El término nos evoca de manera
inmediata la agresión física, casi siempre intencional, que busca acabar con una
vida humana. Por definición, una actividad como la medicina, que se declara
portadora de intereses altruistas, quedaría por fuera de la esfera de la
violencia, a no ser que se tratara de señalar la existencia de algunas
excepciones que corresponderían a profesionales cuya conducta los colocaría en
el campo de lo delictivo. Podríamos decir, incluso, que estas ovejas negras
--que no faltan en ninguna profesión-- nada tienen que ver con el espíritu de
beneficio común que debe alentar a la práctica médica. Ellos no serían otra cosa
que la excepción que confirma la bondad de la regla.
Pero no es de
esta violencia ni de estos médicos delincuentes de quienes queremos hablar hoy.
No se trata de tematizar las violencias explícitas --ésas que llenan los
titulares de los vespertinos sensacionalistas-- , sino esa amplia gama de
violencias implícitas, silenciosas, muchas de ellas sin sangre, que se anidan en
la dinámica propia de las instituciones, manifestándose en los más diversos
espacios de la vida cotidiana. Si entendemos por violencia toda acción tendente
a impedir la emergencia de la singularidad humana o lograr su aniquilación
física, tendremos que reconocer que son muchas las facetas de este doloroso
fenómeno social, del que no escapa, por supuesto, la institución médica. Al
interior de la medicina, se anida de manera muy especial esa violencia que Alice
Miller, en un giro magistral, denominó la "violencia por tu propio bien".
En su famoso
libro Némesis Médica, Iván Illich, llamó la atención hace ya algunos
lustros, sobre la expropiación de la salud por parte de los médicos, quienes
usan su poder para quitar a los ciudadanos la capacidad de autodeterminar sus
vidas en un campo tan importante como el atinente al dolor, el nacimiento, la
enfermedad, y la muerte. El llamado, por Michael Foucault, "biopoder", tiene su
origen en la revolución capitalista que se gestó en Europa durante los siglos
XVII y XVIII, que culminó con la formación de la famosa "policía médica",
especie de contingente de fiscales que estaban capacitados para vigilar la
intimidad de las personas siempre que así lo requiera el bien común. El biopoder
está centrado en el cuerpo como máquina, en su disciplina, en la optimización de
sus actitudes, la extorsión de sus fuerzas, así como en el crecimiento paralelo
de su utilidad y docilidad.
La policía
médica, origen de las actuales políticas de salud pública, actuaba por
delegación directa del rey, soberano del Estado absoluto que estaba en pleno
derecho de descentralizar bajo su mirada todo aquello que sucediera en el reino.
Una vez caídas las monarquías y como efecto de la revolución francesa, el médico
occidental heredará esta atribución real de fisgonear las vidas ajenas al igual
que recaerá en gran parte sobre sus hombros funciones que antaño correspondían a
las comunidades religiosas, a los sacerdotes. Durante el siglo XX, el biopoder
concentrado en manos de los médicos y funcionarios estatales de salud, crecerá
en proporciones nunca antes imaginadas. Desde la perspectiva gnoseológica, el
biopoder aparece articulado a un saber técnico sobre el cuerpo que conceptualiza
al ser humano desde la rejilla significativa del cadáver disecado. Bajo la
mirada anátomo-patológica, el enfermo pierde su singularidad, siendo medido
desde patrones estandarizados donde lo importante es el manejo masivo de cuerpos
al interior de la institución hospitalaria.
Cuando apenas
empezaba a consolidarse la gran revolución científica que con Bichat y la
escuela francesa, cambió por completo la visión que en Occidente se tenía de la
enfermedad, un costoso error histórico vino a mostrar los peligros que encerraba
este biopoder concentrado en manos de los médicos al interior de los grandes
hospitales europeos. Se trata de la patética historia de Semmelweis y los
estragos de la fiebre puerperal. La fiebre puerperal, azote de la maternidad,
diezmaba las salas con regularidad aterradora, atacando en algunos casos de
manera simultánea a todas las mujeres de una hilera de camas de los grandes
pabellones. La lúgubre fatalidad imperaba en los hospitales de París, Londrés,
Milán y Viena. Los más famosos obstetras de la época habían aprendido a convivir
con la detestable, pero tan corriente fiebre de las parturientas: En la sombra,
habían pactado con la muerte. Había incluso quienes, sin confesárselo demasiado,
la consideraban como una especie de doloroso tributo que frecuentemente tenían
que pagar las mujeres del pueblo a su entrada en la maternidad. No pocas veces
se habían nombrado comisiones que reunían a sabios responsables, siendo sus
esfuerzos al final, como de costumbre, completamente inútiles. Tal sucedió con
la que investigó la recrudescencia de la fiebre puerperal en 1842 entre las
pacientes del Hospital General de Viena, cuando el 27% de las embarazadas
sucumbieron en agosto, el 20% en octubre, y cuando, incluso, se alcanzó una
media de 33 muertos por cada 100 alumbramientos en el mes de diciembre. Después
de sutiles conciertos y sinfonías verbales, se volvía a la grey oficial, como si
la enfermedad, por fuerza, hubiera de pertenecer al orden de las catástrofes
cósmicas, inevitables.
Muchas otras
comisiones se habían desfondado ante este mismo y eterno problema. La convocada
por Luis XVI durante la epidemia de fiebre puerperal de 1774 que diezmó al Hotel
Dieu de París, concluyó que la causa se encontraba en la leche y el Colegio de
Médicos de París logró que se propusiese al rey, como remedio contra la
epidemia, la clausura de todas las maternidades así como el destierro de las
nodrizas. Alrededor de la fiebre puerperal todo era incoherente y
contradictorio. Ni uno solo de los remedios eventuales de las Comisiones
Imperiales de Viena, o de las de París, y cuya aplicación se intentaba, había
dado resultados. Frente al terrible flagelo no parecía existir ni un resquicio
de esperanza.
El 27 de
febrero de 1846 es nombrado como profesor ayudante en la Primer Clínica
Obstétrica de Viena, Felipe Ignacio Semmelweis, médico nacido en Budapest, en el
hogar de un tendero de comestibles, el 18 de julio de 1818. Mientras se suceden
en cascadas las tentativas para controlar la enfermedad --cuyo recuento no deja
de producir en el lector contemporáneo una mezcla de asombro y furor--,
Semmelweis observa que las mujeres que, cogidas por sorpresa, parían en la calle
y sólo después llegaban a la sala del hospital, casi siempre se salvaban,
incluso en las llamadas épocas de epidemias. Por esta razón, dichas mujeres
quedan por fuera de los controles de tocología que de manera rutinaria hacen
médicos y practicantes. Relaciona entonces la presencia de la enfermedad con las
visitas que día a día, temprano en la mañana, realizan estudiantes y profesores
a la sala de necropsias luego de las cuales pasan directamente a la clínica
obstétrica, donde examinan sistemáticamente a parturientas y puérperas.
Sin tener
todavía muy claro el por qué, decide obligar a los estudiantes a lavarse las
manos antes de que se acerquen a las embarazadas. La medida, no cuadró por
completo dentro del espíritu científico de la época. Faltan todavía 20 años para
que Pasteur demuestre que las infecciones son causadas por microorganismos que
se diseminan víctima a víctima, y otros tantos para que Lister abogue por la
antisepsia con la aplicación rutinaria de ácido fénico. Semmelweis, sin embargo,
decide instalar lavados en las puertas de las clínicas y da orden a los
estudiantes de limpiarse cuidadosamente las manos antes de cualquier
reconocimiento o maniobra a una parturienta. Al día siguiente 20 de octubre de
1846, Semmelweis es brutalmente destituido.
"Los dedos de
los estudiantes --escribirá entonces el pionero--, contaminados durante
recientes disecciones, son los que conducen las fatales partículas cadavéricas a
los órganos genitales de las mujeres encinta y, sobre todo, al nivel del cuello
uterino". Como estas ínfimas partículas cadavéricas --cuyo simple contacto
suponía Semmelweis bastaba totalmente para provocar la infección puerperal--
eran imponderables, sólo era posible reconocerlas por el olor. El "veneno
cadavérico" se transmitía por las manos sin lavar. "Desodorar las manos
--decidió--, todo el problema radica en eso". Meses más tarde, Semmelweis logra
reintegrarse a la planta hospitalaria, permitiéndosele finalmente poner en
práctica la técnica de desodorización. En el mes que siguió a la aplicación de
esta medida, la mortalidad descendió al 2,38%. Decidió entonces convertir la
práctica de lavado en una rutina aplicable a todo el personal, hubiese o no
disecado cadáveres. Los resultados no se hicieron esperar. En las semanas
siguientes, la mortalidad por fiebre puerperal se hace casi nula, descendiendo
por primera vez en la historia a la cifra de 0,23%. La suerte, aunque parezca
increíble, no acompañó en esta ocasión a Semmelweis. Por extraño que parezca, la
mayoría de sus colegas, se mostraron adversarios al nuevo método. La inercia
triunfa en toda Europa: Los médicos miran displicentes la verdad que se les
presenta. En medio de la incomprensión colectiva, Hebrá, uno de los pocos
colegas que lo acompañó, escribe: "Cuando se haga la historia de los errores
humanos, se encontrarán difícilmente ejemplos de esta clase y provocará asombro
que hombres tan competentes, tan especializados, pudiesen, en su propia ciencia,
ser tan ciegos y tan estúpidos". Bajo múltiples presiones, el médico húngaro
será por segunda vez destituido el 20 de marzo de 1849. Veinticinco años más
tarde morirá loco y solitario sin que su labor haya sido reconocida. Después de
su muerte, debieron pasar todavía cuarenta años para que las puertas que con
tanta insistencia tocó, se abrieran, y su memoria fuera reivindicada.
El caso
Semmelweis, revela dos grandes fuentes de violencia en la institución médica,
que aún hoy siguen causando silenciosos estragos. Por un lado, el manejo masivo
de los cuerpos propio de los hospitales y el trabajo asistencial intenso y, por
otro, el dogmatismo, que con tanta frecuencia se anida en la práctica galénica.
Esta historia, revela igualmente una faceta bastante conflictiva de la medicina
institucional, cual es la de la enfermedad yatrogénica, o sea, aquella causada
directa o indirectamente por la intervención médica. En Estados Unidos se ha
calculado que el 7% de los pacientes que entran en contacto con la institución
médica sufren lesiones susceptibles de indemnización. Un estudio famoso,
realizado por una subcomisión del Congreso Norteamericano sobre la práctica
médica en 1974, reveló que sólo en ese año se realizaron dos millones y medio de
operaciones innecesarias, causando 11.900 muertes perfectamente evitables, con
un gasto inútil de cuatro mil millones de dólares. Más aún, la frecuencia de
accidentes reportados en los hospitales es mayor que en cualquier industria,
excepto las minas y la construcción de edificios, mostrándose los hospitales
universitarios más patógenos e yatrogénicos que otras instituciones de salud.
Uno de cada cinco pacientes internados para estudio en una institución de alta
tecnología adquiere una enfermedad yatrogénica, muchas veces como complicación
de los mismos procesos diagnósticos. Los hospitales, al funcionar como unidades
cerradas que manejan una información inaccesible para el lego, dificultan
cualquier proceso crítico, opacando los problemas yatrogénicos que se causan
simplemente por la aplicación rutinaria de tratamientos ortodoxos y
profesionalmente recomendados.
A la
yatrogénesis clínica hay que agregar lo que algunos autores han denominado la
yatrogénesis social. Ésta se produce cuando la burocracia médica crea --como
dice Illich-- una salud enferma, aumentando las tensiones, multiplicando la
dependencia inhabilitante, generando nuevas y dolorosas necesidades,
disminuyendo los niveles de tolerancia al malestar y al dolor, reduciendo el
trato que la gente acostumbra conceder al que sufre y aboliendo el derecho al
cuidado de sí mismo. "La yatrogénesis social está presente cuando el cuidado de
la salud se convierte en un ítem estandarizado, en un artículo de consumo;
cuando todo sufrimiento se hospitaliza y los hogares se vuelven inhóspitos, la
enfermedad y la muerte; cuando el lenguaje con el que la gente podía dar
expresión a sus cuerpos se convierte en un galimatías burocrático; cuando
sufrir, dolerse y sanar fuera del papel de paciente se etiquetan como una forma
de desviación". El ciudadano corriente se vuelve impotente para enfrentarse con
el medio, a no ser que cuente con la asesoría médica y tecnológica mirándose
como criminales a los autodidactas que, por fuera de la institución, promueven
la automedicación o el cuidado mutuo.
La
expropiación de la salud puede convertirse a su vez en causa de enfermedad.
Estamos lejos de aquella época en que Tiberio, el Emperador Romano consideraba
que todo el que consultaba al médico después de los treinta años era un tonto
por ser incapaz de regular su vida sin ayuda externa. En las últimas
generaciones, al contrario, la sociedad ha transferido a los médicos el derecho
exclusivo a determinar qué constituye la enfermedad, quién está enfermo o podría
estarlo, y qué cosas se hará a estas personas. Esta pérdida de libertad en
relación al propio cuerpo y la cada vez más creciente administración heterónoma
en relación a los cuidados de que debe ser objeto el individuo y el ambiente, no
estimulan los niveles de salud, pues éstos sólo pueden ser óptimos cuando se
favorece una capacidad de enfrentamiento autónomo de las necesidades del
organismo o conglomerado social. "Sólo la gente que ha recobrado la capacidad de
proporcionarse asistencia mutua --dice Illich-- y ha aprendido a combinarla con
la destreza en el uso de la tecnología contemporánea, es capaz de una vida
autónoma y saludable".
Pero la
medicina se sigue pensando básicamente como un sistema de cuidados, dando lugar
a esa paradoja que de manera brillante G.K. Chesterton resumió en Heretics:
"El error de todo lo que hablan los médicos reside en el propio hecho de que
vinculan la idea de salud a la idea de cuidado. Pero, ¿qué tiene que ver la
salud con el cuidado? Al contrario, la salud tiene que ver con el descuido y a
la humanidad hay que decirle que sea la personificación de la negligencia, pues
definitivamente todas las funciones fundamentales de un hombre sano no deben
cumplirse con precaución o por precaución". Levi Strauss, en su obra El
Pensamiento Salvaje, nos ofrece un ejemplo antropológico de cómo la salud
puede estar relacionada con parámetros muy distintos a la autodisciplina, aseo y
disposición para el trabajo que configuran una de las tríadas de la ideología
contemporánea. Entre los Chick-Saw, el clan de los "iskra-errantes" se
caracterizaba por disfrutar de una salud robusta, pues no les gustaba fatigarse.
Se movían con desenvoltura, convencidos de que la vida había sido hecha para
ellos. Hombres y mujeres cuidaban poco de sus cabellos y descuidaban su aspecto
general, viviendo, según nuestra perspectiva, como mendigos o perezosos. La
clave de la salud, tanto en este como en muchos otros casos, parece residir en
manejar con desenvoltura el espacio, abierto al individuo o el grupo a los más
diversos cambios. Goldstein definía la enfermedad como un modo de vida
estrechado y Antonovsky, en su enfoque de la salutogénesis, entiende
que sólo puede ser sano quien está dispuesto a interactuar con lo azaroso, sin
limitarse en sus movimientos.
Richter ha
mostrado cómo la rata domesticada, nacida y criada en el laboratorio, que cuenta
con todos los cuidados de la técnica moderna, difiere de sus antepasados
silvestres en muchos rasgos anatómicos y fisiológicos. Ha perdido, por ejemplo,
la capacidad para arreglárselas sola, luchar y resistir la fatiga, así como para
resistir a sustancias tóxicas y enfermedades microbianas. Es menos agresiva en
su conducta, menos capaz de soportar tensiones y de llevar una vida expuesta a
la libre competencia. Sus glándulas suprarrenales se han tornado menos efectivas
al igual que su tiroides, exhibiendo una elevada susceptibilidad a la infección,
pues al haber sido criadas en medios purificadas de microorganismos, producen
cantidades exiguas de gammaglobulinas. La excesiva estabilidad, cuidado y
protección, puede ser también una condición patogénica, entendiéndose de esta
manera la enfermedad como una incapacidad para asumir el cambio.
Animados por
una empresa ingenieril que se imagina a la comunidad humana con hábitos
uniformes y estabilizados, médicos y salubristas han querido constituir una
ecuación de equivalencia inalterable entre orden y felicidad. Paladín de este
nuevo orden, el médico avanza con la filosofía del cowboy que impregna a las
películas del oeste norteamericano. En la frontera poblada de delincuentes,
aniquila, él solo, a los criminales que ponen en peligro la estabilidad del
pueblo. La enfermedad, la vejez y la muerte con sus enemigos. El mito de la
eterna juventud, su divisa implícita. Respondiendo a esta expectativa de
posponer y negar la muerte, el médico en nuestra sociedad se obliga moralmente a
utilizar todos los recursos disponibles para preservar la vida y combatir la
enfermedad, sin importar el costo ni las consecuencias. Es así como considera
posible y deseable interrumpir de manera inmediata el curso de cualquier
enfermedad, principio que ha llevado conocidos excesos en la medicina alopática.
La lucha contra la crisis y la fiebre o la auténtica epidemia de amigdalectomías
que hace algunos años conoció nuestra profesión, son sólo algunos de los
posibles ejemplos. Todo desequilibrio se considera indeseable, por lo que debe
ser contrarrestado, visión simplista que refleja una concepción autoritaria de
la causalidad, lejana de los modelos de inducción y acción retroactiva que hoy
se imponen en el pensamiento biológico.
Parece que los
médicos se encuentran en una situación muy similar a la de los agricultores que
con el uso de herbicidas han controlado muchas plagas, pero que no acaban de
solucionar un problema cuando ya tienen que enfrentarse a una nueva enfermedad
que demande en ocasiones muchos más recursos y que es potencialmente más
peligrosa y devastadora. La medicina, sufre, por demás, su propia crisis
ecológica. El hospital es el remedo del monocultivo y sus problemas muy
similares a los producidos por éste: La negación de la singularidad y de la
importancia que ésta tiene para la construcción de redes de dependencia,
desconociendo además que el perfil inmunológico del bioma sólo se construye y
enriquece con la articulación de las diferencias.
Es hora de
reconocer que todo sistema vivo es a la vez singular y abierto, residiendo los
principios de esta singularidad y apertura en su estructura molecular. Cada ser
vivo se constituye como una fuerza que genera una disimetría con el ambiente que
le rodea, disimetría que asegura la clave de su alimentación, de su conservación
y crecimiento y de la liberación de la cantidad de energía que necesita para
vencer la entropía. Cada ser vivo es un ser químicamente único, por lo que la
probabilidad de una estricta identidad entre dos individuos es casi inexistente.
A primera
vista, esta singularidad de los seres vivos puede considerarse una debilidad,
pues a causa de las innumerables combinaciones, mutaciones y derivas, se puede
crear lo mejor y lo peor: Nuevas facultades o cualidades de adaptación o
disfuncionamientos y desequilibrios graves, cuando no mortales. Pero aún siendo
uno de los factores primordiales del carácter mórbido de los individuos,
constituye, en realidad, uno de los resortes fundamentales, de la salvaguardia
de las especies. Entre los microbios se observa que un ejemplar "anormal", que
por su peculiar constitución bioquímica es resistente a algún tipo de
antibiótico, resiste la destrucción masiva propiciada por el medicamento, siendo
capaz de reconstituir la especie o, incluso, de inocular a algunos de sus
congéneres con la misma resistencia. El anormal, se convierte entonces, en
perpetuador de la especie. La uniformidad biológica es incompatible con la vida.
Desconociendo
esta posibilidad de emergencia, la medicina cae con frecuencia en la tentación
de reducir lo normal a un patrón uniforme, perspectiva que se abre por ejemplo
con las técnicas de intervención genética. Pero, vale preguntar, con el pretexto
de luchar contra lo anormal, ¿ no corremos el riesgo de perjudicar lo singular?
A nivel genético, es posible afirmar que algunos genes letales o subletales
pueden llegar a constituir una reserva para el futuro de la humanidad, cuando,
ante condiciones ambientales diferentes a las actuales, ellos pueden tener
efectos positivos para la especie. En el coloquio celebrado en Varna (Bulgaria),
en junio de 1975, con el propósito de tratar las relaciones entre Biología y
Ética, el investigador polaco Waciaw Gajewski afirmaba: "De las cualidades
inferiores de los genes o de los marcadores sólo se puede hablar en términos
relativos. Nunca se sabe si tales genes, hoy «inferiores», no serán de gran
valor en el futuro, bien sea combinados con otros genes o en condiciones
diferentes que la especie humana no ha experimentado todavía. Hoy parece
verosímil que, cualesquiera que sean las condiciones, hay genes letales o
subletales en estado homocigótico que pueden tener efectos positivos en el
estado heterozigótico. Es pues, difícil decir que un gen es menos útil que otros
en las condiciones presentes o futuras. Cualquier intento de eliminar de la
población los genes letales o subletales es impracticable. Cada uno de nosotros
posee y transmite unos 10 ó 15 genes que están presentes en todos los cromosomas
y cuando hay mutación genética, surgen otros nuevos. Puede que algunos sean
importantes para la futura evolución de la humanidad".
Si pensamos
que el 99% de las especies que han precedido a las que existen hoy han perecido
y que la mayoría ha disfrutado de una longevidad mayor que la alcanzada
actualmente por los primates, no es aventurado suponer que un cambio súbito de
las condiciones del ecosistema pueda obligarnos a mecanismos adaptativos hasta
el presente desconocidos para el ser humano, de los cuales dependería entonces
su supervivencia. Buscando la máxima productividad y rendimiento, el hombre ha
intervenido en los ecosistemas naturales mediante un conjunto de técnicas que
reciben el nombre de selecciones de clones, gracias a los cuales se lograr
vencer los azares de la herencia, fijando las características adquiridas, de
suerte que el ser vivo nace rigurosamente idéntico a su progenitor, dotado
eventualmente de propiedades originales que no deberían transmitirse
normalmente. Se ha logrado así crear especies vegetales y animales con alto
rendimiento y adaptadas a condiciones de vida particulares. Sin embargo, el
precio que pagamos por esta homogenización biológica y el alto rendimiento
productivo, es la fragilidad inmunológica y las altas exigencias energéticas que
obligan a la utilización masiva de agroquímicos contaminantes y a una gran
vulnerabilidad de los ecosistemas que los ponen en peligro de extinción. Estas
especies altamente homogéneas, se muestran muy suceptibles a plagas e
infecciones, así como a variaciones ambientales. Hace algunas décadas los
cultivadores de avena en los Estados Unidos desarrollaron una variedad a la cual
denominaron Victoria. Esta variedad poseía un gen para la resistencia
de la roya. Sin embargo, a medida que la avena Victoria era más aceptada
aparecía otro hongo específico que en menos de dos años había arrasado con la
nueva planta. Años antes, los cultivadores de trigo creyeron que habían
terminado sus problemas con la roya cuando desarrollaron un gen al que
denominaron Esperanza. No pasó mucho tiempo antes de que la región
triguera de los Estados Unidos en su totalidad, desde Texas hasta Dakota del
Norte, desarrollaran monocultivos de trigo Esperanza. Sin embargo, a los pocos
años apareció otro nuevo hongo de la roya que se diseminó por todo el Oeste,
produciendo una pérdida casi total de la producción de trigo en las grandes
planicies septentrionales. La esperanza fue derrotada y la victoria fue efímera.
Los médicos
conocemos muchas experiencias similares. El caso de la gonorrea parece
ofrecernos un ejemplo claro al respecto. Al menos, desde 1935, cuando se
encontraban disponibles las primeras drogas antibacterianas, se sabe que la
gonorrea puede ser tratada y curada mediante la administración de dosis
adecuadas de antibióticos. El microbio que provoca esta enfermedad venérea tan
extendida, es el gonococo, vulnerable tanto a la penicilina como a otras
sustancias. Se sabe que las formas declaradas de esta enfermedad pueden vencerse
en corto tiempo y a bajo precio. Con todo esto, la gonorrea no ha sido eliminada
de ningún grupo social ni de ningún país. No es suficiente el tratamiento
medicamentoso, pues hay otros factores que influyen, no necesariamente
relacionados con baja condición socioeconómica, pues ni siquiera en Estados
Unidos dentro de la población blanca joven, ésta ha podido ser controlada,
presentándose incrementos periódicos en su incidencia. Muchos factores mal
definidos, entre ellos algunos de tipo ecológico, cultural y actitudinal, hacen
de la situación un fenómeno complejo que no logra ser reducido a la lógica
unidireccional de la cruzada antibacteriana. Baste mencionar por ejemplo, que
independientemente de la dosis empleada, es prácticamente imposible erradicar
por completo los gonococos que persisten, sin manifestaciones patológicas en las
vaginas de las mujeres que han respondido positivamente a los tratamientos, de
los cuales pueden ser portadoras. En otras condiciones, estos gonococos se
tornarán de nuevo patógenos. La salida guerrera de ordenar la destrucción masiva
del enemigo, parece no funcionar en este caso. Menos mal la naturaleza no
comparte los excesos del dogmatismo médico.
La enfermedad
es una expresión de las situaciones cambiantes de los ecosistemas y las culturas
y no simplemente un enemigo de frontera que se puede arrasar, como si se tratara
de una gran potencia que se anexiona a un país vecino. La historia así parece
confirmarlo. La peste invadió al Imperio Romano bajo Justiniano; la lepra
prevaleció en Europa Occidental hasta el siglo XVI; varias epidemias de fiebre
que llamaban sweating sicknees aterrorizaron a Inglaterra en tiempo de
los Tudor; la sífilis se difundió como un reguero de pólvora después de 1500; la
viruela fue el azote de los siglos XVII y XVIII; la tuberculosis, la fiebre
escarlatina, la difteria y el sarampión entraron en el escenario cuando
retrocedía la viruela. Hoy día, después de que la mayoría de las enfermedades
bacterianas y bacilares que se consideraban azote de la humanidad logran ser
controladas en sus fases agudas y han sido al menos estabilizadoras en sus
manifestaciones epidemiológicas, hacen su aparición las enfermedades virales y
en especial el SIDA, poniendo en jaque los conocimientos médicos y mostrando
cómo éste jamás puede autolimitarse y considerarse terminado. La ingenua
confianza de Benjamín Franklin, quien consideraba que con el avance de la
ciencia, todas las enfermedades, "sin exceptuar la vejez", podían evitarse o
curarse por medios seguros, hasta llegar al promedio de vida antediluviano,
parecen ceder ante el pragmatismo de Malthus, quien, conocedor de los
movimientos poblacionales, afirmaba en 1803: "No dudo en lo más mínimo que si la
vacunación acabase con la viruela, descubriríamos alguna diferencia muy
perceptible en la mortalidad incrementada debida a alguna otra enfermedad". El
perfil social de la salud y el enfermar son cambiantes, como lo son los
individuos y culturas. Dejando atrás la ideología de las películas de vaqueros,
el médico debe entenderse no como un conquistador sino como alguien que dialoga
con la sociedad a través del lenguaje de la enfermedad, entendiendo que se
encuentra no sólo ante un hecho "natural", sino ante un fenómeno con un gran
componente cultural, axiológico, lingüístico y valorativo.
La misma OPS
ha mostrado la importancia de empezar a hablar de las culturas médicas,
reconociendo la diversidad de códigos con que los diferentes pueblos se refieren
a los conceptos de salud y enfermedad. Tener presente la importancia de los
contextos socioculturales específicos, lleva a entender la enfermedad como un
nudo de significación, campo dialógico donde lo más importante es la posibilidad
de lo que Balint llamó el contrato terapéutico. No obstante la
reciprocidad cognitiva que cabe esperar entre el médico y el consultante
--reciprocidad determinada por su mundo cultural, su ideología y las
expectativas frente al sistema médico que comparten--, nunca se puede pensar en
el ejercicio médico como un acto unilateral por medio del cual el profesional
impone al paciente un diagnóstico y una terapéutica. Siempre, lo que se
encuentra es un forcejeo en el cual el paciente propone alternativas para
designar un malestar, explicarlo e integrarlo a su mundo significativo, y el
médico responde, proponiéndole a su vez opciones similares o diferentes. Del
éxito de este contrato terapéutico depende en gran parte la eficacia de la
intervención que se adelanta.
Hay que
recordar, por ello, que más que un hecho natural, que la afección de un
organismo por casualidades físicas o químicas, la enfermedad se presenta al
hombre como un nudo de significación. Existe la necesidad de
transformar su dolor en un código de imágenes y palabras que le permitan
integrarlo a la existencia diaria, el éxito de la intervención médica radica, en
muchos casos, no tanto en la acertividad de la intervención técnica como en la
posibilidad que el profesional brinda al doliente de comprender su enfermedad,
al entablar con él comunicación mediante categorías lingüísticas y giros
idiomáticos asequibles a sus posibilidades comunicativas. Entre médico y
paciente, entre enfermo y curandero se crea un espacio dialógico, una trama
lingüística y comunicativa que no podemos pasar por alto ni despreciar.
El ser humano
vive en el lenguaje tanto y más de lo que vive en la naturaleza. Mejor aún,
descubrimos la naturaleza a través del lenguaje y todo lo nuestro, la ciencia,
la técnica y con mayor razón la cultura y el mundo interhumano, están mediados
por la palabra. La educación médica, heredera del naturalismo ochocentista, del
optimismo iluminista de la razón y la técnica que aspiran a encontrar una
realidad pura no contaminada de lenguaje ni ideología, descuida totalmente el
campo de lo dialógico, el poder curativo o excluyente de la palabra. El médico
no considera necesario ni prudente implicarse lingüísticamente con su paciente,
creándose entre ambos una escisión que podemos representar como dos códigos
comunicativos polarizados, dos monólogos enfrentados, o, si se quiere, un campo
dialógico donde se hace imposible la circulación de significados.
El lenguaje
médico, cargado de categorías científicas, se convierte --como es de esperarse
que ocurra en toda ciencia-- en un cuerpo de proposiciones tautológicas que al
tornarse expresión, al ser transmitidas al paciente o volcadas al campo
dialógico en una comunicación corriente, toman la forma de un lenguaje
narcisista que descalifica de entrada al interlocutor, bloqueando sus
posibilidades expresivas. A través de sus palabras, de las explicaciones o
recomendaciones que da al paciente, de las notas consignadas en la historia
clínica o de sus informes a los demás colegas en el ámbito hospitalario, el
profesional de la salud utiliza un metalenguaje que sólo comprende un estrecho
círculo de iniciados y que esconde, tras proposiciones generales y esquemas
diagnósticos aparentemente muy precisos, un absoluto desconocimiento de las
necesidades significativas del paciente, tan importantes para el proceso
curativo y para las adaptaciones que debe realizar el enfermo acosado por la
incapacidad. El lenguaje de la institución médica, atento básicamente a la
comodidad y eficacia de los terapeutas, impone a los familiares y al doliente un
silencioso forzoso que sanciona y perpetúa la escisión comunicativa.
Pero no ven
los profesionales de la salud nada lesivo en la imposición de este silencio. Por
el contrario, lo consideran una ayuda necesaria e imprescindible para el
cumplimiento de su cometido técnico. Arrancarle al paciente el poder de la
palabra facilita la intervención objetiva del técnico en salud, cuya labor se
limita a instrumentalizar el cuerpo del paciente. Cuando movidos por un interés
técnico interactuamos con el objeto de nuestra manipulación, necesitamos, para
facilitar la intervención, quitarle a éste la capacidad de réplica. Cuando un
cirujano interviene a su paciente, necesita que su cuerpo adopte una posición
determinada según el problema a corregir, lo mismo que en la consulta externa el
paciente pasa de sentado a acostado, a posición proctológica o ginecológica,
según el interés exploratorio del técnico que evalúa al cuerpo afectado. La
palabra del paciente sólo interesa en tanto nos da indicios para ganar en
acertividad técnica; todo lo demás no tiene sentido para el galeno. De una
manera cándida, casi inocente, un cuadro ubicado en la escalera de acceso a los
pasillos de muchos hospitales, arranca al visitante el derecho de la palabra.
Una enfermera niña nos indica, con el dedo índice puesto sobre los labios, que
en el recinto hospitalario debemos guardar silencio. Allí sólo puede hablar los
médicos. La institución se reserva el derecho de censura.
La institución
hospitalaria, incluso arquitectónicamente, está dispuesta para la comodidad del
médico, para facilitar su trabajo y la eficiencia de los administradores de
salud, pero nunca como campo de significación abierto al paciente. Un buen
ejemplo de cómo en la práctica clínica cotidiana excluimos cualquier forma de
comunicación que no esté dentro de los usos idiomáticos de nuestra preparación
científica, pude vivirlo en la consulta psiquiátrica del hospital Santa Clara de
Bogotá. Llegó, remitida de medicina general, una paciente de 76 años con los
posibles diagnósticos de "melancolía involutiva" o "delirio senil", pues, según
informaba el galeno que la remitía, presentaba ideas delirantes referidas a su
esquema corporal y actitud hosca y agresiva hacia el médico cuando intentaba
demostrarle la futilidad de sus creencias. Empecé mi diálogo con la anciana en
una atmósfera cargada de recelo, obteniendo de ella tan sólo epítetos y
monosílabos, pues se mostraba muy disgustada con la remisión, alegando una y
otra vez que no estaba loca.
Decía tener un
animal en el vientre, producto tal vez de un maleficio practicado por vecinos o
familiares. Me relató cómo sentía el animal subir y bajar por su epigastrio,
percibiendo incluso su forma y temperatura. Sin descalificar el uso que hacía de
las palabras, le pregunté por los hábitos del indeseado huésped y muy pronto me
di cuenta que sus movimientos estaban relacionados con la ingestión de comidas,
por lo que supuse, de momento, que se trataba de un problema gastro-esofágico.
Así lo confirmaron otros signos clínicos. No sin reticencia, la mujer aceptó la
posibilidad del diagnóstico que se le sugería, accediendo a un tratamiento para
la dolencia. No dejó de insistir, por demás, en los agravios que recibía de
vecinos y familiares, aunque logró, finalmente, diferenciar sus problemas
interpersonales del trastorno digestivo que la aquejaba. Lo cierto era que la
anciana no estaba delirando. El problema residía en el uso del lenguaje,
incomprensible para el profesional, quien de manera omnipotente lo
descalificaba.
Propietario de
una rejilla semiológica --que como toda rejilla significativa permite decir unas
cosas pero impide decir otras--, el especialista se limita a practicar un examen
de rutina en su campo, remitiendo al paciente cuando, por alguna razón,
considera que no existe patología que caiga en su campo de interés. De esta
manera, por no dialogar nunca con el paciente, se produce en las instituciones
de salud esa curiosa práctica que ha sido llamada la eliminación del
paciente mediante exámenes apropiados. Vemos cómo al consultar a un
hospital o servicio médico, el paciente es escuchado en su queja puntual y
remitido de uno a otro especialista, cada uno de los cuales hace muy bien lo que
le corresponde, consignándolo en impecables informes técnicos, sin que ninguna
atienda la necesidad de establecer con el paciente un adecuado contrato
terapéutico. Nada importa su mundo significativo. Nada interesa que
históricamente, en todas las culturas, los códigos salud-enfermedad, por
referirse de manera directa al cuerpo, aparezcan como verdaderos semilleros de
sentido, desde los cuales reconstruimos de manera permanente la visión que
tenemos del mundo, de nuestra vida y de la sociedad.
Es hora de
aceptar que la enfermedad se presenta no sólo como un hecho abordable por la
metodología empírico analítica, sino también como un nudo de significación que
hemos de abordar por la vía de la comunicación holística o metafórica. Prueba de
ello la encontramos en la charla cotidiana, donde los asuntos referidos a la
enfermedad ocupan gran parte de la temática que se aborda en las conversaciones
y visitas sociales.
Sin embargo,
creemos ver en la práctica médica institucional una hipertrofia de la
comunicación analítica que desconoce las necesidades holísticas del paciente,
relegándolas a un segundo plano y considerándolas producto de la ignorancia o
del pensamiento mágico de la plebe.
En los
pabellones del hospital San Juan de Dios, donde culminé mi preparación médica,
era frecuente que los pacientes escondieran bajo el colchón o en la mesa de
noche remedios recetados por el brujo del pueblo o de la vereda de donde
procedían, los cuales tomaban a escondidas cuando médicos y enfermeras
abandonaban las salas. Al ser descubiertos, imploraban y lloraban para que no
decomisáramos aquellas sustancias que veíamos, en medio de nuestra irritación
como peligrosas, prometiéndonos de su parte que si se las dejábamos, tomarían
apenas juiciosamente la droga que les habíamos formulado. Para ellos no existía
incompatibilidad entre uno y otro medicamento, confiando en nuestra eficacia
pero buscando en la ayuda del brujo algo que consideraban imprescindible para su
curación y que nosotros, a lo mejor no podíamos ofrecerles.
Ante el afán
imperialista y excluyente de la institución médica de ofrecerse como la única y
verdadera medicina, lo que podemos ver en el mundo contemporáneo es un
sincretismo de prácticas médicas, ante el cual el paciente no muestra
reticencias. Existe como hecho social innegable, una estructura de demanda y
oferta por fuera del sistema institucional de salud que no tiene que ver, como
frecuentemente se ha creído, con ignorancia de la población, ausencia de
servicios estatales o de seguridad social, estrato socioeconómico o nivel de
escolaridad. Las estrategias para combatir este tipo de prácticas desde
políticas de educación en salud o ampliación de cobertura no han tenido éxito.
En una altísima proporción, diferentes estratos de la población recurren a
prácticas de salud que responden a culturas médicas diferentes a las de la
medicina institucional. El sincretismo en las prácticas terapéuticas es un hecho
social de grandes proporciones que no parece, por demás, incomodar al usuario,
que recurre alternativamente a uno u otro modelo de eficacia. Se sabe, desde
hace muchos años, sobre la distinción que las comunidades indígenas hacen de
"enfermedades de blancos" y enfermedades propias de su tradición cultural, y la
forma cómo utilizan uno u otro servicio, dependiendo de la interpretación que
den a su sufrimiento. En su estudio sobre las prácticas médicas tradicionales en
el altiplano cundiboyacense, el antropólogo Carlos Pinzón encontró que muchos
pacientes recurrían antes y después de una cirugía a la consulta del brujo para
que les practicara "cierres", a fin de lograr un adecuado proceso de
cicatrización. El cirujano, por supuesto, nunca lo sabía, produciéndose una
extraña combinación donde era prácticamente el médico tradicional quien remitía
el paciente a cirugía y controlaba su evolución, situación que, en su
arrogancia, la medicina institucional se negaba a admitir.
Al desconocer
que su conocimiento se configura como un código, relativo como todo producto
cultural, el profesional --sea éste el chamán tradicional, el médico
institucional de la tradición occidental o el practicante de una medicina
alternativa--, puede caer fácilmente en el dogmatismo. Por eso, se hace
importante reflexionar sobre los problemas conceptuales y epistemológicos
inherentes a la existencia de diferentes "culturas médicas". Para ello, es
imperativo reconocer la existencia de diferentes sistemas cognitivos y modelos
del cuerpo, cada uno de los cuales caracteriza a las diferentes culturas médicas
y prácticas de salud. La violencia y la intolerancia pueden surgir cuando
consideramos que sólo uno de estos modelos es válido, absolutizando el
conocimiento, sin abrirnos a las posibilidades de una sana interacción. Esto
implicaría aceptar que no estamos en posesión de la verdad sino de un código, de
un juego lingüístico de los que Wittgenstein llamaba una "caja de herramientas",
certera para un cierto campo de aplicación pero ineficiente para solucionar
todos los problemas en todos los contextos. De esta manera se tendrán en cuenta
elementos científicos y epistemológicos adecuados para valorar las diferentes
medicinas en sus respectivos campos de eficacia, respetando sus modelos de
validación.
Podemos
resumir en tres grandes puntos el peligro de violencia médica que, bajo el rubro
del bien común, se anida en las instituciones de salud. El primero es la
tentación de homogeneización, negando la singularidad humana. El segundo,
el dogmatismo, negando la existencia de otras formas de entender el
proceso salud-enfermedad que se insertan en un universo cultural, lingüístico y
valorativo. El tercero, pensar la práctica médica como un sistema de
cuidados obligatorios, negando la necesidad que tienen individuos y
comunidades de ser autónomos en la manera cómo abordan el nacimiento, el dolor,
la salud, la enfermedad y la muerte.
En la
actualidad, como afirma Bruno Rives, es grande la tentación de impulsar
prácticas médicas que tienden a neutralizar la singularidad biológica, sobre
todo interviniendo en el patrimonio genético de los individuos. Cualquier
intento de homogenizar la especie humana resultaría a la postre desastroso.
Además, como señala el profesor Gajewski, no poseemos criterios objetivos para
evaluar cuáles son los caracteres humanos que son positivos y que deben
propagarse y reforzarse. Cualquier apreciación al respecto corresponde a un
juicio de valor que es inevitablemente parcial. La comisión de bioética reunida
en 1975 por la UNESCO, fue enfática en afirmar los peligros de unas prácticas de
salud que resistían a reconocer la irreductible singularidad de cada cuerpo
humano, denunciando la violencia que se esconde tras las formulaciones
genéricas. No podemos seguir arrasando las culturas médicas con espíritus
conquistadores, ni propiciando en el campo de la salud desastres similares a los
producidos en los ecosistemas naturales por nuestro desconocimiento de la
importancia biológica de las singularidades. No es posible contar con un solo
modelo de salud aplicable en todos los contextos y a todos los habitantes del
planeta, como soñaron alguna vez los salubristas desde una perspectiva
impersonal y transindividual. Tal como sucede en los ecosistemas creados por el
hombre, que tienen por objeto alcanzar una máxima productividad y un cubrimiento
universal, también estos enfoques han llevado, con frecuencia a resultados
totalmente opuestos a lo esperado. Al chocar con las singularidades que
representan tanto los individuos como las comunidades, estas grandes directrices
se muestran insuficientes y violentas. La alternativa, epistemológica y ética,
parece ser la integración de la práctica médica a un modelo alejado de las
generalizaciones abusivas y respetuoso de las equilibraciones progresivas
mediante las cuales un grupo humano permite la emergencia de las singularidades
que lo componen. En este caso vale poner en práctica el principio ético del
justo medio, formulado por Aristóteles y el derrotero gnoseológico de los
empiristas ingleses que nos invita a volcar de manera permanente las
abstracciones hacia datos empíricamente circunscritos.
Por otro lado,
a fin de contrarrestar la expropiación de la salud por parte de los
profesionales, con todos los peligros que ello implica, el mundo contemporáneo
recurre cada vez más a los modelos autogestionarios. La autogestión se da cuando
un individuo o un grupo se niegan a renunciar al derecho de decidir sobre lo que
le concierne y toma a cargo la dirección de su propia vida, siendo por tanto un
acto de desajenación. Se debe desmonopolizar el conocimiento sobre las
enfermedades, así como contrarrestar el monopolio médico sobre la asistencia de
salud. Se exige una desmitificación de los asuntos médicos y una recuperación
del poder del individuo para sanarse a sí mismo y moldear su ambiente. La
asistencia en salud no puede ser una empresa ingenieril basada únicamente en las
competencia de algunos técnicos y profesionales altamente cualificados, pues es
hora de superar esos programas destinados a un público pasivo, incapaz de
participar en la toma de decisiones que afectan de manera sustancial su propia
vida. Siendo la asistencia médica un proyecto autogestionario, no puede existir
un modelo único de atención. Debe promoverse intensamente el autocuidado
individual, familiar y comunitario, integrando a la tecnología médica las
expresiones de medicina popular, e induciendo a través de la educación, cambios
de actitud que permitan romper el monopolio científico, económico y burocrático
que se ciernen sobre la salud. Sólo así podrán abrirse paso modelos de atención
no violentos, es decir, respetuosos de la singularidad humana.
Finalmente,
creemos que la práctica médica debe abandonar su biologicismo y su naturalismo
dogmático, para entenderse como una construcción cultural, en comunicación con
los códigos y valores de la comunidad y cruzada por exigencias significativas.
Integrada de nuevo a la cultura, la medicina podrá flexibilizar sus modelos de
conocimientos reconociendo también la necesidad de convivir con la diferencia.
El analfabetismo cultural a que ha llegado el médico contemporáneo es altamente
preocupante, pues más allá de su saber técnico, especializado, parece haber
perdido el contacto con los avances científicos y epistemológicos que a diario
se dan en las ciencias humanas, tan cercanas, por demás, a su quehacer.
Simplemente nos cabe esperar que ese médico ignorante y dicharachero, tan
parecido a un barbero de pueblos, que nos describe Erasmo en su Elogio de la
Locura, sea definitivamente un hecho del pasado.
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