El verano es ese caluroso periodo en el que
alumnos y profesores descansan unos de otros, mientras padres
e hijos se sobrellevan mutuamente a jornada completa. Aquellos
matrimonios con hijos en los que ambos cónyuges son docentes
constituyen los parias de la sociedad: nunca disponen de
vacaciones plenas. A medida que los hijos crecen en años, la
amenaza del “descanso” estival en familia alcanza dimensiones
pavorosas, llegando a todo su apogeo con la adolescencia de
los retoños. Ésas son nuestras penosas circunstancias
actuales.
Cuando los nenes eran pequeños, el veraneo era una rutina
fatigosa pero llevadera, fichando las ocho horas
reglamentarias en la playa, tras cargar todos los bártulos
como porteadores sherpas y recorrer bajo un sol de justicia
los sólo varios kilómetros que te separaban de la mayor
aglomeración humana que imaginar se pueda. Esos arenales donde
los niños aprenden lo grande y poblado que está el mundo, con
toda la diversa humanidad que se puede hacinar en tan poco
espacio. Al nene le comprabas un completo juego de obrero de
la construcción con pala, cubo y rastrillo, a la nena otro con
figuritas y gafas de sol, y tras excavar varias toneladas de
arena y transportar hectolitros de agua salada, podías confiar
en que necesitaran simultáneamente una siesta. Incluso te
quedaban fuerzas al anochecer para repasar, por aquello de que
“los críos vayan adelantados”, algunos de esos piadosos
cuadernos de vacaciones, con el que las editoriales cubrían su
estación negra. Según los niños ganaban en autonomía
locomotora y digestiva, se llegaba a poder viajar sin baca
king size y tras el regreso, en sólo once meses te recuperabas
plenamente para afrontar el siguiente verano.
Pero llega el fatídico día en el que tus obedientes y
enmadrados hijos son abducidos hacia un extraño estado
denominado adolescencia, mientras sus padres deambulan hacia
otra estación llamada desesperación. La pubertad comienza
cuando se encierran en su cuarto con un portazo para escuchar
música y salen transformados en miembros de una tribu en la
que rigen unas vestimentas estrambóticas y unas normas
grotescas. Estos especímenes púberes comparten características
comunes de la juventud de todos los tiempos, aunque han
desarrollado mutaciones propias.
Con pantalones hipercantinflados, pendientes de filibustero
y pelambreras paleolíticas, en definitiva pura moda lumpen, se
permiten llamarte antiguo por tu forma de vestir. Ocultan a
sus padres ante sus amigos, como si éstos no tuvieran sus
propios padres y hubiesen surgido como berzas o por generación
espontánea. Esta generación PlayStation son la prole Nescafé,
que reclaman el éxito instantáneo. Primero exigen el premio, y
luego ya se lo merecerán. Se creen todos que son hijos únicos,
incluso en familias numerosas: demandan toda la atención sólo
para cada uno de ellos.
Esta estirpe la forman aquellos niños del llavín en el
cuello, que cuando volvían del colegio abrían la puerta de
casa, donde sus padres no habían llegado todavía. No saben qué
fue la Guerra Fría, ni recuerdan cuando la Unión Soviética se
desintegró, y solamente han conocido una Alemania, un único
Papa,… Creen que el sida y ETA han existido toda la vida, como
el CD, el Walkman, el ordenador y casi el teléfono móvil.
Tratados como principitos en casa y en Primaria, se
transforman en déspotas domésticos y demonios escolares en
Secundaria. Frecuentemente desmotivados para todo lo que sea
el deber, se oponen sistemáticamente a recibir órdenes e
incluso en casos minoritarios adoptan actitudes violentas.
Los padres nos plegamos a su dictadura consumista, en la
que les embarcamos por ser demasiado complacientes y por
ofrecerles todo lo que creímos no haber tenido. Y luego con
fatalismo nos asombramos por la adopción fervorosa que hacen
de marcas y modas. Perplejos, atribulados y desorientados, los
padres, a veces, quisiéramos presentar la dimisión. Hemos
pecado de exceso de permisividad y empleado exclusivamente
estímulos positivos (demasiados premios). A la hora de exigir
hemos sido cada vez menos exigentes: Sólo, y a veces ni eso,
se les requiere el aprobado en los estudios.
Los profesores luchamos a brazo partido. El resultado es
esperable si consideramos que la ESO reúne turbas de
adolescentes asilvestrados e insoportables, a menudo incluso
para ellos mismos por la insatisfacción con la que viven su
transformación, por otro lado completamente necesaria para
alcanzar su madurez. Los tutores, como los padres, debemos
brindarles un apoyo incondicional y, desde la afectividad no
exenta de autoridad, evitar que cometan errores irreversibles
como elegir caminos de droga o violencia, o frustrar sus
mejores opciones de futuro personal y profesional.
La sociedad, en su conjunto, y las instituciones, los
medios de comunicación, los hábitos sociales no ayudan
demasiado. Una ciudadanía “adolescéntrica”, que elige a
prescriptores adolescentes como modelos de pensamiento y
actuación, que idolatra a cantantes o deportistas de éxito
temprano con mínimo esfuerzo, y que parece proclamar no ya que
el modelo ideal es la juventud, sino que erige a la
irresponsabilidad como pauta de actuación. Prima la cultura “teenager”,
el País de Nunca Jamás donde todos seamos “Peter Pan” para
divertirnos y ser felices.
Los adolescentes se enrocan y eligen convertirse en adultos
cada vez más lentamente. La adolescencia se extiende,
adelantándose y prorrogándose, incluso se transmuta: ya no es
una estación de paso, sino un destino terminal. Parecemos una
sociedad de “adultescentes”, y la mejor prueba son esos
parques acuáticos o temáticos, donde los padres barrigones se
convierten en “gamberros” con una felicidad vergonzosa para
los pocos lúcidos.
¿Y cómo hemos llegado hasta aquí? Reconozcámoslo: Si los
jóvenes y adolescentes han tomado el poder, es porque los
adultos se lo hemos cedido, más que porque ellos lo desearan
poseer. Del pater familias, se pasó a una equilibrada división
de la autoridad entre padre y madre, que consultaba y
escuchaba la opinión de los hijos. El autoritarismo de las
aulas y los “educastradores” fueron completamente repudiados,
por la insufrible experiencia vivida en el pasado. Pero el
péndulo no quedó ahí.
Fuimos olvidando la “educación” y pasamos a la “seducción”.
Teníamos que convencerles, cuando todavía apenas podían
discernir, y creímos que nuestro error era no motivarles,
cuando se trataba de enseñarles a asumir sus
responsabilidades. Incluso los padres y madres tratamos de
ganarnos el cariño de los hijos, aspirando a convertirnos en
sus amigos o colegas más que el embrollo de ser sus padres. De
la equilibrada igualdad entre padre y madre, y entre hijo e
hija, pasamos al erróneo igualitarismo de padres e hijos.
Perdimos la autoridad que nos correspondía, y no llegamos a
ser la referencia que ellos necesitaban, aunque no la pidieran
expresamente. Toleramos sus caprichos, y por negociar y evitar
el conflicto, cedimos a sus demandas primarias que condujeron
a la “cultura de la litrona”, llegando a un momento donde el
peligro de drogas y el riesgo de suicidios es mayor que nunca.
El sistema social y el subsistema educativo se organizan
democráticamente por estamentos. Pero ni la relación
paterno-filial, ni docente-discente deben ser “democráticas”,
porque las funciones de padres y profesores no son
equiparables a las de hijos y alumnos. La ausencia de
autoridad paternal y docente no libera al adolescente, por el
contrario le sume en una tiranía más despiadada. Ellos
consideran, mayoritariamente, que sus padres y profesores son
poco severos, y en el fondo aprecian y respetan más a los
más exigentes. A menudo con su comportamiento inaceptable
sólo están demandando el cariño y la atención que los adultos
dejamos de prestarles. Los jóvenes, realmente, esperan que
nosotros, los adultos, les guiemos, y en caso extremo repudian
más la indiferencia y el “laissez faire” que el rigor.
El diálogo se complementa con la disciplina, la libertad
con la autoridad, y las madres y los padres, que estamos cada
día más comprometidos con la educación de nuestros hijos e
hijas, debemos prescribir y sancionar, positiva y
negativamente. Nuestros hijos nos escuchan más de lo que
creemos, y nos quieren tanto como nosotros a ellos.
¡Ah, pero el verano siempre es adolescente! Y es legítimo
añorar la juventud, y recordar la sentencia de Horacio, válida
para cualquier edad, Carpe Diem! (¡Vive intensamente cada
instante!). Y como decían en el “Club de los Poetas Muertos”:
“Examínate de la asignatura fundamental: el Amor. Para que un
día no lamentes haber malgastado tu capacidad de amar y dar
vida”.
Mikel Agirregabiria
es educador