Cuento de Terror para Niños

 

Durante toda mi niñez y hasta el día de hoy he admirado a mi padre, en paz descanse. Su valentía y templanza me inspiraron en los tiempos más difíciles de mi vida. Para mí, él era indestructible y su muerte fue un golpe terrible para todos nosotros. Era sabio, inteligente, fuerte y valeroso. Siempre tenía la verdad de su parte y su razón triunfaba sobre los temores de los demás. Hoy, cuando escribo estas líneas, es cuando más lo extraño, y es por eso que he decidido plasmar en el papel el recuerdo más impresionante que tengo de cómo su valentía y sabiduría me inspiraron hasta anhelar ser como él.

Permítanme, pues contarles esta historia, tal y como la recuerdo. Y como la recuerdo justo como si la estuviera viviendo ahora, déjenme relatárselas como si la estuviera viviendo ahora, aunque todo sucedió hace muchos años, cuando era un niño de tan sólo una década de edad.

Los recuerdos llegan ahora. Estoy llegando de noche a mi casa después de un “pasa día” en casa de un amigo. Allí, varios chicos de mi edad habíamos estado jugando, charlando. Pero lo que más recuerdo de esas conversaciones al llegar a mi casa, son las historias de duendes, monstruos y fantasmas que contó un muchacho algo mayor que yo. Recuerdo sobre todo algo que me dijo mientras contaba una de sus historias.

-¿Alguna vez, mientras duermes, has sentido como si alguien te estuviera observando?- me dijo mirándome fijamente a los ojos.

-Sí.- contesté yo, pues era verdad.

-Eso,- me dijo -es porque alguien realmente te está observando.

Durante toda la sesión de historias de horror, supuestamente basadas en las experiencias personales de este muchacho y de amigos o conocidos, permanecí con cierto escepticismo, burlándome de sus relatos cuando lo que contaba me parecía demasiado increíble. Y mi mente se mantiene tranquila mientras llego a mi casa y me recibe mi madre, preguntándome si en casa de mi amigo me habían dado de cenar. Al responderle que sí, ella me dice entonces que ya era mi hora de dormir y que fuera a mi cuarto en seguida. Le digo que quisiera esperar a que llegase mi padre, pero ella me dice que el llegará muy tarde en la noche, pues tiene que trabajar. Se agacha para darme un beso en la frente y me dice “Buenas noches”.

Subo las escaleras que llevan a la planta alta, donde está mi cuarto. Al abrir la puerta y encender el activar de la luz junto a ésta, lo puedo contemplar. Una cama solitaria con la cabecera pegada ala pared de mi izquierda. Sobre la cabecera de la cama, la pintura de un soldado, que mi padre me trajo de uno de sus viajes. Un escritorio pegado a la pared de mi derecha. Sobre el escritorio, algunos libros y libretas escolares y algunos juguetes. Junto al escritorio, también pegado a la pared, una zapatera, sobre la cual tengo un pequeño estéreo y algunos discos compactos. Y al fondo, interrumpiendo la blancura monótona de la pared, una ventana, adornada por un juego de cortinas azules.

Entro al cuarto. Al volver la vista hacia el muro donde está la puerta, me asusta el retrato de un payaso sonriente, que mi madre me regaló con la intención de darle color y alegría a mi habitación. Por alguna razón, siento que odio ese retrato. Luego desvío la vista hacia el armario, construido dentro de esa misma pared, y a sus puertas entreabiertas, que dejan ver un poco de la oscuridad que reside dentro de él.

Cierro las puertas de armario con un buen empujón. Camino hacia donde está la zapatera y muevo el interruptor ubicado sobre ella, para encender el aire acondicionado. Me muevo cansado de regreso hacia la puerta de entrada y la cierro. Tomo el juego de pantalón y camisa para dormir que había dejado colgado en la perilla de la puerta la mañana anterior. Dejo el conjunto sobre la cama mientras me quito la ropa y la arrojo a un rincón. Ahora, me pongo la ropa de dormir. Camino hacia la puerta y apago la luz. Ahora la única luz que ilumina la recámara es la de la luna, que entra por la ventana. Me quedo un rato de pie, mirando fijamente hacia la ventana. Finalmente me voy hacia la cama y me meto entre las sábanas.

Me siento cansado, así que cierro los ojos. Llego a aquel estado entre la vigilia y el sueño en el que la mente empieza a desvariar, a pensar cosas sin sentido de las que nos damos cuenta sólo cuando despertamos. De pronto, un ruido me despierta. Abro los ojos mientras las historias que me contaron llegan disparadas a mi mente, una tras otra. Pienso mirando hacia el techo con los ojos muy abiertos en la oscuridad, sin atreverme a mirar hacia el punto desde el que –creo- se originó el sonido, el armario. En mi mente lucho, por evitar pensar en las historias de terror, sobre los espíritus que rondan por las noches y gustan de hacer ruidos. Al mismo tiempo, repito en mi mente una y otra vez el sonido que escuché, un crujido, como cuando se estruja a la madera vieja.

“Es sólo un ruido,” pienso “escucho muchos ruidos todas la noches y sólo no les hago caso. Es tonto pensar que se pueda tratar de algo malo. No puede ser un fantasma. Digo, si siempre he dormido solo en este cuarto, ¿porqué se me aparecerían los fantasmas justo en la noche en la que me contaron las historias?”

Este pensamiento me tranquilizó, hasta que después, mi incontrolable e hiperactiva mente empezó a imaginar cosas poco reconfortantes.

“Pero,” pienso “¿y si todos los ruidos que he escuchado durante las noches eran fantasmas? Ese chico me dijo que los fantasmas se alimentan del miedo... ¿y si el fantasma se aparece ahora que me han contado las historias y me estoy muriendo de miedo?”

Pero luego recuerdo un programa que había visto por televisión. Algo sobre la madera y otros materiales que truenan o crujen en las noches, sobre todo cuando hace mucho frío y en este momento hace mucho frío en el cuarto a causa del aire acondicionado. Cierro los ojos, me vuelvo sobre el costado izquierdo y me quedo de cara hacia la ventana.

Intento olvidar las historias de horror y los ruidos nocturnos pensando en la niña que me gusta, de la escuela en la que estudio. Pero no puedo evitar las historias sobre los duendes que le hacen trenzas a los caballos por las noches, pequeñas figurillas humanoides de ojos rojos y brillantes que el chico de las historias, me contó, había visto en el rancho de sus tíos.

Pero estoy lejos del campo y de los ranchos. Estoy en mi casa en medio de una ciudad. Aquí no hay duendes. No tengo de que preocuparme. Pero no puedo engañarme a mi mismo. Siento que mi corazón late mucho más rápido a causa del miedo. Me pongo bocabajo, con la mirada hacia la ventana. Mi pecho se presiona sobre el colchón y así siento que los latidos descontrolados de mi corazón sacuden toda la cama. Siento que alguien me observa.

Siento que una mirada se desliza sobre mi cuerpo bajo las sábanas. Siento que esa mirada proviene de alguien que está de pie junto a mi cama. No quiero moverme. No puedo moverme. Aprieto con fuerza los párpados y la quijada.

“Si sientes que alguien te observa mientras estás acostado de noche, es porque alguien te observa.” Esta frase resuena en mi cabeza. No quiero voltear a ver. Pero algo me llama. Tengo que mirar. Sé que mi padre me diría que lo hiciera; que usara mi razón para comprobar que no hay nada que temer. Volteo hacia el lado del armario rápidamente. Ahogo un grito de terror.

Veo un rostro que me mira y me sonríe con malicia y crueldad, recargado contra un pedazo de pared junto al armario. Sólo pasa un segundo antes de que me de cuenta que se trata tan sólo del maldito retrato del payaso. Realmente odio ese retrato.

Me acuesto nuevamente sobre mi costado izquierdo con la cara hacia la ventana. Cierro los ojos de nuevo y trato de calmarme. Pero el susto que me dio ese retrato fue demasiado y siento que mi corazón tardará bastante en palpitar a su ritmo normal. Respiro profundo y disfruto del fresco del cuarto. Me quedo dormido.

Despierto un rato después; no sé cuánto tiempo estuve dormido, pero me parece que ya está bien entrada la noche. Tengo mucho frío. Me siento en la cama con la intención de levantarme a apagar el aire acondicionado, pero me detengo en seco antes de bajar los pies. Por alguna razón, siento que si bajo los pies y los pongo en el piso, una mano saldrá de pronto por debajo de la cama y me sujetará. La sola idea me aterra. Puedo imaginar cómo se siente: una garra peluda rodeando y apretando mi talón. Puedo imaginarme el grito que daré cuando eso suceda. Decido quedarme en la cama.

Pero sigo teniendo frío. Me acuesto de nuevo. Pero al acostarme, alcanzo a ver de reojo una figura en la ventana. Cuando regreso la vista ya no está. Pero aunque sólo vi esa figura durante unos segundos, la impresión se me guardó en la memoria. Tengo la imagen en mi mente, y esa imagen me horroriza. Era la silueta de un hombre que miraba hacia el cuarto.

Pienso que pudo haberse tratado solamente de un borracho que pasó frente a la ventana y se fue otra vez. Pero esta explicación no me tranquiliza al recordar que mi recámara está en el segundo piso y la ventana mira hacia un terreno baldío.

Trato de olvidar la imagen; trato de convencerme de que se trataba de mi imaginación, de una ilusión causada por el sueño y el miedo. Tengo mucho, mucho frío, pero ahora, menos que nunca me atrevo a bajarme de mi cama. En ella me siento seguro y protegido, sobre todo al cubrirme con las sábanas; me meto entre ellas y me cubro de nuevo hasta la cabeza. Pero sigo teniendo mucho frío. Pego mis brazos y mis piernas a mi cuerpo y empiezo a temblar. Aprieto los párpados y la quijada. Después de un rato me quedo dormido.

Despierto una vez más, pero ya no por el frío. El frío se ha ido. La habitación está fresca, pero la temperatura ya no me tortura los dedos. Me quito las sábanas hasta el abdomen. Abro los ojos y me quedo mirando fijamente al techo, desde el que cuelga un solitario foco que le daría luz a mi recámara, si estuviera encendido.

Me siento en la cama. Miro hacia mi alrededor. Todo lo que veo son sombras y siluetas que me parecen amenazadoras. Cada una de las sombras que veo me parece un monstruo inmóvil acechando y esperando para atacarme. Trato de identificar las sombras con alguno de los muebles que hay en mi cuarto. Pero las sombras que veo no me parecen comparables con las de ellos, las cuales, por cierto, alcanzo a ver y identificar en los lugares en los que deben estar.

Miro por encima de una sombra que me parece un monstruo enano acostado en el piso y fijo mi mirada sobre la zapatera, sobre la cual se ubica el interruptor del aire acondicionado. Está apagado. No lo veo, pero sé que está apagado pues no oigo los ruidos que normalmente produce un aire acondicionado encendido. No me había percatado de esto hasta ahora, pero el cuarto está en un absoluto silencio. Sigo mirando sobre la zapatera, buscando encontrar el interruptor para asegurarme por mis ojos de que está apagado. Veo una sombra diminuta, del tamaño de un muñeco, que se mueve sobre la zapatera. Me le quedo mirando sin poder parpadear. La sombra camina desde donde -me parece- debería estar el interruptor del aire acondicionado y se mueve hacia el escritorio a su izquierda. De pronto, voltea hacia mí, y yo sólo alcanzo a mirar dos lucecillas rojas, como foquitos. Cierro los ojos con espanto. Cuando los vuelvo a abrir, ya no veo ni las luces ni la sombra. Quizá fue una ilusión. Pasa cuando tenemos sueño. Mi madre debió haber apagado el aire acondicionado. A veces lo hace.

Sentado en mi cama, empiezo a temblar con fuerza, tanta, que siento cómo se sacude toda la cama. Las otras sombras inmóviles siguen ahí. Quisiera encender la luz para verlas, para que mi temor se convenza de que son cosas a las que no hay que temer. Pero, ¿y si al encender la luz lo que se ilumina no son cosas inofensivas sino verdaderos monstruos cuyas figuras horrorosas quedan expuestas ante mis ojos? ¿Y si al encender la luz, veo sus horrendos rostros sonriéndome y mirándome con maldad? Todo esto pasa por mi cabeza: imagino la escena, la luz prendiéndose y las miradas de los monstruos. Pero mis pensamientos son interrumpidos cuando oigo como si unas uñas arañaran el suelo bajo mi cama.

Me doy cuenta de que respiro agitado. Quisiera que no fuera así, para que los monstruos no oigan mi respiración y no me quieran atacar. Volteo hacia la pared que está detrás de mí, buscando encontrar valor en la pintura del soldado que me ha inspirado en otras ocasiones. No está la pintura del soldado; en vez de ella, está el payaso.

Y el payaso, encerrado en su retrato, está viéndome a los ojos y sonriéndome. No quiero pensar cómo llegó hasta ahí. No quiero voltear hacia la pared en la que estaba colgado, por miedo a encontrarme algo aún más aterrador. Me acuesto y me cubro hasta la cabeza con las sábanas. Empiezo a rezar, mientras los arañazos debajo de mi cama se hacen más y más fuertes. Las oraciones no sirven de nada y pronto les pierdo la secuencia al sólo escuchar los arañazos. Imagino a la garra peluda que los provoca. Quiero gritar, llamar a mi padre, quien a estas horas ya debió haber llegado del trabajo. Pero no me atrevo a gritar ¿Y si los monstruos son atraídos hacia mí por mis gritos? Sólo me queda cerrar los ojos y tratar de dormir. Los arañazos se detienen de súbito. Siento que alguien me observa por encima de las sábanas.

Mi corazón palpita como loco, siento un vacío en el estómago y una presión en el cuello. Siento como si sangre helada recorriera mis venas. Sé que me están observando. Lo sé, pero no me atrevo a mirar hacia ese lado. Aprieto los ojos con fuerza, mis dientes castañean. Tengo miedo. Tengo mucho miedo.

Entonces siento como alguien se apoya en mi cama. Siento como un rostro se acerca a mi oído y empieza a susurrar “Un, dos, tres, te voy a comer. Un, dos, tres, te voy a comer.” La voz se oye lejana, como si alguien la gritara desde muy lejos, pero puedo sentir el frío aliento sin olor de la criatura sobre mi oreja. “Un, dos, tres, te voy a comer. Un, dos, tres, te voy a comer.” Cada vez más fuerte y más rápido. No puedo imaginar la forma del monstruo. Pero sé que tiene por manos garras peludas, con las que siento me acaricia la cabeza por encima de las sábanas. No puedo contenerme más. Grito.

Siento que la cosa se aparta rápidamente de mi cama y se pierde entre las sombras de mi cuarto. La puerta de mi cuarto se abre con un golpe apresurado, la luz se enciende. Mi padre llega. Al sentir su presencia, me atrevo a salir de entre las sábanas y al mirarlo a los ojos siento que gran parte de mi miedo se va. Me mira temblando, se acerca de mí y me abraza con fuerza.

-¿Qué pasó, hijo? ¿Tuviste una pesadilla?

-No, papá. Vi monstruos reales. Aquí en el cuarto.

Mi padre se aparta de mí y me sonríe -Los monstruos no existen, hijo.- mientras me dice eso, noto que los lugares en los que vi las sombras extrañas están vacíos

-Pero yo los vi, papá. Debajo la cama vive uno. Hay otro que se asoma por la ventana y...

El viejo me mira con ternura y apoya su fuerte brazo sobre mi hombro haciéndome sentir seguro. Me dice estas palabras que nunca olvidaré -Hijo, no hay nada que temer excepto a lo que tú mismo te hagas temer. Escucha este consejo y aplícalo para toda tu vida, no sólo para monstruos y fantasmas, sino para toda tu vida.

Sonrío al ver sus ojos tiernos y valientes y le tomo la mano con cariño y confianza. -Pero,- le digo -¿podrías revisar el cuarto? Digo, para estar seguros.

Mi padre se ríe -Está bien, hijo.- y se aparta de mi cama para revisar alrededor del cuarto. Empieza por cerrar las puertas del armario. ¿Por qué estaban abiertas? Revisa por encima de la zapatera. El interruptor del aire acondicionado está apagado. Tal vez sí lo apagó mamá. Se asoma por la ventana. Yo lo sigo desde mi cama con la mirada. Él lo es todo, la razón, el valor, es invulnerable. Los monstruos de mi imaginación infantil no lo afectan. Todo está bien con él. No me importa que el retrato del payaso esté en su lugar

Bien, campeón –me dice- revisemos ahora bajo la cama.

Se pone de gatas para asomarse por debajo de la cama. Me acerco a la orilla de la cama para ver como lo hace. Una garra peluda emerge de pronto desde las tinieblas. Toma a mi padre del cuello y entre gemidos y patadas, lo arrastra bajo la cama. Jamás lo vuelvo a ver.

Un, dos, tres, te voy a comer.

Un, dos, tres, te voy a comer.

Un, dos, tres, te voy a comer.

 

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