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Crítica social en la narrativa cubana de la primera generación republicana: El caso de Miguel de Carrión, Jesús Castellanos y Luis Felipe Rodríguez.

Gisela Bencomo©

Cuando el lector se enfrenta a los textos narrativos escritos en Cuba en las primeras tres décadas del siglo XX, no tarda en darse cuenta de que existe, en la mayoría de ellos, una intención reformista. Es ésta, eminentemente, una narrativa de orientación social, donde predomina la preocupación por indagar las causas de la deplorable situación nacional, y donde se ponen de relieve una serie de elementos que ayudarían, más tarde, a conformar la identidad nacional cubana. Se observa pues, que a pesar de que los estudiosos especialistas en el tema consideran estas obras narrativas como representativas de diferentes tipos en cuanto al lenguaje y las características generales se refiere, todas tienen una característica en común: servir de instrumento al escritor para realizar una labor de crítica social, ya sea de manera enigmática y simbólica como lo hace Carrión en La esfinge; con evocaciones poéticas y lenguaje refinado, como es el caso de Jesús Castellanos y La manigua sentimental; o de una forma abierta e irónica como sucede en Como opinaba Damián Paredes, de Luis Felipe Rodríguez.

El objetivo de este estudio es identificar los aspectos presentes en la sociedad cubana de la época que han sido objeto de crítica por parte de los autores antes mencionados; y cuya intención no es solamente criticar, sino llevar a cabo reformas en dicha sociedad.

Algunos críticos han enfocado la novela de Miguel de Carrión como una obra de penetración psicológica. Esta, sin duda, es la tónica casi constante de todas sus novelas, sin embargo, lo más interesante de esta novela radica en su proyección simbólica como representación de la realidad nacional. El título, La esfinge, es en sí enigmático; y se convierte aquí en un símbolo de una nación oprimida que no se entiende a sí misma, ni sus propios procesos. También la casa es simbólica en esta obra. La casa es el país; la atmósfera de opresión que ahoga a la protagonista es la misma que la situación nacional ejerce sobre los ciudadanos; lo cual a su vez impide que el país progrese.

Amada, la protagonista de la novela, no es sólo la esfinge para los demás, sino también para sí misma. Es una mujer con una complejísima vida emocional que sin embargo, parece un témpano de hielo y que continuamente lucha por reprimir sus impulsos vitales: "En presencia de los demás,…se esforzaba por mostrarse como había sido siempre; pero sola podía entregarse a su pena, abandonarse a su locura, saborear la voluptuosidad de su martirio" (Carrión 300). Aunque íntimamente se rebela y persigue la libertad, su única vía para lograrlo es la inmolación, el suicidio.

Amada es Cuba, una nación sufriente y aún subyugada por el lastre colonial, que no logra superar. Es también víctima de la sensualidad que no consigue ni aceptar ni doblegar. En este sentido, es un símbolo de la dualidad entre lo español y lo cubano, la tensión entre la sensualidad tropical y la fuerza opresiva de la religión y la tradición española.

Otro personaje simbólico y que le sirve a Carrión para llevar a cabo su labor de crítica social es la madre. Ella también es Cuba en cierto modo, una nación ciega que no logra ver claramente sus problemas, y por lo tanto no puede superarlos. Una nación que todavía sufre los efectos del colonialismo que recién ha terminado.

La criada española, Joaquina, quien "monopolizaba…el pensamiento de la anciana" (Carrión 409), es el símbolo de lo español, de las lacras y de la fuerte influencia del coloniaje y de las profundas grietas y cicatrices que éste ha dejado en la psiquis y la vida nacional, como se puede deducir por la descripción que hace del personaje el autor: "la criada, con su rostro inmóvil, su fino cuerpo aprisionado en la rigidez del corsé y su delantal negro…" (Carrión 297). Además del control que la criada ejerce sobre la Cuba "anciana", también produce temor a la "joven" Cuba, como se percibe desde el inicio de la narración: "al atravesar el vestíbulo, la señora Jacob se estremeció sin poder evitarlo… en el umbral de la sala estaba Joaquina" (Carrión 297).

Asociado a lo español Carrión nos presenta el tema de la religión. La criada Joaquina sostiene una relación misteriosa con un cura: "los otros criados… aseguraban que era la querida" (Carrión 309), quien es su cómplice en los planes que tiene para despojar a Amada y su madre de su fortuna. Esta relación, simbólicamente representada por Carrión, encierra la crítica al hecho de cómo España que nos trajo la religión, en complicidad con ésta, arruina al país.

Por su parte, Dionisio, el esposo de Amada, encarna al clásico oportunista, aprovechado y sin escrúpulos que se aprovecha de las riquezas del país sin importarle para nada la moral. Las relaciones de Amada con Marcial las ve con beneplácito, porque quizás éstas le den el fruto que necesita para heredar a su mujer: un hijo.

Por último, Marcial es el arquetipo del pícaro, y en la trayectoria de la narración puede seguirse el proceso típico que se realiza en este tipo de personaje. Marcial comienza siendo un idealista y bien intencionado: "El preferiría escribir versos, fabricar artículos de periódicos y dedicarse a toda clase de tonterías de las que no dan dinero" (Carrión 298), y termina siendo un Dionisio cualquiera. Se vende y llega a buen puerto, no accede a la petición de Amada de romper su compromiso con Herminia más por ambición que por amor a la última.

Si en La esfinge vemos una imagen de Cuba como nación subyugada y víctima de un coloniaje ferozmente impuesto, y vemos que triunfa lo español, en La manigua sentimental de Jesús Castellanos, se observa la imagen de una nación corrupta y traicionada por sus propios hijos. Si la casa era un ambiente cerrado y opresivo que impide a sus habitantes hasta respirar, la manigua—tradicionalmente símbolo de la gesta libertaria, idealizada en las novelas románticas anteriores y aún en algunas de las contemporáneas, como en Vía Crucis de Emilio Barcardí y en la trilogía integrada por Sombras que pasan, Ideales y Sombras eternas de Raimundo Cabrera—es ahora un espacio abierto donde florece, impulsado por la brutalidad del medio y de los hombres, todo tipo de corrupción y barbarie. La falta de dirección y propósito que se observa en la situación nacional, la ausencia de escrúpulos, de toda ética, y de todo lo que no esté orientado a aprovecharse de la situación para beneficio propio, y al goce momentáneo de los placeres sensuales, dominan en la manigua, como en el país, que se encuentra en un estado caótico. Entre civilización y barbarie, triunfa en esta novela la barbarie. A nuestro juicio, la intención de Castellanos es cuestinar la idealización de la gesta independentista y hasta su mismo propósito y eficacia. La nación pasa de un coloniaje a otro después de treinta años de lucha.

Castellanos, a diferencia de Carrión, no basa su crítica en una simbología que quizás algún lector pueda pasar por alto. Castellanos establece sencillamente, un paralelo entre la manigua y la sociedad republicana, y es partir de ese paralelo que desarrolla toda su punzante crítica, no solamente del presente, sino del pasado.

Ya desde el inicio de la narración el autor siembra la duda en el lector, al poner en boca del protagonista estas palabras: "¿Por qué estaba yo en la guerra?" (Castellanos 289). Se deduce que este personaje, en quien después se descubrirán rasgos picarescos, no tenía unos ideales patrióticos; ni él mismo sabía la razón que tuvo para alzarse.

El protagonista, llamado Juan Agüero y Estrada confiesa que se marchó a la guerra por seguir las costumbres de su familia, ya que entre sus antepasados había habido célebres patriotas, y él "habría…desmerecido de … (sus)…antepasados si…no hubiese volado a la manigua incendiada al primer asomo de un desembarco filibustero" (Castellanos 289); pero una vez allí medita sobre las razones que llevaron a otros personajes a la manigua cuestiona las acciones realizadas por el ejército mambí, bajo el razonamiento de que no reportan ninguna ventaja. Pensaba que "qué iba a ganar…(el)… coronel con la conquista de aquella plaza miserable en la que por seguro, no habría ni con qué remojar la garganta" (Castellanos 291).

En contraste con La esfinge, Juan Agüero ni siquiera se plantea dudas. No hay un proceso de autocrítica. Aunque cuestiona la utilidad de todo aquello, que es una especie de parodia de guerra, él sí sabe muy bien que está allí para obtener galones que no se ha ganado peleando, y para pasarla lo mejor posible mientras finge ser mambí, por los beneficios concretos que esto puede reportarle. Es un pícaro que no sólo tiene la conciencia de serlo, sino que se enorgullece y regodea en ello, como él mismo confiesa al decir:

Mi papel en estos casos era bien poco interesante. Pese a mis

heroicos pañales es lo cierto que todo aquel extraño aparato me

molestaba…No, no soy un cobarde…Soy simplemente

un…cómodo. Dilettante de los chocolates en la cama, espectador

de los estrenos, ducho en las juergas de moda, ¿cómo podían

conciliarse estos urbanos gustos míos con aquella vida a salto de

mata, limpio el estómago y andrajosa indumentaria? (Castellanos

292).

 

También critica Castellanos en su novela la brutalidad de los insurrectos del ejército libertador que saqueaban y quemaban las casas de los cubanos, quienes sufrían por partida doble los efectos de la guerra. Esta brutalidad también se observa en el comportamiento de los insurrectos hacia las mujeres. Juan confiesa que siempre trataba de acercarse "al rancho de las mujeres" (Castellanos 296), ya el lector puede imaginarse con qué intención.

A través de la narración vemos que Juan se debate entre la ternura que le inspira la frágil Juanilla y la pasión que despierta en él la otra hermana, Esperanza. Después de casarse con Juanilla y debido a los incidentes de la guerra que le propician la situación, Juan la abandona y se marcha con Esperanza. Es a partir de este punto donde Juan nos descubre sus rasgos más picarescos. Regresa a Camagüey, su tierra natal, con el propósito de sacarle dinero a sus padres para continuar su vida de aventurero con Esperanza; pero le miente a la familia, pues alegando que le han enviado en una misión especial, dice que va a marcharse a Nueva York, cuando en realidad planea llevar una vida de libertinaje y placer junto con su amante. Vemos así que Juan intenta vivir del cuento, sin trabajar y disfrutando de un dinero que ha obtenido con la mentira y el engaño.

Más tarde, al encontrarse con el viejo Fundora, padre de Juanilla y de Esperanza, demuestra su cobardía nuevamente, al callarse que él aquella noche había abandonado a la primera (su mujer embarazada), para escaparse con la última. Sin embargo, quizás lo redime el hecho de que decide abandonar a Esperanza, tras de haberle escrito al padre sobre donde podía encontrarla, para comenzar a buscar a Juanilla y a su hijo por toda la manigua cubana, aunque confiesa que lo que lo empujó a esa acción fue más curiosidad que remordimiento. La búsqueda es infructuosa, termina la guerra y Juan se casa de nuevo. Ya al final de la obra, Juan, convertido en una "llano y burgúes inspector de escuelas" (Castellanos 324), gracias quizás a sus heroicas acciones en la guerra, encuentra un día a Juanilla y descubre que su hijo ha muerto. Después de una conversación insustancial y carente de emociones por parte de Juan, se marcha, silenciando para siempre esos episodios de su vida pasada. Asi, como todo pícaro, Juan llega a obtener una condición de "hombre respetable" tras la cual se esconde una vida anterior donde la trampa, la falta de ética y las mentiras jugaron un papel clave en el proceso para lograr el bienestar y la posición presentes.

Otro elemento de crítica que presenta Jesús Castellanos en su novela es el tratamiento de la mujer. En la obra de Castellanos los personajes femeninos fueron muy diferentes a los típicos de la época. La mayor parte de los personajes femeninos del momento correspondían al tipo de "damisela encantadora", víctima de la sociedad, esposa infeliz e inconforme, como Amada; al de una rebelde contra las normas sociales, como Elena en Los inmorales de Carlos Loveira; o cuando más al de una prostituta. Castellanos sin embargo, nos presenta un tipo de mujer guerrillera y salvaje. De los personajes femeninos más importantes en La manigua sentimental, solamente Juanilla cabe en la clasificación de heroína clásica. Tanto Timotea, la Tenienta, como Esperanza, son mujeres que carecen de delicadeza de espíritu, de femeneidad y de las virtudes de compasión y ternura que normalmente se asocian con el sexo femenino. Esta última demuestra su fortaleza y su valor (atributos viriles) cuando se atreve a enfrentarse a un toro y darle muerte, en una situación donde había hombres que pudieran hacerlo. El narrador concluye: "Hay mujeres para todo" (Castellanos 297). Sin embargo, a pesar de ser tipos diferentes de mujeres a las que se daban en la narrativa de la época, ellas también son víctimas del medio que las rodea sólo que de distinta manera a las otras.

Sobre la novela de Luis Felipe Rodríguez, Cómo opinaba Damián Paredes, opina Juan J. Remos que es "una novela satírica, inspirada en las ridiculeces y extravagancias de una colectividad orientada por los deslumbramientos de una vida falsamente organizada,…un ataque incisivo y mordaz…" (Historia 3.286-287). Cómo opinaba Damián Paredes es, en nuestra opinión, una de las novelas donde más abiertamente y con más ironía se critica la sociedad cubana de la época. Luis Felipe Rodríguez presenta al lector una obra donde la narración es bastante escasa y que es más bien una especie de listado descriptivo de los personajes típicos que pululan en la sociedad pueblerina de la Cuba de los primeros años de república. Usando al personaje de Damián Paredes, quien es víctima de la sociedad imperante, como su alter ego, Rodríguez realiza una crítica acerba de políticos, comerciantes, periodistas, señoras de sociedad, costumbres, rituales, etc., a la vez que descubre al lector, con un lenguaje claro y sencillo, los defectos del carácter del cubano y sus efectos en la sociedad de la época.

Rodríguez escoge un lugar imaginario para situar a los personajes que serán objeto de su crítica. Este lugar es la ciudad es Tontópolis, patria chica de Damián Paredes. Tontópolis es el arquetipo de cualquier ciudad cubana y "no es precisamente una villa donde los sabios abundan, porque en ella, como en todas partes los tontos están en mayoría" (Rodríguez 217). Puede verse aquí que Rodríguez señala de forma ingeniosa e irónica una característica del cubano: su falta de sabiduría para enfrentar los problemas existentes y tratar de resolverlos. Más adelante el autor compara Tontópolis con "una buena señora gorda, cuya alma sencilla tiene cristianas ideas sobre la vida y el mundo…" (217). Esta señora gorda, Tontópolis, es Cuba, una tierra benévola, fértil y rica, de un pueblo con alma sencilla, pero cuyas ideas religiosas (heredadas de España) no la dejan salir de un estado de miseria y atraso.

Los habitantes de Tontópolis, los tontopolinos, son el pueblo cubano, de quien Rodríguez opina que "son unas buenas personas, que poseen una gran imaginación y acostumbran a gastar todo lo que tienen, sin acordarse del día siguiente. De ahí su inconsistencia política, moral, económica y hasta doméstica"

(219). Como puede observarse, en estas líneas Rodríguez alude a todos los aspectos de la sociedad que se encuetran en estado de desmoronamiento y falta de desarrrollo; y directamente señala al pueblo cubano como responsable de estos problemas. Según se ve en la novela, el pueblo cubano tiene grandes virtudes, pero esas virtudes quedan siempre opacadas por un gran defecto general: la hipérbole. Afirma Rodríguez que los tontopolinos (cubanos) "son hiperbólicos, como los andaluces y los portugueses" (219). Surge una vez más la presencia de lo español que nos mantiene en una situación estática y nos impide avanzar hacia el progreso.

También son objetos de crítica por parte de Rodríguez el exceso de palabras y la falta de acción de los tontopolinos, así como el empleo excesivo de la violencia. Afirma que los Tontopolinos son "personas sensatas (que) realizan todas sus hazañas prácticas o ideales hablando en voz alta…o amenazando… Los buenos tontopolinos son valientes, y todo lo arreglan a bofetadas o a tiros, porque sienten un desprecio infinito por eso que se llama cordura y serenidad" (220).

En su arremeter contra todo lo negativo presente en la sociedad de la época, Rodríguez critica el provincianismo existente al describir un curioso lugar: el casino de Tontópolis (otra influencia española). Ese casino que, afrancesadamente, lleva el nombre de Las Tullerías es el punto de reunión de los personajes ilustres de la villa, y allí se llega a conclusiones tan sabias como que en una ciudad (país) "donde la vida está circunscrita, a un reducido número de ideas y sensaciones, lo más humano, lo más filosófico y lo más sabio es bostezar" (Rodríguez 226). De esta manera puede observarse que a la vez que se critica el provincianismo de la sociedad, también, de forma irónica, se señala la incapacidad de ese pueblo para iniciar un progreso; sencillamente se conforma con el aburrimiento.

A medida que avanza la obra, la crítica va desplazándose del pueblo en general a individuos en particular que no son otra cosa que arquetipos de la sociedad.

El primero que aparece es esta especie de desfile es Aniceto Bermúdez: el personaje influyente, cuya descripción nos revela el grado de simpatía/antipatía que el narrador siente por él:

Este Aniceto, cincuentón y financiero, es de baja estatura, de color

rojo como tomate maduro, tiene una indecorosa figura de cerdo

bien cebado, usa ademanes, para andar por casa, de senador

romano,y de vez en vez, como muy convencido de su importancia

en Tontópolis, introduce dignamente sus dedos rapaces en los

profundos bolsillos de sus calzones, mientras que en su boca,

epicúrea y comercial, si insinúa muy sutil la ligera tentativa de una

sonrisa, que un sicólogo profundo se vería perplejo para averiguar si

dicho esbozo de sonrisa lo produce un hombre petulante, tonto o

sabio. (Rodríguez 227).

 

Este personaje de dudosas características es objeto de una admiración rayana en el servilismo por parte de sus paisanos. Es tal la influencia que ejerce sobre ellos que no dudan en imitarle y en seguirle en todas sus ideas y costumbres.

No podía dejar de mencionarse en este conglomerado de elementos de la sociedad la familia aristócrata e ilustre, a quien Rodríguez representa con don Feliciano Pérez y su familia. Es esta una familia perteneciente a la aristocracia pueblerina, cuyos defectos señala el autor con una gran carga de la ironía. Don Feliciano Pérez es un

detallista retirado, que vive del producto de sus rentas, es un sujeto bajito, gordo y solemne, que, aunque no tiene unos modales muy distinguidos, ni una conversación brillante (porque el trabajo no le dio tiempo para eso), es de bastante buen corazón, sabe de aranceles y de estadística y está muy al corriente de lo que se le puede sacar en plaza a un tabal de bacalao.

Vino a Tontópolis a trabajar, y trabajando hizo dinero y familia… Es profundamente conservador, le gusta más un Rey que un Presidente, está por la religión de sus mayores, y fuera de la nobleza, los capitalistas y los detallistas, todo le parece indigno de su atención. (230).

 

Doña Clemencia, su mujer, según se deduce, es la que manda en la casa. Quiso que sus hijos varones fueran a estudiar a Estados Unidos; le dice al marido como debe vestirse y está siempre preocupada por el qué dirán. Los hijos de la familia encarnan los modelos de jóvenes de la época. Una "es la presidenta de una junta de damas piadosas, que se dedican a organizar procesiones" (Rodríguez 232).

El hijo mayor, a pesar de que cursó estudios en Estados Unidos, no terminó por "problemas de salud" y tuvo que regresar a Tontópolis para convertirse en "el mozo más chic y divertido, sabe bailar, tiene querida, deudas y un desdén olímpico por la canalla" (Rodríguez 232).

Otro tipo a quien Rodríguez dirige su acerba crítica es al comerciante español, a quien encarna José Ortigueira. A este tipo se le critica su tacañería, su afán de ganar dinero, su religiosidad y su falta de tolerancia por los intelectuales. Decía el personaje "con libros…no se va a ninguna parte…sólo sirven para llevar a los jóvenes por los caminos de la vagancia, el socialismo y la anarquía" (Rodríguez 249).

También forma parte de esta galería de arquetipos Bonifacio García, originario de Tontópolis, y que ahora vive en la villa vecina de Bobópolis. Este personaje simboliza al hombre cuya mente pragmática lo lleva a conseguir ciertas posiciones en la vida. El tal Bonifacio "tenía fama de bruto" (243) en la escuela, sin embargo en su pueblo es ahora muy estimado y piensa que pronto llegará a representante porque "no teniendo una opinión concreta acerca de nada ni de nadie, todos opinan bien de su carácter y de su inteligencia" (Rodríguez 243). En este pasaje Rodríguez resalta la mediocridad de un pueblo que es capaz de elegir para un puesto dirigente a un hombre sin opinión.

Además de las ya mencionadas señora de Pérez y su hija, hay otros personajes femeninos es esta obra que son objeto de la crítica de Rodríguez. En el capítulo titulado "El balcón de Roxana" encontramos toda una gama de mujeres representativas de la sociedad. La "rubia y dulce Julieta" que rechaza a Damián para casarse con Maximino de cuyos "bolsillos surgía una dulce voz argentina" (Rodríguez 253); Beatriz, mujer de "cuerpo de estatua griega (y) una cabellera negra, brillante y suntuosa" (Rodríguez 253) quien también rechaza a Damián que le escribía sonetos por "un herrero de muchos músculos y poco discernimiento" (Rodríguez 256); Lolita, una de las pocas que se enamora de Damián, pero que tiene que abandonarlo por la oposición de la familia, porque Lolita necesitaba algo más que amor y que Damián no podía darle: dinero; Liberata, una romántica empedernida que nunca le corresponde a Damián por considerarlo "demasiado apegado a la sensualidad terrenal" (254) y que termina casándose con un zapatero cuando llegó a los treinta; y por último, Ramona "demasiado carnal, que tenía toda su ternura y toda su inteligencia en las anchas y potentes caderas" (255), quizás el amor más fuerte de Damián y cuyo padrastro le abre la barriga con un cuchillo.

En este capítulo nos ofrece Luis Felipe Rodríguez su visión crítica (bastante negativa, por cierto) de la mujer cubana en cuanto a sus relaciones con los hombres. Puede deducirse que el autor era de la opinión que en general la mujer cubana tiene la tendencia de preferir lo material a lo espiritual.

Una de las críticas más mordaces que se encuentran en la novela es la que Luis Felipe Rodríguez dirige a la institución del periodismo y a los periodistas. Con el pretexto de describir el periódico que Damián y un amigo van a fundar y que llevará el nombre de El Prometeo, Rodríguez pone en boca de uno de sus personajes lo que él considera deber ser un periódico:

Un periódico serio, que sea el guardián severo de los intereses

morales, sociales, intelectuales y económicos de Tontópolis. Un

periódico que no se mezcle a esa política baja y pueril que nos

deshonra, donde no se escriban pacotillas literarias, ya sean clásicas,

románticas o modernistas; que no sea tampoco parapeto propicio

tras el cual escondan sus ambiciones, sus miserias y sus apetitos los

eternos logreros de nuestra sociedad, profundamente perturbada.

En fin, un periódico que sea defensor de los sagrados intereses del

pueblo soberano, porque el pueblo soberano merece que le sirvan

con amor dos hombres honrados; y esos hombres honrados somos

nosotros… (263-264).

 

Del hecho de la fundación y publicación del periódico se desprende otro elemento negativo de la sociedad cubana: la censura. Damián es encarcelado por criticar desde las páginas de El Prometeo todo lo nefasto y corrupto que existía en Tontópolis. Con este pasaje Rodríguez demuestra al lector que a pesar de lo importante que es señalar de forma pública los defectos y vicios de las instituciones y los individuos de una sociedad, la misma sociedad toma represalia contra quienes se atreven a hacerlo. Así se deduce que la visión de Rodríguez en cuanto a este tema es bastante pesimista, porque en realidad no hay posibilidad de llevar a cabo el cambio y la reforma.

Vemos así, que estas tres obras encierran una intención de crítica social y de reforma y que a pesar de las diferencias que existen en cuanto a la forma de llevar a cabo esta labor, coinciden en la visión que tenían los tres autores de la sociedad cubana de su época. Visión esta que a nuestro juicio es bastante negativa, pero que lleva al lector a comprender muchos de los problemas que existen en Cuba, aún hoy en día, puesto que los mismo son, en última instancia, una consecuencia de los males que viciaron al país desde los inicios de la república.

 

 

Obras citadas y consultadas

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de Educación, 1969.

---. Medio siglo de literatura cubana (1902-1952). La Habana: Comisión Nacional de la

UNESCO, 1952.

Carrión, Miguel de. El milagro y La esfinge. La Habana: Editorial Arte y Literatura,

1977.

Castellanos, Jesús. La conjura y otras narraciones. La Habana: Editorial Arte y

Literatura, 1978.

Lazo, Raimundo. Historia de la literatura cubana. México: Universidad Nacional

Autónoma de México, 1974.

Remos y Rubio, Juan J. Historia de la literatura cubana. 3 vols. La Habana: Cárdenas

y Compañía, 1949.

Rodríguez, Luis Felipe. Cómo opinaba Damián Paredes. El negro que se bebio la

luna. La Habana: Editorial Arte y Literatura, 1978.

Schwartz, Kessel. A New History of Spanish American Fiction. 2 vols. Coral Gables:

U of Miami P, 1972.