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Baldomero Lillo

Baldomero Lillo

Baldomero Lillo, maestro del cuento chileno

VARIOS

La “Zambullón


-”Seguro efectuado ayer. Póliza correo”.
En cuanto hubo don Manuel leído este despacho telegráfico se asomó a la puerta de la oficina y llamó:
-¡Antonio!
-Voy, señor -respondió una voz varonil y unos pasos precipitados resonaron en el corredor.
El patrón clavó un instante sus grises pupilas en la barra, donde se entrechocaban tumultuosas las olas, y ordenó al mozo de atezado semblante que esperaba en el umbral sombrero en mano.
-Ve a buscar a Amador y su gente- y volviendo en seguida a su escritorio se absorbió en la importante tarea de rectificar las sumas del libro de caja a fin de hallar el error de un centavo que le impedía cerrar el balance de fin de mes. Entre tanto, Antonio había descendido la colina y caminaba por la orilla de la laguna en dirección del rancho de Teresa, donde, de seguro, encontraría al que buscaba. Sus cálculos no le engañaban, pues al volver un recodo del sendero lo divisó sentado junto a su novia, bajo la pequeña ramada, afanado en revisar los anzuelos de un espinel. Cuando el mensajero estuvo cerca, Amador interrumpió la tarea para decirle:
-¿Me necesitan allá arriba, no es verdad?
-Y también a Lucho y a Rafael.
El rostro del pescador se ensombreció y exclamó son ira:
-¡Perra suerte! ¡Ese maldito cascarón va a ser nuestra sepultura!
Teresa se levantó airada y, dejando a un lado la costura, profirió con vehemencia:
-¡Pero eso es una maldad! La Zambullón está tan vieja que es tentar a Dios moverla siquiera de su fondeadero. ¿No es así, Antonio?
El interpelado inclinó la cabeza y guardó silencio, haciéndose el desentendido. Como buen rústico sabía callarse y no adelantar opiniones que más tarde le comprometiesen. Fingiendo gran prisa se despidió diciendo a su camarada:
-No te olvides de que a las cuatro comienza a bajar la marea.
Amador y Teresa lo vieron alejarse, silenciosos. De pie, erguidos de cara al sol que lanzaba sobre el lago, las colinas y los prados sus cálidos resplandores, los enamorados hacían una hermosa pareja. El, de aventajada estatura, de tez blanca, rostro franco y abierto, encuadrado en una rizada barba rubia, era un gallardo mozo a quien nada arredraba cuando sobre las cuatro tablas de su barco desafiaba impávido la cólera del océano. Ella también era alta y bien formada, garbosa en el andar, de rostro ligeramente bronceado, con hermosos ojos pardos llenos de fuego y resolución. Amábanse ambos apasionadamente, y no habiendo nada que se opusiera a su mutuo cariño debían casarse para la Pascua.
Faltaban aún tres meses para la fecha fijada, tiempo más que suficiente para que él reuniese el dinero necesario y para que ella preparase su modesto ajuar de boda.
El día anterior el mozo recibió de don Manuel la orden de prepararse para conducir la Zambullón a Valparaíso, donde se la destinaría para depósito de mariscos. Y como le observase respetuosamente el mal estado de la lancha y lo peligroso de una travesía tan larga, el patrón le respondió con severidad que la Zambullón estaba en condiciones de dar la vuelta al mundo sin correr riesgos de ninguna especie. Cuando dio la noticia a Teresa y dejó entrever la repugnancia que le inspiraba el viaje, la joven, cediendo a la vehemencia de su carácter, le pidió con lágrimas en los ojos que se negase a partir. El amo, por muy amo que fuese, no tenía derecho a disponer de la vida de sus servidores. Mas, cuando el mozo le hizo ver que su resistencia le acarrearía la pérdida del empleo que le daba para vivir y mediante el cual iban a realizar sus vivísimos anhelos de ser el uno del otro, a la indignación sucedió una calma resignada y triste, la mente de la moza se pobló de siniestros augurios y rompió a llorar desconsoladamente.
Amador la tranquilizó lo mejor que pudo asegurándole que si se mantenía el buen tiempo y el viento favorable, llegarían al lugar de su destino sanos y salvos. Además, él como ella no quería abandonar aquellos sitios que le recordaban su risueña infancia y donde cada detalle evocaba en su espíritu la dulce historia de su amor y felicidad. Convenía, pues, tener, resignación y no quemarse la sangre pensando en eludir lo que no tenía remedio.
La noticia de que la Zambullón iba a hacerse a la mar había reunido junto a la desembocadura del lago a los habitantes del caserío. Todos querían dar al vetusto cascarón el adiós de despedida y demostrar a la tripulación el interés que despertaba en ellos la arriesgada empresa que iban a acometer.
Teresa, en medio del grupo, con los ojos fijos en su novio oía los comentarios que a propósito del viaje hacían los espectadores, disimulando la penosa impresión que algunas frases pesimistas le producían:
-Dicen que todas las cuadernas están podridas -profirió un viejo, dirigiéndose a su vecino.
-Y todo el casco también. Desde la borda hasta la quilla no hay más que parches -respondió el aludido, que era el calafate de la ensenada.
Un robusto mocetón, aprendiz del maestro corroboró lo dicho sobre el mal estado de la lancha con una frase gráfica.
-¡Si es un puro remiendo! Con la estopa que tiene en la tablazón hay para calafatear una escuadra.
Teresa, cuya secreta angustia habían aumentado considerablemente estas expresiones poco tranquilizadoras, experimentó una dolorosa sacudida al oír a un anciano pescador murmurar con sombrío acento:
-¡Si no se va a pique en la barra será un milagro!
En tanto la Zambullón, desmarrada de la boya, empezaba a deslizarse con suavidad a lo largo del canal. Mientras los bogadores inclinados sobre los bancos movían a compás los pesados remos, el patrón, de pie en la popa, aferrado a la bayona, mantenía la proa de la lancha en la línea de las aguas profundas.
Cuando la embarcación pasó frente a Teresa, Amador clavó la vista en la joven, y como la viese con el pañuelo en los ojos, le gritó con esa alegre despreocupación que era el fondo de su carácter:
-No te aflijas mujer, todavía no está la carnada en la boca de los jureles.
-¡Otra orza! -exclamaron enérgicamente algunas voces, y el patrón, interrumpiendo su chancero discurso, se encorvó sobre la bayona, y la lancha, doblando la curva del canal, se deslizó con rapidez hacia la barra.
Teresa descubrió el contristado semblante bañado en lágrimas para fijarlo en la airosa y esbelta silueta del pescador, que apoyado en el flexible madero se aprestaba a la lucha con el furioso oleaje con la sonrisa en los labios.
Un penoso silencio reinó en la ribera. Sólo se oía el golpeteo de los remos en el agua y el llanto contenido de Teresa y de las madres y esposas de los remeros.
La Zambullón seguía su marcha majestuosamente. Su chata proa hendía las aguas en línea recta, distando sólo un centenar de metros de la temible barrera que obstruía la desembocadura del canal.
El tiempo mostrábase bonancible; el sol brillaba en un cielo sin nubes y el mar detrás del banco aparecía tranquilo, rizando apenas su tersa superficie en fresca brisa del sur.
A pesar de esta calma de la naturaleza, una penosa expectación embargaba los ánimos. Cada cual clavaba con inquieta fijeza su mirada ora en la embarcación, ora en las olas gigantescas que se amontonaban en la barra.
¿Cruzaría la Zambullón aquel mal paso sin contratiempos? ¿Resistirían sus vetustos flancos, corroídos por el agua y la carcoma, la colosal embestida? He aquí lo que se preguntaban mentalmente los pescadores. Bien pronto salieron de las dudas. Mientras los remeros con los músculos en tensión se inclinaban sobre los bancos, atentos a la órdenes del patrón, éste, recto sobre sus poderosas piernas y con la ardiente mirada fija delante de la proa, esperaba que llegase el instante de forzar los remos. Éste no se hizo esperar mucho. Una ola alta como un muro, de un color verde brillante, avanzó velozmente sobre la lancha. Cuando estaba a veinte brazas de la proa, Amador dio la señal, los remos cayeron con fuerza en el agua; la Zambullón, levantándose, levantándose de proa casi verticalmente, mostró con trágica impudicia a los espantados testigos de la escena, hasta lo más oculto de sus interioridades.
Teresa, mortalmente pálida, vio cómo la lancha recobrando casi bruscamente la posición horizontal se alzaba de popa y desaparecía en la sima que dejaba tras de sí la montaña líquida. Éste era el momento más peligroso, pues si la embarcación no se enderezaba, cuando llegase la segunda ola zozobraría infaliblemente. De súbito aplanada la primera mole, apareció a los ojos de los pescadores la Zambullón con sus tripulantes en sus puestos listos para afrontar la segunda prueba de la que salieron, gracias a su serenidad y destreza, tan airosos como en la anterior. La tercera ola fue vencida también con facilidad, y la lancha, burlándose de los cálculos pesimistas, flotó libre de todo riesgo detrás del obstáculo que acababan de salvar. Sin perder tiempo, la tripulación plantó el mástil e izó la vela que la brisa del mar infló al instante, impulsando con lentitud el viejo casco hacia el mar.
Por algún tiempo Amador y sus camaradas devolvieron, agitando sus gorras marineras, las manifestaciones de despedida que los de tierra les hacían con sus pañuelos. Luego el grupo de pescadores empezó a dispersarse en dirección de sus habitaciones. Pronto se quedó sola Teresa. Sentada en un montículo de arena permaneció un largo espacio de tiempo con los ojos empañados de lágrimas fijos en la embarcación cuyos contornos borrábanse por instantes. Y allí -en la soledad de la playa, frente al mar siempre espléndido en cada una de sus infinitas fases- la joven se entregó de lleno a sus meditaciones, tratando de inquirir por el pasado y el presente lo que le destinaba o el porvenir. El amor que llenaba su alma era el eje alrededor del cual giraban todas sus ideas. Por la primera vez, ante la amenaza que se cernía sobre su novio, comprendió la pasión sin límites que albergaba su corazón. Se reprochó con amargura su falta de energía para disuadir de aquel viaje a su prometido. ¡Qué fútiles le parecían ahora las razones que habían acallado sus temores! Por un instante su exaltada mente, agigantando los riesgos, le mostró como muy próximo lo que tal vez era remoto y problemático. Sobrecogida de angustia, necesitó de toda su voluntad para no abalanzarse al cachucho, única embarcación que había en el fondeadero, y seguir tras la lancha cuya indecisa silueta se perdía en el horizonte. Mas, ante el aspecto bonacible del cielo y del mar, fue serenándose poco a poco. Si en veinticuatro horas no se operaba una mudanza desfavorable, la Zambullón arribaría al puerto con felicidad.
Por fin, bien entrada ya la tarde, habiéndose hecho invisible la lancha, la hermosa novia se levantó, sacudió los pliegues de la falda para desprender la arena y se encaminó con lentos pasos, volviendo de trecho en trecho la cabeza para mirar el mar cabrilleante, bañado por los reflejos del sol poniente.

* * *

Era muy temprano, acababa de mostrarse el sol en el oriente, cuando Teresa saltó del lecho y descorrió la cortina de la ventana. Sus ojos escudriñaron ávidamente el cielo sin descubrir por ninguna parte las señales precursoras de una borrasca. Pero sólo se tranquilizó a medias, pues notó con desconsuelo que había cambiado el viento. Empezó a vestirse con premura, ansiosa de ver el mar cuyo rumor más acentuado que de costumbre la había tenido desvelada gran parte de la noche. Su anciana madre, que tenía su lecho en la misma habitación, trató de disuadirla de su propósito, pues podría atrapar a esa hora en la playa un resfriado. Además, ¿qué objeto tenía atormentarse de ese modo si ya lo hecho no tenía remedio? La Zambullón estaba lejos y si el viento le era contrario navegaría a remo, con lo cual, el viaje se alargaría un día o dos. Era un contratiempo, no podía negarse, pero debían tener paciencia porque así lo habían dispuesto Dios y la Virgen.
La joven oía en silenció los consejos maternales, resuelta siempre a llevar a cabo su determinación, cuando la voz conocida, aguda y vibrante de un pescadorcillo resonó en lo alto de una duna en cuya base estaba la habitación:
-¡Teresa -decía el chico-, la Zambullón se viene a tierra! ¡Corre! ¡Ven a ver!
-¡Dios mío! -gimió la anciana y se incorporó en el lecho, mientras la hija descalza, con las ropas mal prendidas, abría la puerta y se precipitaba fuera como una loca: En cuanto alcanzó la cima de la duna y pudo divisar el mar, lo primer que se presentó a su vista fue la lancha que resistía a fuerza de remos el impulso del viento y de la corriente que la empujaba hacia las peligrosas rompientes del lado norte de la barra, de la cual la separaban aún algunos centenares de brazas. Fatigadísima por la violenta ascensión, Teresa se detuvo un instante para tomar aliento pudiendo abarcar desde aquel observatorio todo el escenario del drama que iba a desarrollarse más atrde ante sus ojos. Aunque el viento que soplaba hacia tierra era moderado, el mar mostraba una faz distinta de la víspera. Un oleaje duro y áspero fatigaba a la embarcación, que sólo una vista penetrante podía percibir cómo derivaba hacia la costa. Pero lo que aterró a la joven fue el espectáculo de la barra. Olas monstruosas derrumbábanse sobre el invisible banco, haciendo peligrosísimo, impracticable casi, el paso para un bote o una chalupa.
Los pescadores, avisados por algunos pilletes a quienes la perspectiva de un naufragio los hacía brincar de gozo, salían atropelladamente de sus chozas y se dirigían a la ribera. Teresa se agregó en la playa al grupo y escuchó las explicaciones que los entendidos daban sobre el regreso de la lancha, que no obedecía a otra causa que la caída del viento en las primeras horas de la noche anterior.
A esto se agregó más tarde la marejada y el viento de proa, que ayudados por la corriente la hicieron desandar el camino recorrido hasta cerca del punto de partida. La braveza del mar atribuíanla a la repercusión de una tempestad lejana. En total, todos estuvieron conformes en que la situación de la Zambullón era bastante crítica si aquel estado de cosas se prolongaba por algunas horas.
Teresa, que había escuchado anhelante, interrumpió la conversación para preguntar con voz temblorosa, pero enérgica, qué se esperaba para no ir en el acto a socorrer a Amador y sus compañeros.
Esta pregunta tan natural dejó a todos perplejos por un momento, pero muy luego empezaron todos a dar su parecer, entablándose una discusión acaloradísima. El acuerdo que resultó de la polémica fue también unánime. Sólo había un medio, uno solo, de prestar auxilio a los camaradas: franquear la barra en una embarcación y tomarlos a su bordo, pues, dado el estado de la barra, la Zambullón se haría pedazos si era cogida por aquellas montañas de agua. Y esto había que realizarlo pronto antes que las manos de los remeros, extenuados por más de catorce horas de brega, dejasen escapar los remos, con lo que la lancha no demoraría un cuarto de hora en hacerse trizas en las rompientes. Para que la empresa no resultase un fracaso había que tripular la Gaviota, la lancha nueva, que por solidez y dimensiones podía afrontar, trasponer la barra, cerrada como pocas veces se la había visto desde años atrás.
-Todo está muy bien -dijo de pronto la voz tranquila de un viejo pescador-, ¿pero qué dirá don Manuel? Sin su permiso no podemos tomar la Gaviota, a la que quiere como a las niñas de sus ojos.
La observación del viejo apagó instantáneamente el ardor de los mozos que se apresuraban ya a llevar a cabo la idea propuesta. De sobra conocían ellos a don Manuel y más que de sobra salían que no había entre ellos ninguno bastante osado para ir a llevarle una embajada cuya respuesta traería el embajador en las costillas. ¿Dónde tenían la cabeza para haberse olvidado de este detalle?
Teresa, viendo que callaban y se miraban unos a otros con desaliento, tomó de nuevo la palabra para decir:
-Pues, entonces vamos todos a pedir la Gaviota.
Mas, como el juego de las ojeadas continuase, permaneciendo todos inmóviles y mudos, la joven enrojeció súbitamente y con los ojos echando llamas, erguido el cuerpo arrogante y soberbio los apostrofó, diciendo:
-¡Cobardes, yo iré sola! -y empezó a caminar, a correr más bien, en dirección de la casa del amo, situada allá lejos sobre una pequeña eminencia.
Apenas había recorrido un corto trecho oyó que el anciano pescador le gritaba:
-Si dice que sí, pídele una ordencita por escrito.
Esta recomendación, que resulta singularísima por el hecho de que nadie de los ahí presentes sabía leer, no produjo la menor extrañeza, dado el prestigio que gozaba su autor, que era para todos un hombre más listo que un águila y que veía debajo del agua.
Como en el grupo se hiciesen comentarios pesimistas acerca del paso que iba a dar la joven, al ladino viejo arguyó:
-¡Quién sabe, la chiquilla tiene la lengua bien suelta y es bonita como un sol! Puede que la oiga. Lo que es a nosotros nos muele a palos.
En tanto que Teresa avanza lo más ligero que le es posible por el pesadísimo médano, subiendo y bajando las pendientes movedizas de las dunas, don Manuel trabaja tranquilamente delante de su pupitre atestado de libros y papeles. Muy madrugador, ha sido de los primeros en avistar la Zambullón que, en vez de avanzar, retrocede como un cangrejo. El aspecto del amo no revela el por qué del respeto demasiado temeroso que le profesan sus servidores. Ni alto ni bajo, bien constituido, la expresión de su rostro es más bien bonachona que adusta. Sus modales son suaves, su palabra insinuante y dulce. Posee una gran dosis de paciencia, no se altera fácilmente, pero cuando monta en cólera no hay quien resista su violencia. Entre todas las cualidades de don Manuel hay una que resalta sobre todas y es el culto que tiene por el comercio, la única carrera que según él debe seguir un hombre de corazón y que en algo se estima en este mundo: ¡Oh el comercio! Es necesario oír el tono con que pronuncia esta exclamación, constantemente en sus labios, para tener la clave de muchas acciones.
Propietario de las tierras que rodean la laguna, era el árbitro y señor de los sencillos pescadores que, además de servir en las lanchas, debían hacer todas las faenas que les encargase el patrón. Recibían puntualmente los salarios convenidos, pues don Manuel era esclavo de su palabra, eso sí que al tratar los ajustes ni el más lince podía impedir que don Manuel se quedase con la parte del león.
Esa mañana el amo parece un poco nervioso. De cuando en cuando se levanta y pluma en mano se acerca a los cristales para mirar el mar. Merced a lo elevado de aquel observatorio, la Zambullón se destaca entre las agitadas olas con toda claridad. Amador está como siempre en la popa y singla apara ayudar a los bogadores. Por la pesada lentitud con que caen y suben los remos, se adivina el atroz cansancio que debe agobiar a esos hombres después de tantas horas de rudísima faena. Patrón y remeros tienen el rostro vuelto hacia la playa en espera de una ayuda que tarda en venir. No hacen señales en demanda de auxilio, seguros de que en tierra comprenden demasiado su crítica situación.
Don Manuel, en sus idas y venidas del pupitre a la ventana, analiza y desmenuza la operación mercantil que originó el viaje de la Zambullón.
El negocio, de suyo sencillísimo, es el siguiente: siendo la lancha un cascarón inservible, hizo traspado de él a su sucursal en el puerto para que se le utilizase ahí como depósito de mariscos. Mas, como él era ante todo un hombre prevenido, ordenó la partida cuando por telegrama de se segundo supo que en caso de siniestro sus intereses quedaban bien resguardados. Avisada oportunamente la compañía de seguros de la salida, ya él nada tenía que ver con la embarcación. Si alguien debía inquietarse por su suerte era, sin duda, la compañía aseguradora, que en caso de naufragio debía desembolsar tres mil quinientos pesos, suma que atenuaría un tanto el dolor de don Manuel por la pérdida de su querida reliquia.
Que el valor material de la Zambullón no excedía de cincuenta pesos era una verdad demostrada, pero ¿qué significaba esto ante su valor moral incalculable? ¡Qué mundo de recuerdos no representaban para don Manuel esas cuatro tablas en los veinticinco años que las tenía delante de los ojos! Hay cosas cuya pérdida no compensa el oro, y éste era el caso de la Zambullón. La suerte de los tripulantes no le inquietaba lo más mínimo. Nadaban como peces y primero que ellos se ahogaría una corvina.
De pronto, unos tímidos golpes sonaron en la puerta. El amo se levantó y fue a abrir, y se encontró con Teresa. La joven, a quien la carrera a través del páramo impedía casi hablar, entró a una seña de don Manuel en el escritorio. Cuando la creyó más segura le preguntó paternalmente:
-Hija, ¿qué es lo que te pasa?
La respuesta fue una explosión de sollozos y de lágrimas que dejó estupefacto a don Manuel.
-Vamos, niña -volvió a interrogar-. ¿se ha muerto tu madre acaso?
-No, señor -contestó entre hipos convulsivos Teresa.
-Y, entonces, ¿qué desgracia puede afligirte tanto?
-Es que dicen -profirió entre sollozos la muchacha- que la Zambullón se viene a tierra si no van a socorrerla ante s que baje la marea.
-¡Ah, vaya, pero la novia de un pescador debía tener más coraje, mujer! Amador y su gente se mantienen firmes y en cuanto llegue el reflujo se reirán de la corriente y el viento…¡ya verás!
Hizo una pausa y prosiguió:
-Y aun suponiendo que me equivoque, que en relidad la lancha se venga a tierra, todo se reducirá a un baño, porque Amador nada como un pájaro-niño y los demás no le van en zaga. Confía en mi experiencia, tontuela, no te aflijas, la cosa no es para tanto. Además, quien debiera afligirse y con razón soy yo, porque si resultasen ciertos temores perdería una de mis mejores lanchas. Y ya ves; estoy sereno, no me atolondro ni pierdo la cabeza.
-Pero, señor… -alcanzó a decir la joven que había oído con los ojos bajos este largo discurso.
-No hay pero que valga, hija mía. Lo dicho dicho está, y ahora que se te ha pasado el “sponcio” dime a qué has venido. Supongo que no vendrás a pedirme que me tire al agua para ir a salvar a tu prometido de un peligro que para él no es tal peligro, porque en el momento que se le antoje suelte la bayona y en cuatro braceadas está en la playa más fresco que una lechuga.
La moza alzó el rsotro enjuto ya de lágrimas y fijó en don Manuel una mirada tan suplicante y dolorida, tan preñada de angustia y de zozobras que se preguntó inquieto e intrigado: ¿Qué diablos será lo que quiere?
Muy luego lo supo. Teresa con frases cortas y temblorosas le expresó los deseos de los pescadores de ir a socorrer a sus compañeros, haciendoles ver que dada la braveza del mar y la fuerte resaca el mejor nadador del mundo se ahogaría en ese sitio infaliblemente.
Al oír nombrar la Gaviota, don Manuel dio un respingo en la silla y alzándose vivamente profirió iracundo:
-Pero veo que todos han perdido la cabeza… Armar la Gaviota. ¡No faltaba más!
Comenzó a pasearse agitado y nervioso mascullando palabras a media voz:
-¡Baludaques, me la van a pagar!
De repente, al volverse, se encontró con Teresa que, arrodillada en el suelo, retorciendo sus torneados brazos con desesperación, le imploraba:
-¡Don Manuel, por amor a Dios, tenga compasión de nosotros! Mire que los pobres ya no tienen fuerzas. Desde ayer, a las cuatro de la tarde, que están remando! ¡Por caridad, señor! Usted es cristiano y no puede dejar que se ahoguen sus trabajadores, sus hijos, porque es usted nuestro padre, don Manuel, el único a quien podemos clamar en la desgracia. ¡Conduélase de ellos, son tan jóvenes, lo pueden servir todavía tantos años!
Don Manuel, sorprendido, por la actitud y la vehemencia que la joven ponía en sus súplicas, pudo al fin decir con un tono bastante displicente.
-Bueno, bueno, todo está muy bien, pero ¡levántate! Si no te alzas te tomo de un brazo y te pongo en la puerta.
Ante esta amenaza proferida en tono tan duro y autoritario, Teresa se puso de pie con la vista fija en tierra y el rostro inundado de lágrimas. Don Manuel, recobrando su actitud paternal, suavizado ya del todo, continuó con su voz meliflua sus razonamientos anteriores:
-Es preciso tener calma, hija mía. Yo sería el primero en deplorar un accidente desgraciado, pero, como ya lo tengo dicho, esa contingencia es remotísima. En tanto que que si yo cedo a tus lágrimas y a los impulsos de mi buen corazón y doy orden para que se aliste la Gaviota, me haría reo de un delito gravísimo, cual es el de provocar, a pretexto de prevenir un naufragio, bastante dudoso por cierto, una catástrofe mucho mayor. Porque no hay que hacerse ilusiones, la Gaviota no podrá nunca trasponer la barra, cerrada como está, sin quedar en el mejor de los casos con la quilla arriba. En cuanto a esos locos se ahogarían todos irremisiblemente. Y no vayas a creer que el miedo a las pérdidas materiales, por valiosas que sean. Influye en mi modo de pensar. No, no es por eso que me niego a autorizar una locura semejante. Su hubiese alguna probabilidad de éxito, por pocas que fuesen, consentiría de la mejor gana; ¿qué más querría yo que salvar la Zambullón? Una lancha, hija, que vale un Perú.
Teresa oía con el corazón angustiado, desolada el alma. ¡Todo estaba perdido! Su experiencia de las cosas de mar era bastante para hacerle ver lo especioso de aquellas razones que su rusticidad le impedía refutar. Conocía de sobra que el amo exageraba los riesgos de la barra, ¿con qué propósito? No podía explicárselo. Sus ideas se embrollaban, desorientada también por la conducta de don Manuel. No era ese el recibimiento que ella había esperado. En vez de modales bruscos, negativas rotundas que hubiesen excitado su combatividad, encontró una acogida que la desarmó. Su fogosa energía que ante el obstáculo se hubiera exaltado hasta la violencia, se deshizo de nuevo en un torrente de lágrimas.
Don Manuel, que buscaba el modo de poner fin a aquella molesta entrevista, tuvo de pronto una idea salvadora. Cogió la pluma, y, trazando rápidamente en una hoja de papel algunas líneas, alargó lo escrito a Teresa diciéndole:
-Este papel es para Pedro, mi capataz de lanchas. En él le ordeno que sin perder tiempo vaya a dar aviso de lo que pasa al capitán de puerto. Él es autoridad y puede tomar medidas que yo no puedo poner en práctica. Lo que él disponga eso haremos, sea lo que sea.
La joven estuvo a punto de decir que Pedro el capataz, había partido en la mañana para Las Lomas y que ni estaría de regreso hasta el mediodía, pero un pensamiento súbito detuvo las palabras en sus labios y, tomando el papel, abandonó la estancia con una precipitación que hizo exclamar a don Manuel en tanto que lanzaba un suspiro de alivio:
-¡Uf, por fin, creí que no se marchaba nunca!
Llamó, en seguida, a Antonio, y le ordenó que cerrara la vieja y no dejase entrar a nadie sin su permiso.
Entre tanto, Teresa había descendido la rampa y atravesaba a la carrera los arenales. Los pescadores que seguían en la orilla del canal, la vieron de pronto aparecer en lo alto de la duna. Con el pañolón terciado en el pecho, recogidas con una mano las sayas, agitaba, con la diestra en alto, un papel.
-¡La orden, trae la orden! -exclamaron todos entre sorprendidos y gozosos.
Acosada a preguntas pudo al fin la joven balbucir:
-¡La Gaviota, que alisten la Gaviota! -y alargó el papel al anciano pescador que se le había acercado y la miraba fijamente a los ojos. Cogió el viejo con su callosa mano el escrito y examinó atentamente aquellas líneas ininteligibles. En seguida extrajo de su blusa un papel arrugadísimo y desdoblándolo comparó los membretes grabados en las esquinas de ambas hojas: una lancha navegando a velas desplegadas debajo de la cual estaba en gruesos caracteres la firma de la casa.
El examen lo dejó plenamente satisfecho y dijo a los que lo rodeaban:
-Está en regla, niños. Corran y aparejen, ¡todavía es tiempo!
Una docena de mozos se precipitaron al fondeadero y abordaron el cachucho para dirigirse a la lancha. Cuando iban a desatracar de la orilla, Teresa saltó dentro del bote diciendo en tono resuelto:
-Yo voy con ustedes.
Algunos quisieron protestar, pero la mayoría se limitó a encogerse de hombros con diferencia. Una vez a bordo de la Gaviota empezaron con febril actividad a disponer la maniobra. Mientras unos cogían los remos, otros desamarraban la espía, aprestando al mismo tiempo el larguísimo cable que en los casos arriesgados servía para mantener el contacto con tierra.
En un instante todo quedó listo para zarpar. Los remeros estaban en sus puestos, y el patrón de pie en la popa esperaba se largase la amarra para dar la voz de avance, cuando, de súbito, transponiendo un montecillo de arena apareció, ante los ojos atónitos de los pescadores, la figura gesticulante de don Manuel. Una cólera terrible poseía el amo. Más que con la voz con el ademán intimó a los sorprendidos tripulantes el abandono de la lancha. Un pánico inmenso se apoderó de ellos al comprender por las palabras irritadas que llegaban a sus oídos que habían sido juguetes de la audacia desesperada de Teresa. Sin aguardar la llegada de don Manuel, que corría hacia la orilla con el bastón en alto, saltaron atropelladamente dentro del bote y se alejaron a toda fuerza de remo de la embarcación.
Sólo quedaron en la Gaviota Teresa y el ayudante del calafate. Éste, inclinado en la popa, trataba de anudar nuevamente la espía, cuando, de súbito, sintió que dos manos se apoyaban en su espalda, y de un violento empujón lo arrojaban de cabeza al agua.
Por un instante el estuporhizo enmudecer a los espectadores de esta escena, pero recobrándose de pronto empezaron a gritar deseperadamente:
-¡El bote, el bote, La Gaviota se va al garete!

* * *

Durante la noche precedente, las olas embravecidas habían minado el parapeto de arena, ensanchando considerablemente el canal. La diferencia de nivel precipitaba las aguas de la laguna con ímpetu irresistible hacia el océano, y la Gaviota, libre de sus amarras, fue arrastrada por la corriente con progresiva celeridad.
Pasado el primer minuto de asombro, todo el mundo se precipitó hacia la curva. Los del bote y el que cayera al gua corrían ya por la orilla del canal para abordar la lancha que, sin gobierno, iba a vararse en el recodo. Mas esas esperanzas salieron fallidas, porque Teresa, que había logrado colocar en su sitio la bayona, manejándola como un hábil patrón desvió la Gaviota del sitio peligroso. Con las pupilas dilatadas, mudos de espanto, el amo y los pescadores vieron cruzar por delante de ellos a la barca, arrastrada por el turbión vertiginoso de las aguas como una flecha. Con el cabello desgreñado, llameante la mirada, semidesnuda, al aire el firme seno y los redondos brazos, destacando en la popa su arrogante figura, la moza, fiera y bravía, fue el blanco de todos los ojos.
A medida que los pescadores recobraban la serenidad sobrecogíales el peso de su vergüenza. Sentíanse culpables de aquel suicidio y comprendían claramente que el acto desesperado de la joven era fruto de su egoísmo y de su cobardía. Por vez primera miraron de frente y sin temor a don Manuel, que con los ojos casi fuera de sus órbitas, mudo e inmóvil como una estatua, contempaba el tremendo desastre. Y entonces, en sus almas primitivas, la imagen de Teresa asumió proporciones desmesuradas. Ante aquel corazón de mujer inflamado por el amor, sintieron retoñar las rebeldías de su atrofiada voluntad. Si fuera posible alcanzar la lancha, hubieran decidido abiertamente al amo para ir en auxilio de la Zambullón. Pero ya era tarde para el arrepentimiento y no les restaba otra cosa que ser espectadores de lo que iba a suceder.
En breves instantes la Gaviota se encontró en medio de la mugidora barra. Pasó un minuto que pareció un siglo durante el cual una cortina de espuma ocultó a la vista de todos la embarcación. Y cuando creían no verla más, reapareció de pronto detrás del hirviente vórtice con la borda sobresaliendo apenas por encima del agua. Teresa, a quien las olas no habían podido arrancar de uno de los bancos a que se había aferrado, pugnaba por ganar nuevamente la cubierta de la popa, lo que consiguió después de algunos esfuerzos.
De pronto las miradas de los pescadores dejaron de contemplar la Gaviota para fijarse en la Zambullón, que a toda fuerza de remo se dirigía en línea recta hacia la barra. Por uno de esos frecuentes fenómenos cuyas causas se escapan a menudo a la penetración de los marinos, el océano había experimentado un cambio brusco. El viento era apenas sensible y la marejada decaía visiblemente.
Una gran ansiedad se apoderó de todos. ¿Llegarían a tiempo Salvador y sus compañeros? La Gaviota, que al transponer la barra había embarcado una gran cantidad de agua, presentaba el costado a las olas que al chocar con la bajísima borda lanzaban dentro una parte de su contenido. El hundimiento de la lancha, dadas estas circunstancias, no tardaría en producirse.
Un detalle que las dramáticas escenas precedentes les hicieron olvidar acudió a la memoria de los pescadores. Teresa había tenido la precaución de arrojar a la salida del canal la piedra a la cual estaba atado un extremo del delgado cable cuya longitud excedía de un centenar de metros.
En tanto que con los anzuelos, garfios y otros útiles de pesca rastreábase la cuerda, el amo emprendía el regreso por la orilla del lago. Animábale la esperanza de distinguir desde allí la chalupa de la capitanía que debía ya venir de vuelta de su diaria excursión al interior. Si estaba a la vista le haría señales y quién sabe si con su ayuda podía aún salvarse la Gaviota.
Mientras don Manuel corría por la orilla de la laguna cuya superficie se extendía y ensanchaba delante de él, la Zambullón había llegado al costado de la Gaviota a la cual Teresa abandonó en el acto con ayuda de su prometido. En la playa resonó un grito de júbilo cuando la animosa joven saltando por sobre los bancos llegóse a la proa y ató en ella la extremidad del cable que había tenido la precaución de llevar consigo.
El salvataje de la Zambullón fue una cosa rapidísima. Rastreado el cable y desatada la piedra que le servía de ancla, asieron la cuerda medio centenar de manos vigorosas. Luego, aprovechando el momento en que una ola alzaba la lancha sobre su movible dorso, corrieron todos tierra adentro, remolcando el viejo casco que en unos cuantos segundos se encontró en el canal fuera del alcance de la marejada.
Media hora después la Zambullón quedaba atada a la boya en su antiguo fondeadero, en el cual, a pesar de los esfuerzos gastados por los pescadores para desalojar el agua que la invadía por mil partes, se sumergió en el lago, quedando sólo visible del ruinoso casco la parte superior del castillo de proa.
Amador y sus compañeros fueron transportados en brazos de sus camaradas a las habitaciones en un estado tal de extenuación que su vista arrancó ayes y llantos a las mujeres. Habían estado veinte horas al remo y sobrepasado el límite que las fuerzas humanas pueden soportar.

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Don Manuel experimentó aquella noche, al traspasar del Diario Mayor las operaciones del día, una de esas crueles decepciones que amargan toda una vida. Fija la mirada en la cuenta Ganancias y Pérdidas, titubeó un instante con las sienes empapadas en frío sudor. Con el pulso tembloroso escribió la glosa y estampó los tres mil quinientos pesos, costo de la Gaviota en las fatídicas columnas del Haber. Luego, postrado por el enorme esfuerzo, se echó atrás, apoyándose en el respaldo de la silla. Y al pensar que el fracaso de aquella cominación tan hermosa, meditada con tanto cuidado, debíase única y exclusivamente a la intromisión de una débil muchacha, sufrió un derrame de bilis que el sabor amargo de aquel cáliz le quedó en la boca y en el alma por muchos días.


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