George Orwell, "1984"

Junto con "Un mundo feliz", este libro es uno de los clásicos de la literatura de ficción sociológica futurista. Publicado después de la guerra (precisamente en 1948), muestra signos de temor y pesimismo ante la consolidación del totalitarismo comunista en Rusia, aunque en verdad queda claro que cualquier ideología puede ser usada como excusa para el totalitarismo y luego olvidada o modificada a gusto. Un protagonista que encuentra la libertad, brevemente, en el amor; que con sus anotaciones que su lápiz hace en su cuaderno viejo se aparta de un lenguaje perversamente diseñado a la vez para la hipocresía, la distorsión y el control mental; que alterna entre la esperanza y el convencimiento de que nada va a cambiar, de que nada puede cambiar; todo esto nos trae "1984", y aunque estemos hoy todavía lejos de tal pesadilla, aunque más cerca de la de "Un mundo feliz", no está de más repasar los conceptos, válidos, de Winston Smith.


El Ministerio de la Verdad (Miniver en neolengua) era asombrosamente diferente de cualquier otro objeto que estuviera a la vista. Era una enorme estructura piramidal de reluciente hormigón blanco que se proyectaba, terraza tras terraza, hasta una altura de trescientos metros. Desde la posición que Winston ocupaba, se alcanzaban a leer las tres consignas del Partido, destacadas con elegante caligrafía sobre la blanca fachada:

LA GUERRA ES PAZ
LA LIBERTAD ES ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES FUERZA

Se decía que el Ministerio de la Verdad albergaba tres mil salas sobre el nivel del suelo y sus correspondientes ramificaciones en los sótanos. Diseminados por Londres había otros tres edificios de aspecto y tamaño similares. La arquitectura circundante quedaba tan empequeñecida que, desde el tejado de las Casas de la Victoria, podían verse los cuatro edificios al mismo tiempo. Eran las sedes de los cuatro ministerios que formaban el aparato de Gobierno: el Ministerio de la Verdad, que se encargaba de las noticias, de los festejos, la educación y el arte; el Ministerio de la Paz, que se ocupaba de la guerra; el Ministerio del Amor, que mantenía la ley y el orden; y el Ministerio de la Opulencia, responsable de los asuntos económicos.


--¿Cómo va el Diccionario? --preguntó Winston, levantando la voz para vencer el ruido.

--Va despacio --contestó Syme--. Estoy con los adjetivos. Es fascinante.

[...]

--La undécima edición es la definitiva --dijo--. Estamos dando al lenguaje su forma final, la forma que tendrá cuando nadie hable otra cosa. Cuando hayamos terminado, la gente como tú tendrá que volver a aprenderlo. Me parece que crees que nuestra tarea fundamental es inventar nuevas palabras. Pues nada de eso. Estamos destruyendo palabras, cantidades ingentes, cientos de ellas cada día. Estamos dejando el lenguaje en los huesos. La undécima edición no contendrá ni una sola palabra que pueda quedarse anticuada antes del 2050. [...] La destrucción de las palabras es algo muy hermoso. Desde luego, el gran despilfarro está en los verbos y adjetivos, pero hay cientos de sustantivos de los que también nos podemos librar. No se trata sólo de los sinónimos, sino también de los antónimos. Después de todo, ¿qué justificación tiene una palabra que es simplemente lo opuesto de otra? Una palabra contiene en sí misma su contraria. Fíjate, por ejemplo, en la palabra bueno. Si tenemos la palabra bueno, ¿para qué necesitamos una como malo? Nobueno sirve igual. En realidad, mejor, porque es exactamente su opuesta, y la otra no. O si, por el contrario, quieres una forma superlativa de bueno, ¿qué sentido tiene contar con toda esa retahíla de vaguedades inútiles como excelente, espléndido, y otras por el estilo? Plusbueno cumple la misma función, o, si quieres algo todavía más fuerte, biplusbueno. Sé muy bien que ya usamos esas formas, pero en la versión definitiva de neolengua, éstas serán las únicas que haya. Al final, los conceptos de bondad y maldad se podrán expresar con sólo seis palabras, que en realidad se reducen a una. ¿No te das cuenta de la belleza que ello entraña, Winston?

[...]

--¿No te das cuenta de que el objetivo último de la neolengua es reducir la capacidad de pensamiento? Al final lograremos que el crimental sea literalmente imposible, porque no habrá palabras con las que expresarlo. Cualquier concepto que alguna vez haya existido se expresará con sólo una palabra, con su significado rigurosamente definido y todas las acepciones secundarias eliminadas y olvidadas. En la undécima edición ya estamos a punto de conseguirlo, pero el proceso continuará mucho después de que tú y yo hayamos muerto. Cada año que pasa habrá menos palabras y los límites de la consciencia serán cada vez más estrechos. Por supuesto que ni siquiera ahora hay motivos ni excusas para cometer crimental. Es simplemente una cuestión de autodisciplina, de control de la realidad. Pero cuando lleguemos al final ni siquiera necesitaremos eso. La Revolución se habrá completado cuando la lengua sea perfecta. Neolengua es Socing y Socing es neolengua --añadió, en una especie de rapto místico--. ¡Winston!: ¿no se te ha ocurrido nunca pensar que para el 2050 a más tardar no quedará un solo ser humano vivo que pueda entender una conversación como la que estamos manteniendo?

--Excepto... --empezó a decir Winston, indeciso, pero se detuvo. Había estado a punto de decir "excepto los proles", pero se contuvo porque no estaba del todo seguro de que aquel comentario fuera ortodoxo. No obstante Syme había adivinado lo que Winston había tenido en la punta de la lengua.

--Los proles no son seres humanos --dijo con indiferencia--. Para el 2050, o probablemente antes, habrá desaparecido cualquier conocimiento efectivo de la primilengua. Toda la literatura del pasado habrá sido destruida. Chaucer, Shakespeare, Milton, Byron, sólo existirán en versiones en neolengua, no sólo transformados en algo distinto, sino en realidad en lo opuesto de lo que eran. Incluso la literatura del Partido cambiará. Hasta las consignas cambiarán. ¿Cómo iba a existir una consigna como "La libertad es esclavitud" si el mismo concepto de libertad ha sido abolido? Todo el clima de pensamiento será diferente. En realidad no habrá pensamiento tal como hoy lo entendemos. La ortodoxia significa no pensar, no tener necesidad de pensar. La ortodoxia es inconsciencia.

"Cualquier día de éstos --pensó Winston con una repentina y profunda convicción-- vaporizarán a Syme. Es demasiado inteligente. Ve las cosas con demasiada claridad y las expresa sin ningún rodeo. Al Partido no le gusta esta gente. Un día desaparecerá. Lo lleva escrito en la cara."

Winston había terminado de comerse el pan con queso. Se volvió un poco para tomarse la taza de café. En la mesa de la izquierda, el hombre de la voz estridente seguía hablando contumazmente. Una joven, tal vez su secretaria, sentada de espaldas a Winston, lo escuchaba y asentía con vehemencia a todo lo que él decía. De vez en cuando, a Winston le llegaban comentarios del tipo: "¡Creo que tienes muchísima razón, estoy totalmente de acuerdo contigo!", emitidos por una voz juvenil, femenina y algo tontorrona. Pero la otra voz no paraba ni un instante, ni siquiera cuando la muchacha hablaba. Winston conocía al hombre de vista, aunque lo único que sabía de él era que tenía un puesto importante en el Departamento de Ficción. Tendría unos treinta años, un cuello musculoso y una enorme boca gesticulante. Tenía la cabeza echada hacia atrás, y en aquella postura sus gafas reflejaban la luz y mostraban a Winston dos discos vacíos en vez de ojos. Lo más tremendo era que, del torrente de sonidos que salían de su boca, era casi del todo imposible entender una sola palabra. Una sola vez Winston fue capaz de coger una frase, "total y definitiva eliminación del goldsteinismo", lanzada rápidamente y, por decirlo de alguna manera, en un solo bloque, como un renglón de tipos de imprenta fundidos. El resto sólo era ruido, una especie de graznido. Y sin embargo, aunque no entendieras lo que aquel hombre estaba realmente diciendo, nadie albergaría dudas sobre la naturaleza de su discurso. Podía acusar a Goldstein y exigir medidas más severas contra los criminales mentales y los saboteadores; podía tronar contra las atrocidades del ejército euroasiático, alabar al Gran Hermano o los héroes del frente malabar. Fuese lo que fuese, daba exactamente igual; era indudable que cada una de sus palabras era ortodoxia pura, puro Socing. Mientras miraba aquella cara sin ojos, con la mandíbula subiendo y bajando a toda velocidad, Winston tuvo la curiosa sensación de que aquel hombre no era un ser humano de verdad, sino una especie de maniquí. El que hablaba no era el cerebro de un hombre sino su laringe. Lo que salía de ella eran palabras, pero aquello no era discurso en el auténtico sentido del término. Era ruido inconsciente, como el graznido de un pato.


Desde luego, el Partido sostenía que había liberado a los proles del yugo. Antes de la Revolución, los capitalistas los habían oprimido de forma terrible, los habían azotado y matado de hambre; las mujeres habían sido obligadas a trabajar en las minas de carbón (en realidad, las mujeres seguían trabajando en las minas de carbón) y los niños eran vendidos a las fábricas a los seis años. Pero al mismo tiempo, de acuerdo con los principios del bipensar, el Partido enseñaba que los proles eran inferiores por naturaleza, que había que mantenerlos controlados como a animales mediante la aplicación de unas pocas reglas muy simples. En realidad se sabía muy poco de los proles. Tampoco era necesario saber mucho. Mientras continuaran trabajando y procreando, el resto de sus actividades carecía de importancia. Dejándoles a su aire, como ganado suelto en la pampa argentina, habían vuelto a un estilo de vida que parecía serles natural, una especie de organización ancestral. Nacían, crecían en el arroyo, empezaban a trabajar a los doce años, atravesaban un breve período de belleza y deseo sexual floreciente, se casaban a los veinte, alcanzaban la madurez a los treinta, y la mayoría moría a los sesenta. El trabajo físico duro, el cuidado de la casa y de los niños, las mezquinas peleas entre vecinos, el cine, el fútbol, la cerveza y sobre todo el juego, ocupaban su horizonte mental. No era difícil mantenerlos controlados. Unos cuantos agentes de la Policía del Pensamiento circulaban siempre entre ellos, esparciendo rumores falsos, tomando nota y eliminando a los pocos individuos que se pensaba que podían llegar a ser peligrosos; sin embargo, no se intentaba adoctrinarles con la ideología del Partido. No era deseable que los proles tuvieran sentimientos políticos intensos. Únicamente se les exigía un patriotismo primitivo que podía invocarse siempre que fuese necesario, bien para que aceptaran una jornada laboral más larga o bien una ración más corta. Incluso cuando crecía el descontento entre ellos, lo que sucedía algunas veces, su descontento no les conducía a nada porque, al carecer de ideas generales, concretaban su rebeldía en quejas triviales. Los grandes males siempre les pasaban desapercibidos. La inmensa mayoría de los proles no tenía siquiera telepantalla en casa. Ni siquiera la polícia civil se metía mucho con ellos. Londres tenía un alto índice de criminalidad, todo un mundo de ladrones, fascinerosos, prostitutas, camellos y estafadores de diversa calaña; pero como todo sucedía entre los mismos proles, no tenía importancia. En todo lo relativo a la moral, se les permitía que siguieran su ancestral código de conducta. A ellos no se les imponía el puritanismo sexual del Partido. No se castigaba la promiscuidad, y el divorcio estaba permitido. Hasta el culto religioso se les hubiera permitido si los proles hubieran mostrado signos de necesitarlo o quererlo. No eran dignos siquiera de sospecha. El eslogan del Partido rezaba: "Los proles y los animales son libres".


Al fin, el Partido anunciaría que dos y dos eran cinco. Y habría que creerlo. Era inevitable que tarde o temprano lo pretendiese. La lógica de su posición lo exigía. Su filosofía negaba tácitamente no sólo la validez de la experiencia, sino la propia existencia de la realidad. La mayor herejía era el sentido común. Y lo más terrible no era que te matasen por pensar de otro modo, sino que ellos podían tener razón. Porque en último término, ¿cómo sabemos que dos y dos son cuatro, que la fuerza de la gravedad funciona, o que el pasado es inalterable? Si tanto el pasado como el mundo externo existen sólo en la mente, y la mente es controlable, ¿qué pasa si eso es así? [...]

El Partido te instaba a rechazar la evidencia que los sentidos te ofrecían. Era su última y máxima exigencia. A Winston se le encogió el corazón al pensar en el enorme poder al que se enfrentaba; en la facilidad con que cualquier intelectual del Partido le vencería en un debate; en los sutiles argumentos que no entendería, y a los que mucho menos podría responder. Y sin embargo, ¡él tenía razón! Ellos estaban equivocados y él tenía razón. Había que defender lo obvio, lo tonto y lo verdadero. Los axiomas son verdades, ¡agárrate a eso! El mundo material existe, sus leyes no cambian. Las piedras son duras; el agua, húmeda; los objetos sin sujeción caen hacia el centro de la Tierra. Con la sensación de que hablaba con O'Brien, y sintiendo también que el axioma que exponía era relevante, escribió:

La Libertad significa libertad para decir que dos más dos son cuatro. Si eso se admite, todo lo demás se da por añadidura.


Teoría y Práctica del Colectivismo Oligárquico, por Emmanuel Goldstein

La guerra es paz

[...]

El principal objetivo de la guerra moderna (de acuerdo con los principios del bipensar, los cerebros dirigentes de la Cúpula del Partido reconocen y a la vez no reconocen este objetivo) es agotar los productos de la industria sin que se eleve el nivel de vida general. Desde finales del siglo XIX, la sociedad industrial ha tenido el problema latente de qué hacer con los excedentes de producción. Hoy en día, cuando muy pocos seres humanos tienen lo suficiente para comer, el problema no es evidentemente urgente, y podría no haberlo sido nunca, aunque no se hubieran usado métodos artificiales de destrucción. El mundo de hoy, comparado con el anterior a 1914, es un lugar mísero, hambriento y arruinado; y todavía más si lo comparamos con el hipotético futuro al que aspiraba la gente de esa época. A principios del siglo XX, la visión de una futura sociedad increíblemente rica, con tiempo libre, ordenada y eficiente --un reluciente y aséptico mundo de cristal, acero y cemento blanco como la nieve-- formaba parte de las aspiraciones de casi todas las personas cultas. La ciencia y la tecnología se desarrollaban a velocidad de vértigo, y parecía lo más natural que el desarrollo continuara a ese ritmo. Pero no sucedió así, en parte por el empobrecimiento que provocaron las constantes guerras y revoluciones, y en parte también porque el progreso científico y técnico se basaba en un hábito de pensamiento empírico que no podía sobrevivir en una sociedad estrictamente reglamentada. [...] Con la aparición de la máquina se creyó que había llegado el final de la servidumbre del trabajo agotador y, por tanto, de la desigualdad entre los seres humanos. Si la máquina se utilizara conscientemente con ese propósito, el hambre, el trabajo excesivo, la suciedad, el analfabetismo y la enfermedad podrían eliminarse en unas cuantas generaciones. Y, en realidad, sin proponérselo, por una especie de proceso automático --al producir riqueza que, a veces, era imposible no distribuir--, la máquina consiguió evidentemente elevar muchísimo el nivel de vida del hombre medio durante un período de unos cincuenta años, a finales del siglo XIX y principios del XX.

Pero también se vio que el aumento indiscriminado de la riqueza amenazaba con destruir la sociedad jerarquizada; en realidad, era su destrucción. En un mundo en el que todos trabajaran pocas horas, tuvieran suficiente para comer, vivieran en casas con cuarto de baño y nevera, y tuviesen un coche e incluso una avioneta, las formas de desigualdad más evidentes, y tal vez las más importantes, habrían desaparecido. Si llegara a generalizarse, la riqueza ya no conferiría distinción. Sin duda era posible imaginarse una sociedad en la que la riqueza, en el sentido de posesiones y lujos individuales, estuviera distribuida equitativamente, mientras que el poder permaneciera en manos de una pequeña casta privilegiada. Pero en la práctica, esa sociedad no podría mantener la estabilidad a largo plazo. Si todos disfrutaran de ocio y seguridad, la gran masa de seres humanos a quienes normalmente la pobreza tiene idiotizados se cultivarían y empezarían a pensar por sí mismos. Una vez hecho esto, tarde o temprano se darían cuenta de que la minoría privilegiada no desempeñaba ninguna función y podían prescindir de ella. A largo plazo, una sociedad jerárquica sólo podía sostenerse sobre una base de pobreza e ignorancia. Volver a la antigua sociedad rural, como soñaban algunos pensadores de principios del siglo XX, no era una solución factible. Chocaba de frente con la tendencia a la mecanización que se había hecho casi instintiva en todo el mundo, y, además, cualquier país que se quedara industrialmente atrasado sería inútil en el aspecto militar y estaría destinado a caer bajo el dominio directo e indirecto de sus rivales más avanzados.

[...]

El acto esencial de la guerra es la destrucción, no forzosamente de vidas humanas, sino de los productos del trabajo humano. La guerra es un modo de reducir a cenizas, lanzar a la estratosfera o hundir en el fondo del mar los materiales que, de otro modo, podrían utilizarse para la excesiva comodidad de las masas, y que, a largo plazo, les ayudarían a ser demasiado inteligentes. Aunque el material bélico no se destruya, su fabricación sigue siendo una forma útil de emplear la fuerza de trabajo sin producir nada que pueda consumirse. Por ejemplo, una fortaleza flotante encierra la fuerza de trabajo necesaria para construir varios centenares de cargueros. Finalmente, cuando se queda obsoleta, se desguaza y, sin haber producido ningún beneficio material a nadie, se construye una nueva fortaleza flotante utilizando un enorme acopio de mano de obra. En teoría, el esfuerzo bélico se calcula de manera que consuma las excedencias de producción una vez satisfechas las necesidades básicas de la población. En la práctica, siempre se subestiman las necesidades de la población y, como resultado, se produce una escasez crónica de la mayoría de los artículos de primera necesidad. Sin embargo, esto se considera una ventaja. El mantener al borde de la escasez incluso a los grupos más favorecidos responde a una política deliberada, porque un estado generalizado de penuria aumenta la importancia de los pequeños privilegios y resalta la distinción entre un grupo y otro. [...] La atmósfera social es la de una ciudad sitiada, en la que la posesión de un trozo de carne de caballo marca la diferencia entre riqueza y pobreza. Al mismo tiempo, la consciencia de estar en guerra, y por lo tanto en peligro, hace que la entrega de todo el poder a una reducida casta parezca natural e inevitable para la supervivencia.

Tal como se verá, la guerra no sólo logra la destrucción necesaria, sino que lo hace de una forma aceptable psicológicamente. En principio, resultaría bastante sencillo malgastar la mano de obra excedente en la construcción de templos y pirámides, en abrir zanjas y volverlas a rellenar, o incluso en producir enormes cantidades de mercancías que posteriormente se quemarían. Pero así únicamente la base económica, y no la emocional, en la que se asienta una sociedad jerarquizada. Lo que aquí nos interesa no es la moral de las masas, cuya actitud es irrelevante siempre que se mantengan firmes en el trabajo, sino la moral del Partido. Se espera que hasta el miembro más humilde del Partido sea competente, trabajador e incluso inteligente --siempre dentro de unos límites reducidos--, pero también es necesario que sea un fanático crédulo e ignorante dominado por el miedo, el odio, la adulación y el triunfalismo orgiástico. En otras palabras, es necesario que tenga una mentalidad apropiada al estado de guerra. No importa si hay guerra o no; y como no es posible una victoria decisiva, tampoco importa si la guerra va bien o mal. Lo único necesario es que exista una sensación de guerra.