Las
Cruzadas comenzaron formalmente el jueves 27 de noviembre de 1095, en un
descampado a extramuros de la ciudad francesa de Clermont-Ferrand (Auvernia).
Ese día, el Papa Urbano II (1040-1099) predicó a una multitud de seglares y de
clérigos que asistían a un concilio de la Iglesia en esa ciudad. En su sermón,
el Papa esbozó un plan para una Cruzada y llamó a sus oyentes para unirse a
ella: «Oh raza de los francos, raza amada y escogida por Dios... De los
confines de Jerusalén y de Constantinopla llegan graves noticias de que una
raza maldita, completamente alejada de Dios, ha invadido violentamente las
tierras de esos cristianos y las ha despojado valiéndose del saqueo y el fuego. ¿A quién corresponde, pues, la labor de vengar esos agravios y recuperar
ese territorio más que a vosotros... No os detenga ninguna de vuestras
posesiones ni la ansiedad por vuestros asuntos familiares. Pues este país que
ahora habitáis, cerrado en todas partes por el mar y las cumbres montañosas, es
demasiado pequeño para vuestra gran población; apenas da alimento bastante para
los que lo cultivan. Por eso os asesináis y devoráis unos a otros, por eso
hacéis la guerra y muchos de vosotros perecéis en la lucha civil. Aléjese el odio de vosotros; terminen vuestras peleas. Emprended el
camino que va al Santo Sepulcro; arrebatad esa tierra a una raza perversa y
estableced allí vuestro dominio. Jerusalén es la tierra más fructífera, un
paraíso de deleites. Esa ciudad real, situada en el centro de la tierra, os
implora que acudáis en su ayuda...» Por
toda la muchedumbre corrió una excitada exclamación: Dieu li volt,
«Dios lo quiere». Urbano la aprobó y les mandó que la tomaran por grito de
batalla. Seguidamente ordenó a los que emprendieran la campaña que llevaran una
cruz en la frente o el pecho. Las Cruzadas habían comenzado. Hoy día, por los
alcances y derivaciones de ciertos conflictos que aún mantienen en vilo a las
regiones del Cercano y Medio Oriente, estas expediciones parecerían que
mantienen la vigencia de sus mejores épocas. El
llamado del Papa Urbano II a la Primera Cruzada pidiendo a los cristianos que
rescataran el Santo Sepulcro, que se encontraba bajo custodia de los musulmanes
desde el año 637, se produjo en un momento en que arreciaban las luchas entre
los señores feudales y aumentaba la resistencia pasiva de los campesinos a la
situación imperante. El “espíritu de ascetismo” encontró una causa en que
volcarse y precipitó a miles y miles de señores y vasallos a las lejanas y
míticas tierras santas. Urbano
encargó a los obispos asistentes al concilio que regresaran a sus localidades y
reclutaran más fieles para la Cruzada. También diseñó una estrategia básica
según la cual distintos grupos de cruzados iniciarían el viaje en agosto del
año 1096. Cada grupo se autofinanciaría y sería responsable ante su propio
jefe. Los grupos harían el viaje por separado hasta la capital bizantina,
Constantinopla (la actual Estambul, en Turquía), donde se reagruparían. Desde
allí, lanzarían un contraataque, junto con el emperador bizantino y su
ejército, contra los Selÿukíes que habían
conquistado Anatolia. Una vez que esa región estuviera bajo control cristiano,
los cruzados realizarían una campaña contra los musulmanes de Siria y
Palestina, siendo Jerusalén su objetivo fundamental. LA CRUZADA DE PEDRO EL ERMITAÑO Y GUALTERIO SIN BLANCA Dice el historiador norteamericano
William James Durant (1885-1981) que: «Toda la cristiandad, unida como nunca, se preparaba con
ardor para la guerra santa. Extraordinarios alicientes inducían a multitudes a
reunirse en torno a esa bandera. Se ofrecía una indulgencia plenaria de todos
lo pecados al que muriera en la guerra. Se permitía a los siervos dejar la
tierra a que estaban ligados; se eximía a los ciudadanos del pago de impuestos;
se concedía a los deudores moratoria en el pago de intereses; se libertaba a presos
y se conmutaban penas de muerte, por una osada extensión de la autoridad
pontifica, a servicio perpetuo en Palestina. Millares de vagabundos se unieron
a la caminata sagrada. Hombres cansados de una desesperada pobreza, aventureros
dispuestos a afrontar cualquier riesgo, segundones que esperaban crearse
señoríos en Oriente, mercaderes que buscaban nuevos mercados para sus
mercancías. (...) Propaganda de la clase usual en la
guerra recalcaba las vejaciones que los cristianos sufrían en Palestina, las atrocidades
de los musulmanes, las blasfemias de la fe mahometana; se decía que los
musulmanes adoraban una estatua de Mahoma y la chismería piadosa relataba que
el profeta, durante uno de sus ataques epilépticos, había sido devorado por
cerdos. Surgían fabulosos relatos acerca de los tesoros de Oriente y de morenas
bellezas que esperaban ser tomadas por los valientes. Tal variedad de móviles
difícilmente podía atraer una masa homogénea capaz de organización militar. En
muchos casos mujeres y niños insistían en acompañar a sus maridos o padres,
quizá con razón, pues pronto se alistaron prostitutas para servir a los
guerreros. Urbano había designado el mes de agosto de 1096 como tiempo de
partida, pero los primeros reclutas, impacientes campesinos, no pudieron
aguantar. Una hueste de los tales, en número de 12.000 personas (entre las
cuales sólo había ocho caballeros), partió de Francia en marzo bajo el mando de
Pedro el Ermitaño y Gualterio Sin Blanca (Gautier Sans Avoir); otra, de unos cinco mil
individuos, partió de Alemania dirigida por el monje Gottschalk; otra aún
avanzaba desde las Provincias Renanas al mando del conde Emicón de Leiningen.
Fueron principalmente estas bandas turbulentas las que atacaron a los judíos de
Alemania y Bohemia, rechazaron los llamados a la cordura de eclesiásticos y
ciudadanos y degeneraron por un tiempo en brutos que expresaban su piedad en
sed de sangre (...) La población resistió
violentamente; algunas ciudades les cerraron sus puertas, y otras los
conminaron a partir sin demora. Llegados por fin, sin blanca, ante
Constantinopla, diezmados por el hambre, la peste, la lepra, la fiebre y las
luchas entabladas en su camino, Alejo les dio la bienvenida, pero no los
alimentó satisfactoriamente; invadieron los suburbios y saquearon iglesias,
casas y palacios. Para librar su capital de esa orante plaga de langostas,
Alejo les dio naves con que cruzaron el Bósforo, les mandó provisiones y les
ordenó que aguardaran la llegada de destacamentos mejor armados. Fuese hambre o
simple impaciencia, los cruzados no hicieron caso de esas instrucciones y
marcharon sobre Nicea. Un disciplinado
destacamento de turcos, expertos arqueros todos ellos, salió de la ciudad y
casi aniquiló a la primera división de la primera Cruzada. Gualterio Sin Blanca
pereció en la lucha; Pedro el Ermitaño, fastidiado de su ingobernable hueste,
había regresado a Constantinopla antes de la batalla y vivió sin peligro hasta
1115» LA VANGUARDIA DE GODOFREDO Mientras
sucumbían las huestes de Pedro el Ermitaño, los duques, condes y barones de
Occidente reclutaban verdaderos ejércitos de cruzados. Según testimonios de la
época, el número de esos combatientes «era tan grande como las estrellas del
cielo y las arenas del mar». Sin embargo, los investigadores contemporáneos
limitan este número a sesenta mil, como máximo. Y de ellos, sólo diez mil
armados convenientemente. La
idea de las cruzadas halló fervientes partidarios entre los normandos, siempre
ávidos de lucha, hasta el punto de que Normandía y el sur de Italia
proporcionaron tal cantidad de guerreros que la Primera Cruzada parecía una
expedición de vikingos cristianos. Los
normandos italianos estaban dirigidos por Bohemundo de Tarento (1058-1111),
hijo del aventurero Roberto Guiscardo (1015-1085), para quien la cruzada era
ante todo una tentadora ocasión de ajustar cuentas con los aborrecidos
bizantinos (su padre había muerto en campaña contra Bizancio en Kefaloniá) y
crearse un reino en Oriente. Para la realización de sus planes halló un dócil
instrumento en la persona de su joven sobrino Tancredo (1078-1112), conocido
como «el Aquiles de la Cruzada». De
los caballeros francos que se alistaron para rescatar el Santo Sepulcro el más
rico y capacitado era Raimundo de Saint-Gilles (1042-1105), conde de Tolosa.
Pero el más piadoso y desinteresado fue Godofredo de Bouillon (1061-1110),
duque de la Baja Lotaringia o Lorena (en alemán Lothringen y en francés
Lorraine). Godofredo y su hermano Balduino (1058-1118) fueron los primeros
dispuestos a encabezar un ejército compuesto por flamencos y valones, camino de
Constantinopla, lugar de cita que se habían fijado los cruzados Muy
pronto estuvieron en marcha por distintas rutas cuatro grandes ejércitos de
cruzados: el de los lorenenses, flamencos y alemanes a las órdenes de Godofredo
de Bouillon y Balduino; el de los normandos de Italia, con Bohemundo de Tarento
y su sobrino Tancredo; el de los languedocianos, conducido por el conde
Raimundo de Tolosa y finalmente el de los francos y normandos, con Roberto de
Normandía (1054-1134), hijo de Guillermo I el Conquistador (1027-1087). Eran,
respectivamente, cuatro temperamentos: los más sinceros, los más astutos, los
codiciosos y los más valientes. Cuatro itinerarios: el Danubio, los Balcanes,
la Italia del Norte y Roma y el Adriático. Y un punto de cita común:
Constantinopla. El
emperador bizantino Alexis o Alejo Commeno, al percatarse de la magnitud de las fuerzas que convergían
sobre Constantinopla, se inquietó en grado sumo, y trató de sembrar rencillas
entre los jefes cruzados antes de que las huestes pasaran al Asia Menor. En la
primavera de 1097, luego de prolongados forcejeos políticos entre unos y otros,
los ejércitos cruzados iniciaron su ruta a través del Asia Menor, hacia Siria.
El 14 de mayo de aquel mismo año tuvo lugar la primera gran acción bélica con
el sitio de Nicea (Iznik), que vino a rendirse un mes más tarde, el 19 de
junio, quedando así expedito el camino para que los cruzados avanzaran hacia
Antioquía, en el norte de Siria. El 1 de julio ganaron una batalla en Dorilea
—antigua ciudad frigia y romana—(hoy Eskishehir, Turquía), y como los
musulmanes estaban demasiado debilitados para arriesgarse a otro encuentro,
Balduino inició la apropiación de territorios, estableciendo un Estado latino
en Eufratesia (región de Marash) y nombrándose conde de Edesa (hoy Urfa). LA TOMA DE JERUSALÉN Después
de un descanso de seis meses en Antioquía (tomada el 3 de junio de 1098), el
13 de enero de 1099, Bohemundo, Tancredo y Roberto de Normandía partieron hacia
Jerusalén. En Trípoli (Líbano) se les unió Godofredo de Bouillon y Roberto de
Flandes, y desde allí, los cinco continuaron hacia el sur, acompañados de unos
doce mil (algunos hablan de veinte mil) seguidores. La
mañana del 7 de junio de 1099 los cruzados vieron por primera vez brillar a la
luz del alba las almenas y las torres de la Ciudad Santa de las tres religiones
monoteístas. La
urbe estaba por aquel entonces bajo control de los musulmanes fatimíes; sus
defensores eran numerosos y estaban bien preparados para resistir un sitio. Los
cruzados atacaron con la ayuda de refuerzos llegados de Génova y con unas
recién construidas máquinas de asedio. El
15 de julio, al amanecer, todo estaba dispuesto para el asalto final a
Jerusalén, luego de los infructuosos ataques de los días previos. Godofredo de
Bouillon se encaramó sobre su imponente torre de asedio y la mandó trasladar
junto a las murallas. La leyenda cristiana cuenta que cuando los francos y
normandos intentaban en vano vencer la resistencia de los musulmanes, Godofredo
vió en los alto del cercano monte de los Olivos un caballero que agitaba un
escudo brillante y anunció a todos su visión: «¡Mirad!, San Jorge ha
venido en nuestra ayuda». Esto envalentonó notablemente a los cruzados
que arremetieron con Godofredo, Tancredo y sus normandos a través de un boquete
abierto en la muralla. La mortandad fue espantosa. Los jinetes europeos, al
pasar por las calles, iban chapoteando sobre charcos de sangre. Los
expedicionarios masacrarían a la mayor parte de los cien mil habitantes de
Jerusalén. Según la concepción de los cruzados, la ciudad quedó purificada con
la sangre de los infieles. Efectivamente,
luego de ser quebrada la tenaz resistencia de los defensores islámicos, la
población sin respeto a la edad o al sexo, sufrió una horrible matanza. Sólo en
la mezquita al-Aqsa fueron degollados cerca de diez mil musulmanes allí
refugiados. Raimundo de Aguilers, canónigo de Puy y capellán de los invasores,
escribió en sus memorias: «Maravillosos
espectáculos alegraban nuestra vista. Algunos de nosotros, los más piadosos,
cortaron las cabezas de los musulmanes; otros los hicieron blancos de sus
flechas, haciéndoles caer de los tejados de las mezquitas; otros fueron más
lejos y los arrastraron a las hogueras. En las calles y plazas de Jerusalén no
se veía más que montones de cabezas, de pies y manos: y sin embargo esto no es
nada comparado con lo otro... Se derramó tanta sangre en la mezquita edificada
sobre el antiguo templo de Salomón, que los cadáveres de los fanáticos de
Mahoma nadaban en ella arrastrados a uno y otro punto. Veíanse flotar manos y
brazos cortados que iban a juntarse con cuerpos que no le correspondían; en
muchos lugares la sangre nos llegaba a las rodillas, y los soldados que hacían
esta carnicería apenas podían respirar debido al vapor que de ella se exhalaba.
Cuando no hubo más musulmanes que matar, los jefes del ejército se dirigieron
en procesión a la iglesia del Santo Sepulcro para la ceremonia de acción de
gracias» La
pequeña comunidad judía se había refugiado en la sinagoga central. Los
cruzados, sospechando que habían ayudado a los musulmanes durante el asedio,
incendiaron el templo y todos los judíos de Jerusalén, cerca de dos mil (más
del noventa por ciento de los que vivían en Palestina), murieron abrasados. A
pesar de haber perpetrado tal monstruosidad, los cruzados no quedaron conformes
y un consejo presidido por Godofredo decretó la exterminación de todos los
musulmanes de Jerusalén, en total: setenta mil almas (el mismo número de
muertos en los primeros diez segundos de la explosión atómica en Hiroshima, el
6 de agosto de 1945). La operación duró ocho días, a pesar del celo con la que
la desempeñaron aquellos «nobles paladines». Pero nadie se salvó, quedando
destripados mujeres, niños y ancianos. A fin de descansar
de las fatigas que causó esta tarea, los cruzados se entregaron a las más
repugnantes orgías —violación de cadáveres y actos de canibalismo— de modo que
los mismos cronistas, a pesar de toda su indulgencia, no pudieron menos que
indignarse de la conducta bestial de estos asesinos que eran cualquier cosa
menos cristianos; y el tesorero Bernardo los trata de locos; Balduino,
arzobispo de Dole, los compara a burros que se refocilan en la basura: computruerunt
illi, tamquam jumenta in stercoribus. Luego
de estos macabros episodios y de rechazar, cerca de Ascalón, un contraataque de
los musulmanes fatimíes que venían en socorro desde Egipto, los barones francos
fundaron solemnemente el «Reino Latino de Jerusalén», que duraría 88
años. Pero el interior de Palestina permaneció y permanecería en manos de los
musulmanes. Igualmente los francos no tuvieron nunca fuerza suficiente para
apoderarse de las ciudades de Alepo, Hamah, Homs o Damasco. Quedaron reducidos
a una estrecha franja a lo largo de la costa, amenazados siempre de ser
empujados al mar por un ataque musulmán venido del interior. En las décadas
sucesivas, el reino franco pudo mantenerse gracias al desaliento y a la
discordia imperantes en el mundo islámico; pero deberían haber contado con la
posibilidad de una unión de los hermanos en la verdadera fe y el surgimiento de
un líder carismático que los condujera a la victoria. En el momento en que
apareciese este fenómeno, el reino latino se vería condenado a desaparecer,
víctima de su propia naturaleza impostora. Los
resultados de la Primera Cruzada, con la conquista de Jerusalén y la fundación
de otros reinos cruzados en el Oriente musulmán, produjeron un gran impacto en
Europa y el deseo de muchos rezagados por plegarse a la aventura con sus
perspectivas de gloria tanto material como celestial. Los historiadores
comparan este estado de ánimo con el que más tarde se produjo en la misma
Europa a raíz del descubrimiento de Nuevo Mundo y el enganche para acudir al saqueo
de las riquezas de México y el Perú. ¿Cuál
había sido la razón de que el éxito coronara la increíble empresa de los
cruzados? A primera vista, esta victoria resulta simplemente sorprendente.
Mueve a asombro cómo un ejército reducido de sesenta mil a menos de veinte mil
caballeros e infantes, a tres mil kilómetros de sus bases, y en un país
desconocido bajo un sol de fuego, se impuso al Islam, al que los turcos
selÿukíes habían conferido nuevo vigor. Sin embargo, algunos hechos concretos
ayudan a comprender el porqué de este aparente milagro, por cierto, sin contar
la mística que en mayor o menor medida tocó a los combatientes europeos. El
éxito occidental se debió ante todo a una superioridad técnica incuestionable
en el arte de la guerra: la armadura transformó a los caballeros en verdaderas
unidades blindadas y la cota de malla de sus auxiliares los hizo casi
invulnerables a las flechas y el hierro de los musulmanes. Así, antiguos
grabados muestran al capellán de Joinville habiéndoselas él solo contra ocho
guerreros musulmanes, o a Gualterio de Chatillon, arrancándose tranquilamente
de su cota la lluvia de dardos que cae sobre ella. “El único deber que tenemos con la Historia es el de escribirla de nuevo” Oscar Wilde
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