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Capítulo II: La situación, a fines de 1976

 

Un elemento del libro: El estado en el agro mexicano en el contexto de crisis: 1977, del Dr. Xavier Gamboa Villafranca

 

Presentación

1) Los problemas generales del Estado Mexicano.

2) La problemática del estado mexicano, específicamente referida al agro.

 

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Presentación

 

Para fines de 1976, era tal la profundización alcanzada por la crisis económica, que permitía poner al descubierto los resultados del exacerbamiento de las luchas y conflictos intra estatales, así como de las contradicciones entre las clases sociales. Por ello, durante 1977, cuantitativa y cualitativamente, el Estado mexicano se enfrenta a un conjunto problemático de gama y matices nunca antes vistos. Por ello, es importante percibir la situación que encuentran los dirigentes gubernamentales a su llegada, a finales de 1976.

 

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1) Los problemas generales del Estado Mexicano.

 

Cuando ocurre, a fines de 1976, el desplazamiento sexenal del poder formal, la flamante administración se encuentra ante un panorama poco alentador. De ahí que formalmente programe tres etapas a ser realizadas durante su gestión: los primeros dos años estarían destinados a “salvar al bote que hacía agua”; le seguiría un período bianual de afianzamiento (de “preservación de los logros obtenidos durante la etapa anterior”); y los dos últimos años corresponderían a una etapa de crecimiento económico acelerado.

 

Mirando a través del lente utilizado por los dirigentes estatales para visualizar a la sociedad mexicana, es comprensible el por qué la situación no se consideraba optimista. En términos generales, para 1976 la coyuntura era; muy fuerte crisis económica internacional; puntos cercanos al clímax de la crisis estructural interna; altos grados de ineficiencia de los tradicionales  mecanismos de control político y manipulación ideológica; grave disfuncionalidad del aparato gubernamental, como administrador de los intereses globales de la burguesía marcada por deficiencias en su organización interna y por insuficiencia de recursos para afrontar la problemática. Y, desde esta perspectiva, también es explicable la “receta” que propone el Estado –en su conjunto- para lograr la “reconstrucción”; alianza para la producción, reforma política, reforma administrativa y reforma fiscal.

 

En buena medida, el hecho de haber determinado el Estado una primera etapa para la “reconstrucción”, está determinado por el intento de establecer un período de dilación, en el transcurso del cual sería posible el mejoramiento de las condiciones del capitalismo mundial.

 

De hecho, ya desde principio de los ’70 era claro que estaban dadas las condiciones para el advenimiento de una seria crisis del sistema económico mundial-capitalista, cuyos signos mas claros consistían en el debilitamiento del ritmo de crecimiento de la producción capitalista internacional en la pérdida de competitividad de los Estados Unidos frente a Japón y Europa, en el deterioro progresivo del sistema monetario internacional y en el establecimiento de barreras proteccionistas –de creciente rigidización- en los países metrópoli del sistema.

 

Para el momento en que López Portillo se convierte el presidente, la problemática que para el país significaba la crisis mundial había sido ya incorporada en los planes gubernamentales. En el “Plan Básico de Gobierno, 1976-1982”, por ejemplo, se afirma lo siguiente:

 

“No podemos aludir el mundo internacional en crisis a que el régimen se enfrenta. En plena creación de un nuevo modelo de desarrollo, para superar la disparidad entre desarrollo económico y desarrollo social, tuvimos que enfrentarnos a un agudo período de inflación, acompañado de estancamiento y desempleo... De 1970 a 1975, México encara precios cada vez mayores en sus importaciones habituales, y casi, al mismo tiempo, la disminución en la demanda de sus exportaciones... En una situación de origen internacional extraordinariamente difícil, se ha podido avanzar en un proyecto nacional de desarrollo que da preferencia a la justicia social...” (páginas II y III).

 

Pero, a partir de mediados  de los años ’60 a la crisis mundial del capitalismo se le aúna  la progresiva crisis interna de la economía del país. Para 1976, la situación había llegado a extremos peligrosos.  Estaba ya prácticamente culminado el proceso de concentración que permitía al capital transnacional-monopolista ubicarse en los sectores más dinámicos: servicios turísticos, agricultura capitalista, industria, comercio “moderno”. Consecuentemente, la extracción de divisas era de enormes magnitudes. Factor interviniente en la devaluación –y a la vez efecto de ella- en el transcurso del último año se habían “fugado” miles de millones de pesos.

 

La crisis mundial había traído como consecuencia la erección de fuertes barreras proteccionistas en los países industrializados. El gobierno norteamericano no fue la excepción. Para fines de 1976, era un hecho que la famosa relación especial de México con respecto al mercado norteamericano era ya cosa del pasado. El extremo déficit de la balanza comercial –en buena medida consecuencia de lo anterior- aunado a la escasa competitividad de los sectores productivos del país, había dado al traste con los programas de fomento de las exportaciones emprendidas por la administración Echeverrista.

 

El manejo de la deuda pública efectuado por el régimen de Luis Echeverría, funcional en sus inicios, había terminado por ser un remedio, que excedía en malestar a la propia enfermedad. Específicamente la deuda pública externa, utilizando extensiva e intensivamente –junto con un extremo crecimiento del circulante- como generadora de recursos destinados a surtir un gasto público progresivamente deficitario que se dirigía a aliviar los efectos de una cada vez menos creciente tasa de inversión privada, ya había hecho explosión. La comunidad financiera internacional se mostraba entonces recelosa con respecto al otorgamiento de préstamos públicos: había impuesto sus condiciones determinando, entre otras muchas cosas, la flotación del peso mexicano a partir del último cuatrimestre del año ’76.

 

El nivel de las inversiones del capital privado era muy bajo. La atonía (recesión) de principios del régimen de Echeverría se había convertido, para 1976, en estanflación: estancamiento con inflación, ambos muy fuertes.

 

La composición altamente diferenciada de la industria (un gran número de empresas de nivel artesanal y competitivo, y un muy reducido sector monopólico), en un contexto de progresiva reducción del mercado interno, marcaba el total agotamiento de la época fácil de sustitución de importaciones.

 

La toma de posesión de José López Portillo como presidente de la república coincide con síntomas del práctico estrangulamiento del mercado interno. No habían sido muy eficaces las medidas contra restantes tomadas por la administración anterior. En este sentido, había escasos resultados de la política expansionista del gasto público. Las medidas compensatorias –de emergencia- de la pérdida del poder adquisitivo de los trabajadores asalariados apenas si constituían  un paliativo. Estos dos factores, aunados al insuficiente nivel alcanzado por el proceso de monetarización en el agro –determinado por la existencia  de una gran masa de campesinos que dependían parcial o totalmente del auto consumo marcaban los reducidos límites de crecimiento del mercado.

 

Además, López Portillo se convertía en el dirigente de un gobierno sin dinero. Los recursos gubernamentales estaban por los suelos. El proceso inflacionario había altamente indeseable el financiamiento del gasto público vía emisión de circulante. Las empresas estatales y paraestatales constituían un enorme dren: actuaban con números rojos de enormes magnitudes. Se podía hablar del fracaso de la reforma fiscal emprendida por los funcionarios del gobierno pasado, en lo que respecta a lograr aumentar significativamente los impuestos provenientes del capital. El proceso de deterioro de sus condiciones de vida, hacia imposible recurrir al mayor gravamen fiscal de la fuerza de trabajo.

 

Proporciones nunca antes vistas eran alcanzadas por el desempleo y subempleo rural y urbano: el déficit de fuentes de empleo había crecido año con año, en el transcurso del sexenio de LEA. La industria había aumentado relativamente su casi perenne incapacidad para absorber el crecimiento absoluto y relativo de la fuerza de trabajo. Por otra parte, era claro que la agricultura y la ganadería tenían más problemas para utilizar claro que la agricultura y la ganadería tenían más problemas para utilizar productivamente a la fuerza de trabajo del sector; el proceso de reducción numérica del sector campesino de la economía del campo estaba ya muy avanzado, en tanto que el paso a la proletarización total no acertaba a darse en toda su amplitud. Las medidas, tomadas directamente por el gobierno anterior, para mitigar el desempleo rural y urbano, estaban limitadas por su escasez real de recursos. Por esta razón, los caminos de mano de obra no se pudieron generalizar lo suficiente en el agro; la utilización temporal de fuerza de trabajo en la construcción de obras gubernamentales en las ciudades, apenas si constituían una gota en el mar. Y para colmo, en el nivel de desempleo del país se percibía la posible incidencia directa de la recesión norteamericana. Apenas cuatro meses antes de la toma de posesión presidencial de JLP, el departamento de Inmigración y Naturalización estadounidense, había afirmado que contaba con los recursos suficientes para deportar a 8 millones de ilegales de los cuales 6.4 millones eran mexicanos.

 

Los anteriores factores condicionarían el que, para fines del año ’76, la polarización de la estructura de clases era casi total, lo que se manifestaba en una disminución relativa de la importancia numérica de la pequeña burguesía y en un aumento del proletariado, subproletariado, lumpenproletariado y semiproletariado (rural y urbano).

 

Emprendamos ahora el intento de resumir la problemática general, encarada por el Estado, a nivel político.

 

En el plano internacional, ya habían fracasado buena parte de los intentos de los gobiernos de algunos países latinoamericanos por aprovechar el debilitamiento –que se dejaba sentir a principios de la década- del control político ejercido por los organismos de vigilancia norteamericanos para tomar una posición relativamente mas independiente con respecto al imperialismo. Los sindicatos multinacionales, en la lucha contra el capital imperialista, ya habían pasado a ser controlados por las transnacionales. El gran auge de los ’60 y principios de los ’70 en materia de lucha de liberación nacional había disminuido. Incluso organismos político-económicos como la OPEP habían ya perdido la tibia combatividad que caracterizó su surgimiento.

 

El resurgimiento de un fuerte control político de las metrópolis internacionales sobre los países periféricos, se sentía en México. Setenta y seis miembros del congreso norteamericano demandaban al presidente Ford, a mediados de agosto de 1976, que se ejerciere una mas estrecha vigilancia sobre la situación política mexicana, la cual –según su particular percepción de las cosas- daba grandes pasos hacia el comunismo.

 

Sin embargo, para el 1° de diciembre, el Estado mexicano tenía, aparte de las presiones internacionales –principalmente norteamericanas- nada despreciables problemas políticos internos. Buena parte de ellos se desprenden de la reducción de su base social de apoyo efectivo, tanto en el campo como en las ciudades. En su último informe presidencial, el Lic. Echeverría hablaba ya de reforma política; es bien conocido el mecanismo, puesto en práctica durante su administración, denominado apertura democrática. También parece ser poco incierto lo que sucedió con la apertura: fue principalmente dirigida a – y utilizada por- sectores de la pequeña burguesía. La apertura democrática no parece haber sentado sus reales en números significativos de organizaciones miembros  del movimiento obrero “organizado “, en el sector “campesino” del PRI y en sindicatos y partidos relativamente independientes del Estado. En este sentido JLP, se encuentra ante un muy avanzado proceso de deterioro de la política estatal de conciliación de los factores de la producción, y de arbitraje de las luchas y conflictos Inter. e intra clases sociales.

 

Aun cuando es posible afirmar que, en términos generales, el control sobre los sectores y capas medias de la población resultó favorecido por la apertura democrática, no sucedía lo mismo con los obreros y trabajadores, incluso con los que formalmente militaban en organizaciones miembros del Estado. Los dirigentes nacionales del movimiento obrero y campesino organizado ya no controlaban fácilmente las demandas y las luchas de sus propias organizaciones. En todo caso, era claro que las agrupaciones del PRI ya no recibían afiliaciones significativas; por el contrario, la deserción masiva era común. Se había llegado al punto en que la falta de autocrítica y de democracia sindical, aunada a una creciente actuación disfuncional de la burocracia sindical, determinaban que incluso la CTM –desde muchos puntos de vista, una  de las partes más importantes del PRI- no realizara adecuadamente sus funciones de control político.

 

Para el nuevo régimen López Portillista, resultaba claro que la debilidad del Partido Revolucionario alcanzaba límites incómodos. Incluso en las elecciones –eventos en los que otro habíase mostrado eficaz- el PRI se mostraba lánguido. Los intentos estatales por revivir el proceso electoral (reducción de edades para diputados ó senadores, incremento del número máximo de diputados de partido, disminución del número de miembros autorizados para registrar un partido, otorgamiento del acceso a los medios de comunicación masiva para fines electorales) no habían sido tan eficientes como originalmente se pensó. Incluso en las votaciones de 1976, que legitimaron el acceso de JLP a la presidencia de la República, el PRI estuvo muy lejos de alcanzar los niveles de votos de 1964, con todo y que la principal oposición oficial –el PAN- estaba en abierta crisis interna y ni siquiera había presentado candidato a las elecciones presidenciales.

 

Además, en el transcurso del sexenio de Echeverría se había manifestado la presencia de un movimiento sindical y partidario relativamente independiente del Estado, cuya fortaleza política podría acrecentarse en el fértil terreno de las consecuencias sociales de la crisis. Grupos y organizaciones que se mostraban cada vez menos incorporados al juego político delineado por el Estado, habían desatado un proceso de insurgencia en términos que dificultaban la negociación. En efecto, el problema encarado por la nueva administración estribaba fundamentalmente en que, con estas organizaciones desincorporadas, no existían mecanismos de mediación política. Los conflictos Estado-organizaciones políticas independientes tenían que resolverse frecuentemente, en primera instancia, vía el uso de la represión. Unos meses antes de que JLP pronunciara su discurso de toma de posesión, el movimiento de huelga del SUTERM había sido roto mediante la acción física gubernamental.

 

Por otra parte, la simiente de la violencia política –tanto espontánea como organizada- tenía fuertes brotes. Diversos movimientos guerrilleros habían surgido y desarrollado en las ciudades y en el campo, desde mediados de la década de los sesenta. Aunque por lo pronto controlada y localizada, a los dirigentes  a los dirigentes de la nueva administración les resultaba clara la posibilidad de la generalización de la violencia popular. En parte ocasionadas –al menos formalmente- por estos movimientos de violencia, habían surgido diferentes tácticas desestabilizadoras provenientes de fracciones de la burguesía cuyos intereses habían sido dañados, de alguna manera, por las acciones gubernamentales de fines del sexenio.

 

En el seno de la burguesía, la correlación de fuerzas había colocado a la gran burguesía transnacional-monopolista en una posición de indiscutible hegemonía. El gobierno de Echeverría había perdido prácticamente toda posibilidad de mantener su autonomía relativa en cuanto al manejo de la política económica; únicamente le restaban algunos visos de independencia en materia de manejo político-ideológico. Cuando JLP llega a la presidencia, existían algunos indicadores concretos recientes, que señalaban que incluso este muy pequeño margen de acción relativamente independiente  estaba en vías de extinguirse: los sangrientos acontecimientos del 10 de junio de 1971; los aspavientos levantados, a mediados de 1976, contra la ley de asentamientos humanos: la pugna verbal gobierno federal-empresarios de medios de comunicación masiva, abierta desde principios del régimen; las fuertes presiones recibidas con motivo de las afectaciones agrarias de fines de sexenio en Sonora y Sinaloa.

 

De esta manera, el estado –al momento de iniciarse el régimen López Portillista- se encontraba con problemas de presiones políticas internacionales, abatimiento de la función de control de la maquinaria corporativa sobre las masas populares, disminución de su fuerza social de apoyo efectiva, real y potencial aumento de una acción política incontrolada de la izquierda, decremento en el grado de autonomía relativa para el manejo de asuntos estructurales y superestructurales, y fuertes contradicciones secundarias con fracciones y grupos de la burguesía. Pero la problemática política del estado no paraba ahí. A fines  del período Echeverrista, parecía tener problemas ubicados en el interior del propio aparato burocrático; seguramente ésta era la visión del nuevo equipo.

 

Efectivamente, la apertura democrática se había planteado con la finalidad –entre otros objetivos- de incorporar a la clase media disidente al carro del gobierno. En este sentido, había demostrado ser muy eficiente. Sin embargo, había despertado simultáneamente un proceso deficiente. Sin embargo, había despertado simultáneamente un proceso de clarificación política del pensamiento social, que alcanzaba niveles nunca antes vistos. Aún cuando de ninguna manera había alcanzado a ser el pensamiento social predominaba, si influencia había llegado, incluso, a los funcionarios públicos. La conjunción de ambos factores, cooptación de sectores medios e izquierdización del pensamiento social, había desbordado los límites planteados originalmente. El resultado: para cuando JLP toma el poder, los propios cuadros administrativos gubernamentales habían sido objeto de un intenso proceso de infiltración de enemigos emboscados de la revolución mexicana. Las bases del aparato burocrático estaban influenciadas por la acción de activistas y simpatizantes de izquierda, convertidos en servidores públicos, que habían logrado colarse por los filtros de la selección de personal, y que veían en el trabajo gubernamental-formal una base segura desde la cual era posible realizar labores políticos altamente efectivas. Además, buena parte de importantes puestos de mando al interior del gobierno, estaban ocupados por prestigiados intelectuales que no eran precisamente reaccionarios.

 

En estas circunstancias a ciertos grupos vinculados a los nuevos directivos gubernamentales –desde un principio comprometidos con el reestablecimiento de la armonía entre las clases sociales- les era especialmente preocupante al hecho de que la administración predecesora hubiera tomado medidas para garantizar cierta continuidad de personajes, funciones y posiciones. De manera más o menos clara, el régimen Echevirrista había tomado medidas para que sus proyecciones perduraran hasta la administración de JLP: se había elaborado un plan básico de gobierno, 1976-1982; se contaba con un acuerdo presidencial que otorgaba la base a los trabajadores supernumerarios del servicio gubernamental federal lo que los hacía inamovibles; en el congreso de la unión se atrincheró un importante grupo echeverrista, lo mismo que en los gobiernos de algunas de las entidades mas importantes del país.

 

Pero, de acuerdo a la percepción estatal de la situación a fines de 1976, a los problemas económicos y estrictamente políticos se le aunaban algunos problemas ideológicos.

 

En efecto, la política exterior manejada por el régimen echeverrista había servido como elemento legitimador a los ojos de influyentes grupos de la pequeña burguesía, principalmente intelectuales. A diferencia de ellos, importantes  sectores sociales extranjeros –entre ellos fuerzas diversas del Estado norteamericano- se fueron con la finta: vieron en la política exterior echeverrista, y en el manejo de la dimensión política  interna emprendido durante su administración, la posibilidad de un vuelco al socialismo. Por este motivo, la política exterior manejada por la administración de Echeverría había permitido que en el interior se ganaran capas medias como fuerza de apoyo gubernamental, pero había perdido legitimidad ante los dirigentes de poderosas organizaciones de lucha de la gran burguesía internacional.

 

En el plano interno, en el contexto de una relativa ampliación de libertades del Echeverrismo, las ciencias sociales habían logrado impresionantes avances. En este proceso, fue de especial significación la llegada de importantes contingentes de exiliados políticos que –al menos en un principio- fueron incorporados a las principales universidades e institutos de educación superior del país. El grado de madurez alcanzado por las ciencias sociales en México –si bien con muy amplias lagunas, aún- determinaban en buena parte el hecho de que, para fines de 1976, se diera amplia divulgación a un pensamiento social, no oficial, referido al conocimiento que tornaba cada vez mas difícil que la ideología oficial siguiera postulando la existencia de un Estado, independiente de organizaciones de izquierda y de derecha, surgido de la revolución mexicana, que simplemente servía de arbitro  entre ellas. Por lo demás, la misma campaña presidencial de López Portillo había dejado claramente establecido que el uso de la demagogia –como principal técnica política- ya no era tan funcional como antes.

 

La dimensión ideológica que preocupaba a los colaboradores del nuevo presidente. Tal y como estaban las cosas, al proceso de desideologización –determinando por las condiciones objetivas y por  la acción explícita de organizaciones políticas- no era posible oponerle los elementos tradicionales. Pero el uso de nuevos mecanismos ideológicos, como los representados por la eficiente transmisión de mensajes vía los medios masivos de comunicación, estaba bastante limitado. La secretaría de gobernación –y otras dependencias gubernamentales- se había mostrado incapaz, durante todo el régimen anterior, de producir los volúmenes requeridos  del contenido del mensaje a transmitir por el aparato burocrático. Además, los industriales de la radio y la televisión no se  habían mostrado dispuestos a aceptar una creciente influencia gubernamental. A las presiones gubernamentales, se habían presentado contra respuestas, ora de carácter reaccionario (como la negativa de los empresarios de medios de comunicación, a modificar la ley federal de radio y televisión, que amparaba el régimen de concesiones), ora de carácter relativamente progresista (como la presentada por el grupo Scherrrer que generó un conflicto que condujo a su expulsión del periódico Excelsior).

 

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2) La problemática del estado mexicano, específicamente referida al agro.

 

La nueva administración gubernamental de López Portillo llega en momentos en que el sistema capitalista mundial tenía serios problemas. Una cruenta competencia se desataba entre los países metrópolis, con objeto de colocar sus productos en un mercado mundial ya sobresaturado. El capital transnacional monopolista con sede en Norteamérica desataba una fuerte lucha por ganar la carrera con respecto a su homónimo japonés y europeo. Estaba ya muy avanzado el proceso de aplicación de medidas tomadas por el gobierno y los grupos económicos de la principal potencia capitalista mundial (aunque igual hacían los demás), destinada a alcanzar mayor competitividad posible frente a sus rivales. Estas medidas se habían venido centrando en torno al objetivo de elevar la tasa de explotación –obtención de mayor productividad- de los trabajadores empleados en el proceso productivo.

 

En principio, el incremento de la productividad de las potencias rivales se podía lograr: bien aumentado el volumen total de bienes producidos, dejando como constante, el valor de la fuerza de trabajo; ó bien, de la fuerza de trabajo. En una situación del mercado mundial, en que el problema era precisamente de saturación, resultaba menos riesgoso –a los ojos de los manejadores de la política económica gubernamental y privada de los EUA- el recurrir a la segunda posibilidad.

 

Este era el camino que, para el momento en que el nuevo período presidencial inicia actividades, seguía Norteamérica: tenían que reducirse los salarios de los trabajadores empleados en sus empresas. Para lograrlo, se había echado mano de diversos mecanismos: a) producir alimentos a bajos precios, mediante la industrialización del sector agrícola y ganadero del propio campo estadounidense; b) el abatimiento de los precios de las materias primas importadas, especialmente productos alimenticios.

 

El primer mecanismo había resultado tan eficaz que ya para 1975, los Estados Unidos se habían convertido en el principal exportador de granos: la industrialización del medio rural norteamericano era tal que, no únicamente se producía lo suficiente para satisfacer las necesidades alimenticias en la medida necesaria para abatir el nivel general de salarios, sino que incluso se tenían enormes excedentes.

 

La presencia del segundo mecanismo se manifestaba en una mayor rigidez (mayor selectividad) de lo que se importaba los EU, de acuerdo a su grado de satisfactor de la función general de abatir el valor de la fuerza de trabajo empleada, en el abatimiento de los salarios de los países productores de materias primas (decretada por el FMI), y en una inflación mundial –que partía ya desde 1965- estimulada por una política monetaria claramente dirigida a ese fin.

 

De esta manera, cuando JLP llega el poder formal, se encuentra con un contexto internacional sumamente desfavorable hacia la colocación de productos agrícolas y ganaderos del país (los pocos excedentes que existían). Conforme a lo que parecería consistir en un reacondicionamiento de la división internacional del trabajo –en el que ahora los países altamente industrializados eran, simultáneamente, principales productores agrícolas y ganaderos- el gobierno de estados unidos, tradicionalmente el principal mercado de bienes agropecuarios mexicanos, había alzado fuertes barreras proteccionistas: ahora se producían en el medio rural norteamericano muchos más alimentos y materias primas agrícolas y ganaderas que antes. Pero, aún los bienes agropecuarios que se podían exportar estaban en uno de los puntos mas bajos de la tendencia de decrecimiento que denotaba a partir de 1965, la curva de sus precios internacionales.

 

Sin embargo, los problemas económicos que visualizaban los dirigentes, al encargarse JLP del poder ejecutivo federal, no se referían exclusivamente al plano internacional. Y es que, de la misma manera que existía un fortísimo proceso de crisis general de la economía mexicana, en el contexto de la crisis capitalista mundial, así también existía una crisis agrícola interna en el contexto de una crisis agrícola generalizada en los países pobres.

 

En efecto, no eran desdeñables los aspectos internos de la problemática rural, percibidos por las nuevas alturas de la burocracia. Sus manifestaciones eran múltiples.

 

En primer lugar, estaba la cuestión del decaimiento de la producción y de los precios agrícolas y ganaderos. A partir de 1965, el producto agrícola del país había denotado un crecimiento cada vez menor hasta que por fín, en 1976, se desploma estrepitosamente, después de varios años de tener un crecimiento menor al del crecimiento de la población.

 

Para ese año, la superficie destinada a la producción de alimentos había disminuido con respecto a la cultivada en la década de los sesentas; la marcha campesina para la producción y los programas de colectivización ejidal –para formar empresas autofinanciables- emprendidos durante la administración de LEA, no habían logrado detener la tendencia al decrecimiento de la producción de alimentos. Era de esperar, además, que con las afectaciones de finales de sexenio, durante el siguiente año disminuiría aún más la producción de trigo, principal producto de Sonora. El país, en síntesis había  perdido su autosuficiencia alimentaria.

 

A su vez, los bienes agropecuarios utilizados como materia prima industrial no encontraban precios adecuados, ni en el mercado interno, ni en el externo, ello era consecuencia  de la ya descrita política económica mundial seguida en materia de precios de productos agropecuarios.

 

En segundo lugar, el nuevo equipo gubernamental  se enfrentaba al problema del desempleo rural. El agro mexicano daba nítidas muestras de no poder absorber a la fuerza de trabajo ubicada en él. La sobrevivencia de una gran masa de campesinos minifundistas pobres, determinaba la existencia de un alto nivel de desempleo y subempleo temporal. El agotamiento física y legal de tierras repartibles había conducido a la situación en que buena parte de los 5 millones de solicitantes de tierra en realidad eran desocupadas permanentes. La gran burguesía agro política y terrateniente –que concentraba el agua, las tierras, el crédito, el capital técnico y la producción para el mercado- no utilizaban intensivamente fuerza de trabajo; por ello, no aliviaban el desempleo del campesinado y de los jornaleros agrícolas. La acción del capital agro industrial y agro comercial transnacional-monopolista en el campo, había producido la ruina de significativas proporciones del campesinado medio y acomodado, así como de la mediana burguesía agraria, de manera que tampoco podían ayudar mucho.

 

En tercer lugar, estaba el problema del mercado en el campo. Sus agudas manifestaciones no podían menos que hacerse notar a los ojos del entonces en formación equipo de López Portillo. El campesinado pauperizado y en proceso de proletarización, que en 1970 representaba alrededor del 40% de la PEA agrícola y ganadera, se encontraba marginado del mercado, enfrascado en una producción de auto subsistencia. Además, el proceso  de inadecuada intermediación de los bienes agrícolas y ganaderos alimenticios destinados al mercado interno, estaba fuera de control: la burguesía agraria comercial, atrasada y parasitaria, se quedaba hasta con el 70% del precio al consumidor. No le habían hecho mella las medidas contrarrestantes emprendidas por la administración de Echeverría, que incluían desde mercados sobre ruedas, hasta todo tipo de organizaciones de productores. Como contrapartida, la actividad de la gran burguesía agro comercial, “moderna”, se circunscribía a algunos productos, básicamente de exportación y de consumo industrial.

 

El cuarto problema, encontrado por la nueva presidencia, se refería al propio gobierno. Era claro que el aparato burocrático nunca había tenido los fondos necesarios, ni la organización interna requerida, para afrontar directamente la problemática económica del agro. Estaba demostrado que los solos recursos gubernamentales no bastarían para capitalizar adecuadamente al agro; las sumas requeridas se calculan en cientos de miles de millones de pesos. Los recursos crediticios –oficiales y privados- resultaban del todo insuficientes para las necesidades de inversión. La penuria económica del aparato burocrático determinaba la imposibilidad de construir nuevas grandes obras de infraestructura. Las obras de riego ya en operación resultaban ineficientes, por causas técnicas y estructurales. El 80% de la superficie laborable, constituida por tierras de temporal, estaba prácticamente desatendida por la acción gubernamental. Resultaba difícil de lograr incrementos significativos en los rendimientos de las zonas más desarrolladas, debido a su ya alto nivel de productividad. En los minifundios, la formación de capital técnico resultaba también difícil de lograr, tanto porque ello significaría la sobrecapitalización de los predios, como porque durante todo el sexenio pasado hubo una generalizada oposición del campesinado hacia la formación de ejidos colectivos. Se antojaba, pues, como indispensable, una mayor participación del capital privado.

 

Por si fuera poco, los escasos recursos gubernamentales destinados al medio rural eran “mal administrados”. Las dependencias vinculadas directamente al campo trabajaban con escasa –ó nula- interrelación racional: no existía “coordinación” entre la SRH, la SAG, la SRA, la SIC, el Banco rural, la Conasupo, etc. La parte del aparato burocrático cuya competencia su circunscribía fundamentalmente al medio rural estaba permeada, de arriba abajo, con problemas de corrupción. Disfrazado bajo múltiples mantos, la corrupción hacia que sólo una pequeña parte, del total de fondos destinados al agro, efectivamente llegara a su destino formal.

 

Todos los factores anteriores desembocaban en un quinto problema: las migraciones. Contingentes rurales cada vez más numerosos habían venido surtiendo, desde la década de los años cuarenta, una demanda temporal de fuerza de trabajo proveniente de la economía norteamericana. Para 1976, los límites de funcionalidad de satisfacción de esta demanda, ya estaba sobrepasada; había muchos más indocumentados de los necesarios en EUA. Por otra parte, las principales ciudades mexicanas se hallaban pletóricas de desempleados y subempleados de origen rural; presionaban, mucho más allá de las posibilidades de satisfacción, para la creación de fuentes de empleo permanentes.

Pero al nuevo régimen, además de los señalados problemas económicos en el agro, se le presentaba una amplia gama de problemas superestructurales.

 

En el plano internacional, la señalada sobreeficiencia alcanzada por los países metrópolis –principalmente de los EU- en materia de producción agropecuaria, determinaba que éstos no tuvieran interés en que los países capitalistas pobres pudieran salir de la generalizada, entre ellos, crisis agrícola. El hecho de que permanecieran dentro de la crisis agrícola representaba una segura posibilidad de exportar los excedentes de alimentos producidos en la propia metrópoli. Para cuando JLP toma el poder formal, este hecho ya había conducido a un extensivo uso de la compra-venta de alimentos como arma de dominio político, utilizada por las potencias mundiales, sobre los países pobres cuyo sector agrícola y ganadero estaba en crisis. Íntimamente vinculado a ellos los organismos internacionales y los gobiernos y empresarios privados de las metrópolis, determinaban ya la manera conforme a la cual países periféricos podrían hacer más tolerable (y adecuado a sus intereses), la existencia de la crisis agrícola. En la medida en que un país subdesarrollado se alineaba a estas pautas, de las potencias provenían: niveles adecuados de ayudas internacionales y financiamientos para el desarrollo rural; una oferta de productos alimenticios (aunque a precios altos); y, un mercado para la compra de materias primas (a precios bajos). En caso de no plegarse un determinado país a estos lineamientos, nada de lo mencionado habría. Era claro, cuando JLP se hace cargo del ejecutivo, que el país no escapaba a este tipo de presiones.

 

En el plano político interno, resultaba indudable que, en lo que concernía a las masas populares, la presencia del estado en el agro estaba muy debilitada. No había cristalizado el intento de formar un cuadro dirigente hegemónico al interior del sector campesino que coordinara e hiciera más eficientes las labores de control político que en el campo efectuaba principalmente la CTM-SNTAC, la CNC, la UGDCM, la CCI y el CAM. El pacto de Ocampo no pasaba de ser un membrete. Las organizaciones campesinas deserbaban al PRI. Alrededor de 4 millones de jornaleros agrícolas no estaban sujetos a ningún tipo de control político, ni de orden sindical-partidario, ni de orden político-asistencial, ni de orden político agrario. Dadas las muy deterioradas condiciones objetivas de las masas del campo, es indudable que a los encargados de ejercer la función de control político, les resultaba claro que estaban dadas las bases para lo que podría ser la expansión de la izquierda en el medio rural.

 

Para los flamantes dirigentes gubernamentales, la ideología de la reforma agraria había sido tan eficaz, que ya se mostraba disfuncional. El campesinado pobre y los jornaleros agrícolas, actuando de acuerdo a su contenido ideológico, presionaban para obtener tierra que física, económica, política y legalmente era imposible otorgar. Cuarenta años de eficaz divulgación de la imagen reforma agraria es igual a tierra, no habían transcurrido en balde. Se había conseguido implantar socialmente la esperanza de conseguirla.

 

La lucha emprendida por los 5 millones de solicitantes de tierra tenía crudas manifestaciones. Durante la anterior administración presidencial, se habían generalizado invasiones y conflictos armados por esos motivos. Incluso los líderes de organizaciones formalmente incorporadas al Estado se encontraban envalentonados: sujetos a la inercia de una acción gubernamental a la que le quedaba más remedio que reprimir las invasiones, ó guardar una posición contemplativa. Lo primero, cuando se afectaban intereses especialmente poderosos.

 

El problema de la lucha por la tierra le resultaba especialmente importante a la nueva administración. Resultaba muy difícil continuar la satisfacción agraria de las demandas en este sentido. La reforma agraria, por lo tanto, había llegado a su fin como mecanismo atenuante de la violencia innata al desarrollo del capitalismo en la agricultura. El propio ejido, la criatura más cara de los regímenes revolucionarios en el campo denotaba una casi total pérdida de efectividad como mecanismos de dominación. La cadena comisariado ejidal-comités regionales campesinos-ligas de comunidades agrarias-confederación nacional campesina, por ejemplo, presentaba múltiples fisuras.

 

Por otra parte, se presentaban contradicciones en el seno de la burguesía con intereses vinculados al agro. Estas divergencias se sustentaban en la existencia de intereses económicos concretos diferentes. Para la gran burguesía terrateniente, cuya función económica se basaba en la concentración –descarada ó disfrazada- de grandes extensiones de tierra, así como para la mediana burguesía agraria (cuya riqueza se desprendía de control sobre tierras, aguas, créditos y capital técnico), su futuro estaba garantizado en la medida en que lograran obtener seguridad en la tenencia de la tierra y precios adecuados de garantía. La burguesía agro industrial, agropecuaria e incluyendo a algunos sectores de la burguesía agro política, estaban interesados en la seguridad de obtener aprovisionamiento continuo de bienes agrícolas y ganaderos, a los precios más bajos posibles. Por su parte, la burguesía agraria, comercial-tradicional, estaba interesada simplemente en sobrevivir a la tormenta que veía acercarse. Las fracciones no agrarias de la burguesía del país estaban interesadas en que se garantizaran las inversiones ya efectuadas en el campo.

 

Estas diferencias y contradicciones intra-burgueses encarnaban al interior del mejor administrador de sus intereses globales: el aparato burocrático del estado mexicano. Pero el problema para el nuevo equipo, consistía en que las manifestaciones de los intereses concretos de las diversas fracciones de la burguesía agraria y no agraria, no era el único sistema de posiciones al interior del gobierno. Coexistencia con ellas, en el gobierno también había corrientes que propugnaban por la radicalización de la reforma agraria. Aun cuando el proceso de proletarización (59% de la PEA) de la fuerza de trabajo rural estaba muy avanzado, no obstante que el proyecto de desarrollo rural de la gran burguesía agro industrial y agro comercial estaba claramente en vías de convertirse en hegemónico, y aún cuando el campesinado (38% de la PEA) se hallaba sumamente pauperizado y camino a la proletarización definitiva, existían importantes posiciones gubernamentales de mando en poder de campesinistas que sostenían una tenaz lucha por llevar adelante los caros principios de la revolución mexicana en materia agraria. Con este sector, herencia, del régimen anterior, el nuevo grupo dirigente se las tendría que ver durante el primer año de gobierno; mediante acciones tales como la lucha contra la corrupción, la fracción López Portillista del aparato burocrático se encargaría de ajustarle cuentas.

 

De esta manera, para cuando JLP toma formalmente el poder presidencial, la suerte aún no estaba echada de manera terminante; ello sucedería durante los primeros dos años de su gobierno. No se había logrado sacrificar a la atrasada burguesía agrario-comercial, en aras del robustecimiento de la moderna burguesía agro comercial, -nacional y extranjera-.  Diversos sectores del campesinado acomodado, de la burguesía agro política y de la mediana burguesía agraria resistían con eficacia los intentos que se habían dirigido hacia el logro de su subordinación  a los intereses de la gran burguesía agro industrial. La burguesía financiera se mostraba reticente a invertir en el campo. Apoyándose en prácticas legaloides y en el uso abierto del poder, la tradicional gran burguesía terrateniente se empeñaba en no caer víctima de las presiones que ya habían marcado su tumba. Lastimosamente, el campesinado medio y pobre se resistía a transitar la escasa distancia que los separaba del estadio de definitiva proletarización. Los jornaleros todavía tenían la esperanza de obtener un pedazo de tierra.

 

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