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Hegel, su verdad y nuestra nostalgia, entre dos verdades platónicas*

María Eugenia Herrera Azoños

UAQ **

Porque el agua es húmeda...

La verdad no es una moneda acuñada, que pueda

entregarse y recibirse sin más, tal y como es.

Hegel

 

 

 

El nombre del dios Hermes, la figura mítica a que Platón atribuye una actividad que se agota en las palabras y el poder del discurso1, tiende ciertos lazos entre el quehacer de los sofistas y el de nuestros contemporáneos. Unos y otros se ocupan del negocio de la interpretación. De ahí que Vattimo llegue, incluso, a plantear una identificación entre hermenéutica y retórica2. Identificación de la que no hemos de ocuparnos aquí expresamente. No obstante, vale la pena señalar como punto de partida, y llegada, que nuestra hermenéutica y la retórica más antigua, entrañan la apuesta por un discurso que no aspira ya a la verdad en un sentido fuerte. Aquella verdad que es en sí, una, eterna e inmutable, queda tan fuera de nuestro alcance como lo estuvo de las pretensiones de la sofística. La búsqueda de la verdad retórica, es decir, del poder a través de la persuasión, ha parecido, también desde los más remotos tiempos, empresa de charlatanes, mero arte de fantasmagoría. Hoy nos topamos con monstruosos retoños de la ontología hermenéutica de Heidegger, quien sea tal vez sólo un magno retórico ¿Un Protágoras trasnochado? Polemizando con los retoños, difícilmente ignorándolos, mantenemos una cierta sospecha de que eso que hacen no es más que un juego, embrollos pseudopoéticos y vagabundeos metafísicos. Nos precabemos contra la verdad retórica inherente a la hermenéutica tanto como Platón contra la de Protágoras. Quizá, a la base de esa exasperación que nos llegan a provocar los giros retóricos de quien presume hacer propiamente investigación ontológica, se encuentre todavía el añejo interdicto filosófico, aquél que prohibe considerar a la verdad como interpretación, el que enarbola el imperativo de ir tras la verdad en sí.

Tal vez nuestra pretendida emancipación de la vocación metafísica, de aquel en sí que decimos es tal para nosotros en la interpretación, ni se ha consumado ni habrá de abandonarnos por completo, pues en este rechazo de la verdad retórica se halla una cierta nostalgia por el fundamento. Podríamos estar padeciendo, al repudiar la verdad retórica, la nostalgia de la verdad que no tuvimos, a la que no podemos ya aspirar. Así, el amor del filósofo a la sabiduría no sería más que su desquiciamiento, el impulso vano que lo lleva a correr tras de la más ingenua de las fantasmagorías, lo en sí. Si se acusa al sofista de no hacer con su discurso más que mundos de ilusión, habría que reconocer también que lo en sí pertenece a uno de éstos; fantasmagoría que no se reconoce como tal, el origen tal vez de nuestra nostalgia de fundamento. De ahí que el filósofo se niegue aceptar los escarceos de la verdad retórica, cuando se obstina en apresar a la verdad y retenerla por fin de una vez y para siempre a salvo de todo en el hogar que es su sistema.

Cabría suponer que la verdad a la que aspira un sistema como el de Hegel, ese en el que la filosofía supera el amor al saber para devenir saber real3, lo es en un sentido fuerte. Empero, merced a la dialéctica, logra Hegel mostrar a la verdad en su movimiento, casi como si hablase de verdad en un sentido retórico, esgrimiendo una implacable crítica hacia, la que llama él, la convencional concepción de la verdad, la verdad en un sentido fuerte, verdad en sí. El que sea Hegel un heredero de Heráclito tanto como los sofistas, nos da una pista de aquello en que pudiera radicar el reconocimiento de la verdad retórica, a saber, el descubrimiento de la necesaria tensión entre opuestos, permanencia y cambio, unidad y multiplicidad, ser y no-ser. La verdad retórica parte del panta rei de Heráclito, no menos que del ontos on de Paménides, de ahí que hasta en el más fundante de los sistemas pueda haber lugar para ella.

Se ha señalado muchas veces a Platón como el encubridor de los originarios descubrimientos presocráticos. El divorcio entre ser y devenir, pueril contraposición entre Parménides y Heráclito, que conduce a su inevitable trivialización nos llega, sin duda, como legado del mundo de las formas. Entonces se presenta a Platón como el responsable de nuestras ingenuidades metafísicas. Empero ¿de qué Platón hablamos? pues, podríamos culpar al cristianizado Platón de Agustín de Hipona, pero no al escéptico Platón de Descartes, ni al de Hegel.

Para el de Descartes la hipótesis del mundo de las formas no hace más que mostrarlas como incognoscibles. Este Platón se halla muy lejos de considerar colmada su aspiración a la verdad en un sentido fuerte, parece, más bien, contentarse a regañadientes con la verdad retórica, lo cual no deja de reprocharle el padre de la modernidad4.

¿Y qué decir del Platón de Hegel? Acaso partiera Hegel de la escisión entre un mundo sensible y uno inteligible, de una verdad en sentido fuerte que se mantiene como superada en el despliegue que denuncia el más portentoso alcance de una verdad retórica, a saber, el despliegue del espíritu. Con la tan peculiar manera en que se apropia Hegel la hipótesis del mundo de las formas, superándola, nos hace sospechar que el suyo es un Platón mucho más complejo, irreductible, incluso, al mundo de las formas. Cabría dar con una dialéctica entre la verdad retórica y la verdad en sí al ocuparnos de Hegel y, tal vez, podríamos con ello reconsiderar los alcances de la vituperada doxa de los sofistas, esa a que estamos casi condenados.

Bien, sería harto complejo abordar en este momento a un Platón al que pudiésemos interrogar sobre el ¨status¨ de la verdad retórica. Limitémonos a analizar el lugar que en el mundo de las formas ocupan las prácticas teorético-discursivas de los sofistas para enfrentarnos a la raíz de nuestras nostalgias de fundamento. Ya que el repudio a la verdad retórica, ínsito en la hipótesis del mundo de las formas, es el que con su aspiración por la verdad pretende finiquitar las pretensiones de los discursos que se nos muestran infundados. Infundados en la medida en que no se sostienen ya merced a una verdad en sí que los haga valer, sino defendiendo su pretensión de verdad a través del discurso mismo, sin apelar a nada que se halle más allá de la interpretación. Es decir, quien interpreta atestigua con su acción que todo deviene, ya que sólo si todo es en su fluir podemos apropiarnos cada instante lo mismo en su diferencia. Así, es implícito en todo interpretar el cambio. De tal suerte, que la hipótesis del mundo de las formas no puede asumirse como interpretación ya que parte de una escisión entre permanencia y cambio, apostando a la permanencia. Aceptar que es interpretación la hipótesis del mundo de las formas, constituye su aniquilamiento.

Si nos encontramos ya irremediablemente en lo infundado, en entramados de interpretación inagotables, nos topamos con la verdad retórica que pulula en todos los ámbitos y su contraposición, la verdad fuerte devenida nostalgia del fundamento. En ésta soslayamos un tácito platonismo: el del mundo de las formas. Si es Platón quien nos hereda la incapacidad de comprender al sofista y gozar de la verdad retórica, es platónico nuestro descartar lo que pueda haber de investigación filosófica en los juegos del sofista. Sin embargo, es Platón también quien sugiere que el sofista y el filósofo pertenecen al mismo linaje5. Si el sofista fuese sólo un ignorante pretensioso y nada pudiesen decir sus discursos sobre el problema de la permanencia y el cambio, no perdería su tiempo el filósofo con ellos. Hay algo de inquietante en el juego del sofista, su verdad no es ontológicamente inocente, parte del insoluble problema de lo uno y lo múltiple. Además, se precisa insistir en que es la hipótesis del mundo de las formas la que conlleva la repulsa por la verdad retórica, hipótesis a que convencionalmente suele reducirse la lectura de los diálogos. Sin embargo, dicha hipótesis no logra sostenerse en diálogos como el Parménides, con lo que la hipótesis del mundo de las formas podría no haber pasado de ser para Platón sólo un intento de "solución" del problema de lo uno y lo múltiple, la puerta que no lo sacó del laberinto de la perplejidad presocrática. La trivialización del problema de los presocráticos se debe a la preeminencia que nuestra tradición ha dado al mundo de las formas, no al tratamiento que Platón le da.

A la hipótesis del mundo de las formas le es inherente la escisión entre unidad y multiplicidad, permanencia y cambio, ser y devenir: la trivialización de Parménides y Heráclito. En el mundo de las formas, la verdad lo es en un sentido fuerte, es una, eterna e inmutable, independientemente de que no la reconozca como tal el sofista. Es una verdad logocéntrica, descalifica todo lo otro que ella misma. Para la hipótesis del mundo de las formas no hay más verdad que aquella que despoja a lo que es, lo en sí, de los velos escurridizos con que lo cubre el lenguaje. Las apariencias que tejen y destejen los discursos de que son artífices los sofistas son repudiadas en el afán de apresar lo inmutable. Se renuncia, con el mundo de las formas, a reconocer la tensión entre ser y devenir, mientras que para el sofista es en la mutua pertenencia entre ser y devenir en lo que radica que resulte inconcebible aspirar a la permanencia de lo en sí. Es con la verdad retórica con la que el sofista, e incluso Hegel, atestiguan una posición teórica sin nostalgia de fundamento. El sofista contemporáneo de Platón se veía exento de la nostalgia por la distancia que guardaba respecto al mundo de las formas. Hegel, caído en una tradición del topos uranos, escapa a dicha nostalgia superando la hipótesis del mundo de las formas a través de la dialéctica. Recordemos que la conciencia desdichada, desgarrada entre un más allá y un más acá, es una figura necesaria que deviene momento, recuerdo. La hipótesis del mundo de las formas es en el sistema de Hegel eso, un momento superado, un recuerdo.

La verdad de que cabría hablar en Hegel mantiene tanto la apertura de la verdad retórica, gracias al automovimiento que el espíritu tiene como sujeto, tanto como el carácter fundante de la superada verdad en sí ya que el espíritu es también substancia. Persisten en el sistema el logocentrismo que colma todo afán de absoluto pero ya no a través de la descalificación de las otras pretensiones de verdad, pues a éstas no se les tacha de falsas, se les niega, se les transforma en la apropiación que las absorbe conservándolas. La verdad retórica que aparece como lo otro que la verdad en un sentido fuerte constituye, por una parte el despliegue de ésta, los momentos necesarios de tensión en que al automovimiento se hace patente. Por otro lado, siendo la verdad retórica lo otro, lo negativo, constituye el impulso del despliegue del espírirtu, en ella radica el automovimiento del saber en el saber mismo que se le presenta como un otro a superar. Así, en la verdad retórica se mantiene superándose la verdad en sentido fuerte hasta casi diluirse por completo. Así, podríamos incluso ver con Hegel, en la apuesta histórica de la filosofía por una verdad en sentido fuerte, una de las figuras del despliegue del espíritu, la cual, en un nuevo despliegue no persiste más que como nostalgia de fundamento. Pareciera que en nuestro negar a la verdad hemos alcanzado el saber de ésta como lo que en un inicio se le contraponía, como verdad retórica.

El sofista se mantiene en el ámbito propio de lo infundado defendiendo la pretensión de verdad de su discurso mediante la persuasión. De la persuasión se nutre la verdad del sofista, verdad débil pero poderosa que impondrá en los otros como la autoconciencia la certeza de sí, en una lucha por reconocimiento. De ahí que, si bien, el hombre es la medida de todas las cosas, la Verdad de Protágoras no valga lo mismo que la de cualquier otro. La verdad de Protágoras es tácitamente reconocida cuando algún otro la vuelve en su contra, deviene singular superado en una universalidad viva. La persuasión de la verdad de Protágoras, tanto como la de Hegel hace valer su verdad no ya como algo en sí que sólo se saca a la luz, sino como algo que siendo para él se logra imponer en una lucha en los otros. Esta dialéctica de la persuasión, propia de la verdad retórica, no podía menos que ser pasada por alto desde la hipótesis del mundo de las formas. En la hipótesis del mundo de las formas aparece como excusa de charlatanes, artificio abusivo, tramposo y arbitrario. Empero, si no hay un abismo infranqueable entre ser y devenir sino más bien su mutua pertenencia en que la diferencia genera perplejidad ¿no será la mayor ingenuidad tratar de escapar al asombro encubriendo el problema? La hipótesis del mundo de las formas intenta encubrir la tensión entre lo uno y lo múltiple, permanencia y cambio, ser y devenir. Encubre el problema de que emerge y que emerge en la verdad retórica reprochándole no preguntar por lo en sí. Por supuesto, el sofista, lejos de sentirse ofendido debió sentir cierta piedad por aquel ser indefenso que lo exhortaba a preguntar por la justicia en sí antes de discurrir en un tribunal sobre el asunto —¿justicia en sí? eso no nos interesa, suena a moral de esclavos, dirían Calicles y Nietzsche— . Es la ley del más fuerte la que campea en lo infundado, la del discurso que a través de la persuación logra hacerse valer en los otros como verdadero, superando la singularidad de que parte. A la antropofagia discursiva, a comerse al enemigo y devolverlo digerido, nadie pudo, ni podrá jamás, jugar mejor que Hegel. Con esa verdad retórica que se ha tragado a la verdad fuerte, sin nostalgia colmando las pretensiones del saber absoluto, Hegel se afianza,igualmente, en lo fundado y lo infundado. Hegel atraviesa el abismo que la hipótesis del mundo de las formas plantea entre en sí y para sí, sin dejar de ser un sofista al que nadie acusa de ser poco serio, de no hacer filosofía. Tenía razón Platón, el sofista y el filósofo pertenecen a la misma estirpe.

La verdad retórica hace lo suyo gracias o a pesar de las nostalgias de gigantes y enanos, mientras éstos persiguen su fantasma. Se hace valer a través de la persuasión con artilugios que dan para jugar todos los juegos. Llega a ser casi imposible distinguir entre un astuto adulador y un inocente filósofo; descubrir a un sofista que, bien pertrechado, se enmascara atrapándonos con los señuelos que apetece nuestra nostalgia de fundamento, de la verdad ¿quién en su sano juicio se atrevería a aseverar que el mundo de las formas no es mas que una máscara de Platón? ¿quién negaría que para Platón el asunto del filósofo es lo en sí, las formas, lo apresable por la asepsia de la razón? ¿quién osaría acusarlo de sofista? Afortunadamente no ha faltado quién se atreva, si quisiéramos enumerarlos Platón podría encabezar nuestra lista. Con Hegel, la cándida y ambiciosa esperanza del filósofo por apresar la verdad se diluye en su astuta desfachatez de sofista, coquetea del brazo de su verdad retórica mientras confiesa que el ser es nada, que nada es y todo deviene.

 

 

*Ponencia presentada en el Encuentro Regional de Estudiantes de Filosofía "El Problema del Fundamento", celebrado en la ciudad de Santiago de Querétaro, Qro., en abril de 1998.

**Universidad Autónoma de Querétaro

1 Ante la pregunta del significado del nombre del dios Hermes, Sócrates responde "Pues bien, ese nombre de ‘Hermes’ parece referirse al discurso; los caracteres de ‘intérprete’ (‘hermeneus’), de mensajero, de ladrón astuto, de falseador de palabras y de hábil comerciante suponen todos una actividad que se reduce a las palabras y al poder del discurso" Platón, Cratilo en Diálogos, ed. Aguilar, Madrid 1991, pág. 257. Esta indagación etimológica del Cratilo ha conducido, o sido conducida, al implícito retrato del sofista que la casa del mismo hará manifiesto en el Sofista.

2 Cfr. G. Vattimo, Verdad y Retórica en la ontología hermenéutica en El fin de la Modernidad, ed. Planeta-Agostini, Buenos Aires, 1994.

3 "Contribuir a que la filosofía se aproxime a la forma de la ciencia- a la meta en que pueda dejar de llamarse amor por el saber para llegar a ser saber real: he ahí lo que yo me propongo" Hegel, G.W.F., Fenomenología del Espíritu. Trad. Wenceslao Roses. F.C.E., México 1987, pág. 9

4 En la Carta del autor a quien tradujo los Principios de la Filosofía, Descartes dice de Platón que es el único que se aproximó a descubrir lo que habría de ser la verdad, lo claro y lo distinto, pero se vio Platón obstaculizado por la falta del método. Así, Platón no pudo más que apuntar a lo en sí, sin dar nunca con ello, es un Platón escéptico que aspira a la verdad a la que nunca llega, mostrando, además imposible dar con ella.

5 Sólo cuando se ha puesto en cuarentena la tesis de Parménides en el Sofista, para establecer que hay un discurso verdadero y uno falso, se logra delimitar la figura del sofista en contraposición a la del filósofo y plantear que aquel se halla en la oscuridad del no-ser y éste en el iluminado claro del ser. Empero, en el diálogo se sigue de la dificultad de distinguirlos, salvada transgrediendo el interdicto de Parménides, que ambos pertenecen al linaje de los que no ignoran los alcances del problema ontológico.

 

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