La Habana
(PL, tomado del periódico Juventud Rebelde)
Gabo y yo
estábamos en la ciudad de Bogotá el triste día 9 de abril de 1948 en
que mataron a Gaitán. Teníamos la misma edad: 21 años; fuimos
testigos de los mismos acontecimientos, ambos estudiábamos la misma
carrera: Derecho. Eso al menos creíamos los dos. Ninguno tenía
noticias del otro. No nos conocía nadie, ni siquiera nosotros mismos.
Casi medio
siglo después, Gabo y yo conversábamos, en vísperas de un viaje a
Birán, el lugar de Oriente, en Cuba, donde nací la madrugada del 13 de
agosto de 1926. El encuentro tenía la impronta de las ocasiones
íntimas, familiares, donde suelen imponerse el recuento y las efusivas
evocaciones, en un ambiente que compartíamos con un grupo de amigos del
Gabo y algunos compañeros dirigentes de la Revolución.
Aquella noche
de nuestro diálogo, repasaba las imágenes grabadas en la memoria:
!Mataron a Gaitán!, repetían los gritos del 9 de abril en Bogotá,
adonde habíamos viajado un grupo de jóvenes cubanos para organizar un
congreso latinoamericano de estudiantes. Mientras permanecía perplejo y
detenido, el pueblo arrastraba al asesino por las calles, una multitud
incendiaba comercios, oficinas, cines y edificios de inquilinato.
Algunos
llevaban de uno a otro lado pianos y armarios en andas. Alguien rompía
espejos. Otros la emprendían contra los pasquines y las marquesinas.
Los de más
allá vociferaban su frustración y su dolor desde las bocacalles, las
terrazas floridas o las paredes humeantes. Un hombre se desahogaba
dándole golpes a una máquina de escribir, y para ahorrarle el esfuerzo
descomunal e
insólito, la
lancé hacia arriba y voló en pedazos al caer contra el piso de
cemento. Mientras hablaba, Gabo escuchaba y probablemente confirmaba
aquella certeza suya de que en América Latina y el Caribe, los
escritores han tenido que inventar muy poco, porque la realidad supera
cualquier historia imaginada, y tal vez su problema ha sido el de hacer
creíble su realidad.
El caso es
que, casi concluido el relato, supe que Gabo también estaba allí y
percibí reveladora la coincidencia, quizás habíamos recorrido las
mismas calles y vivido los mismos sobresaltos, asombros e ímpetus que
me llevaron a ser uno más en aquel río súbitamente desbordado de los
cerros. Disparé la
pregunta con
la curiosidad empedernida de siempre. "Y tú, ¿qué hacías
durante el
Bogotazo?", y él, imperturbable, atrincherado en su imaginación
sorprendente, vivaz, díscola y excepcional, respondió rotundo,
sonriente, e ingenioso desde la naturalidad de sus metáforas:
"Fidel, yo era aquel hombre de la máquina de escribir".
A Gabo lo
conozco desde siempre, y la primera vez pudo ser en cualquiera de esos
instantes o territorios de la frondosa geografía poética
garciamarquiana. Como él mismo confesó, llevó sobre su conciencia el
haberme iniciado y mantenerme al día en "la adicción de los
best-sellers de consumo rápido, como método de purificación contra
los documentos oficiales". A lo que habría que agregar su
responsabilidad al convencerme no sólo de que en mi próxima
reencarnación
querría ser escritor, sino que además querría serlo como Gabriel
García Márquez, con ese obstinado y persistente detallismo en que
apoya como en una piedra filosofal toda la credibilidad de sus
deslumbrantes exageraciones.
En una
oportunidad llegó a aseverar que me había tomado dieciocho bolas de
helado, lo cual, como es de suponer, protesté con la mayor energía
posible.
Recordé
después en el texto preliminar de Del amor y otros demonios que un
hombre se paseaba en su caballo de once meses y sugerí al autor:
"Mira, Gabo, añádale dos o tres años más a ese caballo, porque
uno de once meses es un potrico". Después, al leer la novela
impresa, uno recuerda a Abrenuncio Sa Pereira Cao, a quien Gabo reconoce
como el médico más notable y controvertido de la ciudad de Cartagena
de Indias, en los tiempos de la narración.
En la novela,
el hombre llora sentado en una piedra del camino junto a su caballo que
en octubre cumple cien años y en una bajada se le reventó el corazón.
Gabo, como era de esperarse, convirtió la edad del animal en
una
prodigiosa circunstancia, en un suceso increíble de inobjetable
veracidad.
Su literatura
es la prueba fehaciente de su sensibilidad y adhesión irrenunciable a
los orígenes, de su inspiración latinoamericana y lealtad a la verdad,
de su pensamiento progresista.
Comparto con
él una teoría escandalosa, probablemente sacrílega para academias y
doctores en letras, sobre la relatividad de las palabras del idioma, y
lo hago con la misma intensidad con que siento fascinación por los
diccionarios, sobre todo aquel que me obsequiara cuando cumplí 70
años, y es una verdadera joya porque a la definición de las palabras
añade frases célebres de la literatura hispanoamericana, ejemplos de
buen uso del vocabulario. También, como hombre público obligado a
escribir discursos y narrar hechos,
coincido con
el ilustre escritor en el deleite por la búsqueda de la palabra exacta,
una especie de obsesión compartida e inagotable hasta que la frase no
queda a gusto, fiel al sentimiento o la idea que deseamos expresar y en
la fe de que siempre puede mejorarse. Lo admiro sobre todo cuando, al no
existir esa palabra exacta, tranquilamente la inventa. !Cómo envidio
esa licencia suya!.
Ahora aparece
Gabo con la publicación de su autobiografía, es decir la novela de sus
recuerdos, una obra que imagino de nostalgia por el trueno de las cuatro
de la tarde, que era el instante de relámpago y magia que su madre
Luisa Santiaga Márquez Iguarán echaba de menos lejos de Aracataca, la
aldea sin empedrar, de torrenciales aguaceros eternos, hábitos de
alquimia y telégrafos y amores turbulentos y sensacionales que
poblarían Macondo, el pequeño pueblo de las páginas de cien años
solitarios con todo el polvo y el hechizo de Aracataca. De Gabo siempre
me han llegado cuartillas aún en preparación, por el gesto generoso y
de sencillez con que siempre me envía, al igual que a otros a quienes
mucho aprecia, los borradores de sus libros, como prueba de nuestra
vieja y entrañable amistad.
Esta vez hace
una entrega de sí mismo con sinceridad, candor y vehemencia, que le
develan como lo que es, un hombre con bondad de niño y talento
cósmico, un hombre de mañana, al que agradecemos haber vivido esa vida
para contarla.