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LA PROCEDENCIA DEL ARTE Y LA DETERMINACIÓN DEL PENSAR[1]

 

 

MARTÍN HEIDEGGER

 

 

 

 

Señor Presidente,

Distinguidos colegas,

Damas y caballeros:

 

 

            Que la primera y única palabra de los miembros de la Academia de las Artes de Berlín aquí presentes sea una palabra de gratitud por el saludo del señor profesor Theodorakopulos, por la invitación de parte del gobierno griego y por la hospitalidad de la Academia de Ciencias Artes.

            Mas, ¿cómo hemos de llevar a ustedes, los anfitriones en Atenas, la gratitud de los huéspedes?

            Agradecemos intentando pensar con ustedes pero, ¿pensar sobre qué? ¿Qué otra cosa podemos pensar nosotros, miembros de la Academia de las Artes, aquí, en Atenas ante la Academia de Ciencias y ahora, en la era de la técnica científica, sino aquel mundo que un día fundara el comienzo para el arte occidental-europeo y para las ciencias?

            Este mundo, calculado historiográficamente, en efecto ya ha pasado. Pero acontecederamente, experimentado como nuestro destino, permanece todavía y se hace siempre nuevamente presente: algo que espera por nosotros, que pensamos hacia él y en ello probemos nuestro propio pensar y crear. Pues el comienzo de un destino es lo más grande. Impera ante todo lo postrero.

            Reflexionamos sobre la procedencia del arte en la Hélade. Intentamos mirar dentro del ámbito que ya impera antes de todo arte y que recién concede al arte lo suyo propio. No aspiramos a definir el arte en una fórmula, ni nos corresponde informar historiográficamente sobre la historia del surgimiento del arte en la Hélade.

            Pero ya que queremos evitar la arbitrariedad del pensamiento en nuestro meditar, solicitamos aquí en Atenas el consejo y la guía de la antigua protectora de la ciudad y del país ático, la diosa Atenea. No podemos averiguar la plenitud de su divinidad. Sólo investigamos lo que Atenea nos dice acerca de la procedencia del arte.

            Ésta es una de las preguntas a seguir.

            La otra pregunta se impone por sí misma. Ella reza: ¿Qué sucede hoy en el arte, con respecto a su antiguo origen?

            Finalmente pensamos como tercera pregunta: ¿Desde dónde se determina, por su parte, el pensar que ahora reflexiona sobre la procedencia del arte?

I

 

 

            Homero llama a Atenea polýmetis, la múltiple consejera. ¿Qué significa aconsejar? Significa: pre-pensar, pre-ver y así dejar que algo se logre, que resulte. Por ello Atenea siempre impera allí donde los hombres producen algo, traen a la luz, encaminan algo, ponen algo en obra, actúan y hacen. Así, Atenea es la amiga, consejera y ayudante de Heracles en sus hazañas. La metopa de Atlas del templo de Zeus en Olimpia hace aparecer a la diosa aún invisible en su asistencia y a la voz lejana desde la elevada distancia de su divinidad. Atenea da su especial consejo a los hombres que producen aparatos , vasijas, adornos. Todo aquel que es diestro en el producir, que conoce su oficio, que puede dirigir su manejo, es un technítes. Concebimos muy estrechamente el sentido de este nombre cuando lo traducimos como artesano. También aquellos que levantan obras arquitectónicas y producen obras plásticas se llaman tecnitas. Se llaman así, porque su hacer determinante está guiado por un comprender, que lleva el nombre de téchne.  La palabra nombra un tipo de saber. No menta el hacer y  elaborar. Pero saber significa: tener previamente en la mirada aquello que es importante al producir una creación y una obra. La obra puede también ser de ciencia y filosofía, de poesía y de discurso público. El arte es techen, pero no técnica. El artista es technítes, pero no técnico ni artesano.

 

            Porque el arte como téchne se basa en un saber, porque tal saber debe ser llevado hacia aquello, que –siendo aún invisible- indica su figura y da la medida, y que recién debe ser llevado a la visibilidad y perceptibilidad de la obra; por ello tal pre-ver dentro de lo hasta ahora aún no avistado requiere de un modo distinguido de la visión y la claridad.

            El pre-ver portador del arte necesita la iluminación. ¿Desde qué otra parte puede serle concedida ésta al arte, más que desde la diosa, quien, como polýmetis, la múltiple consejera, es a la vez glaukopis? El adjetivo glaukós nombra el radiante relucir del mar, de los astros, de la luna, pero también el brillo del olivo. El ojo de Atenea es el brillante-luciente. Por eso le pertenece a ella la lechuza, he glaúx, como símbolo de su esencia. Cuyo ojo no sólo es fogoso-ardiente; también ve a través de la noche y torna visible lo habitualmente invisible.

            Por ello dice Píndaro en la VII Oda olímpica, cantando a la isla de Rodas y a sus habitantes (V. 50sq.):

            autá dé sphisin ópase téchnan

            pasan epichthoníon Glaukopis aristopónois chersí kratein.

“La de ojos glaucos misma empero les concedió el aventajar en todo arte a los            habitantes de la tierra con óptima manufactura.”  

 

Pero debemos preguntar aún más exactamente: ¿Sobre qué está dirigida la mirada aconsejante-iluminadora de la diosa Atenea?

Para hallar la respuesta, tengamos presente el relieve consagratorio en el museo de la Acrópolis. Desde él aparece Atenea como la skeptoméne, la meditabunda. ¿Hacia dónde va la mirada meditabunda de la diosa? Hacia el monolito fronterizo, hacia el límite. El límite sin embargo no es sólo contorno y marco, no sólo aquello en lo que algo termina. Límite menta aquello por lo que algo está reunido en lo suyo propio, para aparecer desde allí en su plenitud, venir a la presencia. Al meditar el límite, Atenea ya tiene en la mirada aquello, hacia donde tiene que mirar previamente el hacer humano para hacer aparecer lo así divisado en la visibilidad de una obra. Más aún: la mirada meditabunda de la diosa no sólo contempla la figura invisible de posibles obras humanas. La mirada de Atenea descansa ante todo ya sobre aquello que deja que las cosas, que no necesitan primeramente de la producción humana, surjan de sí mismas hacia la acuñadora de su presencia. Esto es lo que los griegos denominan desde antaño, la phýsis. La traducción romana dela palabra phýsis por natura y finalmente el concepto de naturaleza, que desde aquí se hizo rector en el pensar occidental-europeo, oculta el sentido de aquello que phýsis menta: lo que desde sí mismo surge en su respectivo límite y permanece en él.

Lo misterioso de la phýsis lo podemos experimentar todavía hoy en la Hélade –y tan solo aquí: a saber, cuando de un modo consternante y a la vez retenido aparece un cerro, una isla, una costa, un olivo. Se dice que esto radicaría en la singular luz. Se dice esto con un cierto derecho y no obstante, se toca con ello sólo algo superficial. Se omite pensar aquello, desde donde esta extraña luz es concedida, a donde pertenece como la que es. Sólo aquí en la Hélade, donde el todo del mundo se ha presentado al hombre como la phýsis y ha apelado a él, podía y tenía que corresponder el percibir y el hacer humano a esta apelación, tan pronto como estuvo impelido de traer algo a la presencia, él mismo y por propia capacidad, que como obra haría aparecer un mundo hasta entonces no aparecido.

El arte corresponde a la phýsis y sin embargo no es reproducción ni imagen de lo ya presente. ´Phýsis y téchne  se copertenecen de un modo misterioso. Pero el elemento dentro del cual phýsis y téchne se copertenecen y el ámbito en el que tiene que involucrarse el arte, para llegar a ser como arte lo que él es, permanecieron ocultos.

Ya en el helenismo temprano, ciertos poetas y pensadores han tocado este misterio. La claridad que concede a todo lo presente su presencia muestra su imperar reunido, que se declara repentinamente en el rayo.

Heráclito dice (B 64): tá de pánta oiakízei keraunós.  “Más todo lo gobierna el rayo.” Esto significa: el rayo lleva y conduce, con un golpe, el aparecer de lo desde sí mismo en su acuñadura presente. El rayo lo arroja Zeus, el dios supremo. ¿Y Atenea? Ella es la hija de Zeus.

Casi en la misma época de la que proviene la frase de Heráclito, el poeta Esquilo hace decir a Atenea en la escena final de la trilogía de Agamenón, que se desarrolla en el Areópago de Atenas (Euménides 827 s.):

            kaí kledas oida dómatos móne theón

            en hoi keraunós estin esphragisménos

“De los dioses, sólo yo conozco la llave de la casa en donde yace selladamente el rayo.”

 

Por este saber Atenea, como hija de Zeus, es la múltiple consejera, polýmetis, la que ve claramente, glaukopis y skeptoméne, la diosa meditadora del límite.

Debemos pensar hasta la lejana cercanía del imperar de la diosa Atenea para vislumbrar siquiera un poco del misterio de la procedencia del arte en la Hélade.

 

II

           

            ¿Y hoy? Los antiguos dioses han huído. Hölderlin, que como ningún otro poeta antes o después de él experimentó esta huída y la instituyó en la palabra, pregunta en su elegía Pan y vino, consagrada al dios del vino Dionisos (IV ostr.):

            ¿Dónde, dónde resplandecen pues, los dichos que alcanzan a lo remoto?

            Delphos dormita y ¿dónde tañe el gran destino?

            ¿Existe hoy, luego de dos milenios y medio, todavía un arte que esté bajo la misma apelación que antes el arte en la Hélade? Si no,  ¿desde qué ámbito proviene la apelación a la que corresponde el arte moderno en todas sus áreas? Sus obras ya no surgen más dentro de los límites acuñantes de un mundo de lo popular y nacional. Pertenecen a la universalidad de la civilización mundial, cuya constitución y disposiciones son proyectadas y conducidas por la técnica científica. Ella ha decidido sobre la índole y las posibilidades de la morada mundial del hombre. La confirmación de que vivimos en un mundo científico  y de que con el rótulo “ciencia” se designa a la ciencia natural, la física matemática, sólo acentúa, por cierto, lo ya sobradamente conocido.

            Según esto, está cercana la explicación de que el ámbito desde el cual provendría la apelación, a la que el arte debe hoy corresponder, sea el mundo científico.

            Tardamos en asentir. Nos quedamos perplejos. Por eso preguntamos ¿Qué significa esto –“el mundo científico”? Para el esclarecimiento de esta pregunta, ya Nietzsche había expresado una frase hacia fines de los años ochenta del siglo pasado. Ella dice:

            No es la victoria de la ciencia lo que caracteriza a nuestro siglo XIX, sino la victoria del método científico sobre la ciencia (La voluntad del poder n.466).

 

            La frase de Nietzsche requiere aclaración.

            ¿Qué significa aquí método? ¿Qué significa: “la victoria del método”? Método no designa aquí el instrumento con cuya ayuda la investigación científica trabaja el área temáticamente establecida de los objetos. Método menta más bien la manera y el modo de delimitar de antemano el área respectiva de los objetos a investigar en su objetividad. El método es el proyecto anticipado del mundo, que fija en cuanto a qué únicamente se le puede investigar. ¿Y qué es esto? Respuesta: la calculabilidad general de todo lo que es accesible y comprobable en el experimento. A este proyecto de mundo quedan sometidas las ciencias particulares en su proceder. Por ello el método así entendido es “la victoria sobre la ciencia”. La victoria contiene una decisión, que dice: sólo lo que es científicamente comprobable, es decir calculable, vale como lo verdaderamente real. Mediante la calculabilidad el mundo se hace dominable para el hombre en todo tiempo y lugar. El método es la provocación victoriosa del mundo a una disponibilidad general para el hombre. La victoria del método sobre la ciencia comenzó su carrera en  el siglo XVII a través de Galileo y Newton, en Europa –y en ninguna otra parte más sobre esta Tierra-.

 

            La victoria del método se despliega hoy en sus posibilidades extremas como lo cibernético. La palabra griega kibernétes es el nombre para el timonel, el piloto.  El mundo científico se torna mundo cibernético. El proyecto cibernético de mundo supone anticipadamente que el rasgo fundamental de todos los procesos mundiales calculables sea el control. En el control de un proceso por otro media la transmisión de una noticia mediante la información. En la medida en que el proceso controlado, por su parte, notifique de vuelta al que lo controla y así le informa, tiene el control el carácter de retroacoplamiento de las informaciones.

            La regulación de ida y vuelta de los procesos en su interrelación se consuma, según esto, en un movimiento circular. Por ello el círculo reglar vale como el rasgo fundamental del mundo cibernéticamente proyectado. En él se basa la posibilidad de la autorregulación, la automatización de un sistema de movimiento. En el mundo representado cibernéticamente desaparece la diferencia entre la máquina automática y los seres vivientes. Es neutralizada por el proceso indiferenciado de la información. El proyecto cibernético del mundo, “la victoria del método sobre la ciencia”, posibilita una calculabilidad general, uniforme y, en este sentido, universal, es decir, dominación del mundo animado e inanimado. En esta uniformidad del mundo cibernético es incluido también el hombre. Él incluso de un modo distinguido. Pues dentro del horizonte del representar cibernético el hombre tiene su lugar en lo más amplio del círculo reglar. Pues de acuerdo a la representación moderna del hombre él es el sujeto, que se refiere al mundo como recinto de los objetos al trabajarlos. La correspondiente transformación del mundo, que así se origina, se notifica de vuelta sobre el hombre. La relación sujeto-objeto es, representada cibernéticamente, la interrelación de informaciones, el retroacoplamiento dentro del distinguido círculo reglar, que se deja describir mediante el título “hombre y mundo”. Sin embargo, la ciencia cibernética del hombre busca ahora los fundamentos para una antropología científica allí, donde la exigencia decisiva del método –el proyecto basado en la calculabilidad- pueda cumplirse con mayor seguridad en el experimento: en la bioquímica y en la biofísica. Por ello es que, conforme a la medida del método, lo determinantemente vivo en la vida del hombre es la célula reproductora. Ella ya no se considera, como antes, como la versión en miniatura del ser vivo plenamente desarrollado. La bioquímica ha descubierto el plan de vida en los genes de la célula reproductora. Es la prescripción inscrita y almacenada en los genes, el programa del desarrollo. La ciencia ya conoce el alfabeto de esta prescripción. Se habla del “archivo para la información genética”. Sobre su conocimiento se funda la perspectiva segura de conseguir asir un día la productibilidad científico-técnica y el cultivo del hombre. La irrupción en la estructura genética de la célula reproductora humana por parte de la bioquímica y la desintegración del átomo por parte de la física atómica se encuentran en la misma vía de la victoria del método sobre la ciencia.

            En un apunte del año 1884 anota Nietzsche: “El hombre es el animal aún no constatado.” (XIII, n.667) La frase contiene dos pensamientos. Por una parte: la naturaleza del hombre aún no se ha encontrado, no se ha averiguado. Por otra: la existencia del hombre no se ha fijado, no se ha asegurado. Sin embargo, un investigador americano declara hoy: “El hombre va a ser el único animal capaz de dirigir su propia evolución.” En todo caso, la cibernética se ve obligada a reconocer que hasta el momento no es posible llevar a cabo un control general de la existencia humana. Por ello, en el área universal de la ciencia cibernética, el hombre vale por ahora todavía como “factor de perturbación”. Perturbando actúa el aparentemente libre-planificar y actuar del hombre.

            Pero recientemente la ciencia también se ha apoderado de este campo de la existencia humana. Ella emprende la investigación y planificación estrictamente metódica del posible porvenir del hombre actuante. Ella computa las informaciones sobre aquello que se aplica como planificable al hombre. Este tipo de porvenir es el futurum para el lógos, que como futurología se somete a la victoria del método sobre la ciencia. El parentesco de esta joven disciplina de la ciencia con la cibernética es patente.

            En tanto, apreciamos suficientemente el alcance de la ciencia cibernético-futurológica del hombre recién cuando consideramos sobre qué supuesto está fundada. Este supuesto se basa en que el hombre es considerado como el ente social. Sociedad, empero, significa: sociedad industrial. Ella es el sujeto al que permanece referido el mundo de los objetos. Se cree, pues, que por esta naturaleza social la yoidad del hombre estaría superada. Pero por esta naturaleza social el hombre no entrega en modo alguno su subjetividad. Más bien la sociedad industrial es la yoidad, o sea, la subjetividad elevada a lo más extremo. En ella el hombre se establece exclusivamente sobre sí mismo y sobre las áreas del mundo por él vivido que ha dispuesto como instituciones. Pero la sociedad industrial sólo puede ser lo que ella es si se somete a la medida de la cibernética dominada por la ciencia y la técnica científica. La autoridad de la ciencia, empero, se apoya sobre la victoria del método, que por su parte ostenta su justificación en el efecto de la investigación por él controlada. A esta legitimación se la tiene por suficiente. La autoridad anónima de la ciencia vale como intocable.

            Entretanto usted ya se habrá preguntado constantemente: ¿A qué se deben las exposiciones sobre cibernética, futurología y sociedad industrial? ¿No nos habremos alejado con ello demasiado de nuestra pregunta por la procedencia del arte? De hecho parece que así fuera y sin embargo no sucede así.

            Las referencias a la existencia del hombre actual nos han preparado más bien para preguntar más reflexivamente nuestra pregunta por la procedencia del arte y por la determinación del pensar.

III

 

 

            ¿Por qué preguntamos ahora? ¿Por el ámbito desde donde procede hoy la apelación para el arte? ¿Es este ámbito el mundo cibernético de la sociedad industrial futurológicamente planificante? Si este mundo de la civilización mundial fuese el ámbito desde donde es apelado el arte, entonces, por cierto, habríamos considerado este ámbito mediante lo ya señalado. Sólo que esta consideración no es ningún conocimiento de lo que denomina a este mundo como tal. Tenemos que seguir con el pensamiento a aquello que impera en el mundo moderno, para poder mirar dentro del buscado ámbito de la procedencia del arte. El rasgo fundamental del proyecto de mundo cibernético es el círculo reglar, en el cual transcurre el retroacoplamiento de las informaciones. El círculo reglar más amplio encierra la interrelación de hombre y mundo. ¿Qué es lo que impera en este encierro? Las relaciones de mundo del hombre, y con ellas la existencia social completa del hombre, están incluidas en el área de dominio de la ciencia cibernética.

            La misma inclusión, es decir, el mismo cautiverio, se muestra en la futurología. ¿De qué índole es, pues, el porvenir, que debe ser investigado en forma metódicamente rigurosa por la futurología? El porvenir es representado como aquello que “viene hacia el hombre”. El contenido de lo que viene hacia el hombre empero se agota necesariamente en aquello que es calculado desde el presente y para éste. El porvenir investigable por la futurología es solamente un presente prolongado. El hombre permanece recluido en el perímetro de las posibilidades calculadas por y para él.

            ¿Y la sociedad industrial? Ella es la subjetividad que se establece sobre sí misma. Hacia este sujeto se han congregado todos los objetos. La sociedad industrial se ha elevado a medida incondicional de toda objetividad. Así se muestra: la sociedad industrial existe sobre la base de la reclusión en su propio poderío.

            ¿Qué sucede con el arte dentro de la sociedad industrial , cuyo mundo comienza a ser uno cibernético? ¿Se transforman los enunciados del arte en algún tipo de información en y para este mundo? ¿Son sus producciones determinadas por el que satisfagan el carácter de proceso del círculo reglar industrial y su constante ejecutabilidad? ¿Puede, si así están las cosas, la obra seguir siendo obra? ¿No se encuentra acaso su sentido moderno en ser de antemano ya obsoleto en pro de la ejecución continua del proceso creativo, que sólo se regula desde sí mismo y así permanece encerrado en él mismo? ¿Aparece el arte moderno como un retroacoplamiento de informaciones en el círculo reglar de la sociedad industrial y del mundo científico-técnico? ¿Recibe quizá de aquí la tan nombrada “actividad cultural” su legítima fundamentación?

            Estas preguntas nos acosan como preguntas. Ellas se reúnen en una única, que dice:

            ¿Qué sucede con la inclusión del hombre en su mundo científico-técnico? ¿Impera en esta inclusión quizá la oclusión del hombre frente a aquello que envía al hombre a la determinación peculiar suya, para que él disponga a lo conveniente en vez de disponer calculando y científico-técnicamente sobre sí mismo y su mundo, sobre sí mismo y su auto elaboración técnica? ¿No es la esperanza, si es que ella puede ser un principio, el incondicionado egoísmo de la subjetividad humana?

            Pero,  ¿puede el hombre de la civilización mundial romper por sí mismo esta oclusión frente al destino? Ciertamente no por el camino y con los medios de su planificar y hacer científico-técnico. ¿Puede entonces el hombre atreverse siquiera a querer romper en principio esta oclusión frente al destino? Esto sería temeridad. La oclusión no puede jamás ser abierta por el hombre. Sin embargo, no se abre tampoco sin la acción del hombre. ¿De qué tipo es esta abertura? ¿Qué puede hacer el hombre para su preparación? Lo primero, presumiblemente, es no eludir las preguntas nombradas. Es necesario pensarlas.  Es necesario considerar recién y  por una vez esta oclusión como tal, es decir, pensar qué es lo que en ella impera. Presumiblemente ni siquiera se trata de romper esta oclusión. Sigue siendo necesaria la comprensión de que tal pensar no es un mero preludio para actuar, sino el actuar decisivo mismo, mediante el cual la relación de mundo del hombre puede recién comenzar a cambiarse. Es necesario que nos pensemos libres de una diferenciación –desde hace mucho insuficiente- entre teoría y práctica. Sigue siendo necesaria la comprensión de que un pensar semejante no es ningún hacer arbitrario, que más bien sólo puede llegar a intentarse de tal modo, que el pensar se involucre en el ámbito desde el cual tomó su inicio la civilización mundial, que hoy ha llegado a ser planetaria.

            Es necesario el paso atrás. Atrás, ¿hacia dónde? Atrás hacia el inicio que se insinuaba en la referencia a la diosa Atenea. Mas este paso atrás no significa que el mundo griego antiguo tenga que renovarse de alguna manera y que el pensar debe buscar su refugio en los filósofos presocráticos.

            Paso atrás significa: retroceder del pensar ante la civilización mundial, y –en distancia de ella, de ninguna manera en su negación- involucrarse en aquello que al comienzo del pensar occidental hubo de permanecer impensado, pero que no obstante ya fue allí nombrado y así pre-dicho a nuestro pensar.

            Más aún –nuestra reflexión ahora intentada siempre tuvo en la mirada a esto impensado, sin llegar a localizarlo propiamente. Mediante la referencia a Atenea, la múltiple consejera, que con ojo claro medita el límite, nos volvimos atentos a los cerros, a las islas, figuras y formas que aparecen desde su delimitación, a la copertenencia de phýsis y téchne, a la singular presencia de las cosas en la renombrada luz.

            Pero consideremos esto ahora más reflexivamente: la luz sólo puede aclarar lo presente si lo presente ya ha salido a lo abierto y libre y pueda en ello expandirse. Esta apertura es, ciertamente, aclarada por la luz, pero en modo alguno recién traída y formada por ella. Pues también lo oscuro requiere de esta apertura, de lo contrario no podríamos atravesar y traspasar la oscuridad.

            Ningún espacio podría otorgar a las cosas su lugar y su orden, ningún tiempo hacer madurar hora y año, es decir, extensión y duración, al devenir y pasar, si no le fuese otorgado ya al espacio y al tiempo, a su copertenencia, la apertura en ellos transimperante.

            El lenguaje de los griegos denomina a la libertad de lo libre, que concede todo lo abierto, la A-létheia, el des-ocultamiento. El no elimina el ocultamiento: esto ocurre tan poco, que el desocultar requiere siempre del ocultar.

            Ya Heráclito señalaba esta relación con el fragmento:

            Phýsis krýptesthai philei (B 123)

            “A lo que surge desde sí mismo le es propio ocultarse.”

 

            El misterio de la renombrada luz griega estriba en el des-ocultamiento, en el des-cubrimiento en ella imperante. Pertenece al ocultamiento y se oculta a sí mismo, así pues, que mediante este sustraerse le deja a las cosas su permanencia, que aparece desde la delimitación. ¿Impera tal vez una dependencia apenas sospechada entre la oclusión frente al destino y el todavía impensado, aún retraído desocultamiento? ¿Es acaso la oclusión ante el destino  la ya largamente imperante sustracción del desocultamiento? ¿Indica quizá la seña hacia el misterio de la aún impensada A-létheia a la vez hacia el ámbito de la procedencia del arte? ¿Viene desde este ámbito la apelación a la producción de las obras? ¿no debe mostrar la obra, en tanto que obra, hacia lo no disponible para el hombre, hacia lo que se oculta a sí mismo, para que la obra no sólo diga lo que ya se sabe, conoce y hace? ¿No tiene la obra del arte que ensilenciar (beschweigen) aquello que se oculta, que como lo ocultante de sí mismo despierta en el hombre el temor ante aquello que no se deja planificar ni controlar, ni calcular, ni hacer?

            ¿Le será dado todavía al hombre de esta tierra, permaneciendo en ella, encontrar una nueva morada mundial, es decir, un hábitat que sea determinado por la voz del ocultante desocultamiento?

            No lo sabemos. Pero sí sabemos que la A-létheia, que se oculta en la luz griega y que concede primeramente la luz, es más antigua y originaria y por ello más permanente que cualquier obra y forma ideada por el hombre y realizada por mano humana.

            Pero también sabemos que el desocultamiento ocultante de sí mismo sigue siendo lo poco aparente y lo pequeño para un mundo en el que la astronáutica y la física nuclear fijan las medidas usuales.

            A-létheia –desocultamiento en el ocultarse- una mera palabra, impensada en lo que le dice a la historia occidental-europea y a la civilización mundial que de ella surge.

            ¿Una mera palabra? ¿Impotente frente al actuar y a las acciones en el inmenso taller de la técnica científica? ¿O es distinto el comportamiento con una palabra de esta índole y procedencia? Oigamos al final una palabra griega, que el poeta Píndaro dice al comienzo de su IV Oda Neméica (V. 6 sqq.)

            rema d´ ergmáton chronióteron bioteúei,

            hó ti ke sýn charíton iycha

            glossa phrenós exéloi batheías

           

            “La palabra, empero, más allá en el tiempo que la acción determina la vida,

            cuando sólo con el favor de las Cárites

            la extrae el lenguaje de la profundidad del corazón

            meditabundo.”

 



[1] El manuscrito original fue obsequiado por Walter Bienel con la siguiente dedicatoria: “Para Walter Biemel, agradeciendo por su rica y experimentada ayuda en la preparación de la edición completa. Friburgo E.B.  10

de marzo de 1974 Martín Heidegger.” Conferencia dictada el 4 de abril de 1967 en la Academia de Ciencias y Artes en Atenas. Texto expuesto y revisado. Traducción: Feliza Lorenz y Breno Onetto. Este texto fue editado por Petra Jaeger y Rudolf Lüthe en: Distanz und Nähe (Walter Biemel zum 65. Geburtstag)/ Distancia y cercanía para el 65° cumpleaños de Walter Biemel/ pp. 11-22, Würzburg, 1983. Transcripción realizada por Alberto Barrera Enderle para el Círculo de Lectura del Centro de Estudios de la Cultura.