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Dcho. de Autor

 

 

La Primera Comunión.

 

Prólogo

Los compromisos de familia, qué molestos son!, digo, a veces, sobre todo si se desarrollan en tempranas horas de la mañana de un sábado y acarrean alguna responsabilidad.

 

Historia

El reloj sonó estrepitosamente un sábado a las siete de la mañana sacándome de un sueño profundo y placentero y causándome un efecto traumático del que todavía no he podido reponerme. Durante el estado de somnolencia histérica siguiente al repulsivo sonido, mi mente trató de descifrar el porqué de esta agresión salvaje en contra de mi persona y de la humanidad entera, llegando a la conclusión de que era la simple continuación de un sueño y que debería volver a acostarme, lo que hice de inmediato y con una sonrisa en la cara.

Un minuto después, llegaba a mis oídos otro exasperante sonido, el ladrido del podrido perro de mi hermana que clamaba que un alma misericordiosa le bajara a hacer sus necesidades básicas a un sitio seguro, libre de represalias con periódicos, correas u otros objetos contundentes. Esa fue la gota que derramó el vaso, desesperado me levanté para cerrarle el hocico al perro con la engrapadora industrial cuando una imagen fugaz atrajo mi atención. El parpadear de una lucecita verde en la mesita de noche despertó en mí la conciencia que el sueño me había hecho perder, ¡Hoy era la primera comunión de mi hermanito, y yo supuestamente iba a grabarla!. Desesperado revisé mi reloj de pulsera, las siete y cuarenta y cinco, la comunión era... ¡a las ocho!, con mucha molestia me dirigí al reloj despertador y lo reprendí por su ineficacia, amenazándolo con entregarlo al perro como juguete la próxima vez que por su culpa no me levantase a tiempo, era la decimocuarta vez en este mes, y sólo era el doce, definitivamente esto era una conducta inaceptable.

Me vestí con toda la velocidad de que era capaz, tomé al desesperado perro y lo colgué por la pechera del balcón del apartamento para que hiciera sus necesidades afuera, y tomando la cámara y las llaves del carro salí rápidamente.

Una vez en la iglesia tomé aire antes de entrar y, con toda la solemnidad del mundo, atravesé la gran puerta. El espectáculo no podía ser más deprimente, montones de personas se apiñaban en el reducido espacio y peleaban por un puesto sobre el cual sentarse dignamente, cosa que era mucho más patética si tomamos en cuenta que por respeto al sitio, la pugna se llevaba con total silencio entre las partes. Traté de ignorar el contexto y me dediqué a buscar a mi padre, al cual pronto encontré debido a la cara de cañón cargado que tenía y a la seña de su índice apuntando a su viejo reloj. Decidí que lo mejor era llegar cerca del altar para tener mejor visión del espectáculo, y así lo hice desplazándome por la adornada y congestionada nave derecha. Una vez en el sitio escuché al padre decir que estaba prohibido fotografiar o grabar el sagrado corazón de Jesús, así que le hice una hermosa panorámica seguida de un “zoom in” para tomar todos sus detalles. Localicé por fin a mi hermanito, ¡pobre niño!, lo tenían disfrazado de abogado, con un traje azul marino, encorbatado, parado y pasando calor. Comencé mi trabajo con premura e hice continuas panorámicas de la iglesia, acercamientos a las caras fastidiadas de los niños, a un niño que se había quedado comprensiblemente dormido, al monaguillo sacándose los mocos, a mi papá, quien me vigilaba continuamente; y en eso me encontraba, cuando de repente las palabras del apocalipsis se hicieron realidad: “y el sol se puso negro”, la obscuridad se hizo, separé la cámara de mi ojo mientras abría el otro y allí estaba, la quinta jinete del Apocalipsis (o sería su caballo), la que trajo el hambre y la fealdad a la tierra, una gorda de aproximadamente ciento veinte kilos que había pasado frente a mí y debido a su abundancia carnal tapó la visión de la cámara.

La materialmente generosa mujer no me dejaba cumplir con mi misión, así que con todo el asco, repulsión y grima del mundo tuve que dirigirme a ella para que por favor se moviera amablemente, y no me obligase a llamar a un servicio de grúas para remolcarla fuera del lugar. Debo decir que la gorda se portó bien, apenas le hice mi petición, la aceptó de buena manera; a decir verdad su sonrisa detestable (tenía un diente que le faltaba) debió advertirme de lo que sucedería. Yo entretanto seguí con mi grabación, pero lamentablemente el elemento perturbador de la gorda era omnipresente, cada vez que hacía un paneo, un acercamiento, una toma de detalle, lo que fuera, la obesidad se materializaba en la grabación.

Ay de mí, la susodicha se acercó al sitio donde yo estaba, con un gran ramo de flores, y juguetonamente me pasó por un lado picándome un ojo, maldije a la regordeta por haberme puyado el ojo con el bendito ramo, ya que gracias al lagrimeo no podía yo continuar con las grabaciones.

Mi mente comenzó a elucubrar, y rápidamente me dirigí a la obesa fémina.

-Buenos días señorita, no pude evitar notar su presencia...

La gorda me miró emocionada y me respondió: -Buenos días caballero en que le puedo ayudar?.

Rápidamente sustituí el ramo por la cámara de sus manos y le pedí cortésmente que grabara la ceremonia por mí, ya que la emoción de ver a mi hermanito ese día me hacía llorar ininterrumpidamente. Dicho y hecho, la inmensa mole se dedicó a grabar todo lo ocurrido, bajo mi enjundiosa dirección, y cada vez que la veía intentar tomar un descanso, comenzaba yo a llorar más fuerte mirando fijamente a la sin diente, continuando inmediatamente esta con su labor.

Cuando noté que la misa estaba concluyendo, puse a funcionar la segunda parte de mi plan, le pedí a la generosa (en todo sentido) señorita que grabara detalladamente el sagrado corazón de Jesús, y mientras ella lo hacía, me acerqué a un monaguillo y la acusé de estar haciendo lo prohibido. El monaguillo, ofendido, se dirigió a la blasfema y, explicándole como a la gente mala dios la castigaba dándoles formas y mentes aberradas, la sacó de la iglesia entre lloriqueos, no sin antes recuperar yo mi cámara.

Ahora me arrepiento, ya que he visto la grabación infinidad de veces, y la gorda era muy buena camarógrafa (claro que no tenía nada que le interrumpiera la visión). Pobrecita, espero que le vaya bien, si la veo algún día, le contaré lo mucho que disfrutó mi mamá el ramo de flores que le regalé en esa ocasión.

 

 Por A.F.E. (Mcbo. Vzla.)