico, como él
lo llama, que se desarrolla a partir del Renacimiento. Este Humanismo,
que ha llevado a una progresiva descristianización de Occidente
es, según Maritain, una metafísica de la “libertad sin la
gracia”. Con el Renacimiento, el hombre comienza a ver su propio
destino y su propia libertad desligados de los vínculos de la “gracia”,
es decir, del plano divino. Para el hombre, la libertad es un privilegio
que él pretende realizar por sí solo. Dice Maritain:
«A él sólo le compete ya crear su propio destino, a
él sólo le corresponde intervenir como un dios, mediante
un saber dominador que absorbe en sí mismo y que supera toda necesidad,
en la conducta de su propia vida y en el funcionamiento de la gran máquina
del universo, abandonada a merced del determinismo geométrico».[1]
Así, el hombre moderno que surge en el Renacimiento, lleva consigo
este pecado de soberbia. Quiere prescindir de Dios y se construye
un saber científico de la naturaleza que, a partir de Descartes,
es considerada como una gran máquina para ser estudiada more geometrico,
o sea según las leyes de la geometría. Pero una
concepción tal de la naturaleza sólo puede llevar a una
escisión entre hombre y mundo, y a un determinismo mecanicista que
arrolla al hombre mismo. En efecto, a medida que la razón
substituye a Dios y el saber científico se extiende, la crisis interna
del hombre se hace más profunda.
He aquí las etapas de esta decadencia progresiva del hombre
moderno que, como Prometeo, se rebela ante Dios y, como Fausto, está
dispuesto a todo con tal de arrebatar los secretos de la naturaleza:
«Con respecto al hombre, se puede notar que durante el primer período
de la época moderna, ante todo con Descartes y luego con Rousseau
y Kant, el racionalismo había construido de la personalidad del
hombre una imagen soberbia y espléndida, indestructible, celosa
de su inmanencia y autonomía y, finalmente, buena por esencia.
En nombre mismo de los derechos y de la autonomía de esta personalidad,
la polémica racionalista había condenado toda intervención
externa en este universo perfecto y sagrado. Ya fuera que tal intervención
proviniese de la revelación y de la gracia, o de una tradición
de humana sabiduría, o de la autoridad de una ley de la cual el
hombre no fuese autor, o de un Bien soberano que solicitase su voluntad,
o, finalmente, de una realidad objetiva que midiese y regulase su inteligencia».[2]
Pero esta soberbia de la razón –que primero eliminó todos
los valores tradicionales y trascendentes y luego, con el idealismo, absorbió
en sí la realidad objetiva– ha generado ella misma su propia destrucción.
Primero Darwin y después Freud asestaron los golpes mortales a la
visión optimista y progresista del humanismo antroprocéntrico.
Con Darwin el hombre descubre que no existe discontinuidad biológica
entre él y el mono. Pero no sólo esto: entre él
y el mono ni siquiera existe una verdadera discontinuidad metafísica,
es decir, no hay una radical diferencia de esencia, un verdadero salto
cualitativo. Con Freud, el hombre descubre que sus motivaciones más
profundas están dictadas en realidad por la líbido sexual
y el instinto de muerte. “Acheronta movebo”, moveré el infierno,
había dicho Freud, y con él la soberbia de la razón
se hunde en la ciénaga de los instintos. Al final de este
proceso dialéctico destructivo, ya se han abierto las puertas a
los totalitarismos modernos, el fascismo y el estalinismo. Concluye
Maritain: «Después de todas las disociaciones y los dualismos
de la época humanista antropocéntrica ... asistimos a una
dispersión y una descomposición definitivas. Lo que
no impide al ser humano reivindicar más que nunca la propia soberanía,
pero ya no más para la persona individual. Ésta ya
no se sabe dónde está y se ve sólo disociada y descompuesta.
Está ya madura para abdicar ... a favor del hombre colectivo, de
aquella gran figura histórica de la humanidad de la cual Hegel ha
hecho una teología y que, para él, consistía en el
Estado con su perfecta estructura jurídica, y que con Marx consistirá
en la sociedad comunista con su dinamismo inmanente».[3]
Al humanismo antropocéntrico así descrito, Maritain contrapone
un Humanismo cristiano, que define como integral o teocéntrico.
He aquí cómo se expresa: «Llegamos
de este modo a distinguir dos tipos de humanismo: un humanismo teocéntrico,
o verdaderamente cristiano, y un humanismo antropocéntrico del cual
son responsables el
espíritu del Renacimiento y el de la Reforma... El primer
tipo de humanismo reconoce que Dios es el centro del hombre, implica el
concepto cristiano del hombre pecador y redimido, y el concepto cristiano
de gracia y libertad... El segundo cree que el hombre es el centro
del hombre y, por ende, de todas las cosas, e implica un concepto naturalista
del hombre y de la libertad. Si este concepto es falso, se entiende
por qué el Humanismo antropocéntrico merece el nombre de
humanismo inhumano y que su dialéctica deba ser considerada la tragedia
del humanismo».[4]
La base sobre la que se apoya el Humanismo teocéntrico es una
concepción del hombre «...como dotado de razón, cuya
suprema dignidad consiste en la inteligencia; ... como libre individuo
en relación personal con Dios, cuya suprema virtud consiste en obedecer
voluntariamente la ley de Dios; ... como criatura pecadora y herida, llamada
a la vida divina y a la liberación aportada por la gracia, cuya
suprema perfección consiste en el amor».[5]
Aquí vemos que la concepción que Maritain tiene del hombre
es la concepción clásica de Aristóteles ("el hombre
es un animal racional") interpretada en clave cristiana por Santo Tomás.
El hombre no es pura naturaleza ni pura razón: su esencia se define
en la relación con Dios y con su gracia. El hombre así
entendido es una persona.[6]
Maritain distingue en la persona humana dos tipos de aspiraciones,
las connaturales y las transnaturales. Mediante las primeras, el
hombre tiende a realizar ciertas cualidades específicas que hacen
de él un individuo particular. El hombre tiene derecho a ver
colmadas sus aspiraciones connaturales, pero la realización de las
mismas no lo deja completamente satisfecho porque existen en él
también las aspiraciones transnaturales que lo impulsan a superar
los límites de su condición humana. Estas aspiraciones
derivan de un elemento trascendente en el hombre y no tienen derecho alguno
a ser satisfechas. Si lo son, en algún modo, tal cosa sucederá
por la gracia divina.[7]
Al humanismo teocéntrico así entendido, Maritain le confía
la tarea de reconstruir una “nueva cristiandad” que sepa reconducir la
sociedad profana a los valores y al espíritu del Evangelio.
Pero esta renovada civilización cristiana deberá evitar repetir
los errores del Medioevo, y en particular la pretensión de someter
el poder político al religioso. Deberá, en cambio,
preocuparse por integrar los dos tipos de aspiraciones humanas y amalgamar
las actividades profanas con el aspecto espiritual de la existencia.
La interpretación cristiana que Maritain dio del humanismo fue
acogida en forma entusiasta en algunos sectores de la Iglesia y entre varios
grupos laicos. Inspiró numerosos movimientos católicos
comprometidos con la acción social y la vida política, por
lo que resultó ser un arma ideológica eficaz sobre todo contra
el marxismo.
Pero esta interpretación recibió también críticas
demoledoras de ámbitos filosóficos no confesionales.
En primer lugar, se observó que la tendencia racionalista que aparece
en la filosofía post-renacentista y que Maritain denuncia en Descartes,
Kant y Hegel, se remonta precisamente al pensamiento de Santo Tomás.
Esta tendencia, que llevará a la crisis y a la derrota de la razón,
no es un producto del humanismo renacentista, sino más bien del
tomismo y de la escolástica tardía: la filosofía cartesiana
que se encuentra a la base del pensamiento moderno, en su racionalismo
se reconecta mucho más con Santo Tomás que con el neoplatonismo
y el hermetismo místico del Renacimiento. Correspondería
buscar las raíces de la “soberbia de la razón” de la filosofía
moderna en la pretensión del tomismo de construir una teología
intelectualista y abstracta. Según estas críticas,
Maritain cumplió con una obra colosal de mistificación y
de camuflaje, casi un juego de prestidigitación filosófica,
atribuyendo al Renacimiento una responsabilidad histórica que, por
el contrario, compete al pensamiento medieval.
En segundo lugar, la crisis de los valores y el vacío existencial
al cual ha llegado el pensamiento europeo con Darwin, Nietzsche y Freud
no es una consecuencia del humanismo renacentista, sino por el contrario
deriva de la persistencia de concepciones cristianas medievales dentro
de la sociedad moderna. La tendencia al dualismo y al dogmatismo,
el sentimiento de culpa, el rechazo del cuerpo y el sexo, la desvalorización
de la mujer, el miedo a la muerte y al infierno son todos residuos del
cristianismo medieval, que aun después del Renacimiento han influido
fuertemente en el pensamiento occidental. Aquéllos determinaron,
con la Reforma y la Contrarreforma, el ámbito sociocultural en el
cual el pensamiento moderno se ha desarrollado. La esquizofrenia
del mundo actual en la que Maritain insiste deriva, según estos
críticos, de la coexistencia de valores humanos y antihumanos.
La “dialéctica destructiva” de Occidente se explica entonces como
un intento doloroso y frustrado por liberarse de valores en pugna.
[1] J. Maritain. Humanisme intègral. Problèmes temporels
et spirituels d’une nouvelle chrétienité, París 1936.
Trad. ital. de G. Dore, Roma 1980, pág. 75.
[2] Ibid., págs. 81-82.
[3] Ibid., pág. 83.
[4] Ibid., pág. 81.
[5] J. Maritain. L´education a la croisée des chemis,
París 1947. Trad. ital. de A. Agazzi. Brescia 1969,
pág. 19.
[6] Este término tiene una larga historia. El significado
latino original es “máscara teatral” y, por extensión, llegó
a significar “personaje”, “rol”. El estoicismo tardío la
utilizó para designar al individuo humano en cuanto intérprete,
en el drama del mundo, de un determinado rol que el destino le ha
asignado.
[7] J. Maritain. De Bergson à Thomas d’Aquin. Essais de
métaphysique et de morale. New York 1944. Trad. ital. de R.
Bartolozzi, Milán 1947. pág. 149.
3. HUMANISMO MARXISTA
Después de la Segunda Guerra Mundial, el “modelo” de marxismo
que Lenin había instaurado en la Unión Soviética estaba
sufriendo una dramática y profunda crisis, mostrando con Stalin
el rostro de una despiadada dictadura. Es en este contexto que se
desarrolla una nueva interpretación del pensamiento de Marx –en
oposición y como alternativa a la “oficial” del régimen soviético–
que se conoce como “humanismo marxista”. Sus representantes sostienen que
el marxismo posee “un rostro humano”, que su problemática central
es la liberación del hombre de toda forma de opresión y de
alienación y que, consecuentemente, es por esencia un humanismo.
Un grupo bastante heterogéneo de filósofos pertenece a esta
línea de pensamiento. Los más representativos son: Ernst
Bloch en Alemania, Adam Shaff en Polonia, Roger Garaudy en Francia, Rodolfo
Mondolfo en Italia, Erich Fromm y Herbert Marcuse en los Estados Unidos.
Y es así entonces que, a partir de los años Cincuenta,
con el desafío a nivel de interpretación teórica que
el humanismo marxista lanza a la doctrina “ortodoxa” del régimen
soviético, se asiste a un áspero enfrentamiento entre dos
modos mutuamente excluyentes de entender el pensamiento de Marx. Pero tal
situación no representaba una novedad o una anomalía en la
historia del marxismo: al contrario, era casi una constante. El pensamiento
de Marx ha conocido, durante el arco de su desarrollo y por diversos motivos,
una amplia variedad de interpretaciones.[1]
En los años inmediatamente posteriores a la muerte de su fundador
(1883), o sea en el tiempo de la Segunda Internacional (1889), el marxismo
era interpretado prevalentemente como “materialismo histórico”,
al que se entendía como una doctrina “científica” de las
sociedades humanas y de sus transformaciones, fundada en hechos económicos
y encuadrada en el contexto más amplio de una filosofía de
la evolución de la naturaleza desarrollada por Engels. Esta interpretación
estaba teñida por el clima cultural de la época, dominado
por el evolucionismo darwiniano y, más en general, por el positivismo.
En este caso, la “cientificidad” que el marxismo se arrogaba era la de
las ciencias empíricas, cuyo método y rigor pretendía
extender al campo de la economía, la sociedad y la historia, antes
dominados por concepciones “metafísicas”, es decir, irracionales
y arbitrarias.
En el siglo XX, la victoria de la revolución proletaria en Rusia
y su fracaso en Alemania y en el resto de Europa Occidental impusieron
la interpretación del marxismo elaborada primero por Plejanov y
Lenin, y más tarde por Stalin. Esta interpretación entiende
al marxismo fundamentalmente como “materialismo dialéctico”, es
decir como una doctrina filosófica materialista (se podría
casi decir una cosmología) en la que la dialéctica
—o sea el procedimiento lógico desarrollado por Hegel— juega un
papel central: es, a un tiempo, la ley evolutiva de la materia y el método
teórico-práctico que permite la compresión del mundo
físico y de la historia, y que indica por lo tanto, cuál
es la acción política correcta. Aquí la filosofía
de la naturaleza elaborada por Engels —que en la interpretación
precedente constituía solamente el marco filosófico para
la obra sociológica y filosófica de Marx— deviene central
y se superpone al materialismo histórico. También en este
caso se entiende al marxismo como una “ciencia”, pero no en el sentido
de una disciplina propiamente experiemental: se trata ahora de una ciencia
filosófica considerada “superior”, que se basa en la aplicación
de las leyes de la dialéctica hegeliana a los fenómenos naturales,
y que integra y supera a las ciencias empíricas. Con Stalin, el
“materialismo dialéctico” se transforma en la doctrina oficial del
partido marxista-leninista soviético y de los partidos comunistas
que dependen de él.
Trataremos ahora de analizar las ideas en las que se basan estas dos
interpretaciones del marxismo, que son las que han prevalecido históricamente.
El término “materialismo histórico” comienza a aparecer
en las últimas obras de Engels quien, sin embargo, prefiere utilizar
en general la expresión “concepción materialista de la historia”.
Cuando se habla de materialismo histórico se hace referencia al
análisis y a la interpretación de las sociedades humanas
y de su evolución. La tesis fundamental que este término
denota —enunciada por Marx y Engels en diversas obras— es que las producciones
comúnmente llamadas “espirituales” (el derecho,
el arte, la filosofía, la religión, etc.) están
determinadas, en última instancia, por la estructura económica
de la sociedad en donde se manifiestan. El hecho histórico
primario consiste, para Marx, en la producción de bienes materiales
que permiten la supervivencia de los individuos y de la especie.
Para poder hacer historia, los seres humanos deben antes que nada lograr
vivir, es decir, satisfacer sus propias necesidades fundamentales: comer,
beber, vestirse, disponer de una vivienda, etc.
Son estas necesidades primarias las que estimulan al ser humano a buscar,
en el mundo natural, los objetos y los medios que le permitan satisfacerlas.
La relación entre el hombre y la naturaleza —entendida como relación
entre la necesidad humana y el objeto natural que la colma— es la base
del movimiento de la historia. Se trata de una relación dinámica,
dialéctica, que no desaparece una vez que una necesidad primaria
ha sido satisfecha. De hecho, esta satisfacción y el instrumento
adoptado para lograrla inducen nuevas necesidades y llevan a la búsqueda
de nuevos medios para satisfacerlas.
La mediación entre estos dos polos opuestos, la necesidad y
su satisfacción, —y, por lo tanto, entre hombre y naturaleza— está
constituida, para Marx, por el trabajo. Es por medio del trabajo
que el hombre crea los instrumentos con los cuales obtiene de la naturaleza
los objetos que le son necesarios.
Toda época histórica se caracteriza por un determinado
grado de desarrollo de las fuerzas productivas, expresión que define
simultáneamente el conjunto de las necesidades y de los medios de
producción (técnicas, conocimientos, hombres, etc.) empleados
para satisfacerlas. A estas fuerzas se corresponden específicas
relaciones de producción, de trabajo, que ligan entre sí
a los hombres empeñados en la fabricación de los bienes materiales
necesarios para la existencia.
Marx ha llamado modo de producción al conjunto dado por las
relaciones de producción y las fuerzas productivas. El modo de producción
es el verdadero fundamento de la sociedad, lo que determina su ordenamiento
en las distintas articulaciones: jurídica, política, institucional,
etc. Es a partir de esta base material (la estructura) que se desarrollan
todos los fenómenos que comúnmente se relacionan con la conciencia
o con el espíritu (la superestructura).
He aquí cómo Marx expresa este concepto fundamental en
el prefacio de la Crítica de la Economía Política
(1859) que contiene una exposición sintética del materialismo
histórico: «En la producción social de su existencia
los hombres se encuentran en relaciones determinadas, necesarias, independientes
de su voluntad, es decir, en relaciones de producción, que corresponden
a un determinado nivel de desarrollo de sus fuerzas productivas materiales.
El conjunto de relaciones de producción constituye la estructura
económica de la sociedad, la base real sobre la cual se eleva una
superestructura jurídica y política y a la que corresponden
determinadas formas de conciencia social. El modo de producción
de la vida material condiciona el proceso social, político y espiritual.
No es la conciencia la que determina el ser de los hombres sino que, al
contrario, es el ser social de los hombres el que determina su conciencia».[2]
En base a estos principios, Marx reconstruye la historia de las sociedades
humanas a partir de las comunidades primitivas hasta la sociedad burguesa
de su tiempo.
Para Marx la historia está dada por la sucesión de diversos
modos de producción a través de los cuales los seres humanos
logran disponer de los bienes materiales necesarios para la subsistencia.
El pasaje de un modo de producción a otro no sigue un proceso lineal,
contínuo, sino que al contrario, se da como ruptura del orden precedente,
ruptura detonada por una dialéctica interna. Un modo de producción
entra en crisis cuando sus elementos fundamentales —las fuerzas productivas
y las relaciones de producción— se vuelven recíprocamente
contradictorios. En ese momento se verifica una transformación
revolucionaria y se establece un nuevo modo de producción.
Con éste aparece también una “cultura” y una “conciencia”
nuevas que suplantan a las anteriores. Marx dice al respecto: «A
un cierto nivel de su desarrollo, las fuerzas productivas materiales de
la sociedad entran en contradicción con las relaciones de producción
en vigor, o para utilizar un término jurídico, con las relaciones
de propiedad con las que han marchado hasta ese momento. Luego de
haber sido formas de desarrollo de las fuerzas productivas, estas relaciones
se transforman en obstáculos para las fuerzas productivas mismas.
Llega entonces una época de revolución social. Con
la modificación de la base económica, la enorme superestructura
se derrumba por completo más o menos rápidamente».[3]
Este es el destino histórico de la sociedad burguesa fundada
en el trabajo industrial, la propiedad privada de los medios de producción,
la hegemonía del capital. Pero comparado con los modos de
producción precedentes (el medieval, el esclavista del mundo antiguo,
etc.), el sistema capitalista presenta características particulares:
está obligado a revolucionar continuamente las fuerzas productivas
e imprimirles un impulso enorme. El campo de acción del capitalismo
se extiende ya al mundo entero: extrae las materias primas de los lugares
más remotos y penetra con sus productos en todos los países,
por aislados que éstos sean. Pero el capitalismo está
minado por una contradicción insanable entre las fuerzas productivas
y las relaciones de producción: de hecho, el carácter social
de los procesos productivos industriales —cada vez más acentuado—
está en patente contraste con la propiedad privada de los medios
de producción.
La fuerza que pondrá fin al dominio de la burguesía capitalista
es la negación dialéctica, el espejo en negativo de todas
las características de la burguesía: el proletariado.
He aquí como Marx se expresa: «En el desarrollo de las fuerzas
productivas, se llega a un estadio en el cual se crean fuerzas productivas
(las máquinas) y medios de relación (el dinero) que pueden
sólo ser nefastos para la situación existente, que ya no
son fuerzas productivas sino destructivas, y —hecho ligado a lo anterior—
surge una clase que debe soportar todas las cargas de la sociedad, que
se ve forzada a una posición de antagonismo extremo con las demás
clases; una clase formada por la mayor parte de los miembros de la sociedad,
y de la cual surge la conciencia de la necesidad de una revolución
radical: la conciencia comunista...».[4]
Sin embargo, también la desaparición de la burguesía
y la victoria del proletariado están determinados por las condiciones
materiales de la sociedad y no por un impulso revolucionario puramente
voluntario. Marx se expresa así: «Una conformación
social nunca desaparece antes de haber creado todas las fuerzas productivas
que es capaz de desarrollar; y las nuevas relaciones de producción,
más elevadas, jamás logran reemplazar las precedentes antes
de que las condiciones materiales para su existencia hayan sido generadas
en el seno de la antigua sociedad».[5]
De todas maneras, la victoria de la revolución proletaria está
asegurada porque se inscribe necesariamente en la dinámica de la
evolución histórica: ella instaurará un modo de producción
—el comunismo— más avanzado que el capitalismo. Con la abolición
de la propiedad privada y la socialización de los medios de producción,
el comunismo hará que la relaciones de producción sean conformes
al carácter social de las fuerzas productivas. De este modo sanará
la contradicción del capitalismo y dará a las fuerzas productivas
mismas un nuevo y extraordinario desarrollo. Para Marx, con la creación
de la sociedad comunista termina el proceso histórico, o mejor dicho,
concluye la prehistoria de la humanidad y se inicia una fase radicalmente
nueva de la existencia social humana.
Estas son, en breve síntesis, las ideas centrales del “materialismo
histórico”. De los textos que hemos citado (que han sido siempre
considerados de central importancia para evaluar el pensamiento de Marx)
parece emerger una concepción histórica modelada en base
a un materialismo radical. No es sorprendente, entonces, que el marxismo
haya sido interpretado, desde sus comienzos, con este preciso significado
por muchos de sus analistas y seguidores. Y, efectivamente, en esta concepción,
no hay nada que supere el rango de las fuerzas productivas, de las que
dependen y derivan tanto la organización social como las manifestaciones
espirituales del ser humano.
Claro está que una visión tal de la sociedad y de la
historia exponía a numerosos problemas. En particular, la
relación entre estructura económica y superestructura era
muy poco transparente. Y no se trataba de un problema simplemente
teórico, ya que involucraba directamente algunos aspectos políticos
y organizativos fundamentales del movimiento obrero. Por ejemplo,
¿cuál era el rol de un aspecto superestructural como la “conciencia
comunista” o revolucionaria, cuyo portador —según Marx— era
el proletariado? Y ¿de qué modo actuaba esta
“conciencia” sobre la estructura económica de la sociedad?
En términos prácticos este problema se enunciaba así:
¿cómo y cuándo, en la fase de decadencia del capitalismo,
el proletariado (o, mejor dicho, su parte más “conciente”, o sea,
el partido comunista) debía hacer uso de la violencia intencionalmente?
En base a los escritos de Marx la respuesta no es clara. Por una
parte Marx confiere al proletariado y a sus organizaciones un rol fundamental
en la caída de capitalismo, pero por otra parte, en su teoría,
este derrumbe parece ser el resultado de leyes intrínsecas que rigen
el desarrollo del capital. Si se considera el análisis de
la evolución del capitalismo así como Marx lo presenta en
El Capital, se tiene la impresión de que el proceso que llevará
a la caída del régimen burgués está determinado
por mecanismos inflexibles, reglas férreas, leyes casi cuantitativas
como sucede en las ciencias físicas. En efecto, Marx consideraba
que su análisis del capitalismo era “científico”, o sea dotado
de la capacidad de previsión de las ciencias exactas. En este
proceso rígidamente determinista, la conciencia comunista parece
desempeñar un papel secundario.
Después de la muerte de Marx, la discusión sobre las
formas de organización y de acción del proletariaro en vista
del “derrumbe inevitable” del capitalismo se exacerbó tanto que
Engels mismo se sintió obligado a hacer algunas aclaraciones.
En una famosa carta[6], Engels explicó que la concepción
materialista de la historia había sido mal entendida y que había
sido un forzamiento el ver un determinismo absoluto y unidireccional de
las fuerzas productivas sobre la conciencia y las superestructuras. Ciertamente
la estructura economica constituye en última instancia el factor
determinante del desarrollo histórico. Pero no es el único
factor operante. Los diversos aspectos de las superestructuras, tales
como las formas políticas de la lucha de clases, el ordenamiento
jurídico de los Estados, y hasta las creencias filosóficas
y religiosas, ejercen su influencia sobre el curso de los advenimientos
históricos. Esta influencia no es decisiva, pero tampoco desdeñable:
debe ser tomada en cuenta.
No obstante la aclaración de Engels, la cuestión de la
relación entre estructura y superestructura nunca ha dejado de avivar
la discusión teórica, fuera y dentro de los partidos marxistas.
Surgió nuevamente, y en forma dramática, poco antes de la
primera guerra mundial, cuando la Social Democracia alemana votó
por mayoría la declaración de guerra de Alemania. El
proletariado alemán —el más “conciente” y mejor organizado
de Europa— tomó partido junto a la burguesía nacional en
contra del proletariado de Francia e Inglaterra, que siguieron el mismo
camino. Un elemento totalmente superestructural, como la identidad nacional,
había prevalecido por sobre el interés “objetivo” de los
distintos proletariados europeos que era unirse entre sí para combatir
la opresión de las respectivas burguesías nacionales.
Por lo que concierne al término “materialismo dialéctico”,
es necesario aclarar que nunca fue utilizado por Marx para designar su
concepción filosófica; su uso se hizo común a partir
de Lenin y con Stalin —como dijimos anteriormente— llegó a denominar
la doctrina oficial del partido marxista-leninista en el poder en la Unión
Soviética.
El “materialismo dialéctico” es una construcción teórica
elaborada casi exclusivamente por el marxismo ruso en base a las reflexiones
sobre el mundo natural que Engels expone en varios escritos, en especial
el Antidühring (1878) y La dialéctica de la naturaleza.
Esta última es una obra incompleta y fragmentaria, a la que Engels
se dedicó durante varios años en modo discontinuo, y que
fué publicada en la Unión Soviética recién
en 1925.
Engels, amigo de Marx durante 40 años y su colaborador en la
redacción de varias obras, era un apasionado de la estrategia
militar y demostraba gran interés por las
ciencias, lo que lo llevó a relacionarse epistolarmente con
numerosos investigadores. En el campo científico su interés
se dirigía a la formulación de una filosofía general
de los fenómenos naturales que explicase los grandes descubrimientos
de su tiempo (la célula, la conservación de la energía,
la evolución de las especies, etc.) y que
concomitantemente constituyese un fundamento “objetivo”, o sea “científico”,
de la concepción histórica de Marx.
Reconociendo el peligro de la fractura entre saber filosófico
y saber científico, Engels criticaba el empirismo y el escaso interés
en la filosofía que demostraban los científicos de su época,
dedicados a la experimentación en campos limitados y separados entre
sí, pero incapaces de justificar filosóficamente sus descubrimientos.
De hecho, el mundo científico del siglo XIX en general seguía
considerando la naturaleza como un conjunto de entidades fijas y aislables,
que debían ser estudiadas separadamente, y explicaba las transformaciones
naturales como interacciones mecánicas entre tales entidades fijas.
Engels consideraba a este mecanicismo ingenuo sólo como una
mala filosofía, un residuo de la visión del mundo del Setecientos
que impedía la comprensión del continuo
devenir de la naturaleza, que Darwin había descrito brillantemente.
Para Engels —gran admirador de Darwin— el mundo natural debía estudiarse
como un conjunto de relaciones y de procesos dinámicos, como desarrollo
evolutivo de estructuras que se influencian recíprocamente.
Para explicar la dinámica compleja de los fenómenos naturales,
Engels recurrió a las leyes de la dialéctica descubiertas
por Hegel.
Hegel, revolucionando la lógica tradicional basada, a partir
de Aristóteles, en los principios de identidad y no contradicción,
había construido una nueva lógica dialéctica cuyo
eje central era, precisamente, el principio de contradicción. Para
Hegel, el carácter contradictorio de las ideas sobre la realidad
no demuestra en modo alguno que éstas sean ilusorias. Al contrario,
la contradicción es una propiedad esencial tanto de la realidad
como del pensamiento.
Un concepto aparece en su identidad estática y totalmente separada
de su contrario sólo a una conciencia intelectualista y abstracta.
La lógica dialéctica muestra que los opuestos no son
mutuamente indiferentes, sino que cada uno es lo que es, gracias a su relación
de oposición a su contrario, y cada uno se define por ser, precisamente,
lo que el otro no es. Cualquier concepto entendido como positivo
implica su correspondiente negativo, la propia negación determinada:
el bien existe sólo en cuanto superación de su contrario,
el mal; la vida es tal sólo en relación a lo que constituye
su negación, la muerte, etc. Así, una cosa nunca es sólo
positividad, sino que contiene en sí la propia negatividad.
La razón misma tiene dos tareas fundamentales: una negativa
de disolver, negándolos, los conceptos fijados y aceptados, y una
positiva que consiste en reconocer que la oposición entre conceptos
opuestos se supera y se resuelve en una unidad superior que contiene a
ambos (la síntesis). Ésta a su vez está en relación
con una nueva negación determinada (la antítesis) y así
siguiendo.
En su Fenomenología del espíritu, Hegel muestra cómo
este proceso dialéctico constituye el camino a través del
cual la conciencia humana se eleva gradualmente desde las formas más
ingenuas y “naturales” a formas más altas y complejas: autoconciencia,
razón y espíritu. Hegel reconstruye la distintas “figuras”
del saber limitado y aparente (de aquí el término fenomenología)
por las que pasa la conciencia en su evolución. Cada “figura”
se transforma en su negación, a la que sigue una síntesis,
una conciliación entre opuestos, que a su vez constituye el punto
de partida para una nueva etapa, para un saber más completo que
incluye el precedente. El proceso concluye cuando se llega al estadio
en el que la conciencia, como “saber absoluto”, reconcilia y supera la
oposición entre la certeza (su saber) y la verdad, entre razón
y realidad.
Engels acepta el esquema evolutivo de Hegel pero invierte el protagonista
de la historia: lo que se desarrolla según una dinámica dialéctica
no es un principio espiritual sino la materia. Para Engels, la naturaleza,
incluyendo las especies vivientes y el hombre, es materia que encuentra
en sí misma el motor del propio dinamismo. En este sentido,
el materialismo dialéctico constituye una suerte de “fenomenología
del antiespíritu”.[7]
Esta inversión de la dialéctica hegeliana (o “enderezamiento”
como dirá Engels con satisfacción) corresponde puntualmente
a la operación de inversión efectuada por Marx a la concepción
hegeliana de la sociedad y de la historia. Pero a diferencia de Marx
cuyas relaciones con la dialéctica hegeliana son ambiguas— Engels
adopta
concientemente este procedimiento lógico y llega a reconocerle
una validez positiva, “científica”. La leyes de la dialéctica
natural son para él las mismas leyes del pensamiento: la dinámica
del conocimiento es “espejo”, reflejo de la dinámica de la realidad.
Con esta síntesis entre idealismo y materialismo, entre Hegel y
Darwin, Engels trata de salvar la fractura entre pensamiento filosófico
y científico y de sentar las bases para la construcción de
una nueva ciencia global que supere el especialismo de las ciencias empíricas
y la visión exasperadamente analítica que éstas dan
de la realidad natural.
Estas ideas son adoptadas por Lenin, que organiza y sistematiza las
reflexiones dispersas de Engels, desarrollando en particular la teoría
del “espejo” que este había apenas esbozado. Pero el punto
más interesante reside en el hecho de que con Lenin la teoría
de la evolución de la materia asume la precedencia sobre la concepción
histórica de Marx, a la que sirve de base filosófica.
Stalin reafirmará esta posición y la transformará
en ortodoxia en su famoso opúsculo de 1938, Materialismo dialéctico
y materialismo histórico.
Pero el materialismo dialéctico no se conciliaba bien con la
concepción histórica de Marx, a la que pretendía legitimar:
para Marx la relación dialéctica fundamental es la del hombre
con la naturaleza, de la cual el hombre obtiene los objetos que le sirven
para satisfacer sus necesidades. En el materialismo dialéctico,
esta relación se desequilibra completamente, porque el hombre ha
sido reducido a un epifenómeno, un producto secundario e innecesario
de la evolución de la materia. Y el desarrollo de las sociedades
humanas, que Marx trataba de explicar desde la prehistoria hasta el triunfo
y la crisis de la burguesía europea, en el materialismo dialéctico
no es más que un breve capítulo de la historia natural del
mundo.
Además, equiparando las leyes del pensamiento a leyes “científicas”,
inmanentes a la naturaleza, la concepción de Engels resultaba ser
tanto un idealismo cuanto un materialismo. En esta concepción,
la distinción entre pensamiento y realidad tiende a desaparecer,
exactamente como en la filosofía hegeliana que Engels había
pretendido “enderezar”. De hecho, si se dice que las leyes del pensamiento
son un reflejo de las leyes de la realidad, bien se puede afirmar que las
leyes de la realidad son un reflejo de las leyes del pensamiento. Paradójicamente,
el materialismo dialéctico terminaba siendo una reproposición
de la filosofía de la naturaleza del romanticismo alemán.
Resta aún por señalar que la capacidad heurística
de la nueva “ciencia” dialáctica —que debía otorgar estructuralidad
y una visión global a las ciencias empíricas— fue prácticamente
nula. Ya Engels, pretendiendo aplicar las leyes de la dialéctica
a todos los campos del saber, había llegado a forzamientos vistosos,
aportando pruebas que eran demasiado genéricas o que fueron invalidadas
por las investigaciones posteriores.
Para dar una idea de la arbitrariedad con la cual Engels utilizó
el método dialéctico en el campo de las ciencias, baste el
siguiente ejemplo en el que una de las tres leyes de la dialéctica
que él derivó de las obras de Hegel –la “negación
de la negación”– se aplica al álgebra: «Tomemos —dice
Engels— una magnitud algebraica cualquiera, por ejemplo, a. Neguémosla
y obtendremos -a. Neguemos esta negación multiplicando -a
x -a: obtendremos así a2, es decir, la primera magnitud positiva
pero a un grado más elevado, o sea a la segunda potencia».[8]
Mucho más lamentables se mostraron las aplicaciones dogmáticas
del materialismo dialéctico soviético. Una de las más
conocidas es la que intentó el biólogo Lysenko. Éste
se encontraba en abierta polémica con los genetistas occidentales
que sostenían la tesis de la invariabilidad del gene —entendido
como factor hereditario determinante— a través de las generaciones.
Según él, una teoría que postulase la fijeza de una
estructura biológica era necesariamente falsa porque incompatible
con el materialismo dialéctico. Lysenko aplicó a la organización
del plan agrícola soviético sus propias teorías genéticas
basadas en el materialismo dialéctico. Los resultados fueron tan
desastrosos que al poco tiempo Lysenko desapareció de la escena
política y científica.
Éstos son los aspectos fundamentales de la doctrina del materialismo
dialéctico, cuya importancia creció en el movimiento marxista
internacional a medida que aumentaba la fuerza política de la Unión
Soviética. Como ya hemos visto, los escritos de Engels tuvieron
un peso determinante en la elaboración de esta interpretación
del marxismo. Pero su influencia fue también grande en la
formación de la otra interpretación, la que ve al marxismo
como una “ciencia” —en sentido positivista— de la sociedad y la historia.
En este punto se hace necesaria una aclaración. El rol
desempeñado por Engels en la construcción de la imagen “científica”
del marxismo hacia fines del siglo XIX se explica no sólo por el
clima cultural de la época y el interés que este autor tenía
en las disciplinas experiementales, sino también por el hecho de
que las obras de Marx eran conocidas en forma muy parcial. En aquel entonces
Marx era fundamentalmente el autor de El Capital, un escrito de economía
política. Los textos propiamente filosóficos se reducían
a los prefacios de El Capital y a otro famoso, aunque breve de 1859, aquel
de La crítica de la economía política que, como hemos
visto, contiene una síntesis del materialismo histórico.
La mayor parte de los textos de la juventud que permiten entender la base
filosófica y metodológica de Marx (Crítica de la filosofía
hegeliana del derecho publico, Manuscritos económico-filosóficos
de 1844, La ideología alemana) no fueron publicados antes de los
años Treinta. Y sólo en esa década los críticos
pudieron acceder a importantes textos de la madurez ya publicados, como
los Grundrisse y la Teoría de la plusvalía. Y, como veremos
detalladamente más adelante, es sobre todo en base a las obras juveniles
que se construyó la interpretación humanista del marxismo.
Pero aun sin que se supiera de la existencia de estos textos, la línea
interpretativa del marxismo como “ciencia” (ya sea en sentido positivista
o dialéctico) comenzó a ser duramente criticada desde principios
de los años Veinte por algunos teóricos eminentes que operaban
fuera de la Unión Soviética. G. Lukàcs, K. Korsch
y más tarde A. Gramsci, cada uno a su modo, niegan decididamente
que el marxismo sea una ciencia y que deba necesariamente derivar su propio
método de las disciplinas experimentales. Para ellos, por el contrario,
el marxismo es fundamentalmente una crítica a la sociedad burguesa
y una doctrina de la revolución social que se orienta a la liberación
del ser humano de todas las alienaciones a las que el sistema capitalista
lo ha condenado. La teoría de la alienación y del fetichismo
de los bienes, patente en El Capital pero practicamente ignorada por los
comentaristas posteriores, con Lukàcs reaparece en primer plano
como uno de los aspectos fundamentales del pensamiento de Marx.
En esta línea interpretativa —que recibe el nombre de “marxismo
occidental”— el verdadero núcleo del pensamiento de Marx, el centro
teórico que contiene la carga revolucionaria, está dado por
la dialéctica. A ésta se la entiende como un método
teórico-práctico para la comprensión de la historia
y de la sociedad humanas, y que no se puede extender a la descripción
del mundo natural así como lo entienden las ciencias empíricas.
En este caso, la dialéctica adquiere las características
de tales ciencias, es decir, se transforma en un mecanismo de causa-efecto,
en una conexión determinista entre datos, entre hechos. La
dialéctica, al contrario, postula la negación de un mundo
históricamente dado: un mundo dividido, alienado, que debe ser superado
y reconstituido en su unidad a través de la actividad revolucionaria.
En este sentido, la dialéctica es incompatible con la lógica
de las ciencias empíricas. Para Lukàcs esta lógica
que despedaza el mundo en datos separados y desconectados es la misma lógica
de la producción industrial del capitalismo, donde la división
del trabajo se hace exasperada y donde el trabajador es transformado en
objeto, en cosa, en “hecho natural”. Preteder utilizar los métodos
de investigación de las ciencias empíricas o una interpretación
“científica” de la dialéctica para comprender la historia
y la sociedad humanas es tergiversar el pensamiento de Marx.
Gramsci ataca duramente las teorías de Engels y de sus seguidores
rusos en cuanto proyectan en el mundo de los hombres un determinismo que
no existe. Los hombres están sí condicionados por un cierto
modo de producción y por ciertas superestructuras pero, precisamente
por ser hombres y no simples objetos naturales, pueden transformar su situación
histórica a través de la toma de conciencia y de la práctica
revolucionaria. Un evolucionismo vulgar, un determinismo naturalístico,
como el que propone Engels, no podrá jamás explicar las transformaciones
históricas. Gramsci llega a negar que el marximo sea un materialismo
y ataca la idea misma de “realidad” objetiva, que es el fundamento de las
ciencias empíricas. Creer en la “realidad”, en la objetividad
del mundo —y en esto Gramsci se remite directamente a Hegel— constituye
sólo el primer estadio cognoscitivo, estadio que corresponde a una
conciencia ingenuamente “natural”. “Objetivo” para Gramsci significa siempre
“históricamente subjetivo”, por lo que su visión no da lugar
a teorías del “reflejo”. Esencialmente, Gramsci ve en el marxismo
un historicismo y un humanismo.
La reacción del marxismo soviético ante las ideas de
Lukàcs y Korsch fue de total rechazo. El Quinto Congreso de la Internacional
Comunista del año 1924 en Moscú las tachó de “revisionistas”.
Pero mientras tanto el panorama político europeo estaba cambiando
radicalmente y, con la llegada al poder de los fascismos en Italia y Alemania,
el desarrollo del marxismo se interrumpía en dos de las tres áreas
de mayor vitalidad. En la tercera, Rusia, el marxismo se transformaba con
Stalin en una suerte de religión de Estado que legitimaba el sistema
de poder de las cúpulas burocráticas del partido comunista
soviético y, consecuentemente, de los partidos comunistas operantes
en países capitalistas.
Pero la aparición de los textos de la juventud de Marx, y en
especial de los Manuscritos (descubiertos casualmente en París),
revelaba, sin lugar a dudas, el fuerte impulso humanista de Marx y una
actitud crítica y libertaria que desacreditaban radicalmente a las
burocracias de los partidos comunistas en el poder en aquel entonces.
La posición que asumieron estas burocracias frente a los textos
juveniles de Marx fue la de considerarlos obras aún inmaduras, ejercicios
preparatorios para el desarrollo de un pensamiento que se habría
manifestado plenamente sólo mucho más tarde. El espíritu
libertario de estos escritos fue etiquetado de ideología, palabra
que, en la terminología marxista, significa toda representación
que oculta la verdadera realidad de los hechos, revistiéndola de
imágenes falsas o ilusorias. Es precisamente a las ideologías,
a las superestructuras (jurídicas, políticas, filosóficas,
religiosas, etc.) que Marx contrapone su concepción materialista
de la historia.
Para Marx, la producción de ideologías presupone ya la
existencia de una fundamental división social del trabajo, o sea,
la separación entre trabajo manual e intelectual. Es gracias
a esta escisión que pueden constituirse los grupos de intelectuales
de profesión que operan en campos especializados y que dan vida
a estructuras institucionales más o menos complejas. La función
de estas franjas intelectuales productoras de ideologías es principalmente
la de esconder y justificar la división en clases de la sociedad
y la explotación del trabajo manual. A partir de esta mentira
de base, construyen una imagen invertida e idealizada de la realidad social
e histórica.
En modo grotesco y sin ninguna capacidad de autocrítica, los
intelectuales ligados a las burocracias del partido no dudaron en acusar
de “ideología” al mismo Marx joven y contraponerlo al Marx “científico”
de las últimas obras. Se llegó incluso a censurar sus
textos juveniles y a ocultar pasajes enteros de los textos de su madurez.[9]
Pero luego de la Segunda Guerra Mundial —y aquí retomamos el
hilo del discurso inicial— comenzó a quedar en claro que el modelo
ruso había producido, con el estalinismo, una dictadura monstruosa
que infringía los derechos humanos fundamentales y las más
elementales formas de libertad personal. Fue en este clima cultural
que surgió en los ambientes filosóficos marxistas no ligados
a las burocracias de partido un interés creciente por recuperar
los aspectos humanistas del pensamiento de
Marx. Y así se fue desarrollando la línea interpretativa
del humanismo marxista, opuesta al “materialismo dialéctico” y,
en general, a las interpretaciones del marxismo
entendido como “ciencia” de la economía y de la historia.
Veamos entonces la concepción que Marx tiene del hombre y cómo
él considera el humanismo en sus escritos juveniles.
A los 26 años, Marx critica el idealismo de Hegel —para quien
el hombre era sólo un ser espiritual, una autoconciencia— y delínea
su antropología en los Manuscritos. Según Marx, el
hombre es ante todo un ente natural, material. Las distintas definiciones
que da ponen de relieve este aspecto. Así el hombre:
«...es el hombre real, corpóreo, plantado en la tierra firme
y redonda, este hombre que espira y aspira todas las fuerzas de la naturaleza...».[10]
Además «El hombre es inmediatamente un ser natural.
Como ser natural, como ser natural viviente está en parte provisto
de fuerzas naturales, de fuerzas vitales, es decir, es un ser natural activo,
y estas fuerzas existen en él como disposiciones y facultades, como
impulsos; él es en parte, en cuanto ser natural, objetivo, dotado
de cuerpo y de sentidos, un ser pasivo condicionado y limitado, tal como
los animales y las plantas: es decir, los objetos de sus impulsos existen
fuera de él, como objetos independientes de él, pero estos
objetos son objetos de su necesidad, objetos esenciales, indispensables
para actuar y reafirmar sus fuerzas esenciales».[11]
Vemos entonces que el hombre vive en el horizonte del mundo natural
del que recibe, tal como los demás seres sensibles, impresiones
y condicionamientos, y en el que encuentra los objetos que satisfacen sus
necesidades, objetos hacia los que lo dirigen sus impulsos internos, también
ellos entendidos como fuerzas naturales. Y el mundo que lo circunda
es un mundo real, objetivo. Esta concepción deriva claramente
de Feuerbach quien, en polémica con Hegel, consideraba al hombre
y al mundo como entes naturales objetivos.
Y sin embargo, en los Manuscritos, la distancia que separa a Marx del
riguroso naturalismo de Feuerbach es ya incolmable. Para Marx, de hecho,
«... el hombre no es solamente un ser natural; es también
un ser natural humano, o sea un ser que es para sí mismo y luego
un ser que pertenece a una especie; como tal él debe realizarse
y confirmarse tanto en su ser como en su saber. Por ello los objetos
humanos no son los objetos naturales como se presentan en modo inmediato».[12]
Y «la naturaleza, considerada en forma abstracta, en sí, fijada
en su separación del hombre, es para el hombre una total nulidad».[13]
Vemos así que, a diferencia de los demás seres naturales,
el hombre posee características que le son particulares: es también
una conciencia (para sí) que se manifiesta como saber. No es solamente
naturaleza. A su vez, los objetos naturales, aun siendo reales, no
pueden ser concebidos en sí mismos, independientemente de las actividades
de los hombres. La relación hombre-naturaleza no consiste
por lo tanto en un “reflejo” fiel de la realidad natural en la conciencia
humana —como sostendrán Engels y Lenin—, o en un simple condicionamiento
que la naturaleza ejerce sobre el hombre; se trata en cambio de una relación
eminentemente activa, práctica.
A través de su actividad conciente (el trabajo), el ser humano
se “objetiva” en el mundo natural, acercándolo siempre más
a sí, haciéndolo cada vez más similar a sí:
lo que antes era simple naturaleza, ahora se transforma en un producto
humano. Por lo tanto, si el hombre es un ser natural, la naturaleza
es a su vez naturaleza humanizada, o sea transformada concientemente por
el hombre. Dice Marx: «...Toda la así llamada historia
del mundo no es otra cosa que la generación del hombre a través
del trabajo humano, nada más que el devenir de la naturaleza para
el hombre».[14] «Es solamente en la transformación
del mundo objetivo que el hombre se muestra realmente como un ser perteneciente
a una especie. Esta producción es su vida activa como ser
perteneciente a una especie. A través de ella, la naturaleza
se revela como su obra y su realidad».[15]
Por consiguiente, para Marx la especificidad del ser humano, su característica
fundamental en cuanto perteneciente a una especie natural determinada,
la especie humana, consiste en la transformación de la naturaleza
por medio del trabajo. El hombre es, fundamentalmente, homo laborans.
Varios aspectos de una tal concepción llegan a Marx directamente
de Hegel. Éste había sostenido en la Fenomenología
del Espíritu (aunque con una perspectiva distinta) que toda la realidad
histórico-social, cultural y aun natural es un producto de la actividad
de los hombres, una “objetivación” de la conciencia humana.
También para Hegel el trabajo —que transforma contemporáneamente
a la naturaleza y al hombre mismo — constituye la vida y la conciencia
de la especie.
El otro aspecto fundamental (estrechamente ligado al anterior) de la
antropología de Marx se encuentra en la afirmación de que
el hombre es, por esencia, social: «El hombre es un ‘zoon politikon’
en el sentido más literal: no sólo es un animal social, sino
también un animal que puede individualizarse únicamente en
la sociedad».[16] «La esencia humana no es algo abstracto
e inmanente a cada individuo. Es en su realidad el conjunto de las
relaciones sociales».[17]
Por consiguiente, la esencia humana no reside en alguna característica
que se pueda ubicar en el interior de un individuo aislado, en su conciencia.
Por el contrario, ella se encuentra, por así decir, en su exterior,
en la sociedad, en el conjunto de relaciones sociales que el hombre establece
con sus semejantes. Colaborando entre sí para transformar a la naturaleza,
los hombres construyen una especie de ser colectivo, social, comunitario.
Y es sólo aquí que la esencia humana se manifiesta plenamente:
«El intercambio de actividad humana dentro de la producción
misma, así como el intercambio de productos con el otro, es equivalente
a la actividad de la especie y al espíritu de la especie, cuya existencia
real, conciente y auténtica, es la actividad social y la satisfacción
social. Así como la naturaleza humana es la verdadera naturaleza
comunitaria o el ser comunitario de los hombres, éstos a través
de la activación de su naturaleza crean y producen un ser humano
comunitario, un ser social que no es un poder abstracto, universal, opuesto
al del individuo aislado, sino que es la naturaleza o esencia de cada individuo
aislado, su propia actividad, su propia vida, su propio espíritu,
su propia riqueza».[18]
El hombre se transforma de ser natural en ser verdaderamente humano
únicamente en la sociedad. Y sólo en la sociedad resulta
comprensible y realizable la tarea que le ha sido asignada a la especie:
la humanización de la naturaleza. «La esencia humana de la
naturaleza existe solamente para el hombre social: en efecto, sólo
aquí la naturaleza existe para el hombre como vínculo con
el hombre, como existencia de él para el otro y del otro para él
... sólo aquí la naturaleza existe como fundamento de su
propia existencia humana. Solamente aquí la existencia natural del
hombre se ha vuelto para el hombre existencia humana; la naturaleza se
vuelto hombre. Por lo tanto, la sociedad es la unidad esencial, plenamente
realizada, del hombre con la naturaleza, la verdadera resurrección
de la naturaleza, el naturalismo completado del hombre y el humanismo completado
de la naturaleza».[19]
De esta concepción derivan dos consecuencias, ambas de gran
importancia. Ante todo, el hombre no posee una esencia pasible de ser asimilada
a un concepto abstracto y estático, que pueda ser determinada de
una vez para siempre: siendo el conjunto de las relaciones sociales, la
esencia humana es necesariamente histórica y cambia de acuerdo a
la organización de la producción social, al proceso de humanización
de la naturaleza.
La segunda consecuencia es que la sociabilidad natural del hombre no
podrá manifestarse en su positividad mientras que el trabajo, la
producción, estén organizados en forma no comunitaria, no
solidaria. En tales condiciones, se manifestará siempre como
alienación, como extrañamiento del hombre de sí mismo,
de la sociedad, de la especie, de la naturaleza. He aquí como
Marx expresa este concepto fundamental: «En tanto el hombre no sea
reconocido como hombre y no organice el mundo humanamente, su ser social
se manifestará en forma de alienación, puesto que su
sujeto, el hombre, es un ser extrañado de sí mismo.
Los hombres son este ser no en una abstracción, sino como individuos
reales, vivientes, particulares. Tal como ellos son, así es
por consiguiente este ser. Es, pues, una proposición idéntica
[el decir] que el hombre se extraña a sí mismo y [el
decir] que la sociedad de este hombre extrañado es la caricatura
de su real ser social, de su verdadera vida de especie; que su actividad,
por tanto, se le presenta como tormento, su propia creación se le
presenta como una potencia extranjera, su riqueza como pobreza, el vínculo
esencial que lo liga a los otros hombres como un vínculo inesencial;
y que también la separación de los otros hombres se le presenta
como su verdadera existencia ...».[20]
Marx descubre el origen de la alienación en la propiedad privada,
que en la sociedad capitalista domina todos los aspectos de la vida individual
y colectiva. El ser humano ha sido reducido al trabajo que es capaz
de ofrecer, a la mercancía que produce. Así, él
mismo se ha transformado en mercancía, en cosa. En su contra
se yergue como un Golem un “poder social extraño”, que no es otra
cosa que el ser colectivo que por esencia los hombres siempre construyen,
pero que, por el hecho de ser el resultado de una producción no
comunitaria, domina como una fuerza independiente a los hombres que le
han dado vida.
He aquí cómo Marx describe esta “guerra de todos contra
todos” en la sociedad capitalista: «Cada hombre se las ingenia para
procurar una nueva necesidad a otro hombre, para constreñirlo a
un nuevo sacrificio, para reducirlo a una nueva dependencia... Cada uno
trata de crear sobre el otro una fuerza esencial extraña para lograr
con esto la satisfacción de la propia necesidad egoísta.
Con la masa de los objetos crece, entonces, la esfera de los seres extraños
a los cuales el hombre está sometido, y cada nuevo producto es un
nuevo potenciamiento del recíproco engaño y de los recíprocos
despojamientos. El hombre se hace mucho más pobre como hombre,
tiene mucha más necesidad del dinero para apoderarse del ser hostil,
y la potencia de su dinero está en proporción inversa a la
masa de la producción; en otras palabras, su miseria crece
en la medida en que aumenta la potencia del dinero».[21]
Pero la alienación no se limita a la relación entre los
hombres: ésta produce una escisión, una fractura en el interior
de hombre mismo, alterando incluso su estructura perceptiva. «La
propiedad privada nos ha vuelto tan obtusos y unilaterales, que un objeto
es considerado nuestro solamente cuando lo tenemos y, por lo tanto, cuando
existe para nosotros como capital o es por nosotros poseído, comido,
bebido, llevado sobre nuestro cuerpo, habitado, etc., en síntesis,
cuando es utilizado por nosotros... En lugar de todos los sentidos
físicos y espirituales, se ha instalado la simple alienación
de todos estos sentidos, el sentido de poseer».[22] «...los
sentidos del hombre social son distintos de los del hombre no social».[23]
Para Marx es posible eliminar la alienación sólo suprimiendo
su causa: la propiedad privada. Gracias a la negación de aquello
que la había negado, la sociabilidad natural del hombre vuelve a
manifestarse en su positividad y plenitud. Con una nueva inversión,
el mundo invertido se endereza. Se restablece la humanidad del ser
humano; se sana la escisión interna y se salva la fractura entre
hombre y sociedad, especie, naturaleza.
«La abolición de la propiedad privada representa, entonces,
la completa emancipación de todos los sentidos y de todos los atributos
humanos; pero es una emancipación de este tipo precisamente porque
estos sentidos y estos atributos se han vuelto humanos, subjetiva y objetivamente.
El ojo se ha vuelto humano en el momento en que su objeto se ha transformado
en un objeto social, humano, que procede del hombre para el hombre».[24]
Y ahora, veamos la definición más completa que da Marx
del comunismo humanista: «El comunismo [se define] como supresión
positiva de la propiedad privada, entendida como autoalienación
del hombre y por lo tanto como real apropiación de la esencia del
hombre a través del hombre y para el hombre; por esto [se define
también] como regreso del hombre para sí, del hombre como
ser social, o sea humano; regreso completo, hecho conciente, madurado dentro
de toda la riqueza del desarrollo histórico hasta hoy. Este
comunismo se identifica, en cuanto naturalismo que ha alcanzado la propia
realización, con el humanismo; en cuanto humanismo que ha alcanzado
la propia realización, con el naturalismo...».[25]
Pero, para Marx, esta fundamental comprensión teórica
no es suficiente como tal: debe ser actuada, puesta en práctica.
La filosofía ya no basta más a sí misma, no vale más
como modo de existencia. No hay que contentarse con interpretar el
mundo, es necesario transformarlo. Es preciso que la filosofía
se comprometa en actividades, que oriente la transformación del
mundo, que llegue a ser praxis. Sin la praxis, la filosofía
es nada.[26]
Así entonces, con Marx la filosofía pasa a ser fundamentalmente
acción (trabajo) y el filósofo, un revolucionario.
Pero la acción humana, que niega y transforma las condiciones inhumanas
del mundo, no sería posible si la evolución de la historia
fuera el resultado de un rígido determinismo —como sostenían
los materialistas antiguos y modernos— o de la astucia de la Razón
universal que se sirve de los hombres como ingenua materia de la historia
—como sostenía Hegel. Marx critica con fuerza ambas posiciones.
Para él, el determinismo no es suficiente. La dinámica histórica
nace de la unión entre el condicionamiento natural e histórico
y la actividad humana libre, que trata de modificar este condicionamiento.[27]
Esta concepción filosófica no es fácilmente definible
como un materialismo en el sentido tradicional. Marx mismo aclara
este punto en los Manuscritos cuando inicia la exposición de su
antropología: «Vemos aquí cómo el naturalismo
o humanismo, conducido a la propia realización, se distingue tanto
del idealismo como del materialismo, y es al mismo tiempo la verdad que
une a ambos».[28] Pero, la concepción que emerge
de las obras juveniles parece ser, según lo que Marx mismo afirma,
un naturalismo que coincide con un humanismo, en el sentido de que si el
hombre es un ser natural, la naturaleza es siempre naturaleza humanizada,
es decir transformada por el trabajo social de la humanidad.
El humanismo marxista ha sido desarrollado sobre todo en base a estas
ideas. No es sorprendente que los exponentes de esta línea
interpretativa sostengan con vehemencia que no es correcto considerar al
marxismo como un materialismo y que afirmen que la definición más
adecuada es precisamente la de humanismo. He aquí cómo
se expresa Mondolfo, el primer intérprete de Marx en sostener esta
tesis: «... En realidad si examinamos sin prejuicios el materialismo
histórico, tal como resulta de los textos de Marx y Engels, debemos
reconocer que no se trata de un materialismo, sino de un verdadero humanismo,
que coloca el concepto de hombre en el centro de toda consideración
y discusión. Es un humanismo realista (realer Humanismus)
como lo llamaron sus mismos creadores, que quiere considerar al hombre
en su realidad efectiva y concreta, comprender su existencia en la historia
y comprender la historia como una realidad producida por el hombre a través
de su actividad, de su trabajo, de su acción social, durante los
siglos en los cuales se va desarrollando el proceso de formación
y de transformación del ambiente en el que el hombre vive, y en
el que se va desarrollando el hombre mismo, simultáneamente como
efecto y causa de toda la evolución histórica. En este
sentido consideramos que el materialismo histórico no puede ser
confundido con una filosofía materialista... ».[29]
Pero la interpretación humanista del pensamiento de Marx desencadena
una durísima reacción por parte de los sostenedores de la
“cientificidad” del marxismo. Uno de los más conocidos, el
francés Althusser, escribe: «... el binomio ‘humanismo socialista’
encierra en realidad una extraordinaria desigualdad teórica: en
el contexto de la concepción marxista, el concepto de socialismo
es efectivamente un concepto científico, mientras que el concepto
de humanismo es solamente un concepto ideológico».
A pesar de reconocer una fase humanista en el período juvenil
de Marx, Althusser continúa: «Desde 1845 Marx rompe radicalmente
con toda teoría que fundamente la historia y la política
en una esencia del hombre. Esta ruptura única comporta tres
aspectos teóricos indisolubles: 1) Formación de una teoría
de la historia y de la política fundada en conceptos radicalmente
nuevos, conceptos tales como: formación social, fuerzas productivas,
relaciones de producción, superestructura, ideologías, determinación
en última instancia por obra de la economía, determinación
específica de los otros niveles, etc. 2) Crítica radical
de las pretensiones teóricas de todo humanismo filosófico.
3) Definición del humanismo como ideología».[30]
Althusser sostiene, entonces, que en la producción de Marx existe
un momento de ruptura y de cambio, una especie de conversión de
una fase humanista a una estrictamente científica. Con la elaboración
de los conceptos clave del materialismo histórico y la crítica
de los humanismos filosóficos, Marx se colocaría más
allá de cualquier concepción ideológica, o sea, no
fundada sobre un análisis científico de los fenómenos
económicos que son la base de la evolución histórica.
Ésta es la “teoría de los dos Marx” (el joven, todavía
ideólogo y el maduro, verdaderamente científico), que sustancialmente
se alínea con la teoría “oficial” del partido marxista-leninista
soviético. Las consecuencias que el filósofo francés
deriva de esta posición son las siguientes: «Todo pensamiento
que se remita a Marx para restaurar, de un modo u otro, una antropología
o un humanismo filosóficos, no sería teóricamente
más que polvo. Pero, prácticamente, erigiría
un monumento de ideología premarxista que pesaría gravemente
sobre la historia real y que podría arrastrarla a un callejón
sin salida».[31] «Una (eventual) política marxista
de la ideología humanista, o sea una actitud política con
respecto al humanismo —política que puede ser rechazo o crítica,
uso o sostén, desarrollo o renovación de las formas actuales
de la ideología humanista en el campo ético-político—,
una tal política no es entonces posible a menos que cumpla con la
condición absoluta de estar fundada en la filosofía marxista,
cuya premisa es el antihumanismo teórico».[32]
Es así que Althusser, haciéndose intérprete de
lo que considera el pensamiento original de Marx, niega decididamente que
el marxismo sea un humanismo. Por el contrario, considera que el marxismo,
por ser una “ciencia” de la sociedad y de la historia, es necesariamente
un antihumanismo. La relación política del marxismo
con cualquier tipo de humanismo puede, desde este punto de vista, ser táctica,
es decir que según las circunstancias puede comportar un rechazo
o un apoyo, etc.; pero debe quedar siempre en claro que marxismo y humanismo
son antitéticos.
De todo lo que hemos dicho hasta ahora resulta evidente cuán
divergentes son las evaluaciones que los mismos marxistas han hecho del
significado general de la obra de
Marx. Y en años más recientes, el hecho de que
su pensamiento pueda ser considerado un humanismo divide a los intérpretes
en dos facciones irreconciliables. Es cierto que en la historia de
la filosofía no faltan ejemplos análogos: basta pensar en
la variedad de interpretaciones que de Aristóteles dio el mundo
antiguo y el medieval. Pero, en general, aparecen nuevas interpretaciones
de una doctrina cuando ésta comienza a operar en un contexto histórico-cultural
distinto de aquél que le dio origen.
El aspecto singular, en el caso del marxismo, reside en el hecho de
que dos interpretaciones opuestas aparecieron casi simultáneamente
en el ámbito cultural originario. Como hemos visto, ya en
el área de influencia alemana el marxismo ha sido entendido, por
una parte, como una teoría materialista de la sociedad de tipo científico,
fundada sólo en el estudio de relaciones deterministas de causa-efecto
y por lo tanto carente, en cuanto ciencia, de juicios de valor y, por otra
parte, se lo ha visto como una crítica de la sociedad burguesa alienada,
crítica que, como tal, presupone una confrontación con un
sistema de valores considerados superiores.
En el primer caso, la teoría de la alienación o la dialéctica
misma se relegan al margen de la obra de Marx. En el segundo caso,
son sus aspectos “científicos” los que se dejan de lado como elementos
caducos y superados.
Pero si se analiza la cuestión con detenimiento, esta duplicidad
interpretativa parece derivar de una ambigüedad de fondo que caracteriza
a toda la obra de Marx. Como hemos observado, Marx ha combinado positivismo
con idealismo, el reino de los hechos y las causas con el de los fines
y los valores. Por un lado, ha intentado investigar los mecanismos
y los nexos causales que operan en las formaciones económico-sociales
y que producen su transformación; ha pretendido estudiar la sociedad
humana como lo hace un investigador que escruta fríamente un fenómeno
natural, describiendo con precisión y desapego sus características
y leyes. Pero esta actitud, si es coherente, no permite juzgar a las distintas
conformaciones económico-sociales en base a un ideal ético:
el estudio de los nexos evolutivos entre especies de primates o de insectos
sometidos a la presión del ambiente no puede comportar un juicio
moral sobre las mismas.
Pero Marx, por otro lado, ha sido el filósofo de su tiempo que
con mayor fuerza ha denunciado la alienación y la cosificación
del hombre, su deshumanización en un mundo trastornado. Su
indignación ante la explotación y la miseria del proletariado
industrial, su desprecio por la hipocresía de la clase burguesa
y de sus ideólogos, su llamado a la praxis conciente para la transformación
de una realidad social inhumana constituyen una de las críticas
morales más duras a la sociedad capitalista. En realidad,
toda su concepción filosófica, está impregnada de
una tensión ideal y de una promesa escatológica. Para
Marx, el hombre que recorre el largo camino de la historia es una criatura
mutilada, expropiada de su verdadera esencia: el trabajo social y solidario
para humanizar la naturaleza. Porque el hombre es señor y
dios; es el centro de la naturaleza. Pero esta historia de lágrimas
y sangre, de extrañamiento y dominio, que es la historia de
la humanidad, llegará a un término: al final de la Historia,
la sociedad ideal, el reino de la libertad —el comunismo— sanará
todas las laceraciones, reconciliando al hombre consigo mismo, con los
otros hombres y con la naturaleza.
Es evidente que tanto la dimensión humanista cuanto la escatológica
(que deriva claramente de Hegel) mal se concilian con la pretensión
de describir científicamente los fenómenos económico-sociales,
ya que se basan en juicios de valor, en fines, en lo que Marx mismo ha
llamado ideologías.
Si este análisis es correcto, es posible decir en síntesis
que Marx, por un lado, asimila el ser humano a un ente natural cualquiera
y, por otro, lo coloca al centro de la naturaleza y de la historia como
valor supremo. Marx oscila continuamente —a menudo incoherentemente—
entre estas dos concepciones opuestas del hombre. En su esfuerzo
por conciliarlas, Marx intenta demostrar que la historia, aunque se fundamente
en rígidas leyes de necesidad, tiende a realizar un Fin Último:
la libertad humana. Si se considera a estas dos concepciones del
hombre en menoscabo una de otra, la doctrina marxista puede ser interpretada
en dos modos divergentes: como materialismo o como humanismo. Si
se la entiende como un materialismo, la doctrina marxista se expone a la
misma crítica que Marx lanzaba contra la sociedad burguesa capitalista:
el reducir el ser humano a objeto, a cosa. Efectivamente, como Sartre
ha escrito en su polémica contra el marxismo interpretado de este
modo: «Todo materialismo tiene por efecto el considerar a los hombres,
incluso al materialista mismo, como objetos, es decir, como una suma de
reacciones determinadas que en nada se distinguen de la suma de las cualidades
y los fenómenos que conforman una mesa, una silla o una piedra».[33]
Si, en cambio, se lo entiende como un humanismo, el marxismo ya no
puede ser presentado como un ciencia, fundada sobre hechos y leyes de la
sociedad y la historia, sino que puede sólo desempeñar el
rol de una interpretación.
[1] Cfr. sobre este punto el artículo de L. Colletti, Marxismo
en Enciclopedia del Novecento, vol. IV, Roma 1979.
[2] K. Marx. Zur Kritik der politischen Oekonomie. Traducción
italiana de B. Spagnuolo Vigorita, Roma 1976, pág. 31.
[3] Ibid.
[4] K. Marx. Deutche Ideologie. Trad. italiana de F. Codino, Roma 1969,
págs. 28-29.
[5] K. Marx. Zur Kritik de politischen Oeconomie, trad. cit., pág.
32.
[6] Carta de F. Engels a J. Bloch del 21 de septiembre de 1890. En:
K. Marx e F. Engels. Sul materialismo storico, Roma 1958, págs.
91-95.
[7] La expresión es de T. Adorno.
[8] Fragmento del Antidühring de F. Engels citado por J. Monod
como ejemplo de “proyección animística” en las ideas científicas,
en Le hazard et la nécessité, trad. ital.
de A. Busi, Milán 1970, pág. 42.
[9] Para un análisis de las distorsiones del marxismo soviético,
cfr. H. Marcuse. Soviet Marxism, New York 1958.
[10] K. Marx. Oekonomisch-philosophische Manuskripte aus dem Jahre
1844, trad. ital. de N. Bobbio, Torino 1968, pág. 171.
[11] Ibid., pág. 172.
[12] Ibid., pág. 174.
[13] Ibid., pág. 185.
[14] Ibid., pág. 125.
[15] Ibid., pág. 79.
[16] Fragmento de una Introducción a la Crítica de la
filosofía del derecho escrito por K. Marx en 1857. Citado
por R. Mondolfo, Umanesimo di Marx, Torino 1968, pág. 337.
También en Grundrisse, trad. it. di E. Grillo, Florencia, 1978,
Vol. I, pág. 5.
[17] K. Marx. Thesen über Feuerbach, VI tesis. Traducción
italiana de M. Rossi, Roma 1950, pág. 84.
[18] Texto inédito de los Manuscritos, MEGA, I, 3, págs.
535-536, citado por J. O’Malley en su Introducción a Critique of
Hegel’s Philosophy of Right de K. Marx, Cambridge 1970, pág.
XLIII.
[19] K. Marx. Manuskripte, trad. cit., pág. 113.
[20] Fragmento de un comentario a Elementos de Economía Política
de James Mill escrito por K. Marx en 1844-45, citado por R. Mondolfo en
Umanesimo di Marx, op. cit. pág. 340-341.
[21] K. Marx. Manuskripte, trad. cit. pág. 127.
[22] Ibid., pág. 116.
[23] Ibid., págs. 118-119
[24] Ibid., pág. 117.
[25] Ibid., pág. 111.
[26] K. Marx. Thesen über Feuerbach. Tesis VIII y XI
[27] Ibid. Tesis III.
[28] K. Marx. Manuskripte, trad. cit. Pág. 172.
[29] R. Mondolfo, Umanesimo di Marx, cit. Pág.
312-313.
[30] L. Althusser, Pour Marx, París 1965, trad.
ital. de F. Madonia, Roma 1967, pág. 202-203.
[31] Ibid., pág. 205.
[32] Ibid., pág. 206.
[33] J.P.Sartre, L’existentialisme est un humanisme, París 1946,
trad. ital. de G. Mursia Re, Milán 1978, pág. 84.
4. HUMANISMO EXISTENCIALISTA
Inmediatamente después de la segunda guerra mundial, el panorama
cultural francés se ve dominado por la figura de Sartre y por el
existencialismo, la corriente de pensamiento que él contribuyó
a difundir a través de su obra de filósofo y escritor, y
de su engagement o compromiso político-cultural.
La formación filosófica de Sartre recibe principalmente
la influencia de la escuela fenomenológica. Becado en Alemania en
los años 1933-34, Sartre entra en contacto directo con el pensamiento
de Husserl y Heiddeger. Es precisamente en la fenomenología
y en su método de investigación que Sartre encuentra los
instrumentos para superar la filosofía académica francesa
de su tiempo, fuertemente teñida de espiritualismo e idealismo,
y hacia la que siente un neto rechazo.
La búsqueda de Sartre parte del campo de la sicología.
Es más, su ambición juvenil es revolucionar los fundamentos
de esta ciencia. Sartre se siente profundamente insatisfecho con la sicología
moderna, con su planteo positivista y su pretensión de tratar a
los fenómenos síquicos como si fueran fenómenos naturales,
aislándolos, separándolos de la conciencia que los ha constituIdo.
Para Sartre –que hace propia la posición de Husserl– la conciencia
no es un simple contenedor de “hechos” síquicos, ni una suerte de
espejo que pasivamente refleja, o deforma, la realidad externa; la conciencia
es fundamentalmente intencional, activa, posee su propio modo de estructurar
los datos sensibles y de construir “realidades” que, aun dependiendo de
éstos, presentan características que les son propias y específicas.
La aplicación del método fenomenológico a temas
de sicología se formaliza en tres ensayos: La imaginación
(1936), Esbozo de una teoría de las emociones (1939) y Lo imaginario
(1940). Para Sartre no se trata de estudiar esta o aquella emoción,
o de recoger datos sobre particulares comportamientos emotivos –como lo
haría un sicólogo tradicional–, sino de ir a las estructuras
fundamentales de la conciencia que permiten y explican el fenómeno
emotivo. La emoción y la imaginación son tipos organizados
de conciencia, modos particulares de relacionarse con el mundo, de atribuir
un significado a las situaciones que se viven. Además, las imágenes
mentales no son simples “repeticiones” de datos externos, de objetos, o
de hechos; la función imaginativa, al contrario, revela la propiedad
fundamental que tiene la conciencia de tomar distancia de las cosas, de
trascenderlas, y de crear libremente otra realidad, como la actividad artística
demuestra en sumo grado.
Pero Sartre no tarda en alejarse de Husserl por la importancia central
que éste asigna a los aspectos lógicos y gnoseológicos
en su investigación. Para Sartre, en cambio, es fundametal el estudio
de la relación entre la conciencia humana real, existente, y el
mundo de las cosas al que la conciencia, por su misma constitución,
hace siempre referencia, pero por el que se siente limitada y oprimida.
Siguiendo esta línea, Sartre se acerca siempre más a Heidegger
y a su problemática ontológica y existencial, hasta llegar
a una visión filosófica cuyo centro es la idea de una “complementariedad
contradictoria” entre la conciencia (el para sí) y el mundo (el
en sí).
Sartre reformula el concepto fundamental de la fenomenología
–la intencionalidad de la conciencia– como trascendencia hacia el mundo:
la conciencia trasciende a sí misma, se supera continuamente hacia
el mundo de las cosas. Pero el mundo, a pesar de ser el soporte de la actividad
intencional de la conciencia, no es reductible a ésta: es lo otro
para la conciencia, es la realidad de las cosas y los hechos, realidad
maciza y opaca, dada, gratuita. El mundo es absurdo e injustificable:
está ahí, pero podría no estar porque nada lo explica;
es contingente, pero sin embargo esta allí, existe. O mejor
dicho ex-siste, en el lenguaje sartriano, o sea emerge, asomándose
a la conciencia.
Lo mismo vale para el ser humano: es contingente, está destinado
a morir, podría no estar, pero no obstante existe, está allí,
arrojado en el mundo sin haberlo elegido, en-situación, en un tiempo
dado y en un lugar dado, con ese determinado cuerpo y en esa determinada
sociedad, interrogándose “bajo un cielo vacío”. Y la
náusea es entonces esa sensación de radical desasosiego que
la conciencia registra frente a lo absurdo y a la contingencia de todo
lo que existe, luego de haber puesto en crisis, o suspendido según
el lenguaje de Husserl, los significados y los valores habituales.
En El ser y la nada (1943), la conciencia es descrita en lacerante
tensión con el mundo que la rodea (el ser) con el que se encuentra
necesariamente en relación, pero con el cual no se siente jamás
en armonía completa. La conciencia, que es libertad absoluta de
crear los significados de las cosas, de las situaciones particulares y
del mundo en general, está siempre obligada a elegir, a discriminar
la realidad. Por su propia constitución, ella contiene en sí
misma a la nada en cuanto continuamente niega, anula lo existente, proyectándose
más allá de lo que ya está dado, de lo que ya está
hecho, creando nuevos proyectos, nuevas posibilidades.
En esta tarea de incesante proyección y de auto-proyección
que anula y reconstruye el mundo, el hombre es, por esencia, sus propias
posibilidades; su existencia está de continuo puesta en juego por
sus elecciones, proyectos y actos. Por lo tanto, lo que caracteriza
a la realidad humana no es una esencia preconstituida, sino precisamente
el existir, con un incesante preguntarse sobre sí misma y sobre
el mundo, con su libertad de elegir y elegirse, con su proyección
hacia el futuro, con su ser siempre más allá de sí
misma.
Pero es justamente la libertad de elegir, esta libertad absoluta que
es la esencia misma de la conciencia, la que genera angustia. En El ser
y la nada, siguiendo tanto a Kierkegaard y como a Heidegger, Sartre define
a la angustia como la sensación de vértigo que invade al
hombre cuando éste descubre su libertad y se da cuenta de ser el
único responsable de las propias decisiones y acciones. A
diferencia del miedo, que se refiere siempre a un objeto, la angustia no
tiene referencia precisa, sino que es más bien “miedo a tener miedo”
o, como decía Kierkegaard, es “temor y temblor” frente a la indeterminación
y a la complejidad de las alternativas de elección que se presentan
en la existencia. Y es para huir de la angustia que anida en la libertad,
para eludir la responsabilidad de la elección, que los hombres recurren
a menudo a esas formas de auto-engaño que constituyen los comportamientos
de fuga y excusa, o a la hipocresía de la mala fe, cuando la conciencia
trata de mentirse a sí misma, mistificando sus motivaciones y enmascarando
e idealizando sus fines. Es el modo de ser no-auténtico de
los burgueses descritos despiadadamente algunos años antes en la
novela La náusea (1938) y en la colección de cuentos El muro
(1939).
Pero la conciencia, que es el fundamento de todo, por su propia contingencia
no puede encontrar justificación para sí ni en el mundo ni
en sí misma. En la conciencia se presenta entonces una dualidad
–ineludible en cuanto constitutiva– que deja entrever un fondo indescifrable,
de no-trasparencia: aun siendo libertad para crear nuevos posibles, libertad
de dar significado al mundo, la conciencia no puede jamás conformar
un significado definitivo, no puede jamás llegar a la cristalización
de un valor.
En la conclusión de El ser y la nada se dice: «...el para-sí
es efectivamente perpetuo proyecto de fundarse en cuanto ser y perpetua
derrota de este proyecto».[1]
En síntesis, para el Sartre de El ser y la nada la esencia de
la conciencia humana está en el intento permanentemente frustrado
de autofundarse, de anclarse. Pero ésta es una “fatiga de
Sísifo”, como dirá Camus, un perpetuo hacer y deshacer, un
compromiso que es necesario asumir pero para el cual no ha sido prevista
ni recompensa ni esperanza alguna, y al que la muerte, como hecho extremo,
pone fin abruptamente. Por lo tanto, están la rebelión
y la denuncia de la mala fe, pero todo “bajo un cielo vacío”.
En efecto, El ser y la nada no presenta ninguna propuesta positiva, no
indica ninguna dirección para superar el jaque, el sin-sentido de
la existencia. El libro concluye con la afirmación de que
“el hombre es una pasión inútil” y con la admisión
de que todas las elecciones posibles son equivalentes y, en última
instancia, siempre negativas.
Estos temas del existencialismo ateo –como fue llamado– se hicieron
muy populares y llegaron a transformarse en una verdadera moda en el clima
de pesimismo y de desconcierto en el que se encontraba Europa después
de la Liberación. Sartre, que había participado sólo
marginalmente en la resistencia contra los nazis, “llevando alguna valija”
–como él mismo dirá– se encontró dominando la escena
político-filosófica francesa, junto al marxismo y al humanismo
cristiano. Entre tanto, el horizonte político internacional
se iba oscureciendo nuevamente con los primeros síntomas de la “Guerra
Fría” entre la URSS y Estados Unidos, y nuevas amenazas de conflicto
comenzaban a condensarse sobre la Europa dividida.
Fue así que, en el nuevo clima de post-guerra y en la confrontación
con el marxismo, Sartre se esforzó por reelaborar su existencialismo,
enfatizando principalmente los aspectos éticos y las implicancias
intersubjetivas y políticas. El existencialismo se reformula
como doctrina humanista, en cuyo centro están el hombre y su libertad,
pero además invoca el compromiso militante en la sociedad y la lucha
contra toda forma de opresión y alienación.
Una doctrina así estructurada debía servir como base
para la construcción de una nueva fuerza política, para la
apertura de una “tercera vía” entre el partido católico y
el comunista. En particular, Sartre se dirigía a la izquierda
francesa, proponiendo su existencialismo no sólo como filosofía
anti-burguesa y revolucionaria, sino como filosofía de la libertad,
en contraposición al marxismo y su visión determinista, que
anula al individuo y a su especificidad. El marxismo, sobre todo
en su versión leninista, era considerado por Sartre como totalmente
carente de una visión coherente del hombre y de una teoría
del sujeto agente.
Es entonces con esta intención que Sartre publicó, en
el año 1946, El existencialismo es un humanismo. Este ensayo
es una versión levemente modificada del texto integral de la conferencia
que había dado un año antes en el Club Maintenant en París.
La conferencia había tenido el objetivo inmediato de responder
a las acusaciones y a los malentendidos que circulaban con respecto al
existencialismo en los ambientes de derecha y de izquierda. Los adversarios
de derecha lo calificaban como una doctrina del absurdo y de la nada; atea,
materialista, que mostraba los aspectos más crudos y sórdidos
del ser humano, y en la cual las relaciones interpersonales se configuraban
como una tortura recíproca. Los adversarios de izquierda lo
describían como una teoría decadente, un típico producto
del idealismo pequeño-burgués que conducía al inmovilismo
y a la resignación, y que, en su miope subjetivismo, no tomaba en
cuenta los verdaderos factores de opresión que actúan sobre
el ser humano real, o sea las diversas formas de dominio económico-social
ejercidas por la sociedad capitalista.
Después de estos comentarios, necesarios para entender el cuadro
filosófico-político en que Sartre se movía, veamos
cómo él mismo presenta y defiende la tesis de que el existencialismo
es un humanismo: «Trataré hoy de responder a todas estas críticas
dispares y es por ello que he titulado esta breve exposición “El
existencialismo es un humanismo”. Muchos se maravillarán de
que aquí se hable de humanismo. Veremos en qué sentido
lo entendemos como tal. En todo caso podemos ya decir que entendemos
por existencialismo una doctrina que hace posible la vida humana y que,
por otra parte, declara que toda verdad y toda acción implican tanto
un ambiente como una subjetividad humana».[2]
Y más adelante precisa: «Nuestro punto de partida es,
en efecto, la subjetividad del individuo, y esto por razones estrictamente
filosóficas... No puede haber, en principio, otra verdad que ésta:
yo pienso, por lo tanto soy. Esta es la verdad absoluta de la conciencia
que se aprehende a sí misma. Toda teoría que considere
al hombre fuera del momento en el cual él se alcanza a sí
mismo, es antes que nada, una teoría que suprime la verdad, porque
fuera del “cogito” cartesiano todos los objetos son solamente probables;
y una doctrina de probabilidad que no esté sostenida por una verdad
se hunde en la nada. Para describir lo probable es preciso poseer
lo verdadero. Entonces, para que exista una verdad cualquiera, necesitamos
una verdad absoluta; y ésta es simple, fácil de lograr, puede
ser entendida por todos y consiste en aprehenderse a sí mismo sin
intermediarios. Además, esta teoría es la única
que da una dignidad al hombre, es la única que no hace de él
un objeto».[3]
Pero a diferencia de lo que ocurre en la filosofía cartesiana,
para Sartre el yo pienso remite directamente al mundo, a los otros seres
humanos. Continúa Sartre: «De esta manera, el hombre que se
aprehende a sí mismo directamente con el “cógito” descubre
también a todos los demás, y los descubre como condición
de su propia existencia. Él cae en cuenta de que no puede
ser nada (en el sentido en que se dice que alguien es simpático,
malo, o celoso) si los otros no lo reconocen como tal. Para obtener
una verdad cualquiera sobre mí mismo es necesario que la consiga
a través del otro. El otro es tan indispensable para mi existencia
como para el conocimiento que yo tengo de mí. En estas condiciones
el descubrimiento de mi intimidad me revela, al mismo tiempo, al otro como
una libertad colocada frente a mí, la cual piensa y quiere solamente
para mí o contra mí. Así descubrimos inmediatamente
un mundo que llamaremos la inter-subjetividad, y es en este mundo que el
hombre decide sobre lo que él es y sobre lo que los otros son».[4]
Luego Sartre pasa a definir lo que es el hombre para el existencialismo.
Todos los existencialistas de distinta extracción, ya sea cristiana
o atea, incluso Heidegger, para Sartre concuerdan en esto: que en el ser
humano la existencia precede a la esencia. Para aclarar este punto,
Sartre da el siguiente ejemplo: «Cuando se considera un objeto fabricado,
como por ejemplo un libro o un cortapapel, se sabe que tal objeto es obra
de un artesano que se ha inspirado en un concepto. El artesano se
ha referido al concepto de cortapapel y, al mismo tiempo, a una técnica
de producción preliminar que es parte del concepto mismo y que en
el fondo es una “receta”. Por lo tanto el cortapapel es por un lado
un objeto que se fabrica de una determinada manera y, por otro, algo que
tiene una utilidad bien definida... Por lo que concierne al cortapapel,
diremos entonces que la esencia –o sea, el conjunto de los conocimientos
técnicos y de las cualidades que permiten su fabricación
y su definición– precede a la existencia...».[5]
Así, dice Sartre, en la religión cristiana, sobre la
cual se ha formado el pensamiento europeo, el Dios creador es concebido
como un sumo artesano, que crea al hombre inspirándose en una determinada
concepción, la esencia del hombre, tal como el artesano común
fabrica el cortapapel. En el Setecientos, la filosofía atea
ha eliminado la noción de Dios, pero no la idea de que la esencia
del hombre precede a su existencia. Según tal concepción,
dice Sartre, «...esta naturaleza, o sea el concepto de hombre, se
encuentra en todos los hombres, lo que significa que cada hombre es un
ejemplo particular de un concepto universal: el hombre».[6]
Pero «el existencialismo ateo que yo represento» –prosigue
Sartre– «es más coherente. Éste afirma que si
Dios no existe, hay por lo menos un ser en el cual la existencia precede
a la esencia, un ser que existe antes de ser definido por algún
concepto: este ser es el hombre, o como dice Heidegger, la realidad humana.
¿Qué significa en este caso que la existencia precede a la
esencia? Significa que el hombre ante todo existe, se encuentra,
surge en el mundo, y que luego se define. El hombre, según
la concepción existencialista, no es definible, en cuanto al principio
no es nada. Será sólo después, y será
como se habrá hecho».[7]
Y más adelante precisa: «...el hombre no es de otro modo
más que como él mismo se hace. Este es el primer principio
del existencialismo. Y es también aquello que se llama subjetividad
y que se nos reprocha con este mismo término. Pero, ¿qué
queremos decir nosotros con esto, sino que el hombre tiene una dignidad
más grande que la piedra o la mesa? Nosotros queremos decir que
el hombre en primer lugar existe, o sea que él es en primer lugar
aquello que se lanza hacia un porvenir y aquello que tiene conciencia de
proyectarse hacia el porvenir. El hombre es, al comienzo, un proyecto
que se vive a sí mismo subjetivamente; ...nada existe antes de este
proyecto; ...el hombre, ante todo, será aquello que habrá
proyectado ser».[8]
Por lo tanto, el hombre no tiene una esencia determinada; su esencia
se construye en la existencia, primero como proyecto y después a
través de sus acciones. El hombre es libre de ser lo que quiera,
pero en este proceso de autoformación, no tiene a disposición
reglas morales que lo guíen.
Refiriéndose a uno de los inspiradores del existencialismo,
Dostoievski, Sartre afirma: «Dostoievski ha escrito: 'Si Dios no
existe, todo está permitido'. He aquí el punto de partida
del existencialismo. Efectivamente todo es lícito si Dios
no existe, y como consecuencia el hombre está “abandonado” porque
no encuentra en sí ni fuera de sí la posibilidad de anclarse.
Y sobre todo no encuentra excusas. Si verdaderamente la existencia precede
a la esencia, no podrá jamás dar explicaciones refiriéndose
a una naturaleza humana dada y fija; en otras palabras, no hay determinismo:
el hombre es libre, el hombre es libertad».
Y continúa, «Por otra parte, si Dios no existe, no encontramos
frente a nosotros valores u órdenes que puedan legitimizar nuestra
conducta. Así, no tenemos ni por detrás ni por delante,
en el luminoso reino de los valores, justificaciones o excusas. Estamos
solos, sin excusas. Situación que creo poder caracterizar
diciendo que el hombre está condenado a ser libre. Condenado
porque no se ha creado a sí mismo, y no obstante libre porque, una
vez lanzado al mundo, es responsable de todo lo que hace».[9]
«El hombre, sin apoyo ni ayuda, está condenado en todo momento
a inventar al hombre».[10]
Entonces, según lo que Heidegger había enseñado,
el hombre está solo, abandonado en el mundo; además está
obligado a elegir y a construirse en la elección. El abandono
y la elección van junto con la angustia. Hay que decir que
Sartre, en el intento de recalificar al existencialismo como un humanismo,
se ha visto obligado a revisar este punto, dándole una distinta
función al concepto de angustia, que tanta importancia tenía
en su filosofía precedente. En El ser y la nada, Sartre había
descrito la angustia como la sensación de vértigo que el
hombre experiementa cuando reconoce que es libre y que debe asumir la responsabilidad
de sus elecciones. En el existencialismo es un humanismo, el significado
de angustia se traslada del ámbito subjetivo al intersubjetivo.
La angustia pasa a ser entonces el sentimiento de “aplastante responsabilidad”
que acompaña una elección que se reconoce no sólo
como individual, sino que involucra a otros seres humanos, o aún
a la humanidad toda cuando se trata de decisiones muy importantes y radicales.
He aquí cómo Sartre se expresa: «Cuando decimos
que el hombre se elige, entendemos que cada uno de nosotros se elige, pero
con esto también queremos decir que cada uno de nosotros, eligiéndose,
elige por todos los hombres. En efecto, no existe tan siquiera uno
de nuestros actos que, creando al hombre que queremos ser, no cree al mismo
tiempo una imagen del hombre que nosotros juzgamos deba ser. Elegir
ser esto en lugar de aquello es afirmar, al mismo tiempo, el valor de nuestra
elección, ya que no podemos jamás elegir el mal; lo que elegimos
es siempre el bien y nada puede ser bueno para nosotros sin serlo para
todos».[11]
Sobre estas bases Sartre construye su ética social de la libertad:
«...Cuando en un plano de total autenticidad, yo he reconocido que
el hombre es un ser en el cual la esencia está precedida por la
existencia, que es un ser libre que sólo puede querer, en circunstancias
diversas, la propia libertad, he reconocido al mismo tiempo que yo sólo
puedo querer la libertad de los otros».[12]
Esta ética de Sartre no se funda sobre el objeto elegido, sino
sobre la autenticidad de la elección. A diferencia de cuanto
afirmaba en El ser y la nada, ahora, para Sartre no todos los comportamientos
son igualmente carentes de sentido. No obstante él reafirme
que para actuar no es necesario tener esperanza, la acción
no es necesariamente gratuita, absurda o infundada. En efecto, es
posible dar un juicio moral aunque no exista una moral definitiva y aunque
cada uno sea libre de construir la propia moral en la situación
en la cual vive, eligiendo entre las distintas posibilidades que se le
ofrecen. Este juicio moral se basa en el reconocimiento de la libertad
(propia y de los otros) y de la mala fe. Veamos cómo lo explica
Sartre ahora: «Se puede juzgar a un hombre diciendo que está
en mala fe. Si hemos definido la condición del hombre como
libre elección, sin excusas y sin ayuda, quien se refugie detrás
de la excusa de sus pasiones, quien invente un determinismo, es un hombre
en mala fe».[13] «Pero se puede replicar: ¿Y si
yo quiero estar en mala fe? Respondo: No hay ninguna razón
para que usted no lo esté. Pero yo afirmo que usted está
en mala fe y que la actitud de estricta coherencia es la actitud de buena
fe. Y, además, puedo dar un juicio moral».[14]
Veamos ahora, en qué modo el existencialismo –que en el fondo
es un intento por deducir todas las consecuencias de una posición
atea coherente– llega a ser un humanismo. «...el hombre está
constantemente fuera de sí mismo; sólo proyectándose
y perdiéndose fuera de sí hace existir al hombre y, por otra
parte, sólo persiguiendo fines trascendentes él puede existir;
el hombre, siendo esta superación, y aprehendiendo los objetos sólo
en función de esta superación, está en el corazón,
en el centro de esta superación. No hay otro universo que
no sea un universo humano, el universo de la subjetividad humana.
Esta conexión entre la trascendencia como constitutiva del hombre
(no en el sentido que se da a la palabra cuando se dice que Dios es trascendente,
sino en el sentido del ir más allá) y la subjetividad (en
el sentido de que el hombre no está encerrado en sí mismo,
sino que está siempre presente en un universo humano) es lo que
nosotros llamamos humanismo existencialista. Humanismo porque le
hacemos recordar al hombre que él es el único legislador
y que precisamente en el abandono él decidirá sobre sí
mismo; y porque nosotros mostramos que, no dirigiéndose hacia sí
mismo, sino buscando siempre fuera de sí un objetivo (que es aquella
liberación, aquella actuación particular) el hombre se realizará
precisamente como humano».[15]
Éstas son entonces las ideas fundamentales del humanismo existencialista,
según Sartre las formulara en 1945-46. Pero el pensamiento
de Sartre sufrió, en los años sucesivos, continuos reajustes
y, a veces, mutaciones profundas en un difícil itinerario que llevó
al filósofo primero a ser un “compañero de camino” del Partido
Comunista francés y luego a asumir una posición de abierta
ruptura con éste, después de la invasión de Hungría
en 1956. Asimismo, varias de las ideas expuestas en El existencialismo
es un humanismo fueron reelaboradas más tarde. Después
del encuentro con el marxismo, que lo estimuló a hacer un análisis
más profundo de la realidad social, Sartre pasó a sostener
la idea de una libertad ya no absoluta, sino condicionada por un conjunto
de factores sociales y culturales.
Él mismo admitió que las antítesis radicales de
El Ser y la nada le habían sido impuestas por el clima de la guerra,
en el cual no parecía posible otra alternativa que aquella entre
ser con o ser contra. “Después de la guerra llegó la
experiencia verdadera, la de la sociedad”, o sea, la experiencia de una
realidad compleja y ambigua, con matices y gradaciones, donde la relación
entre situación dada y elección individual, entre libertad
y condicionamiento, no es clara ni directa. En la entrevista dada
a la New Left Review en 1969, Sartre llega a dar la siguiente definición
de libertad: «Yo creo que un hombre puede siempre hacer algo diferente
de lo que se haya hecho con él.
Ésta es la definición de libertad que hoy consideraría
apropiada: esa pequeña diferencia que hace de un ser social completamente
condicionado, una persona que no se limita a re-exteriorizar en su totalidad
el condicionamiento que ha sufrido».[16]
Aun con esta definición más restringida, Sartre no abandona
el tema central de toda su filosofía: que la libertad es constitutiva
de la conciencia humana. Y aun en los años Setenta, discutiendo
con los gauchistes de la revuelta estudiantil del ‘68, Sartre –ya casi
ciego– reafirma que los hombres no son jamás totalmente identificables
con sus condicionamientos, que la alienación es posible precisamente
porque el hombre es libre, porque no es una cosa.[17]
Éste es, en rápida síntesis, el camino filosófico
recorrido por Sartre. Camino sufrido, lleno de cambios y autocríticas,
pero siempre “dentro de una cierta permanencia”. Sartre debió
continuamente responder a los ataques de los burgueses ‘de bien’, de los
católicos y de los marxistas, pero las críticas más
profundas y radicales al intento de dar una formulación humanista
a su filosofía, las recibió de Heidegger, es decir, de aquél
que había sido el inspirador de varios aspectos de su existencialismo.
[1] J.-P. Sartre. L´etre et le néant. Essai d´odontologie
phénomenologique, París 1943, trad. ital. de G. Del Bo, Milán
1965, pág. 744.
[2] J.-P Sartre. L’existencialisme est un humanisme, op. cit., págs.
42-43.
[3] Ibid., págs. 83-84.
[4] Ibid., págs. 85-86.
[5] Ibid., pág. 47-48.
[6] Ibid., pág. 49.
[7] Ibid., págs. 49-50.
[8] Ibid., pág. 51.
[9] Ibid., págs. 62-63
[10] Ibid., pág. 64.
[11] Ibid., págs. 53-54.
[12] Ibid., págs. 99-100.
[13] Ibid., págs. 96-97.
[14] Ibid., pág. 98.
[15] Ibid. págs. 107-108.
[16] Itinerary of a Thought: Interview with Jean-Paul Sartre, New Left
Review, No. 58, Diciembre 1969, pág. 45.
[17] J.-P. Sartre. On a raison de se révolter, París
1974.
5. ANTIHUMANISMO FILOSÓFICO
1. El estructuralismo y C. Lévi-Strauss
Una de las corrientes de pensamiento que más decididamente adoptan
una posición antihumanista es el estructuralismo. Se trata de una
tendencia filosófica que surge en los años Sesenta especialmente
en Francia. No es posible atribuir al estructuralismo las características
de una Escuela ni las de un movimiento homogéneo. Es, como
otros han ya señalado, un "estilo de pensar" que reúne personalidades
muy diferentes entre sí, activas en los más diversos campos
de las ciencias humanas, tales como la antropología (C. Lévi-Strauss),
la crítica literaria (R. Barthes), el psicoanálisis freudiano
(J. Lacan), la investigación historiográfica (M. Foucault),
o pertenecientes a corrientes filosóficas específicas como
el marxismo (L. Althusser).
Este heterogéneo grupo de estudiosos comparten, sin embargo,
una actitud general de rechazo de las ideas de subjetivismo, historicismo
y humanismo, que son el núcleo central de las interpretaciones de
la fenomenología y del existencialimo que, en los años posteriores
a la Segunda Guerra Mundial, desarrollarían J.-P. Sartre y M. Merleau-Ponty,
y que, en aquel entonces, dominaban la escena filosófica francesa.
Utilizando un método en neto contraste con el que adoptaban estos
últimos, los "estructuralistas" tienden a estudiar al ser humano
desde afuera, como a cualquier fenómeno natural, «como se
estudia a las hormigas» –dirá Lévi-Strauss– y no desde
adentro, como a una conciencia. Con este enfoque, que imita a los procedimientos
de las ciencias físicas, tratan de elaborar estrategias investigativas
capaces de dilucidar las relaciones sistemáticas y constantes que
existen en el comportamiento humano, individual y colectivo, y a las que
dan el nombre de estructuras. No son relaciones evidentes, superficiales,
sino que se trata de relaciones profundas que, en gran parte, no se perciben
concientemente y que limitan y constringen la acción humana. Independientemente
del objeto de estudio, la investigación estructuralista tiende a
hacer resaltar lo inconsciente y los condicionamientos en vez de la conciencia
o la libertad humana.
Es necesario aclarar que el concepto de estructura y el método
inherente a él llegan al estructuralismo no directamente desde las
ciencias lógico-matemáticas ni de la sicología (la
escuela de la Gestalt) ,en las que ya se encontraban operando desde hacía
tiempo, sino por otra vía: la lingüística. En
tal sentido, se ha dicho que el estructuralismo nace de una exhorbitancia,
de un "exceso" de las teorías del lenguaje.[1] De hecho, un
punto de referencia común a los distintos desarrollos del estructuralismo
ha sido siempre la obra de Ferdinand de Saussure, Curso de lingüística
general (1915) que, además de constituir un aporte decisivo para
la fundación de la lingüística moderna, introduce el
uso del "método estructural" en el campo de los fenómenos
lingüísticos.
Corresponde agregar que las raíces del estructuralismo, especialmente
en lo que respecta a las teorías estéticas y literarias,
se encuentran en aquella vasta y abigarrada tendencia que aparece en Rusia
en la época de la Revolución, que atraviesa todo el pensamiento
y el arte europeos de principios del siglo XX y que recibe el nombre de
Formalismo. Este término, más precisamente "método
formal", aparece por primera vez en las teorías estéticas
de los Futuristas rusos, quienes proclamaban que era necesario revolucionar
la literatura y las artes conjuntamente con la sociedad. El arte y la literatura
son instrumentos cuyo objetivo es desfamiliarizar el pensamiento, destruir
el estrato de los hábitos percerptuales normales, a través
del uso de objetos extraños e inmotivados, de artificios técnicos,
privilegiando el aspecto formal en desmedro del contenido.[2]
El lingüista ruso R. Jacobson cumplió con el importante
rol de conectar los diversos componentes históricos del estructuralismo
y de transferir el método interpretativo estructural de la lingüística
a las demás ciencias humanas. En efecto, en Jacobson se entrecruzan
las más variadas líneas del desarrollo del estructuralismo:
partiendo de la experiencia del formalismo ruso –del cual propagó
las ideas estéticas–, desarrolló las ideas de Saussure, al
principio en el Círculo lingüístico de Praga –del que
fué uno de los fundadores– y más tarde en América.
Fue precisamente en Nueva York –donde se había refugiado para escapar
de la guerra– que Lévi-Strauss entro en contacto directo con el
estructuralismo lingüístico gracias a su amistad con Jacobson.
Pasemos ahora a examinar los aspectos fundamentales de la teoría
de Ferdinand de Saussure. Esto nos permitirá comprender por qué
tuvo tanta importancia para el desarrollo del estructuralismo.
Para Saussure el lenguaje, una facultad común a todos, no se
puede concebir simplemente como la suma de los actos del hablar (sean estos
pasados o futuros) que los individuos efectúan para comunicar entre
sí. La distinción fundamental en el lenguaje es la que existe
entre lengua y habla (en francés, langue y parole). La lengua
(langue) «es un sistema de signos que expresan ideas»[3] y
«es la parte social del lenguaje, exterior al individuo, quien por
sí solo no puede ni crearla ni modificarla; no existe más
que en virtud de una especie de contrato establecido entre los miembros
de la comunidad».[4] El habla (parole) es un acto único de
comunicación verbal efectuado por un individuo para expresar un
pensamiento personal. El primer concepto indica el sistema de reglas
que están a la base de cada acto del hablar y que, siendo bagaje
común de toda la comunidad, existe independientemente del sujeto.
Si no se conoce este sistema de reglas –que el individuo hace suyo a través
del aprendizaje– ningún acto del hablar sería posible. La
lingüística es, para Saussure, fundamentalmente el estudio
de la langue y, en este sentido, constituye solo una rama de una disciplina
más general, una ciencia de los signos o semiología, que
él espera se desarrolle a futuro.
Saussure efectúa una segunda distinción básica
entre el significante y el significado de un signo lingüístico.
Ante todo aclaremos este último término. En un primer
análisis, Saussure define al signo lingüístico como
la unión entre un concepto y una “imagen acústica” (es decir
un sonido, no en el sentido estrictamente físico, material, sino
un sonido en la dimensión de la percepción auditiva).[5]
Más tarde Saussure propone, a fin de evitar posibles ambiguedades,
dar el nombre de significado al concepto y llamar significante a la imagen
acústica. Pero el punto clave que surge del análisis de Saussure
es el siguiente: el nexo que une a los dos componentes de un signo lingüístico
es arbitrario. Tal es así, que un mismo concepto, por ejemplo, "hermana"
aparece ligado a imágenes acústicas diferentes según
el idioma (sister, soeur, sorella, etc.). No existe por lo tanto ninguna
razón aparente por la cual una imagen acústica dada se deba
asociar a un cierto concepto: cualquier otra imagen sería igualmente
adecuada. Esto no significa que el hablante pueda modificar libremente
la asociación entre los dos términos; si así lo hiciera
comprometería seriamente la comunicación. En efecto,
esta asociación, aunque arbitraria, está socialmente dada
en un cierto momento histórico. Es evidente que el lenguaje cambia
con el tiempo, pero para una comunidad lingüística lo que cuenta
es su situación presente, que es la que permite la comunicación
entre las personas.
Es más. Un idioma no sólo produce un conjunto singular
de significantes, dividiendo y organizando el espectro sonoro de un modo
que es al mismo tiempo arbitrario y específico, sino que se comporta
de la misma manera en el espectro de las posibilidades conceptuales: un
idioma posee un modo, también arbitrario y específico, de
dividir y organizar el mundo en conceptos y categorías, es decir,
posee su propia forma de crear significados. Esto no es difícil
de comprobar si consideramos que ciertos términos, expresiones o
construcciones de un idioma no se pueden traducir fácilmente a otro
justamente porque sus significados no son completamente equivalentes, ya
que corresponden a distintas articulaciones del plano conceptual.
Por lo tanto, los significados no existen por sí mismos, no constituyen
entidades fijas, válidas para todos los idiomas y que luego cada
idioma expresa con diferentes significantes. Los significantes y los significados,
precisamente por el hecho de ser divisiones arbitrarias de un contínuo
–conceptual en un caso, sonoro en el otro– pueden ser definidos solamente
a partir de sus relaciones, o sea, en función del sistema de diferencias
recíprocas, siendo cada uno de ellos lo que los demás no
son. Aclaremos este punto utilizando un ejemplo que nos da Saussure.[6]
El expreso Ginebra-París de las 8.25 es el mismo tren todos los
días a pesar de que sus componentes materiales puedan ser siempre
distintos. En efecto, la locomotora, los vagones y el personal pueden
cambiar según los días. Pero lo que da identidad al tren
es su posición en el sistema de trenes que describe el horario ferroviario.
Lo importante es que se lo pueda distinguir entre todos los demás
trenes. Así expone Saussure este punto clave de su teoría
lingüística, esta concepción diferencial de los significados
y los significantes: «Lo importante en una palabra no es el sonido
en sí, sino las diferencias fónicas que permiten distinguir
tal palabra de todas las demás porque son ellas las que llevan la
significación».[7] «[Los conceptos] son puramente
diferenciales, definidos no positivamente por su contenido, sino negativamente
por sus relaciones con los demás términos del sistema. Su
más exacta característica es la de ser lo que los otros
no son».[8]
Falta aún considerar una última distinción fundamental
que Saussure describe entre sincronía y diacronía. Todos
hemos experimentado que el lenguaje cambia continuamente. Los signos lingüísticos
no son estáticos: se transforman incesantemente. Este hecho
admite una verificación inmediata en lo que respecta a los significantes,
pero vale del mismo modo para los significados. Por ejemplo, la palabra
inglesa "silly" tuvo el significado de "pío", "bueno" hasta el siglo
XVI, durante el cual comenzó a significar "inocente", "indefenso".
La palabra continuó cambiando hasta el momento actual en que se
la conoce con el significado de "estúpido". Se puede entonces
estudiar el lenguaje en una dimensión diacrónica, es decir
histórica, siguiendo las transformaciones de los signos lingüísticos,
o en un particular momento histórico, en otras palabras, en su dimensión
sincrónica. Esta última es la única que importa a
quienes utilizan el lenguaje y la única que permite determinar el
sistema de relaciones internas, de reglas (langue) de un idioma.
De aquí la importancia primaria que Saussure otorga al análisis
sincrónico en la lingüística.
Son las comentadas hasta aquí, en forma extremadamente sintética,
las ideas fundamentales y más innovativas del Curso. Recordemos
que el Curso es una reconstrucción del pensamiento de Saussure que
hicieran sus alumnos en base a los apuntes tomados durante las lecciones
y que fue publicado en 1915, luego de la muerte del maestro. Es interesante
destacar que en el Curso nunca aparece el vocablo “estructura”, sino “sistema”
con el cual, como ya hemos visto, Saussure asigna al lenguaje la condición
de un todo solidario, cuyas partes son interdependientes. Con el
término estructura se designa en general el modo de organización
de un sistema en base al rango, el rol, las relaciones, etc. de sus partes.
Y es con este sentido que la palabra fue luego utilizada por el estructuralismo
lingüístico, apareciendo por primera vez en el Círculo
lingüístico de Praga donde se habla de “estructura del sistema
lingüístico”.
De todo lo que hemos dicho resulta que el lenguaje, en el análisis
de Saussure, posee algunas propiedades singulares: por una parte está
compuesto de signos totalmente arbitrarios y por otra parte presenta un
rígida estructura impersonal, externa y que precede al individuo,
quien no puede crearla ni transformarla. Esta estructura funciona
como una suerte de a priori social: aunque no se perciba concientemente,
ella ejerce una influencia fundamental sobre los que la aprenden y la usan,
en cuanto determina en gran medida la calidad y la amplitud de su horizonte
cognoscitivo. En efecto, las personas asimilan el lenguaje mucho
antes de poder "pensar por sí mismas"; es más, tal aprendizaje
constituye precisamente la base para que eso suceda. Es cierto que
luego se pueden privilegiar algunos contenidos y rechazar otros, pero no
se puede cambiar facilmente el sistema de asociaciones entre significantes
y significados, que ha sido establecido socialmente y que el aprendizaje
ha depositado en la memoria de cada uno. Dicho de otro modo, se piensa
siempre desde adentro de un lenguaje, y el lenguaje es ya una forma interpretativa
de la realidad. Este enfoque restringe al máximo el espacio
que le queda al sujeto para construír concientemente la propia experiencia
y para expresarla libremente a través del lenguaje. De este planteo
deriva que no existe un momento perceptivo distinto de un momento posterior
en el cual la percepción es articulada concientemente en el lenguaje:
pareciera existir un único momento de percepción-interpretación
que en gran medida elude al "sujeto".
Todo esto permite comprender la actitud general anti-subjetiva y anti-humanista
que los estructuralistas desarrollan a partir del paradigma lingüístico
de Saussure. Además, la posición de privilegio otorgada al
análisis sincrónico, que es el que permite reconocer las
estructuras, transforma a la historia en una serie de "cuadros" sin conexión,
en los que, aunque cambie el transfondo, los seres humanos aparecen siempre
sometidos a condicionemientos inconscientes. Lo que se obtiene de
este modo es una historia sin sujeto.
Lévi-Strauss, que puede ser considerado el "padre" del estructuralismo,
no era un lingüista; era un antropólogo formado en la tradición
de la sociología francesa de E. Durkheim y M. Mauss. Después
de su encuentro con Jacobson, el enfoque adoptado por el estructuralismo
lingüístico se le presenta como el mejor instrumento para indagar
en lo profundo de los fenómenos socio-culturales –el objeto de estudio
de la antropología– con el fin último de determinar precisamente
aquellas constantes universales de las sociedades humanas que Durkheim
buscaba. Así, adoptando el método del estructuralismo
lingüístico, Lévi-Strauss propone reducir la antropología
a una semiótica, es decir, estudiar las culturas humanas como estructuras
de lenguajes verbales y no verbales.[9]
Efectivamente, del estudio de una cultura, la antropología pone
de relieve una serie de sistemas tales como el parentesco, los ritos matrimoniales,
la comida, los mitos, etc. Cada uno de ellos constituye un conjunto
de procesos que permiten un tipo específico de comunicación
y, por lo tanto, pueden ser tratados como lenguajes que operan en distintos
niveles de la vida social, cada uno con su propio sistema de signos.
El conjunto estructurado de todos estos lenguajes constituye la totalidad
de la cultura que, desde este punto de vista, puede ser considerada como
una suerte de lenguaje global.
De este modo, analizando los complejos sistemas de división
en clanes totémicos de las tribus así llamadas "primitivas",
Lévi-Strauss descubre en ellos una forma de comunicación,
un lenguaje. A un observador "moderno" tales sistemas pueden parecer absurdos,
primitivos en cuanto confusos, ingenuos, carentes de racionalidad.
Sin embargo, cuando un hombre primitivo divide el universo de acuerdo a
las características del propio clan, incluyendo ciertos animales,
plantas o estrellas, está construyendo un sistema de divisiones
entre sí y los demás miembros de la tribu, divisiones
que permiten la existencia misma de la tribu como un conjunto articulado
y no indistinto[10], está construyendo un sistema de comunicación
social, que es precisamente lo que mantiene unida a la tribu. Esta
operación no es “primitiva” en ningún modo sino altamente
sofisticada, en el sentido que ese hombre reúne cosas que no están
juntas en la experiencia perceptual, y esto es justamente la esencia de
todos los signos y de la operación misma de la significación.
De la misma manera, cuando se identifica con el animal totemico, el
hombre primitivo no se "percibe" como animal –como un etnólogo ingenuo
podría llegar a creer–; él se "interpreta" como un
tipo específico de animal, es decir que se trasforma en un signo
para sí mismo y para los demás miembros de la tribu, entrando
así en el "discurso" de su sociedad.
El salvaje organiza su propio mundo mental de un modo que Lévi-Strauss
define "analógico", ya que utiliza los objetos naturales que están
a su alrededor para construír sus propios signos, como lo haría
un bricoleur, que crea o repara algo con pedazos de objetos que tiene a
disposición. Desde este punto de vista, su pensamiento es distinto
del moderno, o "lógico", ya que este inventa signos artificiales
y los superpone a la naturaleza, como haría un ingeniero. Sin embargo,
el pensamiento salvaje no es menos abstracto que el pensamiento moderno,
y está tan lejos cuanto éste último lo está
de un mundo de datos sensoriales puros. En este sentido, el estudio
de los complejos sistemas de parentesco en las sociedades primitivas es
muy ilustrativo. Refiriéndose a esto, Lévi-Strauss
dice: «Un sistema de parentesco no consiste en relaciones objetivas
de descendencia o consanguinidad entre individuos. Existe sólo
en la conciencia humana; es un sistema arbitrario de representación
y no el desarrollo espontáneo de una situación real».[11]
La diferencia entre nosotros, hombres modernos, y los "primitivos"
no consiste entonces, para Lévi-Strauss, en una capacidad mental
diferente, sino en un área diversa de aplicación de la misma
energía mental. La mente primitiva es exactamente la misma mente
moderna y su funcionamiento devela el funcionamiento de ésta última:
ambas construyen sus propias realidades y las proyectan sobre cualquier
realidad que encuentran a su alrededor, aunque esta operación no
sea conciente en ninguno de los dos casos. En síntesis, lo
que surge es una función simbólica, estructurante, de la
mente humana que existe siempre, en todas partes, en toda sociedad, aunque
se presente bajo diversas formas.
Por otra parte, la forma analógica de pensar, típica
del totemismo, no se circunscribe ciertamente a los pueblos primitivos;
se la puede encontrar donde sea, en un club deportivo, por ejemplo, donde
los jugadores se dan el nombre de animales para indicar el propio temperamento
o alguna característica física y distinguirse así
de los demás. Lo que ocurre es que ya no la reconocemos, o
simplemente nos parece "extraña" y este fenómeno comienza
cuando los seres humanos dejan de cooperar analógicamente con la
naturaleza y se interesan solamente por actuar lógicamente sobre
ella.
Lévi-Strauss es un crítico severo y amargo del hombre
y de la sociedad moderna, a la que define "un cataclismo monstruoso" que
amenaza con deglutir a todo el planeta, y en este sentido anticipa muchos
de los temas de los movimientos ecológicos que surgirían
mas tarde. Para él, el así llamado "progreso" ha sido
posible sólo a costa de la violencia, la esclavitud, el colonialismo,
la destrucción de la naturaleza; es sólo una ilusión
etnocéntrica de nuestra civilización, un mito, y como tal
tiene el mismo valor de arbitrariedad y la misma función de "verdad
social" que aquellos productos del pensamiento primitivo.
El progreso no existe porque tampoco existe la historia como sucesión
objetiva de eventos. La historia no es otra cosa que un sistema de
signos que, por definición son injustificados y determinados por
otras realidades no históricas. En realidad, las expresiones
históricas (o sea las distintas formas en que se relata la historia),
así como sucede con el lenguaje, el totemismo y los mitos, eligen
sus propias unidades significantes de una matriz terminológica pre-existente,
que en este caso está constituida
por "hechos históricos". Pero la elección, la organización
y por lo tanto la interpretación de los "hechos históricos",
en síntesis, los significados que se les atribuyen, son arbitrarios,
determinados por la proyección que hacemos sobre ellos de nuestra
situación actual. Si nos hemos interesado en un cierto período
histórico, por ejemplo, la Revolución Francesa, es porque
creemos que ésta nos puede dar un modelo interpretativo y de conducta
para el presente. La historia en sí no nos provee de significados
ni representa progreso: es solamente un catálogo de eventos, un
método, que se puede usar de distintas maneras.
Está claro que el pensamiento de Lévi-Strauss no podía
evitar el choque con el de Sartre, su perfecta antítesis.
Con su Crítica de la razón dialéctica (1960) Sartre
había intentado hacer una síntesis entre el humanismo existencialista
y el marxismo. Para él la historia posee una propia intelegibilidad:
son los hombres los que la construyen. Más aún, el pensamiento
de Sartre, en cuanto humanismo, tiende a demostrar que el significado,
la continuidad y el objetivo atribuidos a la acción humana colectiva
son componentes intrínsecos de la comprensión histórica.
La historia, por lo tanto, non puede ser reducida a un fenómeno
simplemente natural, biológico.[12]
La siguiente cita, extraída del último capítulo
de El pensamiento salvaje –en gran parte dedicado a la refutación
de la Crítica de la razón dialéctica– muestra
el valor que Lévi-Strauss atribuye al historicismo y al humanismo
de Sartre: «Bastaría sólo con reconocer que la
historia es un método al cual no corresponde un objeto preciso,
para rechazar la equivalencia entre la noción de historia y la noción
de humanidad, que algunos han pretendido imponernos con el fin inconfesado
de hacer de la historicidad el último refugio de un humanismo trascendental:
como si el hombre pudiera recuperar la ilusión de libertad en el
plano del "nosotros" con sólo renunciar a los "yo" que, obviamente,
están desprovistos de consistencia».[13]
Para Lévi-Strauss, así como no existe un sujeto individual
(recordemos aquí que él había definido al "yo" de
la tradición fenomenológica como un enfant gatè),
no existe tampoco un sujeto colectivo, una humanidad que crea la historia
y que da una continuidad conciente a los acontecimientos. En la base de
la idea moderna de historicidad, con la que se trata de contrabandear la
idea de libertad humana, y con ella la de humanismo, está el hecho
de que nosotros vivimos en una sociedad “caliente” (como él
la llama), es decir una sociedad que genera constantemente, a través
de una dialéctica interna, el cambio social y, por lo tanto, continuas
tensiones y conflictos. Es una sociedad que funciona como una máquina
termodinánica, que produce un alto nivel de orden a costa de un
gran consumo de energía y de desigualdades internas, en otras palabras,
una máquina que genera entropía: un desorden global mayor
que el orden interno. Por el contrario, las sociedades primitivas
son “frías” porque tratan de limitar los cambios, tratan de evitar
la historia. Lo hacen manteniendo un bajo standard de vida –y por
ende preservando el ambiente–, tratando de controlar el crecimiento demográfico
y basando el poder en el consenso.[14]
En este punto se ve claramente una de las tantas paradojas de la filosofía
de Lévi-Strauss, que sus muchos críticos no han dejado de
señalar[15]: luego de haber emitido un juicio tan áspero
y negativo de la sociedad industrial, uno se esperaría que repudiase
la ciencia o, más en general, la "mirada científica" que
objetiviza la naturaleza, que la transforma en cosa. Porque el desarrollo
de nuestra “sociedad entrópica” ha ido de la mano con el de la ciencia
y la tecnología. Pero al contrario, Lévi-Strauss ubica
su propia investigación en el ámbito de las ciencias naturales;
es más, la encuadra en el más riguroso y globlal cientificismo
materialista. Así es como él se expresa en un famoso
pasaje: « ...Creemos que el fin último de las ciencias humanas
no es constituir al hombre, sino disolverlo. El valor eminente de la etnología
es el de corresponder a la primera etapa de una acción que comporta
a otras: más allá de la diversidad empírica de las
sociedades humanas, el análisis etnográfico quiere llegar
a invariables ... Sin embargo, no basta con reabsorber las humanidades
particulares en una humanidad general; esta primer empresa esboza otras
... que incumben a las ciencias exactas y naturales: reintegrar a la cultura
en la naturaleza y, finalmente, a la vida en el conjunto de sus condiciones
físico-químicas».[16]
En una última reducción, para Lévi-Strauss, los
distintos tipos de sociedades humanas derivan simplemente de distintas
configuraciones de los elementos estructurales de la mente humana, cuya
raiz se encuentra en los funcionamientos bioquímicos y biofísicos.
Esto es así porque la mente humana no es otra cosa que un atributo
del cerebro humano y constituye un sistema cerrado: como un caleidoscopio
donde sucesivos movimientos producen continuos juegos de formas y colores,
pero siempre a partir de pocos elementos simples. Es evidente que
este naturalismo y anti-humanismo radicales se prestan a objeciones en
distintos niveles. Las más inmediatas se refieren a la posición
y al rol del observador. Después de todo, es siempre un hombre
el que estudia a los hombres-hormiga. Como ha escrito el fenomenólogo
M. Dufrenne: «Sea cual fuere el elemento en donde se mueve, el pensamiento
del hombre se enfrentará siempre con la fatigosa tarea de reconducir
el pensamiento al pensador; no importa lo que se diga del
hombre, será siempre un hombre quien lo dice ... ».[17]
Debemos considerar además el punto clave del valor que pueden
tener las interpretaciones de las estructuras culturales de los pueblos
primitivos efectuadas por una mente moderna que, por definición,
posee una configuración inconsciente diferente de aquello que interpreta.
Lévi-Strauss ha reconocido que sus interpretaciones de los mitos
primitivos constituyen una suerte de traducción del código
semántico del "pensamiento salvaje" a un código moderno,
y, en este sentido son, de por sí, necesariamente míticas.
Pero, si lo anterior es cierto –como ha observado el filósofo post-estructuralista
J. Derrida– no se entiende por qué habría que tomar esas
interpretaciones en serio.
5.2. Michel Foucault
Michel Foucault, de quien examinaremos la ideas fundamentales especialmente
en lo que respecta a su visión del hombre y la crítica que
hace al humanismo, ha siempre sostenido que no era un estructuralista.
En su opinión una tal denominación no significa nada, dado
que engloba personalidades que tienen muy poco en común.[18]
Cuando describe su propia formación y el clima general que reinaba
al momento de la conformación de su pensamiento, Foucault se siente
parte de aquella generación que, al principio de los años
Cincuenta, ya no se reconocía más en el existencialismo de
Sartre y Merleau-Ponty y en su insistencia en los problemas del "sentido".
La generación de Foucault, después de los estudios de Lévi-Strauss
sobre las sociedades y de Lacan sobre el inconciente, considera superficial
y vana la problemática existencialista. Aquello que vale la pena
indagar es el "sistema". Éstas son, en las palabras de Foucault,
las razones: «En todas las épocas el modo de reflexionar de
la gente, el modo de escribir, de juzgar, de hablar (incluso en las conversaciones
de la calle y en los escritos más cotidianos) y hasta la forma en
que las personas experimentan las cosas, las reacciones de su sensibilidad,
toda su conducta, está regida por una estructura teórica,
un sistema, que cambia con los tiempos y las sociedades pero que está
presente en todos los tiempos y en todas las sociedades».[19]
No existe un pensamiento verdaderamente libre: siempre «se piensa
en el interior de un pensamiento anónimo y constrictor que es el
de una época y el de un lenguaje. La tarea de la filosofía
actual ... es la de sacar a la luz este pensamiento ..., ese transfondo
sobre el cual nuestro pensamiento "libre" emerge y centellea durante un
instante».[20]
Y así es como Foucault describe los aspectos fundamentales de
su problemática. El fin de toda su obra es «... intentar encontrar
en la historia de las ciencias, de los conocimientos y del saber humano
algo que sería como su “inconsciente”. ... Si se quiere, la hipótesis
de trabajo es globalmente ésta: la historia de los conocimientos
no obedece simplemente a la idea de progreso de la razón; no es
la conciencia humana o la razón humana quien detenta las leyes de
su historia. Por debajo de lo que la ciencia conoce de sí
misma existe algo que desconoce, y su historia, su devenir, sus episodios,
sus accidentes obedecen a un cierto número de leyes y determinaciones.
Son precisamente esas leyes y esas determinaciones lo que yo he intentado
sacar a luz. He intentado desentrañar un campo autónomo
que sería el del inconsciente de la ciencia, el inconsciente del
saber que tendría sus propias reglas del mismo modo que el inconsciente
del individuo humano tiene también sus reglas y sus determinaciones».[21]
Además, para Foucault, uno de los obstáculos más
graves con los que se enfrenta el pensamiento actual es la idea de "humanismo".
Por ello, una de las tareas principales de su obra es la de depurar el
campo filosófico de tal idea. En las palabra s de Foucault,
«Los descubrimientos de Lévi-Strauss, de Lacan, de Dumezil
.borran no sólo la imagen tradicional que se tenía del hombre,
sino que, a mi juicio, tienden todas a convertir en inútil, para
la investigación y para el pensamiento, la idea misma de hombre.
La herencia más gravosa que hemos recibido del siglo XIX –y de la
que ya es hora de desembarazarse– es el humanismo».[22]
Foucault, que había sido un estudiante brillante y contaba con
una formación filosófica y sicológica, inicia su carrera
con una obra profundamente original, La historia de la locura en la edad
clásica [23], publicada en 1961. En este libro Foucault describe
una historia de la locura en Occidente, que parte del Renacimiento y, pasando
por la Edad de la Razón (la "edad clásica") llega al siglo
XIX, o sea hasta la fundación de la siquiatría como "ciencia".
Foucault revierte la interpretación normal y optimista que presenta
a la siquiatría como a una disciplina en continua evolución
y crecimiento; el libro constituye una suerte de contra-historia de esta
disciplina. La locura emerge como un concepto históricamente
cambiante, móvil, que asume formas a veces contradictorias, y que
en general depende del conjunto de creencias que caracterizan a una época.
Así, en el Renacimiento, durante el cual a los locos se los deja
a menudo libres, de alguna manera la locura "habla" a los sanos de otro
mundo a donde la razón no llega, o, como en la combinación
del rey-bufón, la locura desafía a la razón mostrando
la demencia que hay en ella y presentándole sus proprias razones.
Mientras que en la sucesiva edad del racionalismo, la locura está
separada de la razón y deviene la no-razón: se confina a
los locos en lugares cerrados junto a los pobres, los vagabundos, los criminales,
es decir junto a aquéllos que no tenían trabajo y que podían
constituir una amenaza para la sociedad. Este grupo heterogéneo
está unido por el hecho de diverger del comportamiento que en aquella
época se consideraba conforme a la razón. A fines del
siglo XVIII se inicia la fase moderna, con la reforma que aisla a los locos
de sus compañeros de desventura y se da origen al manicomio como
lugar de confinamiento y de tratamiento médico. A partir de
este momento, el loco deviene objeto del estudio y de la práctica
siquiátrica, o sea de un saber que se constituye como resultado
de tales actividades. La locura es ahora "enfermedad mental" que
"habla" según el discurso médico; el loco es acallado y por
él hablan las distintas interpretaciones, en conflicto entre sí,
construídas incesantemente por lo siquiatras. Pero la locura,
relegada por la fuerza al manicomio, "grita" en la sociedad moderna a través
del arte –su único lugar de expresión– desafiando
y relativizando la normalidad burguesa: grita con las voces de Sade, Hölderlin,
Van Gogh, Nietzsche...
No obstante la buena recepción en los ambientes académicos
y entre las corrientes de la anti-siquiatría, el libro no tuvo
gran resonancia. Y lo mismo ocurrió con el sucesivo, Nacimiento
de la clínica, de planteo similar. Fue con la publicación
de Las palabras y las cosas [24] en 1966 que Foucault tuvo gran éxito,
aun entre el público no especialista, éxito que lo catapultó
al centro de la escena de la filosofía francesa.
En este libro, que en inglés fué traducido –por
sugerencia del autor– como The Order of Things (El orden de las cosas),
Foucault se propone estudiar los códigos culturales fundamentales
que han determinado el ordenamiento de la experiencia humana en Occidente.
Como ya hemos visto, para Foucault, la actividad cognoscitiva en cualquier
período histórico no es libre, sino que se da dentro de ciertos
canales ya delineados, dentro de ciertas formas de conocimiento dadas,
que son simultáneamente
anónimas, inconcientes e ineludibles. Él llama
a estas formas episteme (esta palabra, de origen platónica, se usa
comúnmente en filosofía con el significado de "conocimiento
verdadero", "ciencia"). Los episteme constituyen “a priori sociales”
que delimitan, en la totalidad de la experiencia posible, un espacio cognoscitivo
específico y determinan tanto los modos de ser de lo que se conoce
en ese espacio, como los criterios según los cuales se construye
un discurso "verdadero".
Un episteme es ineludible porque, como dice Foucault, cualquier ordenamiento
de las cosas o de los conceptos, «cualquier similaridad o distinción,
aún para una percepción no entrenada, es siempre el resultado
de una precisa operación y de la aplicación de un criterio
preliminar». [25]
En este contexto, evidentemente no tiene sentido preguntarse si un
episteme es verdadero o falso, o cuál es su valor racional. Es el
episteme mismo el que determina lo que se puede decir y el modo de construir
las verdades reconocidas en una época dada. Es el fundamento
de los discursos, el reticulado conceptual que permite o excluye
la existencia de tales verdades; es lo no-pensado mediante lo cual se modela
y articula el conocimiento y el saber.
El estudio efectuado en Las palabras y las cosas cubre aproximadamente
el mismo período considerado en La historia de la locura, desde
el Renacimiento hasta el fin del siglo XIX. Foucault individua a
los distintos episteme a través del estudio de las distintas configuraciones
históricas de tres “empiricidades”, o sea de tres áreas fundamentales
del saber empírico que son el lenguaje, la economía y la
vida. Esto porque, según Foucault, los conocimientos humanos
se han siempre ocupado, de un modo u otro, de palabras, bienes materiales
y seres vivientes. Las palabras y las cosas no es, sin embargo, una
historia en sentido clásico, sino una “arqueología”, en particular
–como aclara el subtítulo– una arqueología de las ciencias
humanas. Con estos términos, Foucault entiende una investigación
que, partiendo del presente lleve a la luz –como en una excavación–
lo que está por debajo de ese conjunto de conocimientos que actualmente
se conoce con el nombre de ciencias humanas: ante todo, la sicología,
la sociología, la crítica literaria, la historiografía
y luego las contra-ciencias, como él las llama, es decir, la etnología,
el sicoanálisis y la lingüística. Pero esta investigación
no tiene por objetivo la reconstrucción de la historia de su desarrollo,
sino llegar a un diagnóstico de su actual status cognoscitivo, o
sea, de su capacidad, validez y límites en cuanto
ciencias del hombre.
Foucault no discute sus contenidos ni sus teorías actuales,
así como al arqueólogo no le importa la superficie en la
que excava. El diagnóstico de su estado presente es posible
sólo reconstruyendo el episteme que constituyó su condición
de existencia y que, consecuentemente, ha permitido que aparecieran y que
se articularan como lo han hecho. La arqueología, como método,
trata de aislar los diferentes estratos horizontales dentro de los cuales
las tres "empiricidades" fundamentales aparecen con distintos ordenamientos.
Es así que, a partir de los modos en los que, en Occidente, durante
los últimos cuatro, cinco siglos, se ha hablado del lenguaje, de
los bienes materiales y de la vida, es posible reconstruir los diferentes
episteme. Aquél que ha dado origen a las ciencias humanas
emergerá, en esta excavación, como un estrato específico,
distinto de los subyacentes. Con el concepto de arqueología
Foucault demuestra seguir, por lo que respecta a la historia, la lección
de Lévi-Strauss y, sobre todo, la de Nietzsche: él parte
concientemente del presente para aclarar el presente. La historia
es solamente un archivo y la arqueologia –mediante el análisis
sincrónico de los restos– muestra su discontinuidad, los distintos
estratos de depósito, pero no individua "sujetos históricos"
ni explica por qué o cómo se haya pasado de un estrato a
otro. Foucault, a diferencia de Lévi-Strauss, no busca estructuras
invariables, sino que –como el Nietzsche de la Genealogía
de la moral– muestra la esencial fluidez de todos los significados
sociales y su incesante reinterpretación.
Foucault identifica tres episteme en el período que investiga
y entre ellos, dos momentos de neta separación.
El primer episteme es el del Renacimiento que se caracteriza por la
semejanza. Para el hombre del Renacimiento, todos los seres están
envueltos en una apretada red de semejanzas y correspondencias. Cada
uno de ellos conduce a otro, al cual está ligado por invisibles
hilos, por sutiles analogías. El pensamiento del hombre del
Renacimiento no separa las cosas, sino que las une entre sí, ordena
el mundo utilizando al cuerpo humano, donde todo está en estrecha
relación, como metáfora suprema. El lenguaje
del Renacimiento es, como dice Foucault, la "prosa del mundo". Sus signos
no son arbitrarios, sino que reconducen a la esencia misma de las
cosas: entre significante y significado existe necesariamente una relacion,
algún tipo de semejanza que el estudioso debe descubrir. El
conocimiento es fundamentalmente interpretacion, exégesis, del gran
libro del mundo que Dios ha escrito para los hombres, es búsqueda
de los signos, de las signaturas, es decir de los trazos que la mano de
Dios ha dejado, como una firma, en la naturaleza.
De repente, a mediados del siglo XVII, este episteme se derrumba. El
carácter general del nuevo episteme está dado por la representación,
vocablo con el cual Foucault indica la racionalidad abstracta que divide
e individua: «La actividad de la mente ...ya no será
la de reunir las cosas, dedicarse a buscar algo que pueda revelar un parentesco,
una atracción, una naturaleza secretamente común a
ellas, sino que, al contrario, será la de discriminar, o sea,
establecer la identidad de las cosas... En este sentido, la discriminación
impone, en la comparación, la búsqueda primaria y fundamental
de las diferencias...».[26]
En todos los campos, las cosas son medidas, ordenadas, tabuladas, colocadas
en serie, en columnas, en estructuras. El conocimiento se espacializa
y todas las "ciencias" son ciencias del orden, son taxonomías, nomenclaturas,
clasificaciones, siguiendo el modelo de la Botánica de Linneo. En
todos los campos, el análisis substituye a la analogía. En
el lenguaje, el nexo de similitud, la conjunción entre significado
y significante desaparece: la relación entre ambos deviene simplemente
convencional, pero al mismo tiempo se la entiende como una relación
clara e inequívoca. Las palabras y las cosas pertenecen a
dos órdenes paralelos. Es la naturaleza misma de la conciencia humana,
así como ha sido creada por Dios, la que permite esta relación
transparente entre cosa y concepto de la cosa, entre cosa y palabra.
Este episteme desaparece abruptamente hacia finales del siglo XVIII.
Comienza ahora la época moderna propiamente dicha, cuyo episteme
se caracteriza por la historicidad y, como dice Foucault, por la aparición
del hombre.
En la "tabla", que es la metáfora del episteme de la edad del
racionalismo, irrumpen inesperadamente el tiempo y la historia. Por
ejemplo, los organismos vivientes, colocados uno junto a otro en las clasificaciones,
se demuestran –con sus semejanzas y diferencias estructurales– adyacentes
ya no en el espacio abstracto de la serialidad, sino en una sucesión
temporal. Su proximidad habla ahora de una transformación,
de una evolución, de pasajes y relaciones entre identidades que
ya no son estables. En el lenguaje se descubre la estratificación
de los significados que la historia ha ido depositando continuamente.
La palabra ya no es una entidad definida y clara que reconduce en modo
transparente a un concepto o a una cosa del mundo; ahora es una construcción
ambigua, cargada de significados adquiridos y perdidos. De este modo
la filología reemplaza a la gramática como centro de interés.
En la economía, el estudio del intercambio de bienes pasa a segundo
plano con respecto a la producción. En todos los campos, el
pensamiento moderno reconoce el dinamismo y la transformación.
El nuevo ordenamiento de las cosas se produce en base a la historicidad.
Más aún: para Foucault todas las categorías del pensamiento
moderno son fundamentalmente antropológicas y ésta es la
característica más específica del nuevo episteme.
En la edad moderna, nos aclara Foucault, la “representación”
no desaparece, pero, con la introducción de las categorías
dinámicas, disminuye, pierde transparencia y –por efecto de
su propia estaticidad– no puede dar cuenta del devenir. Además
se debilita la fe en un Dios que garantice que la naturaleza de la conciencia
humana permita un conocimiento claro y verdadero del mundo. Como
consecuencia, la “representación” ya no constituye el terreno común
para todos los conocimientos; no es más el pensamiento sino un modo
de pensar. Surge entonces el problema de fundamentar el conocimiento
de algún modo y es precisamente ésta la tarea a la que, según
Foucault, se dedica toda la filosofía moderna, desde Kant hasta
Husserl. La filosofía moderna, por lo tanto, no es otra cosa
que epistemología o búsqueda del "sentido". Si antes
Dios y la transparencia de la “representación” daban un fundamento
infinito al conocimiento, ahora éste deberá fundarse sobre
un ser finito: el hombre. Pero este ser presenta una dualidad imposible
de superar en cuanto es «... un individuo que vive, habla y
trabaja de acuerdo a las leyes de una biología, una filología
y una economía, pero que, por una suerte de torsión y sobreposición
internas, ha adquirido el derecho, precisamente a través de la interacción
de estas mismas leyes, de conocerlas y someterlas a una clarificación
total».[27] O como dice sintéticamente otro pasaje:
«... es un ser cuya naturaleza es ... conocer a la naturaleza y,
de consecuencia, a sí mismo como ser natural».[28]
En otras palabras, el ser humano que emerge luego del colapso del episteme
racionalista es, por una parte, un ser natural y finito, sujeto a toda
una serie de limitaciones y determinaciones que las "ciencias" de la economía,
la biología y la lingüística muestran con sus leyes.
Es un ser que habla un lenguaje que no es suyo, en el que se han sedimentado
las palabras de infinitas generaciones, un ser que entra en un mundo de
producción ya organizado y dotado de reglas internas propias, un
ser que tiene un cuerpo sujeto a todas las leyes químicas y físicas...
Un ser que nace en una sociedad con una organización y con valores
ya dados y cuyo proceso cognoscitivo está sometido a una serie de
mecanismos y determinismos, un ser marcado por una no-trasparencia original,
un inconsciente, es decir, un "otro" dentro de sí que no podrá
jamás ser absorbido en ese sí, como las nuevas ciencias humanas
de la sicología, la sociología y el sicoanálisis demostrarán
más adelante.
Pero este ser, limitado y finito, es también el sujeto de tales
conocimientos. Y además, a pesar de ser él en quien se deben
establecer empíricamente estos
conocimientos, es quien debe poseer en sí sus fundamentos para
que la investigación misma tenga sentido. En esta circularidad
se mueven las ciencias humanas y toda la filosofía del episteme
moderno.
Es precisamente este doble rol de objeto del conocimiento y sujeto
del conocer (que Foucault decribe detalladamente en el capítulo
que lleva por título El hombre y sus dobles) que ha creado todas
las antinomias y las contradicciones de la filosofía moderna, para
llevarla finalmente a un callejón sin salida. Es hora de despertar
de este "sueño antropológico", dice Foucault parafraseando
a Kant y a su "sueño dogmático". Es hora de que el pensamiento
se libere de este tipo de humanismo.
Es en el sentido descrito hasta aquí que para Foucault el hombre
nace sólo al inicio del siglo XIX. Él utiliza entonces
el término hombre para designar esta construcción intelectualista
y circular (autorreferente), pero que –para quien piensa desde el interior
del episteme moderno– es simplemente el hombre.
Esta extraña figura ha podido nacer, dice Foucault haciendo
referencia a Nietzsche, sólo con la muerte, o mejor dicho, con el
asesinato de Dios, cuyos atributos ha tratado, poco a poco, de absorber.
Éste ha sido también el acto que ha dado origen a las ciencias
humanas. Así es como Foucault relata la parábola del
hombre, su aparición y su fin próximo: «Inventar
las ciencias humanas era en apariencia hacer del hombre el objeto de un
saber posible. Significaba constituirlo en objeto de conocimiento.
Ahora bien, en este mismo siglo XIX se esperaba, se soñaba con el
gran mito escatológico de esa época que ha sido el siguiente:
actuar de tal modo que ese conocimiento del hombre surtiese tal efecto
que el hombre pudiese ser liberado de sus alienaciones, liberado de todas
las determinaciones que no controlaba; que pudiese, gracias al conocimiento
que poseía de sí mismo, convertirse por vez primera en dueño
y detentador de sí. Dicho de otro modo, se convertía al hombre
en objeto de conocimiento para que el hombre pudiese convertirse en sujeto
de su propia libertad y de su propia existencia.
Pues bien, lo que ocurrió –y en este sentido se puede
decir que el hombre nació en el siglo XIX– es que, a medida
que se desarrollaban estas investigaciones sobre él en tanto que
objeto posible del saber, ... este famoso hombre, esa naturaleza humana
o esa esencia humana, lo propio del hombre, todo eso nunca se encontró.
Cuando se analizaron, por ejemplo, los fenómenos de la locura o
de la neurosis, lo que se descubrió fue un inconsciente ... que
en realidad no tenía nada que ver con lo que se podía esperar
de la esencia humana, de la libertad o de la existencia humana. ... Lo
mismo ocurrió con el lenguaje... ¿qué se ha encontrado?
Se han encontrado estructuras,... pero el hombre en su libertad, en su
existencia, una vez más ha desaparecido». [29]
«...Esta desaparición del hombre en el preciso momento
en que era buscado en sus raices no significa que las ciencias humanas
vayan a desaparecer. Yo nunca he dicho eso, sino que las ciencias
humanas van a desarrollarse ahora en un horizonte que ya no está
cerrado o definido por el humanismo. El hombre desaparece en filosofía
no tanto como objeto de saber cuanto como sujeto de libertad y de existencia,
ya que el hombre sujeto, el hombre sujeto de su propia conciencia y de
su propia libertad, es en el fondo una imagen correlativa de Dios. El hombre
del siglo XIX es Dios encarnado en la humanidad. Se produce una especie
de teologización del hombre, un retorno de Dios a la tierra, que
ha convertido al hombre del siglo XIX en una especie de teologización
de sí mismo. ... Nietzsche ha sido quien, al denunciar la muerte
de Dios, ha denunciado al mismo tiempo a este hombre divinizado con el
que no cesó de soñar el siglo XIX. Y cuando Nietzche
anuncia la llegada del superhombre, lo que anuncia en realidad no es la
próxima venida de un hombre que se asemejaría más
a un Dios que a un hombre, lo que anuncia en realidad es la venida de un
hombre que ya no tendrá ninguna relación con ese Dios, cuya
imagen encarna».[30]
Y así, para Foucault, el acto que mató a Dios anuncia
también la muerte de su asesino: «... dado que él
ha matado a Dios, él mismo deberá dar una respuesta a su
propia finitud; pero dado que es en la muerte de Dios que habla, piensa,
existe, este asesino está destinado a morir; nuevos dioses, los
mismos dioses, están ya encrespando el océano futuro; el
hombre desaparecerá!» [31]
Si el hombre no es una constante del pensamiento humano, sino una creación
reciente, que surge desde el interior de un episteme particular de la cultura
europea, entonces será cancelado «como un rostro dibujado
en la arena a orillas del mar»[32] cuando este episteme, así
como los que lo han precedido, se derrumbará. Foucault, al
final de Las palabras y las cosas parece presentir que ese momento no está
lejos, que una suerte de terremoto está por destruir las viejas
formas del pensar, abriendo paso a un pensamiento nuevo.
Estas son las ideas fundamentales de Foucault sobre el hombre y el
humanismo, así como aparecen en los textos citados, todos ellos
anteriores a Mayo del '68. Después de Las palabras y las cosas –y
sobre todo después de aquel evento clave– la búsqueda del
filósofo orbita siempre más en torno a Nietzsche, y se orienta
hacia una genealogía de aquella trama de relaciones que existen
entre el saber y el poder a diferentes niveles y en diferentes franjas
de la sociedad. Mientras que en Las palabras y las cosas el análisis
de las "prácticas discursivas" es fundamental, el problema del poder
se vuelve central en sus escritos sucesivos.
Según Foucault el poder no está concentrado en un "lugar"
específico, en el Estado, como creen los comunistas: el poder es
omnipresente. En las diferentes instituciones sociales el poder está
ligado a un saber específico junto con el cual se ha ido constituyendo
históricamente. El poder-saber dispone de técnicas
y estrategias disciplinarias, constructivas y no solamente represivas,
por medio de las cuales se reproduce e interioriza, es decir, se transforma
en acciones que el individuo termina creyendo libres. El "sujeto"
deviene así un producto de la dominación, un instrumento
del poder. El poder, por lo tanto, no solamente reprime, sino que
forma, entrena y construye: objetos, estructuras organizativas, rituales
de verdad e individuos "disciplinados". Las técnicas disciplinarias
son comunes al Occidente capitalista y al Oriente comunista, y no desaparecen
cuando el poder pasa de una clase a otra, o de un grupo político
a otro.
Esta investigación sobre el poder-saber, que en realidad había
comenzado con la Historia de la locura, alcanza su máxima expresión
en Vigilar y castigar, una genealogía
de la práctica carcelera, que desde la prisión se extiende
hacia otros lugares de "reclusión" y disciplina construídos
por la sociedad burguesa: la escuela, la fábrica, el hospital.
Éste es, tal vez, el libro más maduro y fecundo de Foucault.
Cuando la muerte lo sorprende trágicamente en 1984, el filósofo
estaba abocado a la tarea de completar una amplia Historia de la Sexualidad
concebida como una genealogía del sicoanálisis.
[1] P. Anderson: In the tracks of historical materialism, Londres 1983,
pág. 40.
[2] J. G. Melquior. From Prague to Paris. A critique of structuralist
and post-structuralist thought. Londres 1986, Cap. II.
[3] F.de Saussure. Cours de linguistique générale, París
1972. Traducción castellana de Amado Alonso. Alianza Editorial.
Madrid, 1987, pág. 32.
[4] Ibidem pág. 30.
[5] Ibid. pág. 88.
[6] Ibid. pág. 136.
[7] Ibid. pág. 148.
[8] Ibid. pág. 147.
[9] C. Lévi-Strauss. Anthropologie structurale, París
1958, trad. inglesa: Structural Anthropology de C. Jacobson, Nueva York,
1963, Vol I, Caps. III y IV.
[10] C. Lévi-Strauss. La pensée sauvage, París
1962. Traducción castellana de F. González Aramburu, Fondo
de Cultura Económica, Méjico 1964, pág. 160-161.
[11] C. Lévi-Strauss. Structural Anthropology, Vol I, pág.
50.
[12] Cfr. K. Soper. Humanism and anti-humanism (Hutchinson Publishing
Group) 1986, Cap. V.
[13] C. Lévi-Strauss. El pensamiento salvaje, op. cit. pág.
380.
[14] C. Lévi-Strauss: Structural Anthropology, op. cit., Vol
II, Cap I.
[15] J. G. Melquior: From Prague to Paris, op. cit. pág. 68-74.
[16] C. Lévi-Strauss: El pensamiento salvaje, op. cit., págs.
357-358.
[17] M. Dufrenne: La philosophie du néo-positivisme en
Esprit, 35:360 (Mayo 1967), pág. 783.
[18] Entrevista con Jean-Pierre El Kabbach. La quinzaine littéraire,
No. 48, Marzo 1968. En: Michel Foucault: Saber y verdad, Madrid 1985,
pág. 42-43.
[19] Entrevista con Madelaine Chapsal. La quinzaine littéraire,
No. 5, Mayo 1966. En: Michel Foucault: Saber y verdad, op. cit.,
pág. 33.
[20] Ibidem, págs. 33-34.
[21] Entrevista con Jean-Pierre El Kabbach, op. cit. pág. 43.
[22] Entrevista con Madelaine Chapsal, op. cit., pág. 34.
[23] M. Foucault. Folie et déraison: histoire de la folie à
l'âge classique, París, 1961. Madness and Civilization:
a History of Insanity in the Age of Reason, traducción en inglés
(compendiada) de R. Howard, New York, 1965.
[24] M. Foucault. Les mots et les choses: une archéologie des
sciences humaines, París 1966. The Order of Things: an Archaeology
of the Human Sciences, traducción en inglés de A. Sheridan,
New York 1970.
[25] M. Foucault. The Order of Things, op. cit. pág. xx
[26] Ibid. pág. 55.
[27] Ibidem, pág. 310.
[28] Ibidem, pág. 310.
[29] Entrevista con Jean-Pierre El Kabbach, op. cit. pág. 40-41.
[30] Ibidem, págs. 41-42.
[31] M. Foucault. The Order of Things, op. cit. pág. 385.
[32] Ibidem, pág. 387.
6. HUMANISMO UNIVERSALISTA
Los últimos años
A comienzos de la década del ‘80, la situación de los
humanismos era desordenada.
Por una parte, el existencialismo sartriano no había podido
desembocar en una corriente que, expresada políticamente, conmoviera
los ambientes intelectuales más al del estudio de los filósofos
y las producciones de los literatos.
Heidegger, había descalificado a todo humanismo conocido como
una expresión metafísica más. A cambio de esto,
llamaba al silencio y a la preparación de la “nueva alborada del
Ser”.
El Humanismo teocéntrico, se hundía en sus propias contradicciones
a pesar de los esfuerzos realizados para hacer aparecer al Cristianismo
como la verdadera encarnación del humanismo.
Autores como W. Luypen, trataron de hacer de la Fenomenología
también un humanismo[1], aun cuando se vio claramente que el interés
estaba puesto en abrir nuevos
horizontes al Humanismo cristiano. Pero tales intentos, no pudieron
desarrollarse en el tiempo que medió desde su origen hasta la década
del ‘80.
El humanismo marxista, luego de algunos intentos por establecer campos
diferenciados entre “humanismo burgués” y “humanismo proletario”,
adoptaba desde sus cúpulas burocráticas la postura propiciada
por Althusser.
De este modo, la palabra “humanismo” vagó por distintos ambientes
y terminó confundida con una suerte de actitud que más bien
se refería a la “preocupación por la vida humana en general”,
acosada por los problemas sociales, tecnológicos y de sentido.
Desde luego que no puede dejarse de lado el trabajo que, aunque realizado
en ámbito restringido, llevaba adelante la “Tercera Escuela de Sicoterapia
de Viena”. Viktor Frankl recogía las enseñanzas de
la fenomenología y el existencialismo y las aplicaba exitosamente
en una dirección totalmente nueva respecto de las anteriores escuelas
siquiátricas deterministas. Estas últimas, a la sazón,
padecían también la crisis de fundamento científico
en la medida en que seguían apegadas a sus mitos de origen.
En Psicoterapia y Humanismo, dice Frankl: «La logoterapia no
invalida, en modo alguno, los profundos e importantes hallazgos de pioneros
de la talla de Freud, Adler, Pavlov, Watson o Skinner. Dentro de
sus respectivas dimensiones, cada una de estas escuelas posee vigencia.
Pero su importancia y valor auténticos se hacen tan solo visibles
si las situamos dentro de una dimensión más elevada, más
amplia: dentro de la dimensión humana. En ésta, ciertamente,
el hombre no puede seguir siendo considerado como un ser cuya preocupación
básica es la de satisfacer impulsos y gratificar instintos, o bien
reconciliar al ello, al yo y al superyó: ni la realidad humana puede
comprenderse meramente como el resultado de procesos condicionantes o de
reflejos condicionados. En dicha dimensión, el hombre se revela
como un ente en busca de sentido: una búsqueda que, realizada en
vano, es origen de muchos males de nuestra época. Un psicoterapeuta
que rehuse a priori escuchar “la voz que clama en demanda de sentido”,
¿cómo podrá enfrentarse con la masiva neurosis de
nuestros días?»
Y más adelante dice: «... La cualidad autotrascendente
de la realidad humana se refleja, a su vez, en la cualidad ‘intencional’
de los fenómenos humanos como han señalado Franz Brentano
y Edmund Husserl. Los fenómenos humanos se refieren y apuntan
a ‘objetos intencionales’. La razón y el sentido representan
objetos de esta índole. Son el ‘logos’ al cual tiende la psique.
Si la psicología ha de ser merecedora de su nombre, deberá
reconocer las dos mitades de que se compone su nombre, tanto ‘logos’ como
‘psique’».[2]
Pensadores como M. Buber, formados en Occidente pero enraizados en
distintas culturas hicieron también llegar su aporte esclarecedor
y refrescante.
Pero también en otras áreas alejadas de las tradiciones
culturales occidentales, el Humanismo operó (en la práctica),
convirtiéndose en factor dinamizante de sociedades que hasta hace
poco tiempo estaban fuera del debate de las ideas universales. Uno
de los casos más interesantes fue el del presidente K. Kaunda en
Zambia quien había instalado un gobierno fuerte desde el triunfo
de la revolución anticolonialista en su país. Su pasaje
de un humanismo declamativo a la realización de un humanismo
consecuente, mostró los rasgos de una verdadera “conversión”.[3]
Súbitamente abolió el partido único que lo había
mantenido como dictador; devolvió la libertad a los enemigos políticos;
lanzó las elecciones que habían sido reclamadas durante largos
veinticinco años; fue derrotado por el voto popular y abandonó
la suma del poder, en una sucesión de actos de libertad inexplicables
para la burocracia que se había consolidado. Y todo esto fue
realizado mientras contribuyó sustancialmente a la causa de la liberación
étnica y política de Sudáfrica y otros países
de la región.
En la segunda mitad de la década, el marxismo antihumanista
de Althusser había resignado posiciones. Él mismo,
tal vez como en su momento había ocurrido con las locuras “metafísicas”[4]
de Nietzsche y de Hölderlin, se encontró sin salida en el desarrollo
de su filosofía originaria y produjo aquel desafortunado incidente,
que bien podríamos calificar de “suicidio” simbólico.
Por otra parte, la Perestroika avanzaba a pasos fenomenales, dejando
sin aliento al “Occidente” y, desde luego, a los burócratas de los
partidos comunistas dentro y fuera de la Unión Soviética.
La interpretación oficial de los fenómenos sociales y de
las aspiraciones de la sociedad socialista habían cambiado drásticamente.
Así, en el Informe del Secretario General del CC del PCUS al Pleno
del Comité Central, reunido el 27 de Enero de 1987 en Moscú,
se dice: «Nuestra moral, nuestro modo de vida están sometidos
a prueba. En este caso se trata de su capacidad de desarrollar y
enriquecer los valores de la democracia socialista, de la justicia social
y del Humanismo... Por su esencia revolucionaria, por su audacia
y por su orientación social humanista, el trabajo que está
en marcha es la continuación de la gran obra iniciada por nuestro
Partido leninista en octubre de 1917».[5]
No se trataba solamente de declamar humanismos. En la práctica,
el clima de participación, democracia directa y desconfianza por
el monopolio estatal, mostraba a las claras que se trataba de la misma
tendencia humanista que el llamado ”joven” Marx hubiera suscrito sin ambages.
Un cambio de actitud, en todos los órdenes, había empezado
y algunos esbozos teóricos comenzaban a desarrollarse. En tal sentido,
Man, Science, Humanism: a New Synthesis de L. Frolov[6] muestra el enriquecimiento
de visión operado entre los ideólogos y científicos
de la URSS, poco tiempo antes de la llegada de la Perestroika.
Pasada la segunda mitad de la década del ‘80, algunos movimientos
retomaban la marcha perdida en los acontencimientos de Mayo del ‘68.
Esto, básicamente, porque aquella generación, que prematuramente
protagonizó los acontecimientos de esa época, hoy se encontraba
instalándose en el poder en los distintos campos. Se recordaba
con nostalgia la “década prodigiosa” y un nuevo “naturalismo” comenzaba
a desarrollarse a través de distintas manifestaciones culturales
y políticas. Expresiones ecologistas mostraron su influencia
creciente, aun cuando habían comenzado a generarse a partir de la
década del ‘70.
Es en el Movimiento Humanista donde aparece con claridad la influencia
de un nuevo tipo de planteo teórico, conocido como “Nuevo Humanismo”.
El Movimiento Humanista comienza a desarrollarse a través de organizaciones
sociales, culturales y políticas al comienzo de la década
del ‘80, apoyándose en numerosos temas propiciados por el método
fenomenológico y las corrientes existencialistas, estructurados
de un modo original bajo la perspectiva del pensamiento de Silo.
El humanismo universalista
1. El Nuevo Humanismo
“... Silo[7] explica que el ser humano, antes de ponerse
a pensar respecto a sus orígenes, o su destino, etc., se encuentra
en una determinada situación vital. Situación que no
ha elegido. Así, nace sumergido en un mundo natural y también
social, plagado de agresiones físicas y mentales, que registra como
dolor y sufrimiento.[8] Y se moviliza contra los factores agresivos, tratando
de superar el dolor y el sufrimiento. A diferencia de otras especies,
la humana es capaz de ampliar sus posibilidades corporales mediante la
producción y utilización de instrumentos, de ‘prótesis’
(en su etimología: pro=delante y thesis=posición).
Así es que, en su accionar contra los factores dolorosos, produce
objetos y signos que se incorporan a la sociedad y que se transmiten históricamente.
La producción organiza a la sociedad y, en continua realimentación,
la sociedad organiza a la producción. Éste, desde luego,
no es el mundo social y natural de los insectos, que trasmiten su experiencia
genéticamente. Éste es un mundo social que modifica
el estado natural y animal del ser humano. En este mundo, nace cada
ser humano. Un mundo en que su propio cuerpo es parte de la naturaleza
y un mundo no natural, sino social e histórico. Es decir,
un mundo de producción (de objetos, de signos), netamente humano.
Un mundo humano en el que todo lo producido está “cargado" de significación,
de intención, de para qué. Y esa intención está
lanzada, en última instancia, a superar el dolor y el sufrimiento.
Con su característica ampliación del horizonte temporal,
el ser humano puede diferir respuestas, elegir entre situaciones y planificar
su futuro. Y es esta libertad la que le permite negarse a sí
mismo, negar aspectos de su cuerpo, negarlo completamente como en el suicidio,
o negar a otros. Esta libertad ha permitido que algunos seres humanos
se apropien ilegítimamente del todo social. Es decir, que
nieguen la libertad y la intencionalidad a otros seres humanos, reduciéndolos
a prótesis, a instrumentos de sus propias intenciones. Allí
está la esencia de la discriminación, siendo su metodología
la violencia física, económica, racial y religiosa.
Necesariamente, aquellos que han reducido la humanidad de otros seres humanos,
han provocado con esto nuevo dolor y sufrimiento, reiniciando en el seno
de la sociedad la antigua lucha contra la naturaleza, pero ahora contra
otros seres humanos convertidos en objetos naturales. Esta lucha
no es entre fuerzas mecánicas, no es un reflejo natural. Es
una lucha entre intenciones humanas y esto es, precisamente, lo que nos
permite hablar de opresores y oprimidos, de justos e injustos, de héroes
y cobardes. Esto es lo único que permite rescatar la subjetividad
personal, y es lo único que permite practicar con sentido la solidaridad
social y el compromiso con la liberación de los discriminados, sean
estos mayorías o minorías. A estas alturas, se impone
una definición del ser humano. No bastará decir: ‘el
hombre es el animal social’, porque otros animales también lo son.
Será incompleto definirlo como fabricante de objetos, poseedor de
lenguaje, etc. En la concepción siloísta, ‘el hombre
es el ser histórico, cuyo modo de acción social transforma
a su propia naturaleza’. Si admitimos esta definición, tendremos
que aceptar que puede transformar también su propia constitución
física... Y así está sucediendo; comenzó
con prótesis externas y hoy las está introduciendo en su
propio cuerpo. Está cambiando sus órganos. Está
interviniendo en su química cerebral. Está fecundando
‘in vitro’ y ha comenzado a manipular sus genes. Reconociendo que
todo ser humano se encuentra en situación y que esta situación
se da en el mundo de lo natural (cuyo exponente más inmediato es
el propio cuerpo), al par que en el mundo social e histórico; reconociendo
las condiciones de opresión que algunos seres humanos han establecido
en el mundo, al apropiarse del todo social, se desprende una ética
social de la libertad[9], un compromiso querido de lucha no sólo
contra las condiciones que me producen dolor y sufrimiento, sino que lo
provocan a otros. Porque la opresión a cualquier ser humano
es también mi opresión. Su sufrimiento es el mío
y mi lucha es contra el sufrimiento y aquello que lo provoca. Pero
al opresor no le basta con encadenar al cuerpo. Le es necesario llegar
más lejos, apropiarse de toda libertad y de todo sentido.
Por tanto, apropiarse de la subjetividad. Por lo anterior, las ideas
y el pensar deben ser cosificadas por el Sistema. Las ideas ‘peligrosas’
o ‘sospechosas’ deben ser aisladas, encerradas y destruidas como si se
tratara de gérmenes contaminantes. Vistas así las cosas,
el ser humano debe reclamar también su derecho a la subjetividad:
a preguntarse por el sentido de su vida y a practicar y predicar públicamente
sus ideas y su religiosidad o irreligiosidad. Y cualquier pretexto
que trabe el ejercicio, la investigación, la prédica y el
desarrollo de la subjetividad... que lo trabe o lo postergue, muestra
el signo de la opresión que detentan los enemigos de la humanidad...
“
En Contribuciones al Pensamiento,[10] Silo expone plenamente las bases
teóricas de su concepción, pero es en Cartas a mis Amigos
donde se expresa el Nuevo Humanismo con todo el vigor de un manifiesto.[11]
Desde luego que ya se habían publicado el Humanist Manifesto de
1933, inspirado por Dewey, y también el Humanist Manifesto II de
1974, influido por las ideas de Lamont y suscrito entre otros por Sakharov.
Tal vez para ponerse a distancia del naturalismo del primero y del social-liberalismo
del segundo, Silo le da a su escrito el título de “Documento del
Movimiento Humanista”. Pasamos a transcribir la introducción
del Documento.[12]
«Los humanistas son mujeres y hombres de este siglo, de ésta
época. Reconocen los antecedentes del humanismo histórico
y se inspiran en los aportes de las distintas culturas, no solamente de
aquellas que en este momento ocupan un lugar central. Son, además,
hombres y mujeres que dejan atrás este siglo y este milenio, y se
proyectan a un nuevo mundo».
«Los humanistas sienten que su historia es muy larga y que su
futuro es aún más extendido. Piensan en el porvenir,
luchando por superar la crisis general del presente. Son optimistas,
creen en la libertad y en el progreso social».
«Los humanistas son internacionalistas, aspiran a una nación
humana universal. Comprenden globalmente al mundo en que viven y
actúan en su medio inmediato. No desean un mundo uniforme
sino múltiple: múltiple en las etnias, lenguas y costumbres;
múltiple en las localidades, las regiones y las autonomías;
múltiple en las ideas y las aspiraciones; múltiple en las
creencias, el ateísmo y la religiosidad; múltiple en el trabajo;
múltiple en la creatividad».
«Los humanistas no quieren amos; no quieren dirigentes ni jefes,
ni se sienten representantes ni jefes de nadie. Los humanistas no
quieren un Estado centralizado, ni un Paraestado que lo reemplace.
Los humanistas no quieren ejércitos policíacos, ni bandas
armadas que los sustituyan».
«Pero entre las aspiraciones humanistas y las realidades del
mundo de hoy, se ha levantado un muro. Ha llegado pues, el momento
de derribarlo. Para ello es necesaria la unión de todos los
humanistas del mundo».
En una de sus más recientes conferencias, Silo[13] caracteriza
al Humanismo como una actitud y una perspectiva frente a la vida, negando
que éste haya sido una filosofía. Precisamente, según
este autor, la confusión entre defensores y detractores parte de
una ubicación falsa del fenómeno y reclama un replanteo de
toda la cuestión. Por otra parte, niega que el humanismo histórico
defina con exclusivismo esa actitud que, por lo demás, se encuentra
en diversas culturas y regiones. Examinemos algunos de sus comentarios.
«Será conveniente explicitar nuestros intereses respecto
a estos temas ya que de no hacerlo se podría pensar que estamos
motivados simplemente por la curiosidad histórica o por cualquier
tipo de trivialidad cultural. El Humanismo tiene para nosotros el
cautivante mérito de ser no solo historia sino también proyecto
de un mundo futuro y herramienta de acción actual. Nos interesa
un humanismo que contribuya al mejoramiento de la vida, que haga frente
a la discriminación, al fanatismo, a la explotación y a la
violencia. En un mundo que se globaliza velozmente y que muestra
los síntomas del choque entre culturas, etnias y regiones debe existir
un humanismo universalista, plural y convergente. En un mundo en
el que se desestructuran los países, las instituciones y las relaciones
humanas, debe existir un humanismo capaz de impulsar la recomposición
de las fuerzas sociales. En un mundo en el que se perdió el
sentido y la dirección en la vida, debe existir un humanismo apto
para crear una nueva atmósfera de reflexión en la que no
se opongan ya de modo irreductible lo personal a lo social ni lo social
a lo personal. Nos interesa un humanismo creativo, no un humanismo
repetitivo; un nuevo humanismo que teniendo en cuenta las paradojas de
la época aspire a resolverlas... Empecemos por lo reconocible
históricamente en Occidente, dejando las puertas abiertas a lo sucedido
en otras partes del mundo en las que la actitud humanista ya estaba presente
antes del acuñamiento de palabras como ‘humanismo’, ‘humanista’
y otras cuantas del género. En lo referente a la actitud que
menciono y que es posición común de los humanistas de las
distintas culturas, debo destacar las siguientes características:
1. ubicación del ser humano como valor y preocupación
central; 2. afirmación de la igualdad de todos los seres humanos;
3. reconocimiento de la diversidad personal y cultural; 4.
tendencia al desarrollo del conocimiento por encima de lo aceptado como
verdad absoluta; 5. afirmación de la libertad de ideas y creencias
y 6. repudio de la violencia».
Más adelante pasa revista a algunos prejuicios que ya se inician
con la aceptación de la palabra “humanismo”, sin comprender que
ella tuvo poco que ver con la actitud humanista. «...en realidad
la actitud humanista había comenzado a desarrollarse mucho antes
y esto podemos rescatarlo en los temas tratados por los poetas goliardos
y por las escuelas de las catedrales francesas del siglo XII. Pero
la palabra ‘umanista’, que designó a un cierto tipo de estudioso,
recién comenzó a usarse en Italia en 1538. En este
punto remito a las observaciones de A. Campana en su artículo: The
Origin of the Word ‘Humanist’, publicado en 1946. Con lo anterior
estoy destacando que los primeros humanistas no se reconocían a
sí mismos bajo esa designación que, en cambio, tomará
cuerpo mucho más adelante. Y aquí habría que
consignar que palabras afines como ‘humanistische’ (‘humanístico’),
de acuerdo con los estudios de Walter Rüegg, comienzan a usarse en
1784 y ‘Humanismus’ (‘humanismo’) empieza a difundirse a partir de los
trabajos de Niethammer de 1808. Es a mediados del siglo pasado, cuando
el término ‘humanismo’ circula en casi todas las lenguas.
Estamos hablando, por consiguiente, de designaciones recientes y de interpretaciones
de fenómenos que seguramente fueron vividos por sus protagonistas
de un modo muy diferente a como los consideró la historiología
o la historia de la cultura del siglo pasado».
Luego retoma la cuestión humanista en el momento actual.
«Dijimos que los filósofos de la existencia reabrieron el
debate sobre un tema que parecía muerto. Pero este debate
partió de considerar al humanismo como una filosofía cuando
en realidad nunca fue una postura filosófica sino una perspectiva
y una actitud frente a la vida y las cosas. Si en el debate se dio
por aceptada la descripción del siglo XIX, no es de extrañar
que pensadores como Foucalt hayan acusado al humanismo de estar incluido
en ese relato. Tal vez la discusión estuvo basada en la posición
del existencialismo que planteó la cuestión en términos
filosóficos. Viendo estas cosas desde la perspectiva actual
nos parece excesivo aceptar una interpretación sobre un hecho como
el hecho mismo y, a partir de ello, atribuir a éste determinadas
características. Althusser, Lévi-Strauss y numerosos estructuralistas
han declarado en sus obras su antihumanismo, del mismo modo que otros han
defendido al humanismo como una metafísica o, cuando menos, una
antropología... En realidad, el humanismo histórico
occidental no fue en ningún caso una filosofía, ni aún
en Pico de la Mirándola o en Marsilio Ficino. El hecho de
que numerosos filósofos estuvieran incluidos en la actitud humanista
no implica que ésta fuera una filosofía. Por otra parte,
si el humanismo renacentista se interesó por los temas de la ‘filosofía
moral’ debe entenderse a esa preocupación como un esfuerzo más
por desbaratar la manipulación práctica que en ese campo
efectuó la filosofía escolástica medieval. Desde
esos errores en la interpretación del humanismo, considerado como
una filosofía, es fácil llegar a cualquier postura.
Así las cosas, autores como Lamont han definido sus humanismos como
naturalistas y antiidealistas afirmando el antisobrenaturalismo, el evolucionismo
radical, la inexistencia del alma, la autosuficiencia del hombre, la libertad
de la voluntad, la ética intramundana, el valor del arte y el humanitarismo.
Creo que éstos tienen todo el derecho en caracterizar así
a sus concepciones pero me parece un exceso sostener que el humanismo histórico
se haya movido dentro de esas direcciones. Por otra parte, pienso
que la proliferación de ‘humanismos’ en los años recientes
es del todo legítima siempre que éstos se presenten como
particularidades y sin la pretensión de absolutizar al Humanismo
en general. La discusión filosófica con un humanismo
histórico y, además localizado, ha sido mal planteada.
El debate recién comienza ahora y las objeciones del Antihumanismo
tendrán que justificarse ante lo que hoy plantea el Nuevo Humanismo
universalista. Debemos reconocer que toda esta discusión ha
sido un tanto provinciana y ya lleva bastante tiempo este asunto de que
el Humanismo nace en un punto, se discute en un punto, y tal vez se quiera
exportar al mundo como un modelo de ese punto».
Y comenta irónicamente: «...concedamos que el ‘copyright’,
el monopolio de la palabra ‘humanismo’, está asentado en un área
geográfica. De hecho hemos estado hablando del humanismo occidental,
europeo y, en alguna medida, ciceroniano. Ya que hemos sostenido
que el humanismo nunca fue una filosofía sino una perspectiva y
una actitud frente a la vida, ¿no podremos extender nuestra investigación
a otras regiones y reconocer que esa actitud se manifestó de modo
similar? En cambio, al fijar al humanismo histórico como una
filosofía y, además, como una filosofía específica
de Occidente no sólo erramos sino que ponemos una barrera infranqueable
al diálogo con las actitudes humanistas de todas las culturas de
la Tierra. Si me permito insistir en este punto es no sólo
por las consecuencias teóricas que ha tenido la postura antes citada,
sino por sus derivaciones negativas en la práctica inmediata».
¿Qué nos ha dejado el prejuicio de una supuesta filosofía
humanista? Silo explica que «en el humanismo histórico,
existía la fuerte creencia de que el conocimiento y el manejo de
las leyes naturales llevaría a la liberación de la humanidad.
Pero hoy hemos visto que existe una manipulación del saber, del
conocimiento, de la ciencia y de la tecnología. Que este conocimiento
ha servido a menudo como instrumento de dominación. Ha cambiado
el mundo y se ha acrecentado nuestra experiencia. Algunos creyeron
que la religiosidad embrutecía la conciencia y para imponer paternalmente
la libertad, arremetieron contra las religiones. Hoy emergen violentas
reacciones religiosas que no respetan la libertad de conciencia.
Ha cambiado el mundo y se ha acrecentado nuestra experiencia. Algunos
pensaron que toda diferencia cultural era divergente y que había
que uniformar las costumbres y los estilos de vida. Hoy se manifiestan
violentas reacciones mediante las cuales las culturas tratan de imponer
sus valores sin respetar la diversidad. Ha cambiado el mundo y se
ha acrecentado nuestra experiencia. Y hoy, frente a esta trágica
sumersión de la razón, frente al crecimiento del síntoma
neoirracionalista que parece invadirnos, todavía se escuchan los
ecos de un racionalismo primitivo en el que fueron educadas varias generaciones.
Muchos parecen decir: ‘¡Razón teníamos al querer acabar
con la religiones, porque si lo hubiéramos logrado hoy no habría
luchas religiosas; razón teníamos al tratar de liquidar la
diversidad porque si lo hubiéramos logrado no se encendería
ahora el fuego de la lucha entre etnias y culturas!’ Pero aquellos
racionalistas no lograron imponer su culto filosófico único,
ni su estilo de vida único, ni su cultura única, y eso es
lo que cuenta. Sobre todo cuenta la discusión para solucionar
estos serios conflictos hoy en desarrollo. ¿Cuánto
tiempo más se necesitará para comprender que una cultura
y sus patrones intelectuales o de comportamiento no son modelos que la
humanidad en general deba seguir? Digo esto porque tal vez sea el
momento de reflexionar seriamente sobre el cambio del mundo y de nosotros
mismos. Es fácil pretender que cambien los otros, sólo
que los otros piensan lo mismo. ¿No será hora de que
comencemos a reconocer al ‘otro’, a la diversidad del ‘tú’?
Creo que hoy está planteado con más urgencia que nunca el
cambio de mundo y que este cambio para ser positivo es indisoluble en su
relación con el cambio personal. Después de todo, mi
vida tiene un sentido si es que quiero vivirla y si es que puedo elegir
o luchar por las condiciones de mi existencia y de la vida en general.
Este antagonismo entre lo personal y lo social no ha dado buenos resultados,
habrá que ver si no tiene mayor sentido la relación convergente
entre ambos términos. Este antagonismo entre las culturas
no nos lleva por la dirección correcta, se impone la revisión
del declamativo reconocimiento de la diversidad cultural y se impone el
estudio de la posibilidad de convergencia hacia una nación humana
universal».
Silo termina la conferencia mencionada con estas palabras: «No
estamos nosotros para pontificar acerca de quién es o no es un humanista
sino para opinar, con las limitaciones del caso, acerca del Humanismo.
Pero si alguien nos exigiera definir la actitud humanista en el momento
actual le responderíamos en pocas palabras que “humanista es todo
aquel que lucha contra la discriminación y la violencia, proponiendo
salidas para que se manifieste la libertad de elección del ser humano”».
[1] W. Luypen: De fenomenologie is een Humanisme, Amsterdam, 1966.
[2] Viktor Frankl. Psicoterapia y Humanismo, Fondo de Cultura Económica,
México, 1982, pág. 57.
[3] “Our revolution is a Humanist revolution. We have decided
to wage a struggle against imperialism, neo-colonialism, fascism and racism
on the one hand; and hunger, poverty, ignorance, disease, crime and exploitation
of man by man on the other. This is what our revolution is all about.
Remember that the most important thing to this nation is Man. Man
you, Man me, and Man the other fellow. Everything we say and do revolves
around Man. Without him there can be no Zambia, there can be no nation.
That is why we believe in Humanism. That is why we say Man is the
centre of all activities”. Lusaka, 20/11/80.
[4] El término es de K. Jaspers.
[5] Mijail Gorbachov. Informe publicado bajo el título Una revolución
en la URSS. Anteo, Buenos Aires 1987, pág. 151.
[6] Progress Publishers, Moscú 1986.
[7] Presentación de la conferencia de Silo sobre La religiosidad
en el mundo actual, efectuada por la Dra. N. Otero en la Casa
Suiza, Buenos Aires 06/06/86.
[8] Referencia al opúsculo Acerca de lo Humano. En ese
trabajo, Silo establece distinciones entre la comprensión del fenómeno
humano en general y el propio “registro” de la humanidad en otros.
Buenos Aires 01/05/83.
[9] Referencia a la conferencia de Silo, pronunciada en ocasión
de la presentación de El Paisaje Interno por editorial Bruguera,
en la VIII Feria Internacional del Libro en Buenos Aires, el 10/04/82 y
publicada luego por Ediciones del Centro de Investigaciones Literarias
de Madrid el 10/01/83, bajo el título de En torno a El Paisaje Interno,
pág. 45.
[10] Editorial Planeta, Buenos Aires, 1991.
[11] Silo. Lettere ai miei amici, Multi Image, Milán, 1994.
Pág. 132.
[12] Los parágrafos del Documento son los siguientes: 1.
El capital mundial; 2. La democracia formal y la democracia real;
3. La posición humanista; 4. Del humanismo ingenuo al
humanismo consciente; 5. El campo antihumanista y 6.
Los frentes de acción humanista.
[13] Silo. Qué entendemos hoy por Humanismo Universalista?
Conferencia publicada en el Anuario 1994. Centro Mundial de Estudios
Humanistas. Edición simultánea en ruso y español.