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La trinidad en “funcionamiento”: algunos temas actuales

 

Por Dr. Guillermo Hansen

 

 

 

La imaginación ha sido un aspecto del pensamiento humano bastante vapuleado desde el racionalismo y la Ilustración.  La tendencia ha sido identificarlo con lo imaginario, lo fantástico, lo supersticioso. Sin embargo la epistemología contemporánea ha insistido sobre la importancia de la imaginación en el proceso de conocimiento. El asunto no es si se debe o no debe imaginar, sino que clase de mundos “alienta” nuestra imaginación.

 

Para el pensamiento religioso la imaginación opera a través de símbolos. Por medio de ellas accedemos a una verdad que el entendimiento capta sólo en sus bordes.  Pero mientras que en la experiencia religiosa predomina más el aspecto receptivo de la imaginación, en el campo teológico predomina más el aspecto activo de la imaginación. La teología, como lo planteó Rubém Alves[1], es una especie de juego, es un “hacer como si...” que plasma en su movimiento toda nuestra experiencia espacio-temporal desde una óptica sacramental. En efecto, la teología es una lectura imaginativa que “conjuga” al mundo “como si” fuera el mundo que surge de esa realidad (ousía) que llamamos ágape-comunión.  Pero hay un dato más, el dato de que la imaginación teológica no solo opera sacramentalmente, sino proféticamente: lo que todavía no es puede vislumbrarse fragmentariamente, como un fogonazo, adquiriendo las connotaciones de lo realizable, de lo posible.

 

No es sólo la naturaleza de lo trascendente lo que nos permite imaginar otros horizontes, sino la peculiaridad misma de la “naturaleza” de nuestro Dios trinitario: siendo que su manifestación plena es todavía futura, nos “cede” constantemente un espacio para el juego de nuestra imaginación. Una imaginación, claro está, “espiritual” (cfr. Gutiérrez). De ahí que el futuro del Cristianismo y de la iglesia descansa en parte en esa capacidad de imaginar un mundo que todavía no ha sido develado, demostrando la coherencia de imaginar intersecciones entre el mundo de Dios y nuestro mundo –aparentemente vacío de todo dios.

 

En este trabajo quisiera tantear el sentido que crea la imaginación trinitaria frente a algunas cuestiones que hacen a nuestra situación contemporánea. No quiero indicar con esto que, de repente, la trinidad se convierte en una especie de varita mágica que todo lo explica y lo soluciona. Tomémoslo como una “regla” que guía nuestra interpretación o discurso de y sobre la realidad (siempre mediada por otros lenguajes, instrumentos y representaciones). Su función es la de ser “mediatrix” de un sentido, es decir, la de ordenar los datos que disponemos desde diversas fuentes y experiencias.  La doctrina trinitaria, por ello, es consciente de los límites que tiene su discurso, límites que se hacen evidentes cuando más nos acercamos a la cotidianeidad.  La economía o la política, por ejemplo, pueden tal vez derivar una “inspiración” desde la imaginación trinitaria[2], pero ciertamente no se podrán encontrar aquí recetas y mecanismos para encarar los complicados entramados de poder e intereses. Para este tema se hace necesario recurrir a otras herramientas, tanto hermenéuticas como analíticas, ya que la doctrina trinitaria lo que hace es interpretar, ofrecer un sentido.  En lo que sigue trataré de imaginar como actuaría la simbología trinitaria frente a tres problemáticas o áreas particularmente proclives a la interpretación teológica: la muerte, el medio ambiente, el tema de género. Advierto desde ya que todo lo que aquí se diga tiene el carácter de posdatas inconclusas.

 

 

                                    

La trinidad y las preguntas sobre la muerte

 

Tú al polvo reduces a los hombres...

Porque mil años a tus ojos son como el ayer, que ya pasó...

¡Enséñanos a contar nuestros días, para que entre la sabiduría en nuestro corazón! (Sal 90:3,4,12).

 

a.  La “espacialización” de la muerte

 

Cuando hablamos de muerte nos referimos a un terreno idealmente apto para el despliegue más sofisticado de la imaginación. Después de todo, lo único que conocemos de la muerte son sus secuelas, lo que queda, su “fósil”. Qué es lo que hay “más allá” es realmente un asunto de opiniones o pareceres, un terreno vedado a la investigación científica que sólo acaricia –como máximo-- los fenómenos psíquicos que acompañan al proceso de morir, pero no de la muerte como tal[3].  La muerte siempre constituirá un importante soporte de plausibilidad para las propuestas religiosas; el asunto es que tipo de “mapa mental” provee a sus fieles para lidiar con la vida misma. No es secreto para nadie que el desdibujamiento del peso trascendental que rodea a la muerte puede ser en parte responsable de una creciente “nihilización” de la vida. El asunto no es, por supuesto, alimentar las llamas de la imaginación con esa especie de terror ante lo desconocido-hostil, sino tratar de entender el posible significado de la muerte para la vida misma. Creo que sólo una visión trinitaria da una respuesta satisfactoria a este tema porque replantea nuestra concepción de la espacialidad y temporalidad –a partir del cual debemos entender la muerte y el sentido de la vida.

 

En mi experiencia eclesial siempre me ha llamado la atención la aparente disociación que existe entre los mensajes referentes a la vida y a la muerte. Es como si el discurso refiriera a dimensiones contrapuestas, donde el hecho físico de la muerte significara una suerte de pasaje entre ámbitos mutuamente excluyentes. La visión del Dante, es decir, la “espacialización” de la vida y la muerte, ha cristalizado la imaginación que tal vez se sigue manteniendo en muchas de nuestras comunidades. Caricaturizando esta imaginación[4] podríamos detectar que la muerte es una especie de umbral donde el ser humano se presenta ante el hecho ineludible del juicio de Dios. Lo que definirá el destino futuro de la persona (¿alma?) es definido, en gran parte, por las opciones y acciones que esa persona haya tomado en ese espacio que llamamos vida. La cuestión es que ante el juicio divino lo que importa, en definitiva, es la retribución debida a esa evaluación que se haga del conjunto de mis “obras” (sean estas de carácter sacramental, social o aún más intangibles, como la “fe”). Aquí se define el futuro de mi “espacialidad”, es decir, recompensa (en el cielo) o castigo (en el infierno).

 

Por supuesto que esta visión no es tan simple, hay matices. Por ejemplo, la idea asociada al purgatorio (en la religiosidad católica romana) que supone distintas gradaciones de la culpa y el pecado abriendo la posibilidad de una intercesión –lo que supone una cierta comunicación entre estados o espacios. También podemos destacar la visión un tanto más “sofisticada” donde se intenta armonizar la visión escatológica-cosmológica de la parousia del Señor con el estado actual del difunto[5], concibiendo a un alma que espera a Cristo para reunirse con un cuerpo glorificado en los nuevos cielos y nueva tierra (Ap 21:22).  Pero sólo se trata de variaciones sobre un tema dado: el tema de la espacialidad de la muerte definida en clave retributiva.

 

En lo que sigue quisiera sugerir que una visión trinitaria ubica la muerte no como un umbral hacia una dimensión (espacial) desconocida, sino como el momento de reversibilidad temporal donde todo tiempo pasado asociado con su espacialidad es revisitado y revivido desde la clave de plenitud que el Cristianismo llama Cristo. Así no debemos hablar de la muerte como un umbral hacia el “más allá” o el futuro, sino como el punto de inflexión futuro que recapitula todo nuestro “más acá”. En Dios, verdaderamente, nada se pierde sino que todo se transforma. Esto es especialmente el caso con respecto a una temporalidad y espacialidad que nuestro sentido común señala como pasado, irreversible. De esta manera nuestra experiencia del presente es cualitativamente redimensionada como ámbito de lo pasajero –es cierto—pero destinada a ser “descomprimida” (plenificada, redimida, resucitada, regenerada, restaurada, recapitulada) por la eternidad.  Lo que esta eternidad pueda recapitular, por lo tanto, dependerá de las formas que encuentre.

 

 

b.  Sospechas latinoamericanas

 

La teología contemporánea se ha caracterizado por un replanteo muy rico del tema escatológico, tratando desde allí el tema de la muerte. Pero también algunas corrientes han perdido parte de las afirmaciones esenciales que deberían informar al cristianismo al exageradamente “existencializar” la idea de lo escatológico.  Bultmann, tal vez, es el caso extremo de una teología que ante la tormenta de la modernidad ha tirado por la borda el lastre innecesario de toda referencialidad cosmológica para quedarse con lo que realmente importa, la dimensión contemporánea y antropológica-existencial. De la correcta crítica a una escatología de las esencias o las localizaciones, se ha pasado a una escatología de la existencia presente. Pero si bien se ha comprendido que la escatología no es sólo una mirada hacia el futuro sino una transformación del presente[6], también es cierto que ese presente ha tendido a clausurar toda afirmación significativa sobre un futuro para el pasado, es decir, para la muerte misma. Porque en definitiva, ¿puede ser posible una existencia plena y auténtica cuando la muerte guarda en sí el peso de la aniquilación de todo proyecto de vida? ¿No es esto una limitación irremediable a cualquier sentido que queramos leer en nuestras vidas?

 

Hablando de vida es un hecho que este tema ha constituido un asunto central en las reflexiones de la teología latinoamericana. Con este énfasis el tema de la “muerte” aparece transignificado desde una crítica social a los mecanismos que producen una muerte injusta y prematura. Se la trató de diversas maneras, ya sea como el corolario perverso de la dependencia, el capitalismo o la represión, o más recientemente, del neoliberalismo y la globalización. Los temas del sufrimiento, el martirio o la cruz, se interpretaron como realidades impuestas siniestramente sobre el pueblo. De hecho la intencionalidad práxica e histórica de la teología latinoamericana ha estado enfocada en la superación de una espiritualidad dolorista y pasiva frente a la realidad social (cfr. Gutiérrez); la solidaridad es el valor a fomentar frente a las situaciones de opresión y marginalidad[7]. Después de todo Cristo no es solamente un consuelo en el sufrimiento sino la protesta misma de Dios contra el sufrimiento. Pero también debemos reconocer que en nuestras teologías perdura una especie de silencio sobre el tema de la muerte como tal, que es en principio independiente de las mediaciones sociales y económicas por medio de las cuales se esboza el rostro prematuro y escandaloso de la muerte[8].

 

En efecto, hemos hecho hincapié en el aspecto relativo de la muerte –es decir, relativo a las configuraciones económicas y sociales que adelantan o perversifican a la muerte; pero permanecemos silenciosos sobre el aparente carácter absoluto de la misma muerte, es decir, sobre la relación de la muerte y el plan mismo de Dios. La imaginación teológica ha sido fértil en cuanto a idear estrategias superadoras frente al fatalismo y la inacción; pero ha sido más modesta en cuanto a lanzar una palabra frente al permanente desafío de la muerte misma ante cualquier proyecto histórico de vida. En fin, hemos sido propensos hacia la historización sociológica-existencial de la muerte, pero ¿es sostenible tal perspectiva sin una más cabal imaginación cosmológica-escatológica? ¿Cómo se evita la “nihilización” de la vida cuando nuestras esperanzas históricas fracasan? ¿Se agota todo en lo que hacemos o dejamos de hacer? ¿Cuál es la esperanza para aquellos que fracasaron o cayeron en pos de una vida signada por la justicia y la equidad? ¿Tiene algún futuro nuestras utopías clausuradas?

 

Creo que es tiempo de desinflar una perspectiva demasiado inmanentista de lo escatológico para volver a apreciar el papel modesto que juega nuestra praxis como testimonio en la historia, pero cuya realización plena está totalmente fuera de nuestras manos.  En contra de los que muchos piensan, no todo esta perdido, aunque esas esperanzas históricas sean consumadas en una nueva configuración del espacio-tiempo. Hay un espacio y un tiempo donde las esperanzas que han muerto son definitiva y absolutamente reivindicadas. Y esto sólo puede suceder en Dios mismo –en el tiempo-espacio de Dios que incluye para negar el momento de nulidad absoluta, la muerte. 

 

Por supuesto nuestro olfato latinoamericano es bastante suspicaz ante este tipo de planteos, sobre todo después del esfuerzo titánico que significó la teología de la liberación en cuanto a la recuperación de la historia y de la temporalidad como espacio de la auto-revelación divina –y por ende de la (auto)realización humana. La sospecha de que los intereses “escatológicos” de la teología pueden distraer de las responsabilidades históricas e incluso funcionar como una ideología para grupos dominantes[9] ha sido uno de nuestros caballitos de batalla.  Esto es, ciertamente, un peligro potencial, sobre todo porque intentos de pensamiento demasiado “escatologizados” tienden a abstraerse de los elementos que componen la cotidianeidad y, sobre todo, de los sufrimientos que hace a la visión más particularizada de las cosas –una perspectiva que el existencialismo y el pensamiento posmoderno han enfatizado.

 

Sin embargo esta sospecha está realmente fundada si suponemos una visión escatológica como la caricaturizada al principio de esta sección. Pero es más cuestionable si esta sospecha está direccionada al dato teológico central de la cruz y la resurrección de Jesús que implica no solamente un mensaje movilizador sino también la revelación de un modus operandi divino y el locus propio de las reivindicaciones de la historia. La reivindicación escatológica –significada por la resurrección de Jesús de entre los muertos—no implica la inauguración de un nuevo ámbito espacial ajeno a lo ya vivido, sino la “descomprensión” de los ámbitos espacio-temporales a la nueva realidad ontológica de la comunión de nuestras historias de vida en Dios.

 

 

c.  Cruz, cuerpos y Espíritu

 

La cruz como crisis de la historia y el futuro deparado para las historias y experiencias que han mediado nuestros cuerpos son dos temas que necesitan un poco más de atención. El primer asunto lo veo magníficamente reflejado en la obra más enigmática de la teología latinoamericana: “Hablar de Dios desde el sufrimiento del inocente”, de Gustavo Gutiérrez. En un admirable redescubrimiento del tema de la gratuidad divina el autor plantea que no hay proyecto histórico que pueda agotar el proyecto divino, más aún, que toda reflexión teológica genuina debe partir de la experiencia de la cruz y de la muerte. Ahora, ¿a qué apunta Gutiérrez con esto? Sin duda hay un primer nivel que refiere a la cruz como seguimiento y rechazo por parte de los poderes, es decir, a la cruz desde la clave del discipulado. Pero creo detectar también un nivel ulterior en la interpretación de Gutiérrez, un nivel que apunta a la debilidad de la cruz como espacio para la plena manifestación del poder de Dios.

 

En esta línea Gutiérrez cita a Pablo, para quien la cruz es verdaderamente escándalo y necedad, pero sobre todo es la “fuerza de Dios” (I Cor 1:24). Esta fuerza o poder radica, a mi juicio, en lo que Dios promete a los cuerpos que han sido temporal y temporariamente “vencidos” por el peso del pecado y la muerte.  ¿Pero significa esto un “renunciamiento” a nuestro compromiso en la historia? ¿No es esto una expresión más del desencanto que inunda nuestras vidas?  Nuevamente, tal lectura sería posible si y solo si se estableciera esa especie de corte espacial entre vida y muerte, esa distancia inabordable que hace de nuestras vidas un mero preámbulo en un viaje hacia una dimensión desconocida.  Pero ¿qué pasaría si, efectivamente, esa “cruz” remite a esa inflexión espacio-temporal que pueda desplegar a partir de ella las redes que rescaten lo perdido ante la irreversibilidad temporal que acarrea a los muertos?  En otras palabras, que el poder que allí se manifiesta es el poder de redimir los espacios y los tiempos que aparentemente han fracasado. O más claro aún, que el sentido de las historias que tejemos no es reemplazada por una espacialidad ajena a ella, sino que es culminada en esa nueva temporalidad y espacialidad que implica el pleno despliegue de la comunión divina con su creación: un espacio-tiempo plenamente habitado por Dios (¡Emmanuel!).

 

En este punto se abre la segunda dimensión que quiero destacar, a saber, la continuidad y discontinuidad entre historia y escatología que eventualmente reubica nuestra praxis y nuestras historias de vida. Nuestra vida presente adquiere, en esta luz, otro tipo de urgencia, otro tipo de ritmo. Vayamos por partes. Si ubicamos la cruz en el centro de nuestro relato veremos que lo que media el poder de este Dios es precisamente un cuerpo. Por ello lo remarcable de este poder es que para que pueda manifestarse debe haber una cruz, para que ese poder tenga fuerza debe tener concreción, debe tener una mediación. Pero ante una peligrosa mística de la cruz es crucial destacar que ésta cruz es el corolario de la mediación mayor de la presencia divina que es el amor. Cuando resucita, ese cuerpo promete ser cuerpo para toda la humanidad.  Pero mientras tanto, ¿por qué seguir cultivando nuestros cuerpos, alimentando la vida, luchando por lo justo y lo equitativo, desplegar nuevas banderas que reivindiquen las dignidades perdidas?

 

Jorge Luis Borges decía, citando una noción apócrifa de un autor tal vez inexistente, que la conciencia del ser humano está cautivada por anhelos, apetencias y esperanzas que no se corresponden con la duración de nuestras vidas[10]. ¿De dónde surgen? Según Agustín este es un dato mismo del alma humana: “...porque nos has hecho para ti...nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”[11]  Esto indica que indudablemente la esperanza es un dato antropológico difícil de soslayar pero ¿cuál es su fundamento real? Es decir, ¿qué es lo que la hace algo más –o menos—que una ilusión? Pablo, nuevamente, sale a nuestro cruce ofreciéndonos un dato clave cuando dice que “el cuerpo...es...para el Señor, y el Señor para el cuerpo” (I Cor 6:13).

 

Por ello prefiero atenerme al concepto de cuerpo –más que el de anhelos o corazones inquietos-- ya que nos permite imaginar un futuro “orgánico” regido por un “metabolismo” que integre en forma personal (hipostática) las vidas marchitas. En otras palabras, que el destino humano no es librarse de sus cuerpos en un más allá sino solidarizarlos en esa realidad personal que llamamos Hijo, la plenitud de la existencia. De ahí que la metáfora utilizada por Lutero en el sentido de que nuestras vidas son “materia prima” a partir del cual Dios formará el mundo futuro me parece más que apropiado[12]. Ella permite entender que el futuro prometido no tiene por objeto algún elemento o cualidad  dentro de nosotros, sino esa totalidad expresada por nuestros cuerpos e historias de vida. Y el que habla de cuerpos, como veremos en la próxima sección, habla de una compleja red de relaciones –nichos—en el cual danzamos al ritmo de sus múltiples intercambios. Es cierto que a la muerte la tendremos que enfrentar solos, pero definitivamente no la viviremos solos. 

 

Toda esta temática encierra consigo la importancia que tiene para la práctica pastoral y la teología una nueva comprensión de lo que es el espacio y el tiempo desde la perspectiva trinitaria. En definitiva, la perspectiva cristiana sobre la muerte –sin quitarle su carácter amargo, trágico y aparentemente absurdo--  implica una imaginación distinta sobre espacios y tiempos que es sugerida por esta particular idea de Dios. Afirmé al principio que sólo una visión trinitaria de Dios da una respuesta satisfactoria al significado de la muerte para la vida porque asume la muerte –a través de la imagen de la cruz y el protagonismo del  Espíritu—como el punto de inflexión para una reversibilidad de la flecha del tiempo que descomprimiría las potencialidades y humildes realidades que fueron mediadas por las distintas redes o andamiajes que han formado nuestras historias. Si bien nosotros experimentamos la historia como sujeta a una cierta direccionalidad cuyo fin es la muerte, en el tiempo que está impregnado de Dios esta direccionalidad pierde todo su poder. Como Pablo lo indicara, el aguijón de la muerte es neutralizado por la visitación que hace a la temporalidad el Cristo resucitado (I Cor 15:55). Pero también afirmé que esta manera de vislumbrar a la muerte da una nueva esperanza y un nuevo cariz a lo que hacemos en esta vida...y a las esperanzas que permanecen irrealizadas.

 

En efecto, las consecuencias de pensar la muerte y la vida trinitariamente nos permite afirmar que nuestras historias son “revisitadas”, reestructurandose sus logros, aciertos y fracasos. Lo que se desata vuelve a atarse, lo que desaparece, aparece. El ritmo de nuestras vidas gana así una dimensión significada por la continuidad escatológica de nuestros pequeños logros o la transformación definitiva de nuestras desdichas. Hablamos no sólo de la reivindicación de “La Historia”, sino de las historias que conforman nuestras vidas.  Por supuesto ese futuro a nuestras historias que nos depara Dios no es una noche en la que todos los gatos son pardos; no todo servirá de “materia prima” en este futuro escatológico ya que existe una correspondencia entre la conformación de nuestras historias al plan de Dios y el “lugar” de la plena realización divina. Dicho de otro modo, nuestros gestos, caricias, luchas, llantos, alabanzas, maldiciones, compromisos, frustraciones, dan lugar a esa morfología que será redimida y completada por esa inexhaustiblidad significada por la infinitud y eternidad trinitaria. Serán estos fragmentos los “habitados” por Dios, siempre y cuando estos fragmentos encierren en si esa sed por ser parte de la totalidad: ¡que manto de humildad arroja esto sobre nuestras vidas! ¡qué honda gratitud nos envuelve en cada segundo de nuestra existencia!  ¡qué absurdo sería la vida si cada segundo fuese un proceso acumulativo hacia la muerte definitiva! ¡qué parodia si la tortura y la opresión tuviesen la última palabra!

 

Esto invita a volver a luchar, a resistir, a organizar, a saber, a adorar. Pero invita dando un nuevo ritmo y un nuevo plazo a las expectativas que a veces infundadamente exigimos exprimir desde el carácter unidireccional de la historia. Vivir, y vivir lo cotidiano en plenitud, es así sólo un comienzo que va entretejiendo el tapiz del éschaton. ¡Ay de aquellos que se empecinan en destejerlo! ¡Ay de aquellos que piensan que la muerte provocada de los otros les gana a ellos la vida! Es que los injustos no saben “adaptarse” a esa realidad que ya se asoma...    

 

 

 

La trinidad y el medio ambiente

 

¡Cuán numerosas tus obras, Yahveh!

Todas las hechos con sabiduría, de tus criaturas está llena la tierra.

Ahí está el mar, grande y de amplios brazos, y el él el hervidero innumerable de animales, grandes y pequeños;

Por allí circulan los navíos, y Leviatán que tú formaste para jugar con él.

Todos ellos de ti están esperando que les des a su tiempo su alimento;

Tú se los das y ellos lo toman, abres tu mano y se sacian de bienes.

Escondes tu rostro y se anonadan, les retiras tu soplo y expiran...envías tu soplo y son creados, y renuevas la faz de la tierra...(Sal 104:24-30)

 

 

a.  Teísmo, cosmología y crisis

 

Este tema captó en un principio mi interés en el estudio de la supuesta “complicidad” de la concepción teísta occidental con las actitudes fomentadas por la mentalidad desarrollista, industrialista moderna, desatando lo que denominamos la crisis ecológica. Lo que me interesaba era investigar el lugar que ocupaba la naturaleza en el mapa mental  promocionado tácitamente por una imagen de Dios  --el teísmo-- tanto en el Catolicismo-romano (naturaleza-gracia) como en el Protestantismo (dos reinos en vez de dos regímenes). En ambos casos un presupuesto cosmológico dualista llevaba a una relación tanto de desprecio como de instrumentalización de la naturaleza como medio. Mi búsqueda, por ello, se concentró en detectar la relación simbiótica que existía entre la idea de Dios, la cosmología y el papel conferido a la praxis humana en ese entorno: en efecto, el “medio ambiente” al cual había que corresponder era al de un “dios” esencialmente ajeno a la naturaleza y a nuestro entorno más inmediato, ese valle de lágrimas... Adaptarse a ese medio era, en definitiva, darle las espaldas a la creación.

 

Frente a la visión teísta la correspondencia humana que más se adecuaba a su objeto último lo pasó a constituir no la comunión, ni la simpatía, ni la solidaridad o la admiración, sino el principio del eros.  La cosmología de la circularidad que presupone esta noción hacía del tema de la inmortalidad del alma su finalidad máxima, supeditando en ese proceso a la naturaleza al estado de plataforma previa para el lanzamiento trascendental. De ahí que el deseo que configura nuestra existencia presente es un deseo cuyo objeto es ese dios fuera de la creación, siendo el premio de tal deseo la  inmortalidad de un aspecto de nuestra humanidad, el alma. Todo lo pasado (la historia, la naturaleza, los cuerpos materialidad) no tenía importancia: el eros busca una inmortalidad que es significado como un futuro absoluto sin ninguna memoria del pasado –por ello no hay cuerpos.  Un estado de Nirvana...sin necesidad de un Buda. ¡Qué distinto a esa idea tan neotestamentaria, el ágape! ¡Qué distinto a esa noción trinitaria que abarca toda la historia del cosmos en su singularidad eterna!

 

            Dentro de esta cosmología y teología la temática aparece como muy encerrada en la distinción clásica del sujeto (humano) y el objeto (naturaleza), con una fatal doble consecuencia: nuestro medio ambiente inmediato no sólo es percibido como un simple medio, como un espacio pasivo al servicio de la vocación trascendental humana, sino que ese entorno comienza a independizarse y autonomizarse  de su mismo fundamento trascendental, Dios. El pensamiento moderno no puede desconocer que muchos de sus rasgos no son más que remanentes secularizados de un principio metafísico dualista que no hizo más que poner de cabeza: pasó así de un dualismo desde arriba (donde lo absoluto es Dios) a un dualismo desde abajo (donde lo absoluto es lo humano y su historia).

 

En mi opinión la renovación de la perspectiva trinitaria trae aparejada la necesidad de reconceptualizar nuestras concepciones cosmológicas, en el sentido de que un Dios trino entreteje su propia historia con la historia del cosmos. Lo que podamos saber de esta última no nos llevará directamente a una comprensión de Dios, pero tampoco es ajena a lo que afirmamos sobre Dios (y sobre nosotros mismos). En definitiva, se trata de entender que en realidad no existe una naturaleza o “medio ambiente” autónomo, separado de Dios, y que por ello el proceso evolutivo humano alcanza en su correspondencia hacia ese Dios una nueva instancia de adaptabilidad que se traduce en actitudes religiosas y éticas novedosas: la experiencia de la gratuidad, por ejemplo, es una de ellas, como lo es también el de la solidaridad con los desposeídos o esa actitud de “jardinero solícito” hacia el entorno. En esta temática el curso de nuestra imaginación debe estar informada por las importantes contribuciones de algunos teólogos/as escatológicos y feministas como de pensadores que han reflexionado teológica y filosóficamente a partir de los datos provistos no sólo por las “ciencias de la vida”, sino por la misma física y la astronomía. Veamos algunas de las características.

 

 

b.  Repensar el medio ambiente: la contribución de las ciencias

 

            Repensar lo que llamamos medio ambiente es uno de los temas más urgentes que tenemos por delante. Creo que las ciencias de la vida, y más específicamente aquella rama especializada en la dimensión ecológica, son los campos de conocimiento que nos han llevado a la conciencia de un nuevo paradigma que podemos llamar “evolutivo-sistémico[13]. Mientras que en el paradigma tradicional la metáfora dominante para entender el mundo era la de la máquina, hoy lo es el de la red o redes. La interpretación de la vida como tejido habla no sólo de cómo es la naturaleza “en sí misma”, sino de cómo se relaciona el pensamiento humano con ella, es decir, como una instancia integradora. Pero este nuevo pensamiento con respecto a la vida se dio a caballo de importantes descubrimientos en las distintas áreas de la física. De aquí surgió una visión mucho más compleja de la materia que supera las viejas concepciones “substancialistas” o “atómicas”. También de aquí deriva una nueva concepción del espacio y del tiempo que ha desafiado radicalmente lo que la humanidad ha presupuesto a partir del sentido común. En estos campos estamos en los umbrales de unas de las épocas más prolíficas que haya visto la humanidad, tal vez comparable a la famosa “época axial” del siglo VI a.c.

 

Aparte de las innovaciones de la biología y de la física también coadyuvan hacia este nuevo paradigma factores mediáticos que no deben desestimarse. No pienso sólo en los famosos documentales televisivos –asombrosas realizaciones que descansan en la nueva tecnología del software—sino en la conciencia que surge al “visualizar” nuestro planeta como una “totalidad” dentro de totalidades cada vez más abarcantes. Menciono, como ejemplo, la aparente inocua fotografía del planeta Tierra tomada hacia fines de los años 60 desde el espacio, lo que permitió por primera vez a la especie humana “visualizar” una totalidad que hasta ese momento era solo imaginada. De ahí en más, la belleza y fragilidad de esa imagen amplió el espectro mental para que el planeta Tierra fuese visto como un todo integrado, como un “ser viviente” regulado por delicados mecanismos homeostáticos que interactúan con distintos niveles de relacionalidad y complejidad. En síntesis, no sólo los organismos vivientes sino toda la gama de elementos químicos y las realidades subatómicas pertenecen a totalidades dentro de otras totalidades. Conforman nichos intensamente relacionados –metáfora que podemos extender al universo entero.

 

            Si quisiéramos resumir la cosmología científica contemporánea deberíamos hablar de tres “constelaciones” que juntas entretejen una cosmovisión contemporánea que la teología no puede ignorar[14]:

 

  1. La constelación de la relatividad y de la astronomía: abre una nueva perspectiva sobre la complejidad y vastedad del universo visible.

 

(a)   Teoría de la relatividad, concepción geométrica de la gravedad, espacio-tiempo (Einstein).

(b)   Descubrimiento de galaxias, espacio en expansión (red-shift, Hubble).

(c)   Distintas teorías cosmológicas: Big Bang, principio antrópico, muchos universos, universos secuenciales, steady-state, etc.

(d)   Descubrimiento de planetas en galaxias lejanas.

 

 

  1. La constelación de la física cuántica: revolución en el conocimiento de los elementos o eventos básicos (invisibles) que sostienen la realidad toda:

 

(a)   Estructura de los átomos dependientes de principios cuánticos; descubrimiento de nuevas subpartículas atómicas; materia como expresión de supercuerdas.

(b)   Principio de indeterminación; principio de complementariedad; papel del observador.

(c)   Descubrimiento de las fuerzas que gobiernan las interacciones atómicas y partículas subatómicas. Relación entre electromagnetismo, fuerzas atómicas fuertes y débiles.

(d)   Hipótesis sobre el Big Bang y el estado de la energía-materia en los primeros instantes de la creación; composición estelar y nuevos fenómenos espaciales: agujeros negros, supernovas, pulsares, etc.

 

 

  1. La constelación de los sistemas complejos: Nueva comprensión de cómo el orden (estrellas, galaxias, planetas, moléculas, vida, sociedades, etc.) emerge del caos, desafiando la segunda ley de la termodinámica

 

(a)   Estudios en el campo de la biología, la química, neurobiología y física cuántica llevan a una mayor unificación en la comprensión de mente, materia y vida.

(b)   La realidad esta compuesta de distintos niveles de complejidad, con distintas leyes operando en cada una de ellas.

(c)   La realidad no puede reducirse a unos bloques fundamentales, sino a relaciones, eventos, interacciones, redes.

(d)   Vida como autopoiesis, sistemas abiertos, bifurcación, estructuras disipativas.

 

 

Esta cosmología, a mi juicio, ha llevado a preguntarnos sobre esa realidad que llamamos “medio ambiente”. Porque en efecto, ¿dónde comienza y termina este medio ambiente? Es un hecho que el concepto de “medio ambiente” ya no puede limitarse a ese espacio o medio inmediato que es particularmente propicio para la vida (humana). Si bien el medio ambiente que nosotros experimentamos es un espacio óptimo para el florecimiento de procesos vitales, hay que destacar igualmente que este medio presupone otros espacios (o “nichos”) que no son en forma inmediata ambientes propicios para la vida: imaginemos, por un momento, que tipo de vida podría florecer en la superficie solar. Sin embargo el sol, como bien sabemos, es elemental para el surgimiento y florecimiento de la vida, tal como la conocemos. Y previo a nuestro sol, han existido otras estrellas que en forma de supernovas han procesado los indispensables elementos pesados para que eventualmente la vida, en algún rincón catalítico, pueda expresarse. Y así podríamos encadenar una serie de espacios y nichos hasta el mismo “Big Bang”.  Frente a esta realidad causativa una nueva comprensión surge con respecto a nuestro entorno: no somos una realidad acabada, sino un momento más en un importante “circuito” cósmico.

 

 

c.  Lo sagrado, el medio ambiente y la “supervivencia”: hacia una visión trinitaria

 

            Pero existe una dimensión que la cosmología actual no nos puede aportar, aunque indudablemente brinda herramientas y medios importantes en nuestro actuar responsable. Lo pongo de esta manera: hablar de “totalidades” implica trascender por un momento la cuestión ecológica como mera “responsabilidad” hacia nuestro medio ambiente inmediato.  Digo mera responsabilidad no porque quiera desecharla, sino porque quiero ubicarla dentro de una temática más amplia, la religiosa.  Si bien es cierto que esa responsabilidad ética es algo que solamente los seres humanos nos podemos plantear, es también cierto que esa responsabilidad no puede subsistir a largo plazo sin una visión “religiosa” que haga “decir” a la naturaleza una palabra interpeladora a nuestra humanidad.  En otras palabras, que le haga “decir” que formamos un inseparable tejido con ella al punto tal que “cada uno vive por el otro, para el otro y con el otro”[15]. Pero la naturaleza, por sí misma, no “habla”, al menos que ésta sea interpretada como un lenguaje de esa totalidad de totalidades que llamamos Dios.

 

En esta dirección me gustaría rescatar el “principio cosmoteándrico” desarrollado por Raimundo Pannikar[16], que básicamente postula la idea de que sólo se puede hablar de Dios en el contexto del cosmos, pero igualmente que sólo se puede hablar del cosmos correctamente si es en el contexto de Dios. Aparece así una nueva dimensión “sacramental” en la misma relacionalidad que la ciencia contemporánea sólo describe: ella nos dice algo sobre la realidad que todo lo funda. Ahora bien, este es un dato que no ha pasado desapercibido por la sed religiosa que inunda nuestros tiempos. El surgimiento del movimiento de la Nueva Era, por ejemplo, o las distintas síntesis occidentales del pensamiento religioso oriental, sin olvidar el resurgimiento de los relatos o mitos “olvidados” de los pueblos originarios, sirven como muestra de que vastos sectores de la humanidad articulan a su manera esa interpelación o ese “decir”.  Lo hacen, claro está, con su propia interpretación de cómo se manifiesta lo sagrado (monismo, panteísmo, shamanismo). Sea como fuera, el hecho de que esto tendrá amplísimas repercusiones en la práctica política y económica no necesita mayor elaboración, notando el marcado cuestionamiento a la filosofía y prácticas económicas mayormente occidentales que aparecen implícitas en estas formulaciones.

 

            ¿Cómo ha respondido el Cristianismo? ¿Cómo ha renovado su lectura teológica de la “naturaleza” frente a esta nueva cosmología? ¿Qué símbolos han surgido reinterpretando nuestro “lugar” en el universo? ¿Cómo relaciona el tema de Dios y nuestra responsabilidad ética hacia el medio ambiente? Creo que los intentos más creativos  surgen de algunas corrientes de la teología escatológica (Jürgen Moltmann, por ejemplo), sin olvidar las importantes contribuciones de Juan Luis Segundo y Leonardo Boff en nuestro contexto. Pero ha sido la corriente denominada “ecofeminista” quien ha hecho de esta temática su punto de arranque metodológico. La brasileña Ivonne Gebara --para citar sólo un caso-- en forma acertada ha criticado el androcentrismo y la falta de dimensión ecológica no sólo en la teología occidental en general, sino en la teología de la liberación en particular[17]. De la misma manera podemos mencionar a la autora norteamericana Sally McFague, quién insiste que las metáforas actuales sobre Dios y la naturaleza son insuficientes para redireccionar de manera responsable la praxis humana en nuestro planeta.  Por ello propone rescatar la imagen de Dios como Madre y al universo como su cuerpo, dentro del cual se gesta la vida[18].  A pesar de que considero esta metáfora un tanto problemática[19], es destacable en todo caso esta tendencia o intencionalidad en estas expresiones ecofeministas: su deseo de afirmar la presencia de Dios en nuestra temporalidad y espacialidad. Indudablemente hay un profundo eco trinitario en estas afirmaciones. El problema es que esta visión queda todavía muy sujeta a concepciones del espacio y del tiempo que a mi juicio están siendo superadas...desde la física y la concepción trinitaria misma.

 

No obstante se puede recoger la intuición básica formulada imperfectamente por la teología ecofeminista. Esta puede entenderse trinitariamente para comprender que la liberación y la realización humana ya no se puede encarar a costa de la “naturaleza”, como si nosotros tuviésemos algún futuro aparte de ella (ignorando que nosotros mismos somos naturaleza). Pero más aún, que existe una relación profundísima entre la ecología y las configuraciones sociales en el sentido de que las sociedades humanas (con sus medios de producción) son organismos de interacción vital con su entorno. Si ésta integra pobremente a sus miembros, más pobremente se relacionará con aquellos que no son miembros “directos”. La injusticia social y la exclusión, por ejemplo, no son meros dramas sociales y humanos, sino paradigmas de una mala adaptación tanto al entorno inmediato de nuestra biosfera como al fundamento último de todo entorno, Dios.  

 

Creo que el pensamiento trinitario es un importante recurso para entender a Dios como nuestro verdadero medio ambiente (o entorno), y nuestro ambiente (ecológico y social) como el medio de Dios por el cual anticipa su futura morada. Un antecedente en esta dirección lo encontramos en la misma “evolución” religiosa de Israel[20].  Pienso que el paso decisivo que hace Israel desde el politeísmo al monoteísmo (pasando por largos períodos de henoteísmo o monolatría) implicó un paso trascendental desde la comprensión de la realidad compartimentalizada en “nichos” (con un “dios” o “diosa” administrando los bienes pertinentes) a una donde el universo aparece unificado por ese poder o campo que Israel llamó Yahvé. Más aún, que el mismo Dios es el “ambiente” detrás de todos los medios ambientes inmediatos, al cual nos “adaptamos” por medio del amor y la justicia (cfr. Idea de pacto, decálogo). Para Israel –sobre todo a partir del exilio-- ya no es la rivalidad, la particularidad, la lucha por los recursos escasos lo que guía la vida, sino los valores que surgen de la correspondencia hacia esa realidad que se presenta como totalmente gratuita y por ello asombrosa: ante esta realidad, los profetas proclamaron mecanismos de adaptabilidad basadas en el arrepentimiento, la conversión y el compromiso.

 

Desde esta perspectiva la religión de Israel representó un punto de inflexión en la “lucha por la supervivencia”, ya que su experiencia de Dios abrió la idea de una “supervivencia” basada en el principio de la igualdad de todas las criaturas humanas (Gn): de allí en más la idea de justicia y la predilección hacia el sufriente, el desplazado, el oprimido, adquirieron vetas de universalidad.  Por supuesto que esto no canceló la dinámica férrea que hace a la supervivencia de cualquier organismo, pero al menos buscó integrarla con esta nueva visión. Como bien lo explicita Juan Luis Segundo[21], los purismos idealistas pueden en verdad llevar a desastres mayores si no se tiene en cuenta las “recursos energéticos” del que dispone una sociedad: siempre habrá que saber dónde ceder para que también se pueda ganar. La diferencia, empero, es que Israel comprendió que nadie “gana” si el pobre, la viuda y el huérfano permanecen excluidos de ese circuito social ( y ecológico) llamado “pacto” –que después adquiere características universales con el Cristianismo.  

 

Resumiendo, Dios puede ser entendido como  el ambiente último al cual estamos llamados a “adaptarnos“ (correspondencia) mediado por (a) nuestra integración cada vez más rica con nuestro entorno inmediato (responsabilidad ecológica, conocimiento científico, exploraciones espaciales, modos de producción sustentables, etc.) y (b) la integración social signada por la justicia y la equidad. Como bien lo indicara Juan Luis Segundo la vocación particularmente humana jamás debería separar lo ecológico de lo político, lo que supone pensar en términos de redes más que en términos lineales[22]. Pero también es importante destacar que lo ecológico y lo político corren el peligro de la desvirtuación si sus dimensiones no son integradas a una visión religiosa que “sacralice” paradigmas de relacionalidad  (comunión) que en el caso del Cristianismo derivan de su propia visión trinitaria de Dios (Cfr. Atanasio, Capadocios,  trinidad neo-económica). 

 

Esto pone nuevamente de relieve la trascendencia que tiene la visión trinitaria de Dios para nuestra comprensión de la discusión actual sobre ecología y religión. Por supuesto que existe una continuidad fundamental entre la idea de Yahvéh y la doctrina trinitaria, pero también pienso que la particular densidad cristológica y pneumatológica de esta última dramatiza aún más la idea de que este universo en el que vivimos es el “preámbulo” de ese Universo que es Dios. El hecho de que Dios es el universo en su estado de inexhaustibilidad, de que es la multidireccionalidad del espacio-tiempo, de que es la reivindicación del amor y la libertad, son datos que se derivan no sólo de la intuición que podamos tener del universo mismo (así en la “teología natural”), sino de la revelación o comunicación misma de Dios como Padre de Jesús, y por ello como campo integrador y reconciliador de ese circuito llamado Reino (Espíritu).  Para nosotros ese dato, esa confirmación, está expresado no sólo en la muerte y resurrección de Jesús (en el cual enfatizamos en el apartado anterior), sino en el Espíritu que sostiene y renueva la creación entre esta “temporalidad” y el tiempo “escatológico”.

 

La “vibración” de este Espíritu --que revela para los cristianos su propósito último en la vida, muerte y resurrección de Jesús de Nazareth—puede relacionarse también con la idea de la evolución desarrollado por las ciencias biológicas. Sabemos que la evolución de las especies no es unidireccional  u ortogenética, sino que avanza por medio de pruebas y errores.  Una mirada a las historias “fracasadas” de la evolución (del cual tenemos conciencia recién en este siglo (paleontología, paleoarqueología, geología) hace que aparentemente no podamos derivar un plan divino desde los datos de la creación misma; o si lo hacemos, se desprende de ella la figura de un dios o una fuerza sin ningún propósito aparente. Pero si miramos el propósito y el actuar del Espíritu desde una clave escatológica, es decir, desde el dato de la resurrección de Jesús, podemos encontrar la clave para comprender todo el proceso evolutivo como la “materia prima” para un gran acto final que coincide con la plena comunicación de Dios a todo lo existente (revelación).

 

El espíritu no de desarrolla evolutivamente desde el pasado sino que viniendo desde el futuro abre espacios (¿nichos?) para los distintos sucesos que son diferentes a la infinitud y omnipotencia del mismo Dios. Por ello el futuro de la creación coincide con la vida plena de Dios, es decir, con una creación que ha sido descomprimida y redimida por la eternidad de Dios. Hay que destacar que la creación del espacio-tiempo y de la línea unidireccional del pasaje del mismo es fundamental para la aparición de lo diverso y múltiple. El futuro no es monocromático, ni monocorde, sino trinitario. Pero igualmente hay que enfatizar que el sentido de la aparición de la multiplicidad y la diferenciación tiene como objeto la elaboración de síntesis más ricas, de las cuales las distintas formas de sociedades humanas no son una excepción.  De ahí el constante reclamo profético de aquellos que confiesan esta visión: la injusticia y la exclusión social es una anomalía en la creación (pecado), sobre todo porque acaece entre aquellos que están llamados a colaborar como co-creadores del plan divino (o “superreguladores ecológicos” de la evolución, como lo denomina Segundo[23]).

 

Una última palabra sobre la iglesia. Llamar a la iglesia cuerpo de Cristo, anticipo de la nueva creación, templo del Espíritu, sugiere a los oídos protestantes una tendencia “catolizante” y sospechosa. Sin embrago esta realidad es un irrefutable dato bíblico: la iglesia no es una asociación de gente con pensamientos y sentimientos afines sino una comunión cuyo fundamento es el Espíritu. Como tal no es simplemente el  resultado de un desarrollo inherente a la misma creación sino una manifestación del tiempo escatológico mismo, Dios. De lo que se habla, claro está, no es del aspecto institucional de la iglesia (las instituciones deben entenderse desde el punto de vista de la mayordomía, es decir, de la disposición y administración) sino de su aspecto sacramental: lo que ella celebra, proclama, y trata de vivir por medio de sus miembros pecadores y limitados (tanto moral como físicamente) es un anticipo de lo que sólo Dios será en su plenitud: la unificación y reconciliación de toda las creación.

           

      

La Trinidad y la cuestión del género

 

Si hay algo que la historia recordará del siglo XX será la irrupción de la mujer como sujeto tanto en la sociedad como en la iglesia. Esta irrupción, por supuesto, también fue acompañada en el campo ideológico y religioso por un vigoroso discurso y una explosión de metáforas que intentaron superar las imágenes divinas empañadas del prejuicio patriarcal. En forma especial estas metáforas han tocado de manera significativa la nomenclatura tradicional trinitaria.

 

            No ahondaré en las interesantes propuestas de la teología feminista, ni tampoco elaboraré sobre el tema de la dignidad e igualdad de la mujer desde una perspectiva de la imago dei, que encuentra interesantes formulaciones desde la imaginación relacional-trinitaria. En lo que sigue sólo tocaré un tema donde la perspectiva feminista ha tenido un impacto visible: nuestro lenguaje litúrgico y doxológico sobre Dios. En muchas de nuestras iglesias protestantes ha habido un fuerte movimiento para superar la noción de Padre e Hijo, catapultando hacia un primer plano la del Espíritu (o Sofía), o despersonalizando la nomenclatura trinitaria por la de los atributos o funciones (creador, redentor, santificador).  La pregunta es ¿qué se gana y qué se pierde con estas innovaciones? Lo que nos lleva a un cuestionamiento ulterior: ¿es el lenguaje trinitario sexista?, y si lo es, ¿son sus metáforas reemplazables?

 

En lo que sigue presente una breve tipología sobre la forma de encarar esta problemática[24]. Básicamente se vislumbran tres posiciones, encontrándose por supuesto una amplia variedad en cada una de ellas.

 

a.  ¡No! (Mary Daly, Rosemary Ruther, Sally McFague, Ivone Gebara)

 

Fuertemente arraigadas en las perspectivas brindadas por la filosofía del lenguaje, sostienen que toda categoría para referirnos a Dios es en el fondo inapropiado y por ende metafórico. Las metáforas, sin embargo, no son inocentes ya que revelan un mundo social (y de género) desde el cual se apropian para expresar una experiencia particular. Por ello el tema de la experiencia ocupa un lugar central como fuente y mediación indispensable del conocer teológico. Tillich, desde otro ángulo, correctamente había notado que todo símbolo o metáfora religiosa no sólo conecta lo sagrado con lo profano, sino que “sacraliza” o eleva la figura profana utilizada como medio para expresar lo sagrado. Desde esta perspectiva, lógicamente, se cuestiona la sacralización patriarcal contenida en la metáfora de “Padre-Hijo”. De ahí la sospecha sistemáticamente formulada: ¿qué intereses y experiencias son sustentadas y legitimadas por el lenguaje trinitario? ¿debemos seguir utilizándolas en el contexto litúrgico?

 

McFague, por ejemplo, propone una serie de símbolos que no sólo buscan reflejar una experiencia típicamente femenina de lo sagrado, sino que expresan también el principio de la inclusividad que es un elemento integral en su interpretación de la experiencia de la mujer. Si bien no elabora una propuesta explícitamente litúrgica, sostiene que a Dios es mejor imaginarlo como madre, amante y amigo/a, la expresión tripartita del amor en su modalidad de ágape, eros y filía[25].  Otras expresiones, rechazando la “kyriarquía” centrado en la idea de amo-señor-padre, construirán un esquema “trinario” destacando a “Jesús:hijo de Miriam, profeta de sofía”[26]. Pero muchas autoras/es estan dispuestas a permitir que en el contexto litúrgico se “despatriarcalice” la clásica nomenclatura trinitaria y sea reemplazada por los atributos tradicionalmente asociados con cada una de estas “personas”, a saber, “Creador, Redentor, Santificador”, o por algun otro significante más neutral, como “Abba, Siervo, Paráclito”.  El problema está, por supuesto, en la inevitable abstracción que rodea a atributos sin rostros definidos.

 

b.  ¡Si y no!  (Catherine La Cugna, María Clara Lucchetti-Bingemer)

 

Coincidiendo con la tipología anterior se reconoce y afirma que la terminología masculina ha sido utilizada en el lenguaje trinitario para reforzar esquemas patriarcales –como ampliamente lo demuestra la historia de la iglesia. Sin embargo una cosa es el uso (o abuso) que se hayan hecho de los símbolos, y otra cosa es el misterio que esos símbolos quisieron comunicar. Así La Cugna sostiene que la tradición trinitaria es tanto fuente revelatoria del misterio cristiano como un recurso de la cultura patriarcal.[27] Sin embargo, la misma teología trinitaria captada en su afirmación perijorética y relacional afirma las mismos “intereses” que la teología feminista ha querido incentivar; lleva en su seno la crítica más profunda a la cultura patriarcal.  En esta dirección otra teóloga, Patricia Wilson Kastner, ha sostenido que la simbología trinitaria es más conducente de los valores feministas que la idea monoteísta tradicional de Dios, ya que nos lleva a imaginar la mutua interrelación y dependencia existente entre las tres hipóstasis, al igual que posicionar el cuerpo y la realidad sensual en el centro de la escena sagrada (Jesús).

 

Una teóloga latinoamericana como María Clara Bingemer ha sostenido esta posición, rescatando el aspecto anti-dualista implícito en la teología trinitaria.[28]  Para ella no hay problema con la nomenclatura clásica, siempre y cuando el lenguaje de esta doctrina se interprete a la luz de la economía narrada en la Biblia. De esta manera lo que hay que destacar son los rasgos maternales que suponen las relaciones retratadas en el lenguaje más formal de la doctrina: un padre maternal que envía desde su seno a su hijo; el sufrimiento en este padre ante la muerte de su hijo; la misericordia de Dios por su creación; la sofía divina identificada con el ruach, etc.

 

 

c.  ¡Sí! (Robert Jenson, teología tradicional)

 

La última posición defiende el hecho de que la nomenclatura del Padre, Hijo y Espíritu Santo refiere como a una especie de “nombre propio” de Dios, por ello es inmodificable[29]. En las versiones más extremas el nombre triuno es considerado como revelación divina, y por lo tanto eterno. Si bien no se indica con esto que Dios es “hombre”, hay que respetar a ultranza los “nombres” con que Dios ha permitido que se lo designe. La referencia trinitaria es, por lo tanto, normativa tanto para el ámbito litúrgico como el doctrinal.

 

Si bien esta última posición es la más insostenible de todas, reconozco que el tema de los nombres trinitarios no es un asunto liviano que se pueda despachar en forma ligera. Pero las otras dos posiciones avanzan argumentos que son imposibles de ignorar, como por ejemplo, que en torno al misterio divino no es sabio caer en fáciles encasillamientos: al hablar de Dios hablamos de un misterio inefable. Pero habiendo dicho esto es un hecho que de Dios hay que hablar, o mejor de dicho, que a Dios nos es permitido hablarle. La manera como hablamos, por supuesto, no sólo indicará el lugar desde donde lo hacemos, sino que también señalará un camino donde buscaremos encontrar nuestro “lugar”. Me refiero al hecho de que el lenguaje no es solo denotativo sino que es connotativo de una praxis en particular: abre es espacio para la “perfomance” (significa y media lo sagrado). Por ello surge la pregunta –previa a toda referencia a su “verdad”-- ¿hacia dónde nos “llevan” estas distintas formas de articular lo sagrado? ¿Surgen realmente diferencias substanciales por el simple hecho de usar lenguajes diferentes? El nominalismo, después de todo, nos aconseja no tomar estas cosas muy a pecho...      

 

En un ensayo breve de respuesta me concentraré en la primera posición, identificándome más con la segunda, desechando la tercera. Opino que la primera posición encierra importantes valores y afirmaciones totalmente coincidentes con la concepción trinitaria, como son la incorporación de la corporalidad a nuestro imaginario divino, la afirmación de la presencia de lo trascendente en y a través de lo inmanente, y el recordatorio final de que el misterio del cual hablamos está más allá de toda ideación y articulación humana. Por ello estoy totalmente de acuerdo con una de las premisas centrales de esta posición, a saber, el carácter metafórico y simbólico de nuestro discurso sobre Dios. Es esta noción la que hace insostenible la tercera posición, la idea de que la misma esencia divina está contenida en los nombres propios de la trinidad.

 

Ahora bien, una cosa es hablar del carácter metafórico y analógico del lenguaje, y otra muy distinta es postular el principio de intercambiabilidad de todo símbolo referido a lo sagrado. Y aquí tengo varias observaciones por hacer. En primer lugar con respecto a la naturaleza de los símbolos mismos: éstas no son invenciones plásticas que puedan manufacturarse desde lo académico; el símbolo nace a partir de experiencias colectivas para quienes un referente en particular descubre ciertas dimensiones del misterio a la vez que las cubre. En este sentido pienso que muchas de las metáforas de la teología feminista son más signos que símbolos, es decir, señalan la condición particular de la mujer más que una dimensión de lo sagrado. En segundo lugar reconozco que la experiencia es una mediación esencial para el encuentro con lo sagrado; no obstante la palabra “experiencia” tampoco debe abusarse, ya que adquiere sentido dentro de una tradición interpretativa particular. En tercer lugar –y tal vez lo más fundamental—temo que muchas de las propuestas encerradas en la primera posición presuponen una noción de la trascendencia que es análoga a la que el cristianismo confrontó con el nombre de Arrianismo: la intención básica es mantener a la deidad lo más alejado posible de cualquier “clausura” histórica, como puede ser la figura de Jesús. Y en este punto las propuestas de esta posición son incompatibles con lo sostenido por la doctrina trinitaria. La noción cristiana de Dios se “juega” en el contenido concreto y particular entre ese trascendencia que Jesús –siguiendo la tradición de Israel—llamó Padre, la vida, muerte y resurrección de esa particularidad que denominamos Jesús, y ese ruach que no sólo levantó a Jesús de entre los muertos sino que convoca a toda la creación hacia un futuro de comunión que es celebrado como un “aperitivo” en la iglesia.  Si existen otros términos que puedan dar cuenta de esta referencialidad, bienvenidos.  Pero recordemos que la imaginación teológica siempre tiene un límite: la cruz.

 

Por estas razones concuerdo con la segunda posición, que abre también la posibilidad de hacer explícita la lógica anti-patriarcal de la doctrina trinitaria, por medio de la incorporación de dimensiones que se relacionan comúnmente al ámbito de la mujer. Hablar de un “Padre maternal”[30], o inclusive de Dios como “Padre y Madre” me parece apropiado, siempre que sirva para desplegar horizontes de ese Dios que se identificó con toda la humanidad y con todo el cosmos en Cristo Jesús. El asunto, por lo tanto, es asegurarnos de que la forma en que articulamos nuestro lenguaje refleje el evangelio de Jesús, refleje esa orientación innovadora que superó las barreras tradicionales de género y estados sociales estancos. Pero a la vez es importante que lo hagamos recurriendo a la reserva que contiene los símbolos bíblicos del Padre, Hijo y Espíritu Santo. Cualquier otra tipo de referentes corre el peligro de perder una dimensión esencial de lo que la tradición cristiana quiso significar.

 

En todo esto queda en claro que la cuestión de género y el lenguaje sobre Dios no es una problemática que sólo atañe a las “mujeres” o a las “feministas”, sino que en ella se juega la autocomprensión de la misma iglesia cristiana frente a una nueva realidad social y cultural. Porque en definitiva, el asunto clave es saber si la lucha de la mujer por la justicia e igualdad puede ser contenido por el horizonte de la trinidad. Es decir, si el Dios que articula la doctrina trinitaria abre el espacio de la mujer como un ámbito esencial donde también se “juega” la propia identidad divina. Pienso que lo hace, y pienso también que al hacerlo se demuestra que ese Dios significado trinitariamente es un Dios que se abre a un nuevo “enriquecimiento” mediado por la experiencia de la mujer. 

 

           



* Ponencia realizada en el “Curso para Obispos” organizado por el CESEP, Ilhéus (Brasil), 7-11 de julio de 2000.

[1] Rubem Alves, La teología como juego (Buenos Aires: La Aurora, 1982), p. 143.

[2] Destaco la observación hecha por José Miguez Bonino, para quien la esencia de Dios expresada por la noción trinitaria –comunión—opera como modelo al momento de estructurar nuestras relaciones humanas. Ver Rostros del Protestantismo latinoamericano (Buenos Aires: Nueva Creación, 1995), p.113s.

[3] Recordar la interesante investigación de Hans Küng sobre la muerte (¿Vida Eterna?) donde cuestiona las conclusiones “científicas” de las experiencias sobre la muerte.

[4] En lo que sigue ver Th. Tshibangu, “Escatología y cosmología”, en Concilium 186 (1983), p. 349s.

[5] Una tensión constante que vemos en Pablo entre el estado actual de los que duermen en el Señor (I Cor 15:18), y la resurrección personal o la Parusía (I Cor 15:22s). 

[6] Así Jürgen Moltmann, Teología de la Esperanza (Salamanca: Sígueme, 1981), p. 20.

[7] Ver, por ejemplo, Javier Jiménez Limón,  “Sufrimiento, muerte, cruz y martirio”, en Jon Sobrino ed., Mysterium Liberationis: Conceptos fundamentales de la teología de la liberación, vol. II (San Salvador: UCA Editores, 1992), p. 482.

[8] Una excepción la encontramos en Juan Luis Segundo, El hombre de hoy ante Jesús de Nazaret, II/2 (Madrid: Cristiandad, 1982), pp.943-957.

[9] Cfr. D. Tracy y N. Lash, “El problema de la cosmología: reflexiones teológicas”, en Concilium 186 (1983), p. 439.

[10] Ver Jorge Luis Borges, Obras Completas, vol. IV (Buenos Aires: Emecé Editores, 1996), p.174.

[11]  Angel Custodio Vega, ed., Obras de San Agustín, t. II: Las Confesiones (Madrid: BAC, 1974), I,1.

[12]  LW 34, tesis 35. Cfr. Friedrich Mildenberger, Theology of the Lutheran Confessions (Philadelphia: Fortress Press, 1986), p. 83.

[13]  Se puede denominar también “holístico” o “ecológico”. Para lo que sigue ver Lynn Margulis, Symbiotic Planet (New York: Basic Books, 1998); Fritjof Capra, The Web of Life (New York: Anchor Books, 1996).

[14]  En lo que sigue, ver William Stoeger, “Key Developments in Physics Challenging Philosophy and Theology”, en W. Mark Richardson y Wesley Wildman, eds., Religion and science: History, Method, Dialogue (New York & London: Routledge, 1996), pp.183-199.

[15] Ver Leonardo Boff, Ecología: Grito de la Tierra, grito de los pobres (Buenos Aires: Lumen, 1996), p. 35.

[16] Ver, por ejemplo, Raimundo Pannikar, The Trinity and the Religious Experience of Man (New York: Orbis Books, 1973).

[17] Ver Ivonne Gebara, Intuiciones ecofeministas: ensayo para repensar el conocimiento y la religión (Montevideo: Doble Clic, 1998). De la misma autora, Trinidade: Palabras sobre coisas velas e novas. Uma perspectiva ecofeminista (Sao Paulo: Paulinas, 1993).

[18] Sally McFague, Modelos de Dios: teología para una era ecológica y nuclear (Bilbao: Sal Térrea, 1994), pp. 126ss.

[19] Porque confunde la realidad escatológica con nuestra experiencia cósmica-temporal: la afirmación sólo es teológicamente aceptable referido al futuro escatológico del universo.

[20] Este tema es desarrollado por Gerd Theissen, Biblical Faith: An Evolutionary Approach (Philadelphia: Fortress Press, 1985), p. 72s.

[21] Segundo, op.cit.

[22] Segundo, p. 806ss.

[23] Ver Juan Luis Segundo, ¿Qué mundo?, ¿qué hombre?, ¿qué Dios? (Santander: Sal Térrea, 1993), p.124.

[24] Sigo la tipología elaborada por Ted Peters, “The Battle over Trinitarian Language”, Dialog 30/1 (Winter 1991), pp. 44-48.

[25] McFague, Modelos de Dios,  pp.157-298.

[26]  Así Elizabeth Schüssler Fiorenza, Jesus: Miriam´s Child, Sophia´s Prophet: Critical Issues in Feminist Christology (New York: Continuum, 1995).

[27] Cfr. Catherine M. LaCugna,  God for Us: The Trinity and Christian Life (New York: HarperSanFrancisco, 1991).

[28] Ver María Clara Lucchetti Bingemer, “A trinidade a partir de perspectiva da mulher (algumas pistas de reflexão), Revista Eclesiástica Brasileira 181/46 (Marzo 1986), 73-99.

[29] Así Robert Jenson, The Triune Identity (Philadelphia: Fortress Press, 1982), p.16.

[30] Así Jürgen Moltmann, “El Padre maternal: Patripasianismo trinitario y patriarcalismo teológico”, Concilium 163 (1981), pp. 381-389.