EL CRISTIANO EN COMUNIDAD |
La vocación del hombre a vivir en comunidad está inscripta en las raíces más profundas de su persona: "No es bueno que el hombre esté solo", dice lacónicamente Dios en las primeras páginas del Libro de su Palabra (Gén. 2,18).
Esa instancia comunitaria se verifica a través de múltiples cauces de encuentro interpersonal. Sus exponentes primordiales son: la familia, primero, la sociedad civil y, en el vértice, la comunidad eclesial.
1. LA FAMILIA |
Comencemos por la familia: Es la célula originaria de toda sociedad, su fuente y raíz primera. Posee, en consecuencia, derecho prioritario natural respecto de cualquier otra estructura comunitaria o grupal.
La familia surge de una relación interhumana básica que es la conyugal: ser sexuado y capaz de amar y vincularse con los demas, el varon demanda el complemento de otro ser de la misma naturaleza -la mujer- con quien realiza una comunidad de vida y destino, ordenada a la procreación.
A. LA SEXUALIDAD |
REFERENCIAS BIBLICAS: Ex. 20, 14 y 17; Deut. 5, 18 y 21; Mt. 5, 27-30; 19, 10-12; 1 Cor. 6, 9; 6,13-20; 1 Cor. 7,1-16; Ef. 5, 1-5.
Hemos aludido al carácter sexuado del hombre: La sexualidad es una capacidad biológica y, a la vez, psíquica y espiritual, destinada a cumplir un triple objetivo:
el desarrollo y la conformación de la persona humana en sus caracteres diferenciales de hombre (masculinidad) o mujer (femineidad);
el complemento mutuo del hombre y la mujer por su intercomunión física y espiritual;
y la procreación y perpetuación de la vida humana.
La sexualidad es una de las dimensiones más profundas y densas de la persona. Esta, en efecto, se halla genéticamente penetrada y caracterizada por su especificidad sexual.
No puede sorprender, pues, que del recto desarrollo y ejercicio de la sexualidad dependa, en gran parte, la conducta de la persona y su forma de inserción positiva o negativa, constructiva o perjudicial, en la comunidad.
De allí la consideración especialísima a que es acreedora la virtud cristiana de la castidad, que controla y ordena la sexualidad en la realización de sus objetivos naturales.
A diferencia de los animales en quienes la función genésica está determinada por el juego ciego del instinto, el hombre que ha educado su personalidad, la ejerce responsablemente rigiéndo!a con el pensamiento y la libertad de su espíritu y al impulso de un amor en generosa donación.
Criterios éticos en el ejercicio de la sexualidad
La llamada "liberación sexual" de nuestros días tiende a suprimir todo criterio ético en el ejercicio de esa alta capacidad que hace al hombre colaborador de la acción creadora de Dios.
La verdad es que hay un orden natural, un proyecto de Dios que debe regir, también en este ámbito, la conducta del hombre. Jesús lo sugiere al responder a una consulta de los fariseos: "¿No han leído que, al principio, el Creador los hizo varón y mujer; y que dijo: Por eso, el hombre dejará a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y los dos no serán sino una sola carne?... Que el hombre no separe lo que Dios ha unido". (Mt. 19, 4-6). Dios hizo al hombre sexuado, los hizo varón y mujer, los hizo uno y una, los hizo tales para complementarse en instancia inseparable y perpetuar el linaje humano: un proyecto limpio, entero, infrangible.
Sería perjudicial e ilícito todo ejercicio de la sexualidad que desvirtuara ese proyecto básico de Dios y torciera los objetivos a que se destina aquella función y que el hombre reconoce por la observación de la realidad y su propio pensamiento reflexivo.
En primera deducción, la conducta sexual se realiza, a norma de la naturaleza, no en la autosexualidad (de la persona consigo misma: masturbación u onanismo), ni en la homosexualidad (entre dos personas del mismo sexo), sino en la heterosexualidad (entre dos personas de distinto sexo).
En segundo lugar, esta única relación legítima -la heterosexual- se cumple adecuadamente sólo dentro del marco de la institución matrimonial monógama e indisoluble.
Toda forma distinta de ejercer la sexualidad, ya fuera del matrimonio, ya al margen de sus requisitos fundamentales de unidad e indisolubilidad está en contradicción con valores éticos irrenunciables y es, en consecuencia, perjudicial e ilícita. Digamos por qué:
O por detenerse a puro nivel animal y carecer de dimensión humana y espiritual (por ej., la prostitución, la promiscuidad sexual).
O por faltarle las garantías de seriedad, responsabilidad, estabilidad, seguridad y totalidad, que exigen ya la relación marital ya el orden familiar (por ej., las relaciones prematrimoniales, el concubinato, el divorcio vincular, el amor libre).
O por configurar una infidelidad al compromiso de verdad, justicia y amor, contraído por el hombre y la mujer al unirse en pareja matrimonial (por ej., las relaciones extramatrimoniales o adulterinas).
O por generar una situación de desigualdad injusta y conflictiva en la relación hombre-mujer (por ej., la poligamia).
Y, en todos los casos, por alentar una conducta sexual hedonista y sin control, que va minando con ritmo creciente los cimientos de la sociedad y del progreso espiritual y cultural del hombre.
Nuevamente, las soluciones profundas de Jesús
Entero y radical como siempre, Jesús, también aquí, reclama de sus creyentes una limpieza interior absoluta de pensamiento y de corazón, como garantía real de un recto ordenamiento de la conducta sexual:
«Ustedes han oído que se dijo: No cometerás adulterio. Pero yo les digo: El que mira a una mujer deseándola, ya cometió adulterio en su corazón. Si tu ojo derecho es para ti una ocasión de pecado, arráncalo y arrójalo lejos de ti: es preferible que se pierda uno solo de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno». (Mt. 5, 27-29).
Como todo pecado, también el sexual, se origina en el interior de la persona. Y es allí mismo donde se lo debe combatir, controlando los pensamientos, fantasías y deseos,y evitando los incentivos externos que desequilibran el instinto erótico: conversaciones, lecturas, espectáculos, exteriorizaciones provocativas, etc.
El cristiano, que es miembro vivo del Cuerpo de Cristo, sabe, por lo demás, de las motivaciones profundas que lo inducen a un respeto sagrado de su propia intimidad y de la de su prójimo. Las recuerda el apóstol Pablo en una de sus cartas:
«Huyan de la inmoralidad sexual. Cualquier otro pecado que una persona comete, se comete fuera del cuerpo. Pero el que tiene relaciones sexuales fuera del matrimonio, peca contra su propio cuerpo. ¿No saben que sus cuerpos' son templo del Espíritu Santo, que habita en ustedes y que han recibido de Dios? Ustedes no son dueños de ustedes mismos porque Dios los compró a gran precio. Por eso, deben glorificar a Dios en su cuerpos». (1 Cor. 6, 12-20).
Pero, aparte de las consideraciones de nivel teológico que nos sugiere la Palabra revelada de Dios, convendrá que prestemos atención también a otros valores de orden antropológico.
Es sabido que la castidad es una virtud que tiene hoy sus acciones un tanto bajas. Quizás haya incidido en ese descrédito cierto puritanismo y mojigatería del pasado, más si eran sólo la máscara que ocultaba una conducta personal o social hipócrita.
Es evidente, con todo, que los valores morales deben describirse y valorarse no por las caricaturas que de ellas hace a veces el hombre, sino según su expresión normal y su excelencia real. Y así considerada, la castidad es una virtud que, como bien decía G. Clemenceau, "no hace reír sino a los imbéciles".
Esbocemos aquí algunas razones de sentido común que ponen en claro la urgente necesidad de revalorizar esta virtud:
La castidad se orienta a lograr un recto ordenamiento de la sexualidad. A lo largo del proceso evolutivo de la persona, puede darse una etapa de cierta neutralidad en el ejercicio de la función genésica, en la que el instinto está particularmente expuesto a desviaclones y fijaciones anormales: autosexualidad, homosexualidad, dispersión, libertinaje o perversión sexual. Una castidad aleccionada y bien motivada permite obviar esas deformaciones de la conducta.
La castidad prepara seria y responsablemente al matrimonio: La castidad no es por y para la castidad, sino que está puesta en función de un valor ético más alto que es, generalmente, el recto ejercicio de la sexualidad y la profundización del "eros" en su dimensión espiritual. Y en ello radica su importancia. Un joven libertino y disperso sexual, una chica "liberal" y "experimentada", que han ido acumulando cargas, reflejos, hábitos de descontrol erótico, ¿qué garantías ofrecen para asumir con responsabilidad y profundidad su matrimonio?
La castidad es la única alternativa eficaz para salvaguardar la dignidad de la mujer: Evidentemente el rechazo o la subestimación de la castidad -si se toma como punto de referencia el comportamiento sexual del hombre- reporta como consecuencia la explotación de la mujer, evaluada como mercancia erótica destinada a satisfacer los apetitos desenfrenados del varón. Y aquí cae oportuna la reflexión que formula Manuel Bello en "La función sexual", y que no ha perdido nada de actualidad: "Si el hombre ha gastado su virilidad en otras mujeres, ¿qué derecho tiene a exigir que la suya le llegue intacta? Si él mismo ha contribuido activamente a que la mujer caiga, él ha seducido, ha corrompido a otras mujeres que serán o podrían haber sido las novias y esposas de otros... Pretende clasificar a las mujeres en dos categorías: las que no deben prostituirse, y las que pueden prostituirse para satisfacer su egoísmo. Si se preguntase al joven corrompido, a los padres que impulsan a sus hijos al contacto sexual, a los médicos sin conciencia, en qué categoría quisieran se incluyera a su madre, a su hermana, a su hija, a su novia, eligirían la primera. La segunda categoría la dejan para la hermana, la novia, la madre o la hija de los demás".
B. LA PAREJA MATRIMONIAL |
REFERENCIAS BIBLICAS: Gén. 1, 28; 2, 19-24; Mt. 19, 3-10; 1 Cor. 7, 1-16; Ef. 5,21-23.
La sexualidad se ordena, como ya dijimos, a la complementación mutua del hombre y la mujer mediante su intercomuniÓn física y espiritual; y a la trasmisión de la vida y perpetuación consiguiente de la especie humana.
De este modo se constituye, en primera instancia, la comunidad matrimonial y, como efecto de ésta, la comunidad familiar.
Al tratar de la institución y del sacramento dél matrimonio, nos hemos referido a sus dos características esenciales de unidad e indisolubilidad.
Consagremos ahora algunas reflexiones al amor conyugal y a los valores éticos en que debe nutrirse.
La primera reflexión se refiere a los atractivos del amor. ¿Será necesario insistir en que el amor no ha de estar prendido sólo o primordialmente a los reclamos físicos de la persona? La experiencia demuestra que el atractivo y la belleza corporal, en razón de su caducidad, no constituyen un vínculo realmente firme. El amor se afianza y perdura en la medida en que hombre y mujer logran entablar una auténtica comunión a nivel espiritual: en el pensamiento, en los sentimientos profundos, en una conducta moral orientada por los grandes objetivos de la vida e iluminada por las altas perspectivas de la fe.
Cabe una segunda reflexión: El amor puede concebirse de dos modos: como captación o como donación. Cuando en la relación de pareja prevalece la actitud captativa, o sea, cuando una parte busca sobre todo lo que la otra le puede dar, ya no se puede hablar propiamente de amor. Este queda reemplazado por el egoísmo. Y se sale perdiendo: por querer atraparlo todo, se pierde todo. No hay que buscar la ventaja en el amor. El amor es darse. Cuanto más amor tanto más donación. Pero, he aquí el milagro provocado por el amor: cuando las dos partes se esfuerzan cada una por su lado, en dar, las dos comienzan, a la vez, a recibir. Cuanto más dan, más reciben. Y, si dan al máximo, reciben también al máximo.
Paternidad generosa y responsable
El amor es, por naturaleza, generoso y comunicativo. Por eso es fecundo: se multiplica en nuevos seres que se traen a la vida. Los cónyuges cristianos han de llevar a cabo esta tarea a la vez con generosidad y responsabilidad.
"Deben proceder de común acuerdo y en esfuerzo común, para formarse ante Dios un juicio que, en último término, les corresponde a ellos personalmente. Deben tener en cuenta su propio bien personal y el de sus hijos nacidos o por venir, las circunstancias materiales y espirituales, su estado de vida, el bien de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y de la Iglesia. Deben proceder, no a su antojo, sino rigiéndose por la conciencia, la cual ha de ajustarse a la ley divina, y con docilidad al magisterio de la Iglesia, que interpreta auténticamente esa ley". (Const. "Gadium et Spes", n. 50).
En lo que concierne a los procedimientos para regular los nacimientos, la Iglesia considera que, cuando median serios motivos, es lícito a los esposos "tener en cuenta los ritmos naturales inmanentes a las funciones generadoras y realizar actos conyugales sólo en los periodos infecundos". Excluye en cambio como recurso lícito para esa regulación, desde luego, "el aborto directamente querido y procurado", además, "la esterilización directa, perpetua o temporal, tanto del hombre como de la mujer", y finalmente, "toda acción que, o en previsión del acto conyugal, o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación" (Enc. "Humanae Vitae", ns. 14-16).
C. LA COMUNIDAD FAMILIAR |
REFERENCIAS BIBLICAS: Deut. 5, 16; Ex. 20, 12; Lc. 2, 51-52; Col. 3, 18-21; Ef. 6, 1-4; 1 Ped. 3, 1-7.
La comunidad familiar surge como efecto y derivación de la comunidad conyugal.
En el decálogo, la familia estaba protegida por un mandamiento: -"Honra a tu padre y a tu madre" (Ex, 20, 12)- que concentraba en un enunciado fijo lo más denso y apremiante del deber ético que regula la relación padres-hijos.
Se comprende que la deuda que surge del vínculo natural que enlaza a unos y otros, es recíproca:
Los padres deben amar a los seres que traen al mundo, cuidarlos físicamente, alimentarlos, proporcionarles todo lo necesario, acompañarlos a lo largo de su proceso de desarrollo, educarlos, vigilarlos, corregirlos, orientarlos hacia una elección de vida, y darles ejemplo con su conducta.
Los hijos, a su vez, deben amar a sus progenitores, respetarlos, mostrarse reconocidos con ellos, obedecer a sus disposiciones y guiarse por sus consejos, y también socorrerlos en sus necesidades, particularmente cuando ellos no pueden valerse por sí mismos.
Por cierto, el coeficiente primordial de la buena marcha de la familia es el amor.
Por desgracia, el egoísmo o la apatía carcome a menudo ese sentimiento delicado y generoso. Ocurre que la rutina cotidiana, el encuentro constante y atónico de unos con otros, los desgasta, y así, padres, hijos y hermanos se convierten en seres usuales, ordinarios, repetidos.
Es triste que, en una familia, el trato cortés y exquisito se reserve a menudo para los extraños. El hecho puede tener su explicación psicológica: delante de la persona que llega de fuera, uno saca a relucir espontáneamente, lo mejor que tiene en sus reservas personales. Pero, por muy psicológica que sea la explicación del hecho, éste sigue siendo deplorable.
Vale la pena que lo reflexionemos para resolvemos a jerarquizar por primero a la propia familia y hacer comenzar la caridad por casa. No podemos tratar a quienes llevan nuestra propia sangre como a personas vulgares y gastadas. El padre debe ser una gran persona para sus hijos. Y también debe serlo, para sus padres, un hijo, por pequeño que sea.
Un modelo: La Familia de Jesús
Hay un modelo de hogar en el que deben inspirarse todos los hogares cristianos: es la familia humana que Cristo constituía con su Madre, María, y su padre adoptivo, José, en Nazaret.
El Evangelio no da mayores detalles sobre la familia terrena de Jesús. Sólo tres: dice que Jesús estaba sometido a María y a José; que su dependencia respecto de ellos duró unos treinta años; y que se desempeñaba como artesano junto a su padre adoptivo.
Pero dentro de su brevedad, los datos del Evangelio son suficientemente reveladores. Y sobre la base que ellos nos brindan, la intuición de la fe ha podido construir un cuadro ejemplar en el que deben inspirarse todas las familias cristianas.
Suele decirse comúnmente que María, esposa dulce y sacrificada de José y Madre inmaculada de Cristo, es modelo de las esposas y madres cristianas; que José, el hombre personalmente enamorado de la Madre de Dios y padre legal de Jesús, es modelo de los esposos y padres; y que Jesús, niño y adolescente en Nazaret, es ejemplo supremo de los hijos.
2. LA COMUNIDAD POLITICA |
REFERENCIAS BIBLICAS: Mt. 22, 15-22; Lc. 19, 41-42; Rom. 13, 1-7; 1 Ped. 2,13-17.
La vida social, que tiene su expresión inicial en la familia, se extiende en múltiples agrupaciones intermedias -educativas, culturales, profesionales, económicas, etc.- que engrosan finalmente la gran comunidad civil y política.
Esta surge por imperativo de bien común, o sea, como fruto del propósito de establecer el conjunto de condiciones sociales mediante las cuales tanto las personas como las familias y cuerpos intermedios, pueden lograr los objetivos que hacen a su propia identidad.
La sociedad política asume diversas modalidades concretas, según el genio de cada pueblo, la libre decisión de sus componentes y el ritmo evolutivo de su historia.
A la comunidad política le es indispensable, para organizarse y funcionar adecuadamente, una estructura jurídica que la gobierne: la autoridad. Esta se halla al servicio y en función de la comunidad y debe ejercerse dentro de los límites determinados por el derecho natural y civil de acuerdo con las exigencias del bien común.
La enseñanza social de la Iglesia
No sólo el ejercicio de autoridad sino el cuadro entero de realidades que integran la comunidad política, debe regirse en conformidad con criterios éticos. La Iglesia los señala a través de su "enseñanza social", que se nutre de la sagrada Escritura, de la doctrina de los Padres y teólogos y del magisterio, especialmente de los últimos Papas y del Concilio Vaticano II.
Mencionemos -adosándoles las siglas convencionales que hemos adoptado.- los documentos primordiales del Magisterio Social de la Iglesia:
León XIII: Encíclica "Rerum Novarum" (RN), sobre la situación de los obreros. 15 de mayo de 1891.
Pío Xl: Encíclica "Quadragesimo Anno" (OA), sobre la restauranción del orden social y su perfeccionamiento de conformidad con la ley evangélica. 15 de mayo de 1931.
Pío Xl: Encíclica "Divini Redemptoris" (DR), sobre el comunismo ateo. 19 de marzo de 1937.
Juan XXIII: Encíclica "Mater et Magistra" (MM), sobre el reciente desarrollo de la cuestión social a la luz de la doctrina cristiana. 15 de mayo de 1961.
Juan XXIII: Encíclica "Pacem in terris" (PT), sobre la paz entre todos los pueblos, que ha de fundarse en la verdad, la justicia, el amor y la libertad. 11 de abril de 1963.
IIº Concilio Vaticano: Constitución dogmática "Lumen Gentium" (LG), sobre la Iglesia. 21 de noviembre de 1964.
IIº Concilio Vaticano: Constitución "Gaudium et Spes" (GS), sobre la Iglesia en el mundo actual. 7 de diciembre de 1965.
Pablo VI: Encíclica "Populorum Progressio" (PP), sobre la necesidad de promover el desarrollo de los pueblos. 26 de marzo de 1967.
IIº Conf. Gen. del Episcopado Latinoamericano: "Documentos de Medellín" (DM), sobre la Iglesia en la actual transformación de América Latina a la luz del Concilio. 26 de agosto - 6 de setiembre de 1968.
Pablo VI: Carta apostólica "Octogesima Adveniens" (OA) al cardenal Mauricio Roy, en ocasión del 8ºº aniversario de la encíclica "Rerum Novarum'. 14 de mayo de 1971.
IIIº Conf. Gen. del Episcopado Latinoamericano: "Documento de Puebla"(DP), sobre la Evangelización en el presente y en el futuro de América Latina. 23 de marzo de 1979.
Juan Pablo II: Encíclica "Laborem Exercens" (LE), sobre el trabajo humano. 14 de setiembre de 1981.
Juan Pablo II: Exhortación Apostólica "Familiaris Consortio" (FC), sobre la misión de la familia cristiana. 22 de noviembre de 1981. (en este site).
Juan Pablo II: Encíclica "Sollicitudo Rei Socialis" (SRS), al cumplirse el 20º aniversario de la P.P. 30 de diciembre de 1987.
El Estado y la comunidad política tienen como fundamento a la persona humana, que es principio, sujeto y fin de todas las instituciones sociales.
Los derechos, que dimanan con carácter universal e inviolable de la persona humana y que la comunidad y autoridad políticas deben proteger y defender, son:
El derecho a la existencia, a la integridad corporal, a los medios necesarios para un decoroso nivel de vida, cuales son, principalmente, el alimento, el vestido, la vivienda, el descanso, la asistencia médica, la seguridad personal en caso de enfermedad, invalidez, viudez, vejez, etc.
El derecho al respeto de la persona, a la buena reputación, a buscar la verdad y, dentro de los límites del orden moral y del bien común, a manifestar y difundir las propias opiniones, a disponer de una información objetiva de los sucesos públicos.
El derecho a los bienes de la cultura: a una instrucción básica común y a una formación técnica o profesional, de acuerdo con el progreso de la cultura en el propio país.
El derecho a la justa libertad en materia religiosa, a tributar culto a Dios según la recta norma de la conciencia, y a profesar la religión en privado y en público.
El derecho a elegir el estado de vida y a fundar una familia, en la que el varón y la mujer tengan iguales derechos y deberes; a la protección de la familia en el aspecto económico, social, cultural y ético; el derecho prioritario de los padres a mantener y educar a sus hijos.
El derecho al trabajo y a la libre iniciativa en el desempeño del mismo: a realizarlo en buenas condiciones sanitarias y éticas; al ejercicio responsable de actividades económicas; a recibir un salario personal y familiar adecuado y digno.
El derecho a la propiedad privada de los bienes, incluidos los de producción, puestos en debida función social.
El derecho de reunión y asociación; de crear libre y responsablemente grupos u organismos intermedios.
El derecho de residencia y emigración.
El derecho a tomar parte activa en la vida pública y de contribuir al bien común.
El derecho a la seguridad jurídica, mediante la defensa legítima y eficaz contra todo ataque arbitrario. (Encíclica Pacem in Terris", ns. 11-27, de Juan XXIII).
Lógicamente, a la par de derechos, todo ciudadano tiene también sus deberes respecto del Estado y la comunidad organizada. Mencionemos los más importantes:
Participar solidariamente en las tareas de orden temporal y en la promoción del bien común.
Reconocer y respetar los derechos de los conciudadanos y de la comunidad.
Respetar y acatar las instituciones públicas, las autoridades establecidas y las leyes vigentes.
Apoyar, mediante el ejercicio del sufragio, los programas y candidatos de gobierno que considere más aptos.
Pagar los impuestos y contribuciones debidos al Estado y destinados a los servicios públicos y necesidades de bien común.
Prestar el servicio militar o social establecido, contribuyendo a la seguridad y al progreso de la patria.
Cultivar sentimientos de amor auténtico y eficaz a la propia patria, en apertura fraternal a todos los pueblos.
El cristiano, inspirándose en la visión trascendente que le da su propia fe, sabe del compromiso peculiar que le concierne en las tareas del orden temporal, que ha de impregnar constantemente de espíritu evangélico, ordenándolas a los objetivos superiores del Reino de Dios.
Responsabilidad del cristiano en la construcción del mundo y de su proceso histórico
La Iglesia, a través de los documentos clásicos de su enseñanza social, señala una serie de pautas sobre la actuación temporal de los creyentes, que orientan a estos en punto a convivencia, diálogo y colaboración sociopolítica. Pueden resumirse así:
Participar en las tareas del orden temporal y en el progreso del bien común de todo el género humano, considerándolas como un deber de conciencia cristiana (RN, n. 38; CA, ns. 141-146; MM, 240, 254 y 255; PT, n. 146; LG, n. 36; GS, ns. 43, 75 y 93; AA, ns. 13 y 14; CA, n. 48).
Inspirar con el espíritu del Evangelio las actividades temporales ordenándolas a Dios por Jesucristo (MM, ns. 261, 241. 256; PI, 146-152; LG, ns. 31, 33 y 36; OS, n. 43; AA, ns. 7, 13 y 14).
Prepararse con la cultura científica, la idoneidad técnica y la experiencia profesional, para participar eficazmente en dichas tareas e impregnarlas de sentido cristiano (MM, n. 241; PT, ns. 147 y 148; LG, n. 36; GS, n. 43).
Distinguir netamente entre la acción que los cristianos cumplen como miembros de la Iglesia y la que realizan como miembros de la sociedad humana, conciliándolas con conciencia cristiana (LG, n. 36; GS, n. 76).
Reconocer y respetar la legítima autonomía y las leyes y valores de la realidad terrena, salva su dependencia de Dios (PI, n. 150; LG, n. 36; GS, ns. 36 y 43; AA, n. 7).
Reconocer la legítima pluralidad y libertad en el ordan temporal y establecer coincidencias para la acción concreta en favor del bien común (MM, n. 238; LG, n. 37; GS, ns. 43, 75, 93; CA, n. 50).
Discernir frente a situaciones culturales y sociopolíticas diversas, las soluciones concretas que requiere cada caso, a la luz del Evangelio y de la enseñanza social de la Iglesia (PP, n. 81; GS, n. 43; CA, ns. 3 y 4).
Colaborar con comprensión y desinterés con los no católicos en la realización de obras para el bien común, pero sin aceptar compromisos contrarios a los principios cristianos (MM, n. 239; PI, ns. 157-160; GS, n. 43; AA, n. 14).
REFLEXION DE VIDA: EL SERVICIO DE LA COMUNIDAD
Reflexionemos un momento sobre nuestro modo de ser, de vivir, de actuar: ¿Somos seres solitarios, aislados, independientes, surgidos acaso por generación espontánea en alguna estepa deshabitada? No. Venimos al mundo en el seno de una familia en la que encontramos padre, madre, hermanos, y en la que crecemos y nos desarrollamos como personas.
Todo en nuestro ser nos dice que estamos hechos para entrar en relación con nuestros semejantes: Dios nos hizo capaces de hablar y escuchar, capaces de amar y ayudar a los demás, capaces de asociarnos con ellos para realizar una tarea común. Pero hay algo más: Si lo pensamos bien, llegaremos a la siguiente constatación: ningún hombre se basta a sí mismo para llegar a ser plenamente persona, sino que necesita de la ayuda y cooperación de los demás.
Es en el seno de la comunidad donde cada uno encuentra los recursos necesarios para su desarrollo físico y para su perfeccionamiento espiritual. Pensemos en lo dificultoso que sería, en el orden de las necesidades materiales, que cada uno tuviera que hacerlo todo por sí mismo, desde confeccionarse la indumentaria y construir la vivienda, hasta curarse de sus dolencias físicas. O, en el plano de la cultura, que cada ser humano que viene al mundo tuviera que procurarse, desde un comienzo absoluto, todos los conocimientos de orden científico y técnico, y educarse y cultivar su espíritu sin poder aprovecharse de las experiencias del pasado o de la cultura acumulada a lo largo de tantos siglos de historia humana.
Pensemos ahora en las ventajas que surgen del hecho de que dentro de la comunidad de que formamos parte, cada uno desempeña su propia función y nos provee de algo que necesitamos: Hay quien elabora los productos alimenticios y quien fabrica la vestimenta y el calzado y quien construye la vivienda y quien se cualifica para trasmitirrios la cultura y la ciencia. Uno beneficia a ciento con su trabajo y ciento le retribuyen a ese tal con otro servicio distinto. Eso ocurre en cualquier población, por pequeña que sea.
A nivel mundial, la intercolaboración es más vasta: Cinco mil millones de seres humanos que habitan en nuestro planeta reportan alguna forma, siquiera remota, de beneficio a cada uno y a todos a la vez. Si, para fingir una utopía, cada cual tuviera que valerse por sí mismo para lograr todos los beneficios de la cultura, la tarea le resultaría, en términos absolutos, cinco mil millones de veces más difícil. ¿No es gracias a la asociación y organización comunitaria, cómo cada uno se beneficia con el aporte de todos y todos con el de cada uno?
3. LA COMUNIDAD ECLESIAL |
Dios, que nos hizo sociales por naturaleza, nos quiere comunidad también delante de El. Por eso, el cristianismo es Iglesia, es decir, reunión de creyentes que dan a Dios una respuesta concertada y solidaria.
El nexo comunitario es en la Iglesia más íntimo y consistente que en cualquier otra sociedad ya que ella es, por gracia, prolongación de la misma comunidad divina -la Trinidad- que hace a la congregación de los creyentes partícipes de su unidad aglutinante y de su pluralidad enriquecedora. A semejanza de lo que ocurre en el seno de Dios, los miembros de la Iglesia, se hallan vinculados no sólo por lazos exteriores y societarios sino por una íntima comunión de ser y de vida -la comunión de los santos- en la que la solidaridad humana alcanza su nivel más alto y su perfección más acabada.
El servicio mutuo en la Iglesia
Ahora bien: el Espíritu de Dios, que es el alma profunda de la Iglesia, distribuye, dentro de ésta, ministerios y tareas orientados a su construcción y desarrollo creciente. Así la Iglesia aparece visiblemente como sociedad orgánica y jerárquica en la que la unidad de conjunto se forja sobre una vasta pluralidad de vocaciones convergentes. Ya nos hemos referido, en su momento, a la función rectora que ejercen en la Iglesia, el Papa, sucesor de Pedro, los obispos, sucesores de los apóstoles, y los presbíteros y diáconos, en comunión y bajo la dirección de aquéllos.
Aquí, desde una perspectiva ética cristiana, debemos subrayar la actitud fraternal de servicio que Jesús reclama a cuantos ejercen alguna autoridad en la Iglesia. Leamos una página del Evangelio, clásica a este respecto: "Surgió una discusión sobre quién debía ser considerado como el más digno. Jesús les dijo: «Los reyes gobiernan las naciones, y los que ejercen la autoridad sobre el pueblo se hacen llamar bienhechores. Pero entre ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que es más grande, que se comporte como el menor, y el que gobierna, como un servidor. Porque, ¿quién es más grande, el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es acaso el que está a la mesa? Y sin embargo, yo estoy entre ustedes como el que sirve». (Lc. 22, 24.27).
"Servir" es una de las palabras más cristianas del vocabulario, desde que el propio Jesús dijo de sí que está "como el que sirve" y que vino "no para ser servido sino para servir" (Mt. 20, 28).
Ese debe ser también el ideal de conducta de todo cristiano. Más todavía si desempeña alguna función directiva en la Iglesia. Cuanto más alto se está en la escala jerárquica, más amplio es el ángulo de servicio que se debe cubrir, más considerable el contingente de personas con quienes se está en deuda, mayor la responsabilidad de entrega y el compromiso de bien.
Desde luego que dentro de la función de autoridad, el mandar es parte necesaria del servicio. De faltar el mando, la comunidad se desorganizaría y terminaría por desintegrarse.
Eso sí: mandar es a la vez y sobre todo amar a aquellos a quienes se manda, poner la propia autoridad en donación humilde ante aquellos sobre quienes se ejerce.
A la vez, los fieles de la Iglesia han de responder a sus superiores jerárquicos con el mismo espíritu evangélico de servicio. Ciertamente la función del laico no se agota en la obediencia: la eficacia misional de la Iglesia requiere también la imaginación, creatividad e intrepidez de cada creyente. Pero es preciso que éste conjugue las expresiones de un eficiente dinamismo personal con las exigencias inexcusables de la disciplina, La Iglesia es una comunidad indeciblemente fraternal, pero, a la vez, inquebrantablemente jerárquica, y dentro de ella, la obligación de servicio, cabalmente por ser de servicio, se ha de prestar ordenada y no disparatadamente.
Con este espíritu de servicio y disciplina los miembros de la Iglesia han de escuchar y obedecer las directivas de sus pastores, bajo cuya conducción contribuyen a la construcción de la comunidad y al desarro¡lo de su triple misión profética, sacerdotal y pastoral.
Como dejamos dicho en otro lugar, las leyes sancionadas por la Iglesia se hallan recopiladas en el Código de Derecho Canónico, revisado a norma del II Concilio Vaticano (1962-1965), y promulgado por Juan Pablo II el 25 de enero de 1983.
Las leyes de la Iglesia que atañen más directamente a los fieles son las siguientes:
Participar en la celebración de la Eucarístía los domingos y días festivos. Estos son:
El 19 de enero: Solemnidad de Santa María, Madre de Dios.
El 8 dé diciembre: Solemnidad de la Inmaculada Concepción.
El 25 de diciembre: Solemnidad de la Navidad del Señor.
Ayunar y guardar abstinencia de carne en los días establecidos.
Son días de ayuno y abstinencia:
el Miércoles de Ceniza (el día siguiente al martes de carnaval).
el Viernes Santo.
Son días de abstinencia:
Todos los viernes, a no ser que coincidan con una solemnidad.
El ayuno consiste en reducir notoriamente la ración de alimento. Obliga de los 18 años hasta los sesenta. La abstinencia consiste en no comer carne. Obliga a los que han cumplido 14 años.
La abstinencia puede sustituirse por otra práctica equivalente de penítencia (por ej., abstenerse de bebidas alcohólicas, no fumar, no irritarse, etc.), caridad (por ej., socorrer a los pobres, cuidar a un enfermo, etc.), o piedad (por ej., rezar el rosario, participar a la misa, recibir la comunión, etc.).
Confesar y comulgar al menos una vez al año durante el tiempo pascual.
Contribuir al sostenimiento de la Iglesia.
No contraer matrimonio contrario a las leyes de la Iglesia.
PUNTOS DE REFLEXION: FE PERSONAL Y FE COMUNITARIA
Algunos pretenden relegar la vida religiosa al plano de lo puramente individual y privado. ¿Por qué? ¡Si en todos los órdenes de la vida actuamos en común! Veamos:
En el orden familiar: Soy fulano de tal, con mi nombre y apellido, una persona con características peculiares. Pero estoy ubicado dentro de un cuadro familiar: tengo padre, madre, hermanos. No me desligo de ellos, los quiero, los ayudo, me ayudo con ellos. Mi primera formación humana la recibo allí, en familia.
En el orden cultural: Tengo inteligencia para aprender y abrirme paso en la vida, capacidad de observación, de reflexión, de memoria, de creación. Sin embargo, voy a la escuela primaria, primero, y luego a la secundaria. Quizá a la universidad. ¿Por qué? Porque es allí donde mi capacidad mental encuentra el lugar propicio para desarrollarse y crecer.
En el orden laboral: Me valgo para mi trabajo, tengo manos y fuerzas corporales para hacero. Pero mi posibilidad de progresar en el trabajo quedaría muy reducida, si no me uniera a otros que también trabajan, si no les pidiera ayuda, sí no tuviera, cerca de mi casa, un taller mecánico, una carpintería, un negocio, donde poder adquirir lo que me falta, o preguntar cómo se hace esto o aquello.
¿Por qué sólo en el orden religioso vamos a estar disociados? Cierto que tengo mi diálogo personal con Dios, hago mi oración diaria, me acuerdo frecuentemente de Dios. Pero lo voy a hacer mucho mejor unido a los demás. ¿Por qué no voy a sentir que, junto a mí, hay otro hijo de Dios, como yo, que está rezando a la par de mí? ¿No es propio de los hijos de Dios sentirnos hermanos? ¿Por qué no nos vamos a unir para alabar a Dios y darle gracias? ¿Por qué no nos vamos a comunicar nuestras propias experiencias religiosas? ¿Por qué no vamos a reforzar mutuamente nuestra fe?