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La muerte de Artemio Cruz III

Manejo de la segunda persona en

La muerte de Artemio Cruz



Carlos Fuentes, al hablar de su novela, ha dicho que la segunda persona representa al subconsciente (1) de Artemio . El subconsciente, dice el autor, es “una especie de Virgilio que lo guía por los círculos del infierno (2)”, los doce episodios de la vida (doce días) que hacen a Artemio Cruz. Es por eso que no puede dominarlo a voluntad. Éste se impone al individuo en su nivel consciente mostrándole su miseria:

“...cuando quieras ultrajar como joven lo que debías agradecer como viejo: el día en que te darás cuenta de algo, del fin de algo: un día en que amanecerás – te venzo – y te darás al espejo y verás, al fin, que habrás dejado algo atrás: lo recordarás: el primer día sin juventud...” (p. 147).

Roto el puente que lo conduce al yo del personaje (TÚ) las razones lo separan para un segundo TÚ, el tú del lector, obligado desde el principio a comprometerse con la vida de Artemio, que pasa a ser su propia vida:

“...no querrás recordarlo (al maestro Sebastián): él te mandó, tú te fuiste a la revolución: no sale de mí este recuerdo, no te alcanzará...” (p.125)

Artemio no conoce todos los elementos de su historia (nadie la conoce en su totalidad). Ignora los detalles de su nacimiento y la existencia de sus progenitores. Se oculta a sí mismo los entretelones de su relación con Catalina, aunque por momentos se siente culpable. El subconsciente, el narrador que habla a futuro, es el nexo necesario para iluminar el pasado. La conciencia crítica que ordena los momentos claves de la vida de Artemio.

El desamparo en que el personaje es lanzado al mundo, las deficiencias de su educación legitiman este punto de vista. Sus errores, la torpeza de sus elecciones son explicadas por el narrador como una fatalidad nacida de los mismo hechos incubada en el curso de la historia hispanoamericana.

Se trata de intuir a través de este proceso de conciencia el sentido último de la existencia del hombre Artemio Cruz y del hombre latinoamericano que se engaña a sí mismo, oculta su rostro tras una serie de máscaras que no dejan ver su verdad y desconoce sus raíces mestizas, impedido de llegar a ellas por la fuerza del medio que lo ahogan y lo aniquilan:

“...navegará hacia ti un bajel de piedra al que el sol de mediodía, caliente y soñoliento, alegrará en vano: murallas espesas y ennegrecidas, levantadas para defender a la Iglesia de los ataques de indios, y también para unir la conquista religiosa a la conquista militar. Avanzará hacia tus ojos cerrados con el rumor creciente de sus pífanos y tambores, la tropa ruda, isabelina, española y tú atravesarás bajo el solla ancha explanada con la cruz de piedra en el centro y las capillas abiertas, la prolongación del culto indígena, teatral, al aire libre, en los ángulos. En lo alto de la Iglesia levantada al fondo de la explanada, las bóvedas de tezontle reposarán sobre los olvidados alfanjes mudéjares, signo de una sangre más superpuesta a la de los conquistadores... el nuevo mundo llegó con ellos... Caminarás a la conquista de tu nuevo mundo, por la nave sin un espacio limpio: cabezas de ángeles, vides derramadas... santos blancos empotrados, santos de mirada asombrada, santos de un cielo inventado por el indio a su imagen y semejanza: ángeles y santos con el rostro del sol y la luna, con la mano protectora de las cosechas, con el dedo índice de los canes guiadores, con los ojos crueles, innecesarios, ajenos, del ídolo, con el semblante riguroso de los ciclos. Los rostros de piedra detrás de la máscara rosa, bondadosas, ingenuas, pero impasibles, muertas, máscaras...” (p.p.35-36)


(1) Mario Benedetti: “Carlos Fuentes: del signo barroco al espejismo”, en: Letras del continente mestizo, p. 164. Arca Editorial, Montevideo, 1967.

(2) Op. cit. p. 158.



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