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El astronauta melómano

 

 

A Luis Caraballo Gracia

 

El coronel Oiram A. se despidió del resto de la tripulación de la nave, la cual quedó estacionada en la órbita del planeta K-7 del primer sistema extragaláctico. Abordó un pequeño módulo individual que poco tiempo después se posó con suavidad sobre la superficie del planeta. Salió por primera vez al medio exterior, luego de diez meses de viaje espacial ininterrumpido. Debía tomar muestras reales del suelo y virtuales del subsuelo; analizar la estructura cuántica de la atmósfera; hacer fotografías tetradimensionales del entorno e investigar la presencia de carbono, oxígeno, nitrógeno, hidrógeno, aminoácidos, ácidos nucleicos, códigos binarios computarizados con programación mutante o cualquier otra forma de vida natural o artificial.

 

Aunque la búsqueda de planetas o satélites aptos para servir como hábitat alternativo del hombre llevaba más de cincuenta años, el planeta K-7 era una de las pocas opciones que aún quedaban al alcance de la capacidad exploratoria actual. Y ninguna opción podía desaprovecharse, pues toda la evidencia científica acumulada hasta el momento indicaba que era necesario desparasitar a la tierra del Homo sapiens, ya que la superpoblación, la deforestación, la contaminación y la enorme cantidad de desperdicios acumulados a través de los milenios habían agotado casi por completo los alimentos, el agua potable y las fuentes de energía. Esta escasez de recursos naturales estaba poniendo en peligro el futuro no sólo del género humano, sino de la vida en general. A raíz de la inequívoca demostración de esta realidad, se había logrado un consenso mundial alrededor del concepto de que debía permitírsele a la tierra recuperarse de esa enfermedad prolongada, progresiva e incurable que era la humanidad.

 

Después de un tiempo prudencial, que los científicos habían calculado entre 200 a 400 años, podría reiniciarse la colonización del planeta. Era imprescindible llevar a cabo este proyecto, pues si no se modificaban sus condiciones ecológicas actuales, la esperanza de vida de la tierra a duras penas sería de unos ochocientos años, pero si se lograba deshabitarla podría sobrevivir varios miles de años adicionales, hasta cuando se iniciara la expansión del sol y el colapso definitivo de todos sus planetas, evento para el cual no existía ninguna solución conocida hasta el momento.

 

De allí la importancia de la misión que había sido encomendada al coronel Oiram A., quien se alejó unos pasos del módulo, protegido por su traje espacial. El paisaje era al mismo tiempo bello, imponente y sobrecogedor. Enormes montañas de color cobrizo bañadas por la luz agónica de un gigantesco sol crepuscular, y dos lunas opuestas en ambos lados del horizonte, cuyo blanco e intenso brillo producía múltiples sombras contradictorias. Unas escasas y dispersas nubes de color lila pálido rodeaban las montañas. Predominaban los tonos ocres, amarillos, café y naranja. No se apreciaba vestigio alguno de vida, y el suelo era un vasto desierto de granos de arena uniformes, gruesos y secos.

A través de los sensores de su equipo, el coronel Oiram A. percibía todos los estímulos táctiles, visuales, olfatorios y auditivos del entorno. Inicialmente escuchaba las preguntas y los comentarios de sus compañeros en órbita, pero pocos instantes después de haber salido del módulo perdió todo contacto con ellos. Había un silencio tan intenso que sólo escuchaba los sonidos de su cuerpo: el lento jadeo de su respiración, uno que otro crujido de sus tendones, los borborigmos ocasionales de sus intestinos y los latidos acompasados de su corazón.

 

De repente comenzó a percibir un sonido distante e inicialmente confuso, que gradualmente fue haciéndose más claro y definido. Era el canto de una voz femenina, por momentos dramático e intenso, pero que luego decaía casi hasta desaparecer, acompañado por los arpegios de un clavicordio y por un violonchelo o contrabajo que tocaba largas notas ascendentes y descendentes, siguiendo las modulaciones armónicas de la voz. Caminó hacia donde su oído lo guiaba y comenzó a escuchar una música muy triste, un prolongado y hondo lamento que parecía llenar todos los intersticios del paisaje. Al sonido desnudo del violonchelo se unieron violas y violines de timbre antiguo, tocados amorosamente en sus registros medios y graves. Sobre esa materia prima de sonidos rústicos y sencillos comenzó a navegar entonces la voz, que cantaba una melodía de inusitada belleza, llena de melancolía, extraordinariamente cálida y emotiva. Reconoció con claridad las palabras de ese prodigioso cántico: "When I am laid in earth, may my wrongs create no trouble in thy breast…" La música creció poco a poco en intensidad, con delicadas inflexiones, hasta que llegó a un clímax donde la voz de la cantante sobresalía en la plenitud de un fortissimo angustiado y conmovedor: "Remember me, remember me, but ah! forget my fate... Remember me, but ah! forget my fate…Remember me, remember me…" Estas palabras se repetían con insistencia en un ritornelo cada vez más expresivo, cada vez más bello, cada vez más desesperado, cada vez más triste… La música le producía una perturbación emocional casi insoportable. Sentía ganas de llorar, o de aplaudir, o de cantar, o de abrir los brazos, o de correr, o de volverse loco. Aún así, su prolongado entrenamiento y su disciplina le dieron fuerzas para razonar: "Si la atmósfera de este planeta permite la difusión del sonido de una manera tan perfecta, es que permite también la vida. Si alguien es capaz de cantar, de ejecutar o de reproducir esta música, entonces no hay duda no sólo de que hay vida, sino que también hay vida inteligente".

 

Entonces se llenó de una irracional esperanza, y con un deseo sobrehumano de escuchar mejor la música, poseído por una extraña ansiedad de percibir con sus propios sentidos el aire, el olor y los sonidos de ese planeta desconocido y remoto, de palpar su tierra, de confundirse con su paisaje, decidió despojarse de su traje espacial. Apenas se quitó el casco, murió intoxicado por los gases venenosos de la atmósfera. Nunca supo si la música que escuchó sonaba en el planeta o en su imaginación. Nadie lo supo.

 

 

 

Mario Mendoza Orozco.

Cartagena de Indias, marzo de 2000

 

 

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