LA VIDA DE CERVANTES
Antes de que comencemos la lectura de El Quijote, que seguiremos sobre todo al comienzo con cierto detenimiento, voy a decir algunas palabras sobre la época y las circunstancias de la vida de Cervantes, y a recordar algunas generalidades sobre la significación histórica de la obra.
Cervantes nació en 1547 y murió en 1616. Su vida transcurre en el período más brillante del siglo XVI y comienzos del siglo XVII en España; le toca vivir el final del reinado de Carlos V, todo el reinado de Felipe II, y parte del reinado de Felipe III. La vida de Cervantes pertenece en una forma muy estrecha a las condiciones de una época en la que se produce una extraordinaria conmoción en todos los órdenes de la vida española y europea en general, ya que corresponde a la consolidación de la economía capitalista. En ese momento ya se habían producido todos los grandes descubrimientos geográficos y se había organizado la navegación, el comercio, y en cierto modo también, el mercado mundial.
El establecimiento de las condiciones económicas capitalistas significaba una transformación muy notable en relación con las condiciones de vida del feudalismo. El mundo medieval -y este punto nos interesa de manera muy particular para el estudio de El Quijote- se había visto profundamente conmovido en múltiples sentidos, y la historia había comenzado a adquirir un nuevo ritmo.
La edad media había sido, sin duda, sacudida por grandes acontecimientos políticos y militares: las cruzadas, las grandes invasiones de los mongoles, etc.; el mapa de Europa se había transformado muchas veces, si lo consideramos desde un punto de vista político: el imperio de Carlomagno y los imperios fundados por Atila y Gengis Kan. Pero las transformaciones se producían principalmente en la superficie de la sociedad. La historia en esa época era supremamente estática desde el punto de vista del cambio de las costumbres, de la vida y las tradiciones de las gentes; de los progresos de la técnica y de las formas de producción; de la transformación de las relaciones de producción, o de la movilidad de las clases sociales que componen la estructura social de la época: las formas fundamentales de la relación entre los señores de la tierra y los siervos, por ejemplo, permanecieron estáticas.
Desde que el cristianismo se extendió por toda Europa, durante el último período del imperio romano, la ideología se había transformado muy poco durante el período medieval. Son muy importantes la formación y el desarrollo dentro del cristianismo de ciertas tendencias que eran relativamente innovadoras, como por ejemplo la escolástica en el siglo XII, en especial a partir de la obra de santo Tomás de Aquino, o mucho antes cierta recuperación del pensamiento griego en la obra de san Agustín. La obra de santo Tomás, si bien no recogía de Grecia sino el silogismo y las formas de la lógica aristotélica -lo que era sin duda una conquista muy notable-, significaba un impulso ya que la teología contiene, desde esa época, las formas fundamentales de la razón teórica que va a desarrollar posteriormente la filosofía. Pero la unidad espiritual de Europa durante la égida cristiana, así como la centralización en Roma, se mantenían intactas básicamente durante todo este período, a pesar de notables transformaciones y antecedentes.
Desde el punto de vista del desarrollo científico
se había producido un inmenso receso en la edad media, período
durante el cual el pensamiento cristiano fue profundamente represor de
la ciencia. Algunas de las concepciones que para nosotros hoy en día
son evidentes se consideraban una herejía, y en algunos textos como
la peor herejía. Desde los griegos hasta finales del siglo XVI,
y después incluso, se había producido un estancamiento muy
profundo en las ciencias exactas. Las matemáticas griegas habían
llegado tan lejos que a comienzos del siglo XVII, Europa no tenía
propiamente ningún avance que presentar sobre la Grecia antigua.
Todavía en 1614, al final de la vida de Cervantes, se descubrían
textos griegos que eran aportes en matemáticas casi dos mil años
después. También otros sectores de la ciencia habían
quedado estancados en el punto en que los griegos los habían dejado,
como la física hasta Galileo, o la anatomía hasta el Renacimiento.
En otros campos de la ciencia sí hubo aportes importantes, como
en la lingüística, pero ni en las ciencias exactas, ni en las
ciencias naturales, la edad media produjo algo nuevo. .
En algunos aspectos, incluso, más bien se había presentado
un retroceso con respecto a lo que los griegos sabían, como es el
caso de la astronomía. Para los hombres del siglo XVI, la noción
de la redondez de la Tierra era algo revolucionario; para los griegos como
Zenón y sobre todo Aristarco de Samos, por el contrario, había
sido un punto de partida. Los griegos habían hallado no solamente
la idea de la redondez de la Tierra sino también calculado sus dimensiones
con una exactitud muy aproximada, hasta el punto de que habían encontrado
un sistema para medir la distancia de la Tierra a la Luna. En algunos sentidos,
pues, lo que hubo en este período no fue un estancamiento -eso sería
benigno- sino un inmenso retroceso. Los ideales y las posibilidades propias
de la filosofía griega estuvieron, por decirlo así, contenidos
en sus desarrollos durante todo este período.
España es un país que cuenta en el siglo XVI con un imperio como no había otro en el mundo. Durante el reinado de Felipe II, España y Portugal forman un solo país cuyo dominio se extiende desde la Patagonia hasta los Estados Unidos; cuenta también con parte de las Indias Orientales, parte de Italia y los Países Bajos (lo que hoy son Holanda y Bélgica). Se trataba de un imperio verdaderamente gigantesco, que requería un inmenso poderío militar para poderlo sostener; sin embargo, al mismo tiempo era un país relativamente atrasado desde el punto de vista económico.
La llegada del oro americano produjo una verdadera conmoción durante un larguísimo período, y paradójicamente contribuyó a la ruina española. En un breve tiempo, durante el siglo XVI, llegó a la sola España más oro del que toda Europa había acumulado en los ocho siglos anteriores, para no hablar de la plata del Potosí y de las minas de Guanajuato (México). El oro se enviaba en forma de grandes remesas e invadía la sociedad por todos sus poros. Al principio era más bien el producto de un inmenso robo de lo que habían acumulado las civilizaciones americanas; luego fue el resultado de la producción esclavista en las minas. El oro no se cambiaba por productos industriales, no servía tampoco para acumular en el sector más productivo, sino que llegaba a los sectores más derrochadores. Se usaba para mantener inmensos ejércitos que debían defender un imperio pero sin producir nada. España llegó a tener una población improductiva verdaderamente escandalosa, no sólo en el sentido militar sino también en el religioso. En un país con menos de diez millones de habitantes, había más de un millón de religiosos, y a todos les llegaban los diezmos que les permitían gastar sin producir nada.
El oro se regó por el resto de Europa porque
España compraba. Las mercancías españolas se volvieron
carísimas con respecto a las francesas, a las inglesas y a las de
otros países porque los salarios también subían. Carlos
V y Felipe II promulgaron leyes muy drásticas para evitar el contrabando.
A quien se le comprobara que había sacado oro de España,
no solamente se le condenaba a muerte, sino que se le ahorcaba en público,
se le exponía por varios días, y se le expropiaban sus hijos.
No obstante, a pesar de la drástica legislación sobre el
contrabando, el oro salía de España. El primero que contrabandeaba
era el gobernante que dictaba esas leyes, puesto que con ese mismo oro
podía comprar naves y telas en Inglaterra, más fácilmente
y en mayor cantidad que en España, que se utilizaban para montar
la Armada Invencible, vencida en su primera batalla contra Inglaterra.
No había, pues, un equilibrio entre el poderío
militar y el poderío económico de España. La dificultad
de la situación significaba además un manejo del imperio
supremamente burocrático. Todo debía vigilarse y controlarse.
Las riquezas de ese imperio llegaban en primer término a un solo
sitio, Sevilla, que se convirtió en una especie de Babilonia, en
el sentido que nosotros le damos a este nombre en la tradición bíblica.
Todas las expediciones que salían desde España, en dirección
a los puertos de América, tenían que reunirse allí
primero y hacer sus contabilidades. España, como decimos groseramente,
se ganó la «rifa del tigre» con el imperio que conquistó
en América. El Dorado, una cosa que les pareció maravillosa,
fue una ruina.
No hay que creer, como algunos han dicho, que la difícil situación de España era la consecuencia de los errores cometidos por los economistas españoles asesores de Carlos V o de Felipe II. Si Inglaterra en los siglos XVII y XVIII se dio el lujo de mantener una política liberal con sus colonias del norte de América, eso no se debía a que los ingleses fueran más lúcidos o más liberales, sino a que Inglaterra era el mejor vendedor y el mejor comprador del mundo; no requería tantos chequeos de aduana, ni tanta burocracia, ni tantas leyes contra el contrabando. España, por el contrario, sí los necesitaba. En una época el 90% de las mercancías que España vendía en América no eran españolas, sino compradas por España en otros países de Europa. Naturalmente que el contrabando resultaba muy atractivo porque todo el mundo tenía interés en traer las mercancías directamente, y no a través de España.
Algunos subjetivistas se imaginan que el temperamento receloso y ultraburocrático de Felipe II determinó la forma del imperio español, pero esta idea es insostenible. El imperio estaba condicionado por las circunstancias en que vivía. España vendía aceites y metales en bruto que luego volvía a comprar en forma de herramientas, y adquiría manufacturas como cualquier país subdesarrollado, un país subdesarrollado con el imperio más grande del mundo y que tenía que sostener su poderío con base en el preciado metal. No podía dejar el oro adentro, cualquiera que fuera la legislación.
Otro fenómeno notable de esta época es el resurgimiento extraordinario de la esclavitud. En la Europa medieval la esclavitud había decaído casi hasta la extinción, pero a partir del siglo XVI se incrementa de nuevo en una escala extraordinaria. El mercado de esclavos tuvo un desarrollo desconocido anteriormente. El capitalismo impulsó al comienzo la forma esclavista de producción no sólo en España, sino también en las colonias de Francia y de Inglaterra, lo mismo que en el sur de los Estados Unidos.
El capitalismo se lanzó durante siglos, y
con diversas ideologías, en esa nueva aventura de la esclavitud.
En la España del siglo XVI, la discusión de la esclavitud
se hacía en términos teológicos; en Inglaterra, un
poco después, se hacía en términos liberales. Los
liberales declaraban que el que se opusiera a la esclavitud -eran muy pocos
los que lo hacían- se oponía con ello a una de las libertades
fundamentales del hombre: la libertad de comercio. Pero las ideologías
son en realidad mucho más elásticas de lo que se piensa.
Los liberales descubrieron en Colombia, en Norteamérica, o en Inglaterra,
que la esclavitud era incompatible con su alto concepto de la libertad
humana, pero cuando dejó de ser negocio; no antes. De la misma manera,
cristianos de diversas corrientes, católicos o protestantes, descubrieron
en el siglo XIX que la esclavitud era incompatible con el concepto cristiano
de la libertad humana, pero se demoraron tres siglos en descubrirlo y durante
ese tiempo desarrollaron la esclavitud en todos los estados cristianos,
como puede verse en la historia de Colombia. Cualquiera podría decir
que durante ese largo período la doctrina no estaba bien interpretada
del todo, pero la verdad es que se acomodaba a las circunstancias de la
época o, mejor dicho, estaba interpretada más bien por la
época que por los teólogos.
El siglo XVI en España, por otra parte, es una época
muy curiosa, ya que se combinan las más diversas circunstancias:
España es el país de la fe, el gran evangelizador pero, según
las circunstancias, podía entrar en disputa con el Vaticano. Las
condiciones ideológicas en la edad media se ajustaban relativamente
bien a las condiciones de vida y a las costumbres, así fueran cuestionadas
durante el siglo XVI por las enormes transformaciones que hemos visto.
Esta situación planteaba un problema muy íntimamente cervantino:
el problema de qué es, entonces, la locura, y qué es la razón.
Desde el punto de vista social, el fenómeno
más nuevo que se produjo en esta época, además del
crecimiento de las ciudades, que en ese momento duplicaban en poco tiempo
su población (sobre todo en España, en que la vida urbana
se desarrollaba a un ritmo extraordinariamente acelerado, como ocurre ahora
entre nosotros), fue el surgimiento de nuevos grupos y nuevas clases sociales,
y una muy grande movilidad de las clases, como se dice ahora, con respecto
a la época anterior.
Un fenómeno relativamente nuevo en este sentido
es la ruina de los nobles, o de los hidalgos venidos a menos, que a consecuencia
de su fracaso están buscando una concesión, encomienda o
algún nombramiento cortesano. Esas ruinas se producían en
gran parte a causa de la inflación, porque ingresaba dinero durante
un largo período en una proporción muchísimo mayor
de lo que se ampliaba la producción de mercancías. Naturalmente,
al haber más dinero con qué comprar las mismas mercancías
de antes, éstas se ponían carísimas. Según
las costumbres anteriores a la época de Cervantes, los arriendos
se pactaban a muy largo plazo, de tal manera que a medida que crecía
la inflación ese arriendo se convertía en una renta ínfima
para el señor terrateniente, mientras que los nuevos grupos de productores
de manufacturas o artesanos podían elevar como quisieran los precios
de sus productos, mientras subían todos los otros precios, especialmente
en España.
Los señores perdieron la posibilidad de mantener
su antiguo nivel y de sostener sus propios ejércitos. La movilidad
de las clases operaba en varias direcciones. No solamente había
posibilidades de ascenso nuevas e inauditas, hasta el punto de que un desconocido,
y hasta un excarcelado, podía convertirse en un gran señor,
sino también de descenso: un gran señor podía resultar
arruinado y endeudado, porque debía mucho más de lo que producían
sus rentas. El dinero creaba nuevos poderes, a veces superiores en algunas
regiones a los de los mismos reyes de España.
En el período feudal, por el contrario, las
clases estaban muy definidas y entre ellas había muy poca movilidad.
En este sentido el nacimiento era decisivo. Quien nacía siervo tenía
más o menos trazados el camino y el estilo de su vida, el tipo de
trabajo, el círculo de sus relaciones posibles, el tono en que debía
hablar y el círculo dentro del que iba a amar. Lo mismo ocurría
con el que nacía en las altas capas del feudalismo. De esta manera,
el nacimiento funcionaba ya en cierto modo como un destino.
En la nueva época aparece otro sentido de
la aventura. En la edad media hay aventuras, como por ejemplo las que relatan
las novelas de caballería que cuestionan la suerte de un personaje,
si va a morir o no, si va a triunfar o no en un combate. El caballero andante
era generalmente un hidalgo, es decir, un hermano menor de una familia
de nobles, no heredero, que en lugar de tomar los hábitos -porque
los hermanos menores tenían esa otra posibilidad- prefería
ser caballero andante y por esa vía podía tener muchas aventuras;
pero su estatus, su significación social y el trato que esa significación
determinaba para él y para los otros no estaban en cuestión
en la aventura en que ganara o perdiera un combate particular. Que un personaje
oscuro, semidesconocido, de origen poco destacado, un joven de Córcega,
resulte ser emperador de media Europa como Napoleón, no era propio
de la época. El sentido de la aventura no era propiamente la transformación
repentina de la situación social de un personaje, o el surgimiento
de un grupo con una significación o con unas costumbres nuevas.
La vida tenía, pues, una determinación muy grande.
El sentido de la aventura se transforma por completo
cuando gentes de orígenes desconocidos y algunos prófugos
de la justicia o desempleados llegan a América y encuentran tesoros
aborígenes, y se convierten en grandes señores encomenderos
y adoptan las costumbres del gran señorío o regresan a España
llenos de oro, en medio de esa España tan necesitada de tributos,
en busca de cambiarlo por algo de nobleza, puesto que los títulos
se vendían ya.
Cervantes vive en esta época. Las circunstancias
particulares de su vida no nos dan ni mucho menos la clave de su obra,
pero hay indicios de que se adaptó en una forma muy personal a esas
grandes transformaciones. Cervantes era hijo, según dicen los historiadores,
de un cirujano. Pero cirujano no quería decir entonces lo mismo
que ahora, sino que era una forma de artesanía (ser cirujano era
casi como ser barbero). A los pocos años se alista y se va a Italia
con el cardenal Acquaviva, donde lo encontramos durante algún tiempo
como soldado español; allí había muchos soldados españoles,
pues gran parte de Italia era territorio español.
Probablemente el humanismo renacentista italiano influyó mucho en su cultura y en su formación, aunque lo que se conoce efectivamente sobre su vida en Italia es muy poco. Sabemos que participó en la batalla de Lepanto porque él mismo lo cuenta en todas las partes donde lo puede incluir, venga o no a cuento: que fue muy heroico en esa oportunidad; que estaba enfermo y por eso tenía derecho a quedarse fuera del combate, pero que participó en él y perdió la movilidad de la mano izquierda. La intervención en esta batalla parece haberlo enorgullecido enormemente durante toda su vida. Así comienzan las formas particulares de la aventura de Cervantes.
La batalla de Lepanto se consideraba una inmensa epopeya en el mundo cristiano de la época, puesto que fue una de las acciones más afortunadas para los países del mundo cristiano mediterráneo que se enfrentaron a los turcos. Sin embargo, las consecuencias no fueron nada religiosas: las mismas flotas que vencieron a los árabes se enfrentaron entre sí en seguida por sus propios intereses, pero de todas maneras se consideraba la batalla más extraordinaria.
Cervantes obtuvo cartas de recomendación muy especiales de don Juan de Austria, quien había comandado la batalla, y del duque de Sessa, pero esas recomendaciones fueron terriblemente perjudiciales para él. Cuando viajaba hacia España con esas cartas a reclamar un ascenso en la capital, fue tomado prisionero por los turcos, y llevado a Argelia. Los turcos que leyeron las cartas de recomendación se imaginaron que se trataba de un príncipe importantísimo y pusieron como condición para liberarlo un rescate elevadísimo, pero la familia de Cervantes era muy pobre y no tenía la menor posibilidad de pagarlo. Las recomendaciones que le dieron le costaron cinco años de presidio. En el momento en que creía elevarse a la cima y llegar como triunfador a España, cae prisionero en Argelia en una situación casi sin salida durante un largo período de su vida.
En Argelia participa, de manera supremamente valiente
como en Lepanto, en diversos intentos de fuga que fracasaron generalmente
por delación. Se sabe que se negó a delatar a sus compañeros
y que echó sistemáticamente sobre sí toda la responsabilidad
de los planes de fuga, lo que por supuesto no lo ayudaba en nada. Cuando
finalmente logra la libertad, llega en la ruina a una familia cuya propia
ruina él mismo había contribuido a producir por la necesidad
del rescate.
En esa época se estaba construyendo la Armada
Invencible, empresa para la cual Cervantes consigue un puesto público
de revisor de impuestos y de tributos. Fue excomulgado por la Inquisición
por haber exigido algunos bienes que pertenecían a la Iglesia, según
parece, o al menos según la Inquisición, y luego encarcelado
porque su contabilidad no estaba clara. Los historiadores españoles
generalmente dicen que son bárbaras calumnias, pero no se sabe nada.
De la cárcel de Argel volvió, pues, a la cárcel de
España.
De su vida matrimonial tampoco sabemos mucho. Pocos
meses después de casarse nace una hija natural que había
tenido con otra señora, a la que luego adoptó. Luego vive
con unas hermanas y con su hija natural. Parece que la mujer se quedó
en Esquivias, el lugar donde se había casado. Años más
tarde lo encontramos en Madrid, a cargo de una familia numerosa y muy pobre.
Un poco más tarde se presenta otro acontecimiento infortunado: frente
a su casa ocurre un asesinato. Se sospecha que alguno de los inquilinos,
entre ellos él, pudiera estar comprometido porque el asesinado había
tenido supuestamente relaciones con su hija -esto no se sabe- y por este
motivo regresa a la cárcel.
En medio de una y otra desventuras va produciendo
su obra literaria, con muy poca fortuna. Insiste en el teatro sin mucho
éxito. Nadie quiere saber nada de sus dramas y de sus comedias.
Insiste como poeta. Escribe La Galatea y la publica, pero no tiene buena
aceptación. A los 50 años lo encontramos envejecido y encarcelado,
con una vida que parece, en pocas palabras, un fracaso, en una situación
muy parecida a la de don Quijote a la misma edad en el momento en que decide
hacer su primera salida. En cierto modo Cervantes también sale,
y escribe El Quijote, en ese período ya tardío de su vida,
decepcionado y desengañado. Algo del humor negro y de la melancolía
del Quijote debe sin duda proceder de ahí, ya que son muy sugerentes
las palabras del prólogo que se refieren a eso.
La aventura de don Quijote comienza de una manera
muy próxima a la vida de Cervantes: un hombre solo, hidalgo, venido
a menos, con una pequeña hacienda como nos la describe al comienzo,
que no parece resignarse a que su vida termine allí, en ese silencio
y en ese olvido. Se ha llenado la cabeza con toda clase de glorias imaginarias,
con las narraciones de grandes aventuras, y «da en la más
extravagante idea», como dice Cervantes, de que todo aquello que
ha sido el sueño de su vida, y que ha entrado en un contraste tan
notable con su existencia, se vuelva realidad. Todos esos libros en que
ha pensado y creído tanto son llamados a la vida y hace su primera
salida, en un sentido muy fuerte del término: sale de la rutina
de su vida, de su casa, de sus comidas. Todo eso nos es descrito. Don Quijote
es la imagen del hombre no resignado, en el momento en que ya parece no
tener nada más que hacer, cerca de los 50 años. Ni siquiera
se casó. Tiene en su casa un ama, una sobrina y un mozo; es más
bien pobre, como sus caballerías lo indican. Por lo demás,
ha gastado gran parte de su hacienda en el gusto por los libros de caballería.
El Quijote, pues, es un producto tardío de un hombre a quien la fortuna parecía levantar a veces, pero también golpeaba de manera sucesiva; de un hombre desengañado que, ya en el comienzo de su vejez, se siente muy fracasado. Es probable que esa desilusión haya ayudado a la escritura y a la novedad del libro, que es la historia de la negación a resignarse en el momento en que todo parece fracasado, escrita por un hombre en gran parte decepcionado y al que pareció, algunas veces, sonreír una extraña fortuna.
LA OBRA
El Quijote es una de las obras más importantes
de la literatura castellana y quizá de la literatura universal.
Con esta obra se abre el período de la novela como el género
moderno propiamente dicho. Antes de El Quijote existieron formas literarias
que se pueden parecer mucho a la novela, como los relatos de aventuras,
las historias de amor o las historias de caballería; pero lo que
nosotros llamamos novela en el sentido moderno, comienza con esta obra.
Sin duda los griegos habían escrito grandes obras literarias: las
epopeyas tal vez más extraordinarias de la historia, como La Iliada
o La Odisea; las más notables tragedias (Sófocles, Eurípides
y Esquilo); la lírica más extraordinaria; pero los griegos
no hicieron novelas. Hay algunos relatos griegos, especialmente historias
de amor semimíticas y semipastoriles que nosotros titulamos novelas,
que por lo demás son muy pocas, como Dafnis y Cloe, por ejemplo,
pero que no son novelas en el sentido de la novela cervantina y todo lo
que continúa después de ella.
La novela es la presentación de un individuo
problemático, en la que se expresan diversas perspectivas, diferentes
enfoques y formas de concebir el mundo, en juego y en contraste unos con
otros. Una misma cosa se puede describir según quien la mire, en
el cruce de diferentes perspectivas. La novela es la aventura en su sentido
fundamental. Para que haya novela es necesario que el sentido de la vida
de un personaje no esté designado de antemano. No se sabe cuál
es el desenlace de la aventura de un héroe, así sea un pobre
hidalgo arruinado y enloquecido, o una nueva figura que irrumpe en la historia.
No hay que confundir las cosas. Puede haber relatos en prosa, brillantes,
interesantes, notables en muchos sentidos, hasta el punto de que consideremos
por facilidad a sus autores como novelistas, pero que no lo son en realidad
en el sentido que yo estoy tratando de dar al concepto de novela.
Entre nosotros tenemos el caso de don Tomás
Carrasquilla, un escritor y un narrador notable, un importante cronista
de costumbres, pero no por ello un novelista. Sus personajes son muy típicos:
el arriero, la señora del pueblo, la beata, el cura de aldea, el
muchacho seminarista de San Antoñito, etc. Pero en sus descripciones
se trata siempre de la presentación de tipos. El señor Raskolnikov
de Dostoievski, que sí es un personaje de novela, cuestiona el sentido
de su vida: no sabe si va a ser una especie de Napoleón o sólo
un presidiario de Siberia; si se va a convertir en un arrepentido que retorna
a la fe de su infancia o en un racionalista moderno. Carrasquilla, por
el contrario, describe personajes cuyas vidas tienen un sentido que depende
por completo de su pertenencia, es decir, del grupo social, de la clase
y de la función a la que pertenecen. Aquí no se trata de
cruzar perspectivas distintas sobre el mundo, como vemos por ejemplo en
Tolstoi, que sí hace una gran novelística, sino de escribir
y presentar las figuras típicas de un mundo siguiendo su propio
lenguaje, desde una determinada perspectiva. Carrasquilla tiene habilidades,
sin duda; pero pasar de reconocerlas a creer que nos encontramos frente
a un novelista en el sentido de Cervantes, de Flaubert, de Balzac o de
Tolstoi, es una impertinencia. En sus relatos hay aventuras, a su modo,
pero en el sentido menor del término.
El Quijote abre, pues, una nueva época en la literatura. Con Cervantes comienza una tradición muy curiosa: cambia el concepto de héroe como personaje principal, como equivalente al hombre del gran éxito o del gran triunfo, como es el caso del héroe homérico (Ulises), que después de tener muchas y diversas aventuras retorna triunfador a Ítaca. En El Quijote de Cervantes el personaje principal, el héroe, no es ni mucho menos el gran exitoso; el personaje principal es, por el contrario, el frustrado cuyas aventuras siempre acaban mal. No es un modelo para cantarle un poema épico, ni para presentar al mundo entero como algo que debe imitarse hasta donde sea posible; tampoco es el héroe nacional, el gran formador y fundador de una nueva época política o de una nueva nación. Don Quijote no funda nada en ese sentido, ni como sabio ni como triunfador; tampoco está puesto en el primer plano el sentido de una valoración nacional.
Es evidente desde el comienzo, desde la primera página, que Cervantes no trata en absoluto de hacer un canto a don Quijote. Ya en el prólogo advierte al lector, con su manera maliciosa y socarrona, que aunque el personaje de don Quijote es su hijo, o en todo caso su hijastro, no va a tomar todas sus faltas y sus culpas por méritos, y deja al lector que juzgue. No va a cantar triunfos ni a imponer modelos a nadie. Su relación con el lector no es la del «escritor recomendador». Tampoco espera ser edificante o imponer una lección de moral; al contrario, como veremos en detalle, cruza por todas partes las perspectivas morales.
La gran aventura de la época que irrumpe con
El Quijote significa un cambio de perspectiva sobre la locura y la razón.
En otros campos también se había planteado el mismo problema,
como es el caso del Elogio de la locura de Erasmo o de la obra de Descartes
con su modificación del concepto de razón, que significa
la fundación de un nuevo racionalismo. En El Quijote la relación
entre la locura y la cordura se vuelve un verdadero tejido. Los más
cuerdos resultan muchas veces, al lado de don Quijote, verdaderos delirantes.
Un cura le llama la atención acerca de cómo es posible que
en vez de estar haciendo algo útil se ponga a hablar y a creer en
gigantes y en todas esas imaginerías. Y don Quijote le replica que
la Biblia, que no puede faltar un átomo a la verdad, nos enseña
que los hubo, y nos cuenta la historia de aquel «gigantazo de Goliat».
Cervantes teje y entrecruza las versiones. ¿Quién está
delirando allí? Y lo mismo ocurre con la contraposición entre
Sancho y don Quijote. Cuando Sancho se pone fantasioso y empieza a contar
una historia de su propio vuelo, don Quijote le advierte que si quiere
que le crea, tendrá que creer también lo que él vio
en la cueva de Montesinos. Algunos han pensado que Sancho es el personaje
principal, que lo que ocurre es que este hombre positivo tenía un
demonio y que para poderse conservar como un hombre razonable y positivo
lo arroja fuera de sí mismo y le da el nombre de don Quijote. Pero
quería tanto a su demonio, a sus aspiraciones y a sus sueños,
que le tocó seguir detrás de él en calidad de escudero.
Esta es la versión de Kafka.
Cervantes, en todo caso, no nos propone una moraleja.
En una España tan contradictoriamente moralista, la obra no podía
tomarse con la extraordinaria seriedad que tiene, puesto que de hacerlo
habría habido necesidad de preguntarle al autor por lo que podría
enseñar el libro, por la manera como podría ser edificante.
Ahora bien, como no resultaba posible tomarla como una obra edificante,
la interpretaban como una obra extraordinariamente divertida. Algunos la
consideraban bien escrita, o la tomaban como modelo de ingenio y preceptiva
para demostrar cómo se debe hacer una buena literatura, aunque muchas
veces ni se acordaban del Quijote como, por ejemplo, Gracián. Otros
contemporáneos -la mayoría- opinaban que estaba mal escrita.
En nuestro tiempo hay muchos que la declaran sencillamente mal escrita, porque no corresponde a sus nociones sobre el bello estilo lleno de florituras, confituras literarias, adornos y metáforas o, como decía Borges, «tecniquerías literarias». Entonces dicen que es una prosa muy dispareja. Pero precisamente su gracia consiste en poder describir el mismo mundo con dos miradas distintas, cruzando perspectivas. El mismo bosquecillo al que llegan don Quijote y Sancho es descrito de dos maneras distintas: el uno huele por aquí y por allá y se fija dónde puede dormir con cierta comodidad; el otro ve las estrellas contra las ramas y recuerda que algún personaje se acordó de su amada en una noche estrellada como esa. Ambos están en el mismo bosquecillo y dos prosas distintas lo describen. Por eso, entonces, los críticos literarios que tienen sus normas, su ética y sus «etiquetas literarias», dicen que es una prosa dispareja. Por el contrario, se trata de una prosa extraordinariamente variada.
Uno de los problemas que más han atormentado a la crítica durante varios siglos de ejercicio sobre este texto es determinar en qué consiste la extraña pasión o locura de don Quijote. La vía más apropiada para una indagación sobre este problema es llevar a cabo una investigación lo más ceñida al texto que sea posible. Las investigaciones puramente ideológicas son múltiples y muy conocidas muchas de ellas.
Algunos han sostenido la tesis de que el autor quiere hacer una comedia para burlarse del idealismo y para oponerle fríamente una realidad, frente a la cual hace fracasar una y otra vez a su héroe. En esta versión Cervantes sería entonces un realista, enemigo del idealismo exaltado. Otros han pensado, por el contrario, que Cervantes no escribió propiamente una comedia, como se desprendería de la versión anterior, sino más bien una tragedia en la cual las nobles aspiraciones, la más alta moral y las decisiones más grandes se encontrarían con una realidad inferior a ellas. Don Quijote, en esta versión, se convierte en un santo que mantiene la dignidad de sus decisiones contra el mundo y contra todos los fracasos. En este último sentido hay una multiplicidad de interpretaciones que incluso se contradicen. Algunos toman partido directamente contra Cervantes, como un autor indigno de su personaje y como un mezquino pensador que produjo a su pesar un hombre sensacional, don Quijote, pero que no está a su altura. Tal es el caso de Unamuno, entre otros.
Todas estas interpretaciones parten de un supuesto
equivocado. No conciben El Quijote como una exploración de Cervantes,
sino como una manera de ejemplificar una idea que el autor ya tenía
en la cabeza de antemano y para cuya exposición escribió
un volumen lleno de ejemplos. Este tipo de interpretación es un
error. El Quijote es un riesgo y una exploración y no la ejemplificación
de una idea que tenía Cervantes en la cabeza. Si uno opta por imaginarse
que Cervantes piensa o se identifica con Sancho o con don Quijote, encuentra
el libro continuamente contradictorio. Yo no creo que valga la pena desarrollar
largas discusiones ideológicas en este sentido sino cambiar de orientación:
explorar directamente el texto.
Lo primero que nos encontramos en El Quijote es
la decisión del personaje de salir y de ejercitarse en todo lo que
había leído acerca de la manera como los caballeros andantes
se ejercitaban. La pasión fundamental de don Quijote es hacer entrar
los libros en la vida o, dicho al contrario, traducir todo lo que le pasa
a los términos de los libros; imponer un texto a toda su experiencia.
Don Quijote no somete a un mentís la experiencia, porque el texto
en que él vive y al cual quiere someter la realidad puede, como
en realidad ocurre con todos los textos, responder a cualquier eventualidad.
Si resulta, por ejemplo, que los molinos de viento no eran los gigantes
que él se imaginaba, el texto contiene también la eventualidad
de que un encantador enemigo suyo los hubiera convertido en molinos de
viento. Cualquier cosa que le ocurra, afortunada o infortunada, no puede
hacer más que corroborar el texto.
La verdadera pasión de don Quijote es reconocerse en lo ya escrito. El éxito o el triunfo puede o no llegar, y si lo hace es por añadidura. Sentirse abandonado por una amada imaginaria no es muy doloroso, mientras logre recordar algún caballero andante que también estuvo en ese trance o hizo penitencias, como también las hace él. Sentirse golpeado, o casi medio muerto, no le parece grave mientras haya un antecedente en los textos. Su verdadera pasión es reconocer un texto. Don Quijote asume la misión -que por otra parte nadie le ha dado- de buscar que en la vida real reaparezca el texto que a él lo habita: una posada cualquiera se debe traducir en términos de castillo; cualquier acontecimiento se ha de leer en términos de novela de caballería y se le deben encontrar antecedentes por todas partes. Esta característica de la obra la debemos tener presente en forma permanente en su lectura.
El Quijote sería un libro muy sencillo si
nosotros pensáramos que no se trata más que de la confrontación
simplista entre la locura y la razón, entre el sueño y la
realidad. Así se ha leído, desgraciadamente con mucha frecuencia.
Se confrontan una serie de parejas puras: el pasado (lo que ya está
escrito) con el presente (lo que ahora le está ocurriendo; el sueño
o la imaginación con la realidad; lo que don Quijote se imagina
ver con lo que está pasando; la locura con la razón. A medida
que avancemos vamos a descubrir que la cosa no es tan sencilla porque precisamente
la grandeza del libro procede de que esas parejas no son nunca simples.
La realidad que se opone al texto de El Quijote
es siempre el texto de otros, como ya lo veremos en su primer encuentro;
no es la confrontación entre un personaje que traduce todo a sus
libros de caballería y otro que no traduce nada a nada sino que
está ante los hechos mismos. Por el contrario, se trata siempre
de gentes que traducen. Don Quijote lo traduce todo a las novelas de caballería
y se encuentra, por ejemplo, con un cura que lo traduce todo a la Biblia.
La malicia del libro consiste en que pone en juego diferentes intérpretes.
Unos colectivos, que pueden reírse de él porque están
de acuerdo con la interpretación que le oponen; y unos solitarios,
que le imponen a la realidad de la España del siglo XVI unos textos
de otra época en los que ya nadie cree. La locura de don Quijote
es un fenómeno de soledad; no es sólo un fenómeno
de interpretación, sino de interpretación solitaria. Y a
veces incluso la interpretación de don Quijote es la más
justa.
No hay que creer que Sancho, por el hecho de ser
tan dado a la buena vida, al vino, a la comida y a todo lo que sea lo más
inmediato, se opone a don Quijote como un realista a un soñador.
Hay que recordar, y lo veremos en detalle, que Sancho opone al texto de
don Quijote otro texto supremamente colectivo y en parte también
delirante, como es el caso de los refranes, que también son un texto,
y una traducción de la vida a lo ya sabido y comentado. Ese «pensado»
es esa traducción solitaria a su propio discurso caballeresco. Por
lo demás don Quijote se refiere igualmente a su locura en términos
de esa misma traducción. Cuando Sancho le reclama que está
exagerando demasiado la nota, él le recuerda que también
Rolando estaba furioso y enloquecido y que también los caballeros
andantes suelen estar locos y que, por tanto, es su deber estarlo porque
él es caballero andante.
El primer paso para acceder a El Quijote es salir
de las interpretaciones simplistas tan frecuentes en ese libro, como esa
de que se está oponiendo una traducción imaginaria y loca
a una realidad efectiva evidente; lo que ocurre es que se están
confrontando textos. Dentro de la obra misma hay una multiplicidad de textos
que aparecen en una posición paralela. Los diferentes personajes
funcionan todos ellos a su modo como narradores diferentes de un mismo
acontecimiento sobre el que se entrecruzan puntos de vista distintos.
Las cosas se ponen muy graves cuando don Quijote
toma decisiones en un punto o en otro, de acuerdo con un texto de la caballería
andante, y entra en confrontación con otras interpretaciones, como
por ejemplo las normas del derecho que rigen allí, y que interpretan
el mismo fenómeno en una forma completamente diferente. En la escena
de la liberación de los galeotes, para don Quijote se trata de unos
tipos que llevan contra su voluntad, que están padeciendo una injusticia
espantosa. Para el otro texto son personas sobre las cuales ha actuado
precisamente la justicia. Cervantes se preocupa por mostrar que son dos
interpretaciones distintas de lo que está ocurriendo. En efecto,
unos señores van amarrados y muy bien vigilados; eso se puede interpretar
de varias maneras. Don Quijote lo interpreta de una manera, el juez lo
interpretó de otra y no podemos sostener de antemano cuál
interpretación es más loca, si la del juez o la de don Quijote.
La fuerza del libro se debe precisamente a que Cervantes
acentúa la locura de don Quijote, pero confrontándola con
otros textos. Para don Quijote la escritura de los textos de caballería
-la de Amadís de Gaula o cualquier otra- le confiere sentido a la
experiencia actual. La exploración de Cervantes averigua en qué
medida esa idea también es la de todo el mundo, y lo que cree estar
viendo ya lo ha recibido interpretado de una tradición y de una
escritura.
El Quijote es un libro cuya fortuna ha sido muy ambigua
y muy diversamente juzgada. Al comienzo tiene un éxito muy notable
que el propio Cervantes alcanzó a conocer, ya que en vida del escritor
se tradujo a varios idiomas. Antes de su muerte ya había aparecido
en francés y en inglés, que en esa época era un caso
único.
La significación de la obra en realidad escapó
a la época y es difícil saber en qué momento Europa
comienza a darse cuenta de la significación de El Quijote. En Alemania
probablemente hacia finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX.
En Inglaterra tal vez lo hayan comprendido al comienzo, por ejemplo Shakespeare,
pero su significación fundamental, el reconocimiento de su valor,
es un fenómeno bastante tardío. El éxito en España
se debió en gran parte a un equívoco, fue más el resultado
de una mala lectura que el signo de una comprensión de la obra misma.
Se creía que era una sátira muy graciosa contra las novelas
de caballería, aparecida muy a tiempo, en una época en que
las novelas de caballería habían pasado de moda, puesto que
cuando se produce El Quijote, ya se habían venido a menos todas
esas novelas a las que él se refiere.
Durante cierta época se generalizó el mito de la incultura de Cervantes. Ciertos historiadores románticos de la literatura quisieron producir la idea de un genio inspirado, que no sabía nada de nada por sí mismo, y que había creado una obra genial, sin saber cómo y sin entenderlo él mismo. Ese mito del genio fue la base de toda la historiografía romántica del arte, la literatura, la filosofía y la ciencia misma. Según parece por algunas cartas y por el tono de los prólogos, sobre todo el prólogo a la segunda parte, Cervantes era mucho más consciente de lo que estaba haciendo, de lo que pensaron muchos comentaristas durante un largo tiempo. Toda obra literaria de gran significación es en gran parte inconsciente y en cierto modo inagotable.
A nosotros nos llega como un libro importantísimo,
sin duda, pero que en gran parte se nos impone como una especie de modelo
de gramática, que nos tiende a alejar de la obra misma. Vamos a
tratar, pues, de olvidar la pesada capa ideológica que cubre El
Quijote, las nociones de preceptiva literaria y las ideas que han introducido
los gramáticos y todo aquello que pesa sobre él. Los estudios
de bachillerato han cubierto la obra de un espíritu de pesantez;
vamos a tratar de volver a conquistar el humor de Cervantes y la fuerza
extraordinaria de su pensamiento y de su crítica. Para empezar,
vamos a ponerle la mayor atención a la prosa y a hacerle un estudio
detallado.