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La espera

por Luis Macaya

CAPITULO I

-Entonces, cuéntame un cuento.

Elisa siguió dando unas puntadas al calcetín que estaba zurciendo. Parecía no escuchar, pero sí había oído.

-¡Mamá, cuéntame un cuento, te digo!

En realidad estaba cansada, aunque no lo aparentaba. Por su mente pasaban tantas discusiones, peleas tontas... Y lo más doloroso era saber que cada palabra dicha, no se iba a borrar con el tiempo. Al contrario, cada vez que se enfrentaran, habría nuevos argumentos para criticarse uno al otro.

-Pero, ¿por qué? -pensaba- ¿En que estoy fallando?

Y en seguida reparaba.

-Es él quien tiene que cambiar.

Sin embargo, a la vez que trataba de convencerse de aquello que pensaba, una vocecita le decía: "¡No! Nada hay que cambiar. Es el amor que se terminó hace quizás cuanto tiempo y no has querido darte cuenta".

-¡Mamá, no escuchas! ¿Estás sorda?

Elisa cerró sus ojos apretándolos fuertemente y dejó su remiendo al borde de la cama donde estaba sentada. Respiró muy profundo conteniendo el aire por unos segundos, luego lo expulsó como si fuera su último aliento.

-¿Qué te pasa, mamá?

-Nada -respondió un poco más calmada- Te voy a contar un cuento, tápate.

-Un cuento bonito ¿ya? -sugirió el pequeño.

-¡Mmm!

Ella fijó sus ojos en los ojos de su hijo y acomodó una almohada para recostarse. Luego observó su zurcido intentando hilvanar un cuento y pausó.

-En las montañas de un país muy lejano, vivían tres ositos...

-Y eran chiquititos, muy chiquititos.

-No. Uno era el papá oso, la mamá osa y un osito chiquito que se llamaba reicito.

-¿Se llamaba como yo?

-Tú no te llamas así -corrigió Elisa- Te llamas Rodrigo.

-Pero mi abuelita me dice reicito.

Elisa hizo intento de seguir con su remiendo y Rodrigo preguntó entristecido:

-¿No me vas a contar más?

-Bueno. Pero tápate y escucha. Un día el papá oso tuvo que salir a buscar comida para su familia. Entonces, como reicito estaba muy chico su mamá se quedó con él para cuidarlo...

-Porque era muy porfiado...

-Sí, y no se sabía cuidar solo.

-Y cuando su mamá le iba a pegar se metía debajo de la cama.

Elisa sonrió con amor y agregó:

-Los osos no tienen cama como nosotros. Los osos viven en cuevas y...

-¡Mamita! ¿Mi papá por qué no llega?

Elisa volvió bruscamente la cabeza y buscó en los ojos de su hijo el por qué de su pregunta. Había sido muy poco el tiempo en que había podido evadirse de los pensamientos que le angustiaban. Y de nuevo sintió pena por ella misma y se revelaba contra todo lo que le pudiera recordar a su marido. Deseaba romperlo todo: sus libros, sus tarjetas de recuerdo que por tantos años había guardado como preciado tesoro. Y ahora de qué le valían. De qué le servía haber conservado tanta cosa falsa. Se sentía ridícula, vilmente engañada, traicionados sus sueños y derrotado su orgullo. Tendría que verlo de nuevo y gritarle en su cara lo que ella sentía por él. Pero ni siquiera sabía que iba a decirle. Ensayaba todas las partes, el tono de voz y el momento preciso para... ¿Para qué? Y se veía envuelta en un torbellino de ideas:

-¡Me voy de esta casa!¡No! Que se vaya él.

Indecisa en la partida volvía a preocuparse por aquel que le causaba tanto daño.

-¿Dónde estará? ¿Qué estará haciendo?

Al momento que se hacía estas preguntas se sorprendía y reparaba:

-¿Y qué me importa? ¡Que se vaya al diablo!

Elisa trataba una y otra vez de desviar sus pensamientos, de no pensar más, hasta que una duda se clavó en su mente:

-¿Y si me odiara? ¿Qué lo ha retenido tanto tiempo conmigo? ¡Claro! La conveniencia.

Sin embargo, era tan poco lo material que poseían que resultaba absurdo el siquiera pensarlo.

CAPITULO II

Jorge caminaba sin rumbo por las calles. Sabía, sin embargo, en su subconsciente que se dirigía a algún lugar del centro de la ciudad. La noche estaba fría, pero iba bien abrigado. Antes de salir de su casa aseguró su abrigo, pensando tal vez que iba a deambular toda la noche hasta el amanecer. Llegaría a su trabajo al mismo horario, tal vez un poco antes, desayunaría y comenzaría una jornada más de su diaria rutina. De pronto, un garabato salió de sus labios, al darse cuenta que estaba exagerando con las suposiciones de un día que tal vez no iba a llegar. Y volvió a maldecir.

Trataba de demorar sus pasos haciendo cómplices al tiempo y la distancia. Caminaba sin prisa rumiando su amargura, desesperado y sin un lugar donde dirigir sus pasos. Todos son solidarios en la desgracia, pensaba, pero nadie le abriría la puerta para recibirlo de alojado. Y además lo más solidario que podrían ser sería aconsejándolo que volviera a casa. Pero eso no lo podría hacer, al menos en ese momento no estaba preparado. Sólo unas pocas horas que se había alejado de su casa. Su esposa lo imaginaría durmiendo en casa de su madre, sus hermanas o quien sabe donde. Lo más probable sería que esperara verlo muerto.

Las calles sin destino son siempre solitarias, sombrías y heladas. Los lugares que no son nuestros son lugares prohibidos, casi extranjeros. Si hasta los perros nos reconocen y mueven la cola para mordernos. El amigo del hombre se vuelve traicionero.

El ambulante dobló la esquina de la avenida para ir por calles estrechas, más protegidas. Si las murallas estaban cerca también las casas lo estarían. Y metió las manos en sus bolsillos queriendo disimular que no era de ese barrio.

-En el pasaje de arriba tengo una amiga para visitar -pensó.

Y apuró los pasos para llegar pronto.

Con qué cara se puede llegar a la casa de una amiga a pedir que lo reciban, sabiendo que uno es el que manda en su casa.

-¡Hola! ¿Qué haces por aquí? ¿Que te corrió tu señora?

Intuición femenina ¿o es lo que cada una de las damas espera que suceda un día con uno para cobrarse sus propias venganzas?

-¡Hola! ¿Acaso no puedo visitarte o no quieres recibirme?

-¡Pasa! ¡Que sorpresa! ¿Va a llover?

Los dolores del alma se adormecen, la risa sale estrangulada. Los recuerdos, las conversaciones, el café repetido y la hora de partir que ha llegado, ponen fin a este primer tambo de la noche que te cuenta.

-A esta hora es difícil la locomoción. ¿Te llamo un taxi?

-No, gracias. Mejor me invitas a quedar.

-Mmm. Te escuchara tu señora. ¡Ya, apúrate! Chao.

-Adiós. Mañana a lo mejor estoy muerto.

-Chao, tonto. Yerba mala nunca muere.

Los pasos de Jorge se vuelven cansados y aún es temprano. Piensa en Elisa, su esposa, y no entiende como puede enfurecerlo tanto aquella mujer que lo enamoró y con la que soñaba estar unido por siempre. Pero eso era antes, antes de que ella demostrara que era una mujer de armas tomar, que decidía por sí misma, que no se iba a morir si él le faltaba un día. Jorge era un hombre errado, de poca fe en sus semejantes, en su futuro y en su mujer. Y esa mala fe, se alimentaba de celos y desembocaba en agresión física y verbal contra los que extrañamente amaba.

-La noche algo tiene en contra de mí -pensaba- No quiere avanzar.

Cuando salió del pasaje y volvió a la avenida, notó los árboles que antes no había visto. Eran árboles de hace años, de troncos gruesos y frondoso follaje. Ciertamente esos árboles tendrían unos treinta años a lo menos. La misma edad de Jorge.

Las sombras reviven los temores, los miedos de niño, la angustia escolar, los pesares de la insana madurez.

-¿Qué hacen esos hombres detrás del árbol? ¿Y esas luces?

Cuando las calles son desconocidas, los hombres que por allí transitan también lo son. Jorge comenzó a temer que lo asaltaran y siguió caminando muy alerta y preocupado. A medida que se acercaba comenzó a notar que junto a uno de los árboles estaba estacionado un vehículo con los intermitentes prendidos. Las voces de los hombres en las sombras ya se distinguían. De pronto la lumbre de un fósforo aclaró el panorama y el temor de Jorge era tan intermitente como las luces de la patrulla de carabineros estacionada bajo los árboles.

CAPITULO III

Los policías en la fría noche estrellada, aspiraban el humo de sus cigarrillos, mientras Jorge se tragó todo el aire que le debía a sus pulmones desde hace rato.

-Elisa, debe haberse acostado ya. Seguro que está durmiendo tranquilamente y yo como estúpido.

Jorge se había alejado caminando ya más de una hora. No se preocupó de traer dinero y para volver, si es que así lo decidía, tendría que hacerlo de la misma manera, caminando.

Estaba cerca de la ciudad y no encontró mejor lugar donde dirigirse que al hospital. Se encontraba casi enfermo, así pensaba, de tal manera que actuaría como tal. Los servicios de urgencia no lo son tanto y esperaba ser el paciente más paciente de la noche. Que el tiempo corra para que el amanecer llegue sin demora.

Habían unas veinte personas esperando su turno. Caras de angustia, desesperanza, resignación, preocupación. Hombres, mujeres, niños, jóvenes y ancianos, todos con su drama, su tragedia. Y Jorge, a las dos de la mañana esperando ver pasar la noche junto a otros seres distintos y tan extraños como él.

Y pasaron tan sólo diez minutos.

-¡Señor! - preguntó un auxiliar de enfermería- ¿Viene con algún paciente o se va a atender?

-No, estoy esperando.