EL
PROFETA JONÁS
Introducción al libro
El libro de Jonás pertenece a la colección de los Doce Profetas Menores, pero por su forma y contenido difiere de esos otros escritos. En estos últimos salen a veces relatos biográficos en prosa (Os 1,2-9; 3,1ss; Am 7,10-17), relatos que, por lo general, ocupan un espacio reducido en el libro, y no tratan de centrar toda la atención en la persona o las acciones del profeta, sino que destacan algún aspecto del mensaje que él anuncia en nombre del Señor (Jer 7,1-15; 26,1-19). En cambio, el libro de Jonás es en su totalidad una narración. En él no hay más que un anuncio profético, que en el texto hebreo apenas consta de cinco palabras. El resto del escrito está dedicado a contar las aventuras del profeta Jonás, que, muy a pesar suyo, llevó a cabo con pleno éxito la misión que el Señor le había confiado.
Jonás no fue enviado, como otros profetas, a
predicar a su propio pueblo. Su destino
era Nínive, la orgullosa metrópoli del imperio asirio, cuya maldad no conocía
límites (Jon 1,2). Como sus muchos
pecados no podían quedar impunes, lo que el profeta debía anunciar a la ciudad
pecadora era que sus días estaban contados (Jon 3,3s).
Sin embargo, Jonás sabía que el Señor es un Dios “tierno
y compasivo” (Jon 4,2), y que los ninivitas obtendrían el perdón si se
enmendaban de su mala conducta (Jon 3,8).
De ser esto así, el anuncio profético no se realizaría, y Jonás mismo se
vería convertido en falso profeta. De
ahí su decisión de huir lejos del Señor:
en vez de dirigirse prontamente a Nínive, Jonás se embarcó rumbo a
Tarsis, (la Tartesos de la antigua Iberia, actual España) esto es, al extremo
opuesto del mar Mediterráneo (Jon 1,3).
Con tal intento de fuga, Jonás encarna la figura del profeta rebelde, y tiene que ser forzado a dar cumplimiento a su misión. Desde este punto de vista hay ciertas coincidencias entre la actitud de Jonás y la de otros profetas. También Moisés, Elías y Jeremías se resistieron, en un primer momento, a aceptar la misión que el Señor les encomendaba, porque se consideraban demasiado débiles para cargar con tan grave responsabilidad (Ex 4,1-10; Jer 1,6; 1 Re 19,4). Pero una vez disipadas las dudas, aquellos se sometieron a la voluntad del Señor y respondieron sin reservas al llamamiento divino (Ex 4,18ss; 1 Re 19,8; Jer 20,9ss). Jonás, por el contrario, lleva su desobediencia hasta el extremo: la enmienda de los ninivitas le entristece en lugar de alegrarle y, lo que es más grave, no oculta su disgusto cuando Dios demuestra estar siempre dispuesto a perdonar a todo el que se arrepiente de su mal camino (Jon 4,2).
Jonás, de este modo, personifica también al creyente de espíritu estrecho, que pretende excluir de la salvación a los paganos. Como él pertenecía al único pueblo que conocía y rendía culto al verdadero Dios (Jon 1,9.16), pensaba que todos los pueblos paganos estaban condenados irremediablemente y sin la menor posibilidad de arrepentimiento. Pero el Señor le hace ver que él no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (Ez 18,23.31-32), y que si una nación se aparta del mal, él ya no le envía el castigo que le tenía preparado (Jer 18,8; Jon 3,10).
El libro de Jonás anticipa así el mensaje
contenido en las parábolas del hijo pródigo (Lucas 15,11-32) y de los trabajadores
de la viña (Mt 20,1-16). El perdón de
Dios supera los deseos y los cálculos humanos:
Dios mantiene siempre su libertad de ser bueno con todos. Esta libertad no se ve menoscabada ni
siquiera por la existencia de un oráculo profético que anuncia castigo y
destrucción. Jonás no supo comprender
tal actitud y, por eso, el Señor, con palabras llenas de humor e ironía, le
reprocha su egoísmo, su estrechez de miras y su falta de sensibilidad frente al
amor, la compasión y la misericordia divinas (Jon 4,11).
La doctrina fundamental del libro de Jonás es la universalidad del amor y la providencia de Dios, que desbordan los límites del pueblo escogido y llegan hasta las naciones paganas. Esta universalidad es uno de los temas mesiánicos fundamentales (Is 2,2). Dios es el soberano de todo y lo gobierna todo: los cielos, la tierra, el mar, la tempestad, la calma, el ricino, el gusano, el bochorno... Nínive (con sus animales y niños) está también bajo su poder. El mal le desagrada y pide justo castigo; pero el Señor es misericordioso e inclinado al perdón cuando ve sincera enmienda, también entre los paganos; y su providencia se compadece de todos (incluso de los niños y de los animales). Si Nínive alcanza el perdón, ¿quién quedará excluido? Un minúsculo gusano y un modesto ricino dan una lección sapiencial al profeta recalcitrante.
Respecto a la interpretación del libro, aún no han
llegado los expertos a una cierta unanimidad entre todos. Unos, cada vez menos, consideran el relato
como historia; otros, como alegoría; otros, como parábola.
Como personaje histórico, Jonás es “Yonas ben
Amitay” (algo así como “Paloma hijo de Veraz”, un antiguo “Colombo”) de 2 Re
14,25, un profeta de la primera mitad del siglo VIII a. C. del reinado de
Jeroboam II. Pero durante el reinado de
Jeroboam II no era Nínive la capital de Asiria. Además, el librito de Jonás parece muy influido por Joel y
Jeremías, que son profetas posteriores.
Por otra parte, la interpretación histórica encuentra duros obstáculos
desde el punto de vista arqueológico (la extraordinaria dimensión de Nínive en
Jon 3,3), zoológico (un “gran pez” que se traga a una persona) y
religioso (Nínive nunca se convirtió).
La interpretación estrictamente alegórica pretende
transponer todos los elementos del relato, uno por uno, al plano de la
realidad. Presenta a Nínive como
símbolo del mundo pagano. Jonás es
Israel, que se niega a cumplir su tarea misionera; por eso lo devora la
catástrofe del exilio, figurada en el gran pez. Después del destierro se le renueva la misión (segunda orden de
ir a Nínive). El malestar de Jonás es
el del pueblo de Dios, que no acepta el perdón de los paganos y se cierra a
ellos como Nehemías, Esdras, Joel y Abdías.
Sin embargo, muchos elementos del relato no admiten la transposición. Por ejemplo, ¿quiénes son los
marineros? ¿Qué significa el
ricino?
Por eso, muchos comentaristas se inclinan a considerar este libro como una parábola, es decir, como una excelente narración con fines didácticos. ¿Y qué pretende enseñar? La relación entre elección y universalismo, la relación entre el profeta (con su propio condicionamiento religioso) y Dios.
I
Jonás, rebelde a su misión (1,1-16), quiere huir de Dios.
1,1 El Señor dirigió la palabra a Jonás, hijo de Amitay, y
le dijo: 2 “Anda, vete a la gran ciudad
de Nínive y anuncia que voy a destruirla, porque hasta mí ha llegado la noticia
de su maldad”.
3 Pero Jonás, en lugar de obedecer, trató de huir del
Señor. Se fue al puerto de Jope, donde
encontró un barco que estaba a punto de salir rumbo a Tarsis, compró un pasaje
y se embarcó para ir allá. 4 Pero el
Señor desencadenó un viento impetuoso, y se levantó en alta mar una borrasca
tan furiosa que parecía que el barco iba a naufragar. 5 Los marineros estaban aterrados, y cada cual invocaba a su
dios. Por fin, para aligerar el barco,
echaron toda la carga al mar. Mientras
tanto, Jonás había bajado a la bodega del barco y se había quedado profundamente
dormido. 6 El capitán fue a donde
estaba Jonás y le dijo:
-
¿Qué haces tú ahí, dormilón? ¡Levántate y grita a tu Dios!
Tal vez quiera ocuparse de nosotros y no perezcamos.
7 Los
marineros, entre tanto, se decían unos a otros:
-
Vamos a echar suertes, para ver quién tiene la culpa de
este desastre.
Echaron
suertes, y le tocó a Jonás. 8 Entonces
le preguntaron:
-
Dinos por qué nos ha venido esta calamidad. ¿Qué negocio te ha traído aquí? ¿De dónde vienes? ¿Cuál es tu país? ¿De qué
raza eres?
9 Jonás
les contestó:
-
Soy hebreo, y doy culto al Señor, Dios del cielo, creador
del mar y de la tierra.
10-11
Jonás contó a los marineros que estaba huyendo del Señor; y ellos, al oírlo, y
al ver el mar cada vez más agitado, sintieron aún más miedo y le
preguntaron:
-
¿Por qué has hecho eso?
¿Y qué podemos hacer contigo para que el mar se calme?
12 –
Pues echadme al mar, y el mar se calmará –contestó Jonás-. Yo sé bien que soy el culpable de esta
borrasca que os ha venido encima.
13 Los
marineros se pusieron a remar con todas sus fuerzas para acercarse a tierra,
pero no lo lograron, porque el mar se embravecía por momentos. 14 Entonces invocaron al Señor: “Señor, no nos dejes morir por culpa de este
hombre. Y si es inocente, no nos hagas
responsables de su muerte, porque tú, Señor, actúas según tu voluntad”.
15
Dicho esto, echaron a Jonás al mar, y el mar se calmó. 16 Al verlo, los marineros sintieron una
profunda reverencia por el Señor, y le ofrecieron un sacrificio y le hicieron
promesas.
Jonás era un
profeta que vivía en tiempos del rey Jeroboam II. Debido a que en aquel momento los israelitas no querían servir al
Señor, él les enviaba profetas que les advertían que si proseguían dando culto
a los becerros de oro, vendría un tiempo en que Israel, el reino del Norte,
sería llevado cautivo por un pueblo grande y poderoso. Esa nación era Asiria, que está más lejos
que Siria y que había llegado a ser un imperio fuerte y orgulloso. Los reyes de Asiria dieron bienestar y florecimiento
a su pueblo. Su metrópoli se llamaba
Nínive, ciudad antigua fundada por Nimrod (Gn 10,11) en forma de triángulo y
situada en la orilla oriental del río Tigris.
Pero para la conciencia de Israel esta ciudad había quedado como símbolo
del imperialismo más cruel y agresivo contra el pueblo de Dios (Is 10,5-15; Sof
2,13ss; Nah). Representaba el poder
orgulloso del paganismo y los opresores de todos los tiempos. A ellos debe dirigirse Jonás a anunciar el
castigo de sus actos. A ellos debe
anunciar la posibilidad de conversión, pues a ellos Dios quiere conceder su
perdón. He aquí la perspectiva para
comprender todo el libro, Dios “hace salir el sol sobre malos y buenos y
manda la lluvia sobre justos e injustos” (Mt 5,45). Aquí aparecen dos aspectos: uno corresponde a los opresores: enmendarse; otro toca a Israel: aceptar que Dios los perdone. Lo primero es obvio, lo segundo resulta
inaudito. Es lo más duro que Jonás
podría superar, y no nos extraña que prefiera la muerte antes que aceptarlo.
¿Podemos
compaginar este mensaje con el de otros textos proféticos en los que se
denuncia la opresión y se canta con alegría la desaparición de los tiranos (Is
14,3-21; Hab 2,6-20)? Sí, porque estos textos no culpan de
crueldad al país, sino al rey (Is 14,4; Hab 2,6ss; Nah 2,12ss). Y esto es precisamente lo que piensa el
autor del libro de Jonás. Nínive puede
ser símbolo de opresión y explotación; pero quienes la habitan son “más de
ciento veinte mil niños” (Jon 4,11).
¿Sería justo que Dios aniquilase a todas estas personas, sin olvidar los
animales, por los que el autor parece sentir especial afecto?
Jonás sabía que
su pueblo sería llevado cautivo por Asiria y esto le produce un gran
sufrimiento, porque lo quiere mucho. Ha
amonestado seriamente a los israelitas y muchas veces ha orado a Dios por
Israel. Un día el Señor le dice: “Jonás, ve a Nínive, la metrópoli, y
profetiza contra ella. Di que será
destruida dentro de cuarenta días, pues sus ciudadanos son gente injusta y
malvada, y por eso voy a destruir la ciudad”.
Si Nínive fuera
destruida Asiria dejaría de ser tan fuerte; entonces no podría llevarse
cautivos a los israelitas y éstos podrían continuar viviendo en su país. Jonás debería estar alegre por haber
recibido este encargo...
Elías había sido
enviado a Damasco (1 Re 19,15), capital no tan hostil a Israel; Moisés había
sido enviado a faraón. El recuerdo de
Moisés y Elías no ha sido equivocado.
“Su maldad ha
subido a mi presencia”; sin
coincidencias verbales, el tema evoca el recuerdo de Sodoma y Gomorra (Gn
18,20s).
¿Es que Jonás no
desea que Nínive sea destruida? Por
supuesto. Sin embargo, ahora que el
Señor le ordena que marche a Nínive para anunciar su destrucción, no quiere
obedecer... Jonás teme que si los
habitantes de Nínive se enmiendan, entonces el Señor los perdonará y no
destruirá la ciudad; Jonás sabe que Dios es amor y que es capaz de arrepentirse
de sus palabras amenazadoras. Por su
parte, él desea que los ninivitas sean cada vez más impíos e injustos, para que
el Señor no los soporte y destruya Nínive.
De modo que decide no anunciar el castigo, para que éste llegue de
repente. No debe prevenir a los
ninivitas, para que no tengan ocasión de enmendarse. Ésta es la causa por la que Jonás se niega a obedecer la orden
del Señor y huye. Si Nínive está
situada hacia el oriente, entonces él se marcha rumbo a occidente.
¿Dónde hay un
tema de huida parecido? En Am 9,1-4 y
en Sal 139, ambos con la determinación de lo alto y lo profundo y algún extremo
marino. ¿Dónde aparece también la fuga
de un profeta? Además del profeta
anónimo de 1 Re 13, se ofrece la figura de Elías huyendo de Jezabel. Amós y el salmo declaran imposible la huida,
mientras que la de Elías se transforma en un encuentro con Dios.
Jonás se embarca
en un buque que zarpa de Jope hacia Tarsis (la Tartesos de Iberia). Un navío capaz de atravesar el Mediterráneo
tenía que ser de gran porte. No piensa
Jonás que del Señor no puede esconderse, pues el Eterno está en todas
partes.
El barco surca
las tranquilas aguas del Mediterráneo, los marineros no tienen mucho trabajo ya
que el mar está quieto y en la lejanía aún ven la ciudad de Jope. En cubierta el desconocido que viaja con
ellos bosteza aburrido, los marineros no le molestan y lo dejan a su aire. Sin embargo, en el corazón de Jonás no hay
paz, sabe que hace mal, pero es tozudo y no quiere ir a predicar a Nínive.
Está sombrío,
triste y pensativo, y por fin se deja vencer por un profundo sueño, pues está
cansado de tanto pensar. Luchar contra
el Señor no es agradable ni mucho menos.
De repente,
comienza a levantarse un violento viento; el cielo claro se cubre de negros
nubarrones, arrecia el viento y la mar se enfurece, las olas golpean la nave
con violencia. Tomando el hilo del Sal
139, que contiene las mismas expresiones, aparece también el doble sentido
viento/espíritu: “¿Adónde me iré
lejos de tu aliento (espíritu, ruaj)?” (Sal 139,7). Jonás huye en vano, pues el
espíritu/viento/aliento del Señor llena la tierra. Es un “viento grande” que provoca una “gran tempestad”. El Señor y el narrador se guardan otro
viento caliente y bochornoso para el desenlace final.
Los marineros se
miran con rostros sombríos. La
tempestad brama y se estrella contra los cables y el mástil de la nave. La mar cada vez está más brava y las grandes
olas golpean el barco con más
ímpetu. Se ha formado un gran
temporal. La tormenta es tan violenta
que es capaz de hacer naufragar un navío transmediterráneo: “Como el viento del desierto que destroza
las naves de Tarsis” (Sal 48,8). Si
la situación continúa así el barco se hundirá y todos perecerán ahogados en las
aguas. Los marineros están muy
asustados. Echan parte de la carga al
mar para tratar de aligerar el barco, pero el verdadero peso es Jonás. Por eso, la tempestad cada vez arrecia
más. En tal situación de angustia los
marineros paganos caen de rodillas y cada uno invoca a su propio dios. Todo es inútil, la tempestad no amaina. Empapados de agua, hacen lo imposible por
controlar la nave, se trata de su propia vida.
Abajo, en la
bodega del buque, Jonás duerme. No se
ha enterado de nada. No sospecha que en
cualquier momento puede ahogarse. En el
ambiente flota el recuerdo del profeta Elías, que en su huida “se acuesta y
se duerme” (1 Re 19,5).
De pronto es
despertado por el capitán del barco: “¿Qué
haces ahí, dormilón? Levántate y grita
a tu Dios, quizás tenga compasión de nosotros y nos salve de perecer”.
No comprende
cómo alguien puede dormir con tan gran tempestad. Contraste irónico: el
profeta que cree poder huir de Dios duerme, mientras que los paganos rezan y
trabajan. “Si quieres orar, entra en la
mar...”. Da lástima ver al profeta
Jonás interpelado por el patrón de la nave; de hecho, si hubiese estado en el
lugar que le correspondía, predicando en Nínive, haría la voluntad de Dios,
pero al estar fuera del camino de su deber, estaba expuesto a la oportuna
reprensión del Señor, siendo éste el primer paso para su recuperación, como el
canto del gallo lo fue para Pedro.
Jonás se
despierta y mira asustado a su alrededor.
Se levanta y se dirige rápidamente a cubierta. Allí los marineros briegan ya sin saber qué hacer. “Este temporal no es normal –se dicen
unos a otros-, seguro que es el castigo de algún dios. Echémoslo a suerte para saber a causa de
quién nos ha sobrevenido este desastre”.
Junto a ellos
está Jonás completamente callado, su corazón late a gran velocidad, pues se
sabe responsable de todo aquello.
Los marineros
echan suertes, y recaen sobre Jonás.
Todos lo miran boquiabiertos.
“¿Quién eres
y de dónde vienes? ¿Cómo se llama tu
país y de qué pueblo eres? –preguntan a Jonás.
Es curioso que en la serie
de preguntas falte una: “¿Qué has
hecho?”.
El profeta
desobediente responde: “Soy hebreo y
doy culto al Señor, Dios del cielo, que hizo la tierra y el mar”.
Cuando los
marineros lo oyen se asustan aún más.
Jonás les ha dicho que debía ir a Nínive a predicar, pero que no le
gusta y ahora huye a Tarsis para ocultarse del Dios todopoderoso.
Todos le han
escuchado en silencio y ansiosamente le preguntan: “¿Qué debemos hacer, pues la tempestad va en aumento y la mar
está cada vez más borrascosa?”.
Jonás sabe que no puede suicidarse, y responde: “Cogedme y arrojadme al mar, pues sé que
por mi causa ha venido esta tempestad sobre el barco. Si me arrojáis al mar, la borrasca amainará”.
¿Cómo? ¿Arrojar al mar a un servidor de aquel Dios
todopoderoso? No pueden hacerlo, pues
temen la venganza de ese Dios de Israel.
Jonás es causante, todavía no está claro que sea culpable. Entonces sus corazones se llenan de respeto
hacia ese Dios al que no conocen y reman tratando de llevar el barco a tierra
para salvar la vida de Jonás, pero todo es inútil. Las enormes olas amenazan con destrozar el barco, y viendo que no
tienen salvación cogen a Jonás y lo tiran por la borda. Al instante el viento se calma y la mar se
aquieta. El peligro ha pasado y están a
salvo. Todos se miran con asombro. ¡Qué gran poder el de ese Dios! Se dan cuenta de que el Dios de ese
extranjero es Señor del viento y del mar.
Entonces sintieron un profundo respeto y reverencia hacia el Señor, y le
ofrecieron sacrificios y le hicieron votos y promesas. El lector debe imaginar si lo hicieron en el
barco o una vez llegados a tierra.
Se trata del temor natural y numinoso al Dios de Jonás, a lo
trascendente y tremendo de los elementos desatados, al Totalmente Otro, que tan
bien describió Rudolf Otto en su libro “Lo Santo” .
La tarea misionera de Jonás, imprevista, ha sido un éxito. El profeta que se embarcó para escapar del
Señor, ha predicado su Nombre a unos paganos.
No es que éstos se hayan hecho creyentes, sino que reconocen al Señor
Eterno como el Dios poderoso del universo.
Las palabras y los hechos los han conducido a un reconocimiento
numinoso, sobrecogido, “temeroso” y reverente. Sin embargo, Nínive queda esperando en el horizonte
narrativo.
Jerónimo comenta esta situación de este modo: “Jonás, fugitivo en el mar, náufrago,
muerto, salva el navío que fluctuaba, salva a los paganos sacudidos por los
errores del mundo hacia diversas opiniones.
En cambio, Oseas, Amós, Isaías y Joel, que profetizaban por aquellos
días, no lograron enmendar a Judea”.
II Jonás en el vientre del gran pez (1,17 – 2,10), Dios
refina en la aflicción.
17 Pero
el Señor había dispuesto un enorme pez que se tragara a Jonás. Y Jonás pasó tres días con sus noches dentro
del pez.
2,1
Jonás oró al Señor su Dios desde dentro del pez, diciendo:
“En mi
angustia grité a ti, Señor,
y tú me
respondiste.
Desde
las profundidades de la muerte
clamé a
ti, y tú me oíste.
3 Me
arrojaste a lo más hondo del mar
y las
corrientes me envolvieron.
Las
grandes olas que tú mandas
me
arrollaban.
4
Llegué a sentirme echado de tu presencia;
pensé
que no volvería a ver tu santo templo.
5 Las
aguas me llegaban al cuello,
me
cubría el mar profundo
y las
algas se enredaban en mi cabeza.
6 Me
hundí hasta el fondo del abismo:
¡Ya me
sentía su eterno prisionero!
Pero
tú, Señor mi Dios,
me
salvaste de la muerte.
7 Al
ver que la vida se me iba,
me
acordé de ti, Señor;
mi
oración llegó a tu santo templo.
8 Los
devotos de los ídolos
faltan
a su lealtad;
9 yo,
en cambio,
te
ofreceré sacrificios con gratitud;
cumpliré
las promesas que te hice.
¡Tan
sólo tú, Señor, puedes salvar!”
10
Entonces el Señor dispuso que el pez vomitara a Jonás en tierra firme.
El autor introduce otro
personaje, que ha conquistado casi tanta fama como Jonás: el cetáceo o “gran pez”. A muchos zoólogos les ha interesado
identificar este animal, y la fantasía de los predicadores y artistas plásticos
se ha desbordado en él, incluso como adelanto de Julio Verne. Más importante y permanente es su lectura
simbólica.
Muchos identifican este animal con el gran monstruo marino de Sal
104,26: “El Leviatán que modelaste
para que retoce”; pero otros lo distinguen cuidadosamente de este
dragón. Más bien Jonás contemplaría en
las profundidades al inmenso monstruo que amenaza devorar al cetáceo con Jonás
dentro; pero el profeta anuncia que un día lo matará para el festín escatológico
de los justos.
Por otra parte, la lectura simbólica nace del mismo texto, pues la
oración de Jonás desborda ya la interpretación puramente literal del
monstruo. No en vano la tradición
rabínica había seguido tal camino: “El
pez que devora a Jonás es la tumba..., sus entrañas son el sheol” (Midrás de Jonás). El Evangelio también lo hace así: “¡Vaya una gente perversa e idólatra exigiendo señales! Pues no se le dará ninguna señal, excepto la
señal del profeta Jonás. Porque si tres
días y tres noches estuvo Jonás en el vientre del monstruo, también tres días y
tres noches estará el Hijo del Hombre en el seno de la tierra” (Mt 12,39s;
16,4; Mc 8,12). La tradición patrística
(Gregorio de Nisa, Teodoro de Mopsuestia, Cirilo de Jerusalén), la iconografía
y la liturgia añaden un testimonio abrumador a las palabras de Jesús,
afianzando la lectura simbólica (sin negar tampoco la realidad histórica del
hecho).
La oración de Jonás dentro del gran pez es un salmo de verso métrico
que describe un movimiento de bajada e inicia un movimiento de subida. De hecho, sus verbos fundamentales son
“bajar/subir”.
Lo importante es observar cuán llenos estaban la mente y el corazón
de Jonás de la Palabra de Dios, que, en vez de ser presa del terror, como si lo
que le sucediera fuera consecuencia de un accidente, él lo aceptó como
consecuencia de su desobediencia y, por tanto, como una disciplina
gubernamental de Dios (Sal 18,4ss; 30,2; 39,9; 120,1). Por eso dice: “Las olas que tú mandas me arrollaban”. De manera semejante, Pablo nunca se llama a
sí mismo “preso de Nerón”, sino “preso de Cristo”. Jonás cae tan hondo, que dice hablar desde “el
seno del sheol”, o sea, a las puertas de la muerte (Sal 30,3). Allí Jonás se acuerda de la shekináh, la
gloriosa presencia de Dios, presente en el templo de Sión. Este anhelo del templo es notable, pues
Jonás era un profeta del reino del Norte, de Israel, y no del reino del sur, de
Judá. Pero Jonás es yawhista.
Jonás había reconocido la mano de Dios en la tormenta, en las
suertes, etc., pero ahora lo reconoce y recuerda como nunca antes.
III Predicación de Jonás y enmienda de los ninivitas (3,1-10), al arrepentimiento sigue el perdón.
3,1 El
Señor se dirigió por segunda vez a Jonás y le dijo: 2 “Anda, vete a Nínive, la gran metrópoli, y anuncia lo que te
voy a decir”.
3-4
Jonás se puso en marcha y fue a Nínive, como el Señor le había ordenado. Nínive era una ciudad tan grande que para
recorrerla entera había que caminar tres días.
Jonás se fue adentrando en la ciudad y anduvo toda una jornada
pregonando: “¡Dentro de cuarenta días,
Nínive será arrasada!”
5 Los
habitantes de la ciudad, grandes y pequeños, creyeron a Dios, proclamaron ayuno
y se pusieron ropas ásperas en señal de dolor.
6 Cuando la noticia llegó al rey de Nínive, también él se levantó de su
trono, se quitó sus vestiduras reales, se puso el áspero sayal y se sentó en el
suelo. 7 Luego el rey y sus ministros
dieron a conocer por toda la ciudad este decreto: “Que nadie tome ningún alimento.
Que tampoco se dé de comer ni de beber al ganado y a los rebaños. 8 Al contrario, vestios todos con ropas
ásperas en señal de dolor, y clamad a Dios con fuerza. Deje cada cual su mala conducta y la
violencia que ha estado cometiendo hasta ahora; 9 tal vez Dios cambie de
parecer y se aplaque su ira, y así no pereceremos”.
10 Dios
vio lo que hacía la gente de Nínive y cómo dejaba su mala conducta, y se
arrepintió de la catástrofe anunciada, y no la ejecutó.
Dios
ha moldeado a Jonás, lo ha quebrantado y educado, ha trabajado como el alfarero
pule su obra. Pero no le cambia el
mensaje, no lo rebaja ni al gusto de Jonás ni al de los ninivitas. Le da una nueva oportunidad, pero la
exigencia es la misma: ha de ir a
Nínive a predicar.
Una vez allí, el autor añade dos rasgos
descriptivos: pone un superlativo a su
grandeza y la describe gráficamente.
Aquí surge el primer paralelismo:
las tres jornadas de recorrido equivalen a los tres días dentro del
monstruo. ¿Tiene la ciudad algo de
monstruosa, capaz de devorar al profeta?
¿O sólo se parece en ser “grande”?
Grandes
murallas circundan la ciudad, gran número de puertas que durante la noche son
cerradas para que ningún enemigo puede penetrar. Numerosas torres se alzan para que los vigías puedan velar noche
y día. En su interior habitan alrededor
de medio millón de almas.
En
esta ciudad los reyes asirios han construido magníficos palacios. Han plantado preciosos jardines. A mediodía sus puertas están abiertas; hay
gran tráfico de personas, animales y carros a través de ellas. Viajeros, comerciantes y paseantes
atraviesan cada día sus puertas.
Mezclado entre toda esa clase de gente entra un extranjero; sus vestidos
son extraños, llama la atención. No se trata
de un comerciante cualquiera. Viste una
ropa larga y blanca y se ciñe con un cinto.
Es Jonás.
En una jornada Jonás recorre un tercio de la
ciudad, pero su pregón la recorre por entero.
Los asirios le ven y se detienen.
Cuando oyen lo que dice sus rostros marcan un rasgo de preocupación y
comentan unos con otros sus palabras.
La inquietud y la angustia turba a toda la ciudad. Y comienza la reacción. El término de “cuarenta días” no es
un plazo para anticipar cruelmente la angustia ante lo inevitable, sino una
propuesta para provocar una reacción que lo evite (Ez 33).
La
última palabra del mensaje: “arrasada”,
despierta un eco conocido: es el
término con que los profetas se refieren a Sodoma y Gomorra (Gn 19,21.25.29; Jr
20,16; Dt 29,22; Is 1,7; 13,19; 50,40; Am 4,11). Y Jonás resulta un poco como Abraham frente a la Pentápolis. ¿Habrá escapatoria? ¿Habrá cincuenta justos en Nínive? El narrador ha dejado caer una reminiscencia
vigorosa; es su estilo.
La
reacción de Nínive es impresionante. La
ciudad archienemiga de Israel, modelo de agresión y crueldad; la ciudad
descrita por Nahum: “Sanguinaria y
traidora, repleta de rapiñas, insaciable de despojos... por las muchas fornicaciones de la
prostituta, tan hermosa y hechicera, que compraba pueblos con sus fornicaciones
y tribus con sus hechicerías” (Nah 3,1.4); esa ciudad “cree” a Dios
al instante. Pero, ¿qué creyeron? ¿Que se cumpliría la amenaza? ¿Que merecían el castigo? Pese a todo, no organizan una evacuación en
masa, no recurren a “ídolos vacíos” ni a sus templos y sacerdotes. Organizan un acto de penitencia colectiva,
aceptando que merecen el castigo y que todavía es posible evitarlo. Sin embargo, la penitencia sólo muestra un
aspecto ritual y externo.
El
rumor llega a oídos del rey, y éste se asusta porque cree el mensaje de aquel
profeta extranjero. Nínive es una gran
metrópoli, y en ella hay mucha impiedad e injusticia. El rey lo sabe muy bien.
Por eso se levanta de su fastuoso trono para luego abajarse, al polvo y
la ceniza, igualado en el áspero sayo a cualquier ciudadano.
Además
ordena en un bando que nadie (hombres, mujeres, niños, ancianos, incluso
animales) coma o beba. Todos deben
invocar al Dios de Israel y pedir perdón.
Es
sorprendente ver los animales convocados al ayuno. Que las personas se ocupen de los animales se observa en Jr 14 y
Jl 2, pero que los animales hayan de colaborar a la penitencia de los hombres
es un servicio imprevisto. “Tú,
Señor, socorres a hombres y animales” (Sal 36,7). Por ejemplo, nosotros también colocamos crespones negros en los
caballos que tiran de la carroza mortuoria.
Nos
acercamos a una lección magistral: Dios
se arrepiente de sus amenazas, y puede cambiar si el hombre cambia (Ex 32,14;
Jr 26,13; 18,7s; 36,7). Lo que se dice
de Israel vale también para los paganos, incluso para una Nínive.
El
rey pone un grano de duda, respetando la libertad de Dios, confiando en su
piedad. No sabe a qué atenerse. La tradición bíblica también dice que Dios
no se arrepiente (1 Sm 15,29; Sal 110,4; Nm 23,19; Jl 2,14).
Pero
no pensemos que los ninivitas se arrepintieron sinceramente de sus faltas, pues
aquello fue sólo un rito externo, por temor al castigo y nada más.
Sin
embargo, Dios escuchó el clamor de aquellos asirios paganos, pues vio que se
humillaron aunque sólo fuera externamente, y atendió sus ruegos.
IV Enojo de Jonás y respuesta final de Dios (4,1-11), el Eterno no tiene favoritismos.
4,1 A
Jonás le cayó muy mal lo que Dios había hecho, y se disgustó mucho. 2 Por eso, se encaró al Señor en estos
términos:
-
Mira, Señor, cuando aún me encontraba en mi tierra, ya
decía yo que esto era lo que iba a pasar.
Por eso quise huir de prisa a Tarsis, pues yo sé que tú eres un Dios
tierno y compasivo, tan paciente que no te enojas fácilmente, y que es tanto tu
amor que anuncias un castigo y luego te arrepientes. 3 Por eso, Señor, te ruego que me quites la vida. Más me valdrá morir que seguir
viviendo.
4 Pero
el Señor le contestó:
-
¿Te parece bien irritarte así?
5 Jonás
salió de la ciudad y acampó al oriente de ella; allí se hizo una enramada y se
sentó a su sombra, esperando el destino de la ciudad. 6 Dios el Señor dispuso entonces que una mata de ricino creciera
por encima de Jonás, y que su sombra le cubriera la cabeza para que se sintiera
mejor y no sufriera una insolación.
Jonás estaba encantado con aquel ricino. 7 Pero, al amanecer del día siguiente, Dios dispuso que un gusano
picara al ricino, y este se secó. 8
Cuando salió el sol abrasador, Dios dispuso que soplara un ardiente viento del
este, y Jonás, como el sol le quemaba la cabeza hasta desfallecer, quería
morir.
-
¡Más me vale morir que vivir! –decía.
9 Pero
Dios le contestó:
-
¿Te parece bien enojarte así porque se haya secado el
ricino?
-
¡Claro que sí! –respondió Jonás- . ¡Me muero de rabia!
10
Entonces el Señor le dijo:
- Tú no plantaste la mata de ricino ni la hiciste crecer; en una noche nació y a la siguiente perece. Sin embargo, tienes compasión de ella. 11 Pues con mayor razón debo yo tener compasión de Nínive, esa gran ciudad donde hay más de ciento veinte mil niños inocentes y muchos animales.
COMENTARIO
Si un hombre no inspirado hubiese escrito este libro,
faltaría el capítulo cuatro (todo parecía terminar bien). Pero quedaba lo principal: el objetivo de toda la obra, que es mostrar
el amor universal de Dios. Vamos de
asombro en asombro.
En las afueras de Nínive hay un hombre sentado en una
colina con un disgusto terrible. Jonás
ha visto que Nínive se ha humillado ante Dios y ha reconocido su mal, pero él
no se alegra de ello. Él odia a los
asirios y a su metrópoli. Ahora
Samaria, la capital del reino del Norte, Israel, será asolada. Pero Samaria debería salvarse y Nínive
no. Eso sería lo normal, entonces él
podría alegrarse. Por eso está muy
enfadado con el Señor.
“Ya me decía yo que esto sucedería cuando aún estaba
en mi país, y por eso huí a Tarsis, porque sabía que tú eres amor y perdonarías
a Nínive. Quítame la vida, porque
prefiero morir que ver esto”.
Jonás sabe, y porque sabe huye. Sabe cómo es Dios, misericordioso y amor
leal. Su cita es un definición
litúrgica literal (Ex 34,6; Sal 86,15; 103,8; 111,4; Neh 9,17.31; Jl
2,13).
Hay quienes piensan que el Dios del
Antiguo Testamento es un ser severo, colérico y espantoso. Pero la definición que la Vieja Alianza da
de Dios es: “El Señor es un Dios
compasivo y clemente, paciente, misericordioso y leal, que conserva la
misericordia hasta la milésima generación, que perdona culpas, delitos y
pecados, aunque no deja impune y castiga la culpa de los padres en los hijos,
nietos y bisnietos” (Ex 34,6s).
Dios se autodefine con cinco adjetivos que subrayan su compasión,
clemencia, paciencia, misericordia y lealtad.
En su balanza el perdón y el castigo no están equilibrados. Es cierto que no tolera el mal, pero su
capacidad de perdonar es infinitamente superior a la de castigar. Así lo expresa mediante la comparación entre
las generaciones: mientras la
misericordia se extiende a mil, el castigo sólo abarca a cuatro (padres, hijos,
nietos y bisnietos). El texto no se
debe entender literalmente, sino para comprender el contraste de mil a cuatro,
de su inmensa capacidad de amar frente a la escasa capacidad de castigar (Sal
86,15; 103,8-14; 145,8s).
Cuando Moisés pregunta a Dios: “Dices que me tratas personalmente y te
conozco por tu Nombre, y que gozo de tu favor”. Entonces el Señor promete manifestar a Moisés, pero sólo de
pasada, fugazmente (Ex 33,19.22; 34,6).
Sólo podrá contemplar la espalda del Señor, no su rostro. Revelará a su predilecto “toda su
bondad”, y se la hará íntimamente presente pronunciando “su Nombre”
(Ex 33,19). Entonces el Señor “bajó
en la nube y se quedó con él allí” (Ex 34,5), pero Moisés estaba al amparo
de una roca (Ex 33,22), no pudiendo verlo de frente, y sólo pudo mirar cuando
el Señor pasó, y contempló su espalda y oyó su Nombre.
Este es un texto de autodefinición
de Dios (Ex 34,6), pues la expresión hebrea “rab-jesed” (rico en
misericordia) señala su atributo definitorio.
Equivale a la expresión joanica “Dios es amor” (1 Jn
4,8.16). Pero el texto original hebreo
registra matices mucho más expresivos, dando una comprensión más detallada de
lo que significan el amor y la misericordia.
De hecho, los cinco vocablos que definen a Dios son: “rajum” (misericordia, clemencia,
compasión), “janum” (misericordia y clemencia), “erek apayim”
(tolerancia, aguante, control y lentitud para la ira), “jesed” (piedad,
clemencia, amor) y “emet” (verdad, fidelidad, lealtad). Leído de corrido el texto da la impresión de
estar compuesto por una retahíla de calificativos hilvanados: se de hecho cinco, pero podrían haber sido
una docena, pues todos significan casi lo mismo y se entremezclan gracias a su
tonalidad sinonímica.
Con un Dios justo Jonás puede hacer
cuentas y prever resultados, pero con un Dios misericordioso no se puede
contar, pues es capaz de perdonar a los máximos adversarios, dejando de paso
malparado a su profeta. Nínive
perdonada podrá destruir a Israel.
Jonás está irritado y además teme que los asirios se
rían de él cuando vean que no ocurre lo que había anunciado. Un profeta se acredita cuando se cumple su
profecía (Jr 28,9; Dt 18,22). Hecho
colaborador del enemigo y perdido todo crédito profesional, no quiere seguir
viviendo, pues sabe que los israelitas lo apedrearán. Y es que Jonás teme por su propio honor, pero no se preocupa del
honor de Dios. Sin embargo, Dios
también es bueno con Jonás. El Señor
oye las quejas de su siervo y le pregunta:
“¿Te parece bien enojarte tanto?”. Jonás sigue obstinado, sigue esperando que Dios destruya Nínive,
desea salirse con la suya. Entonces
comienza la parábola del ricino, el gusano y el solano, con que el Señor quiere
instruir a su profeta. ¿No bastaba la
lección marítima?
Cuando llega la noche, Jonás se
duerme. A la mañana siguiente, cuando
despierta, su primera mirada se dirige a la ciudad... intacta. De pronto se
percata que detrás de él hay una planta de grandes hojas. Aquel ricino ha crecido durante la noche,
una planta de anchas hojas que crece rápidamente hasta los tres metros. Jonás se lleva una gran alegría; ahora podrá
cobijarse a la sombra de la planta y resguardarse del sol abrasador.
El Señor, que es la verdadera Sombra
protectora (Sal 17,8; 36,8; 57,2; 63,8; 91,1; 121,5) suministra una sombra
protectora a Jonás, y, al mismo tiempo lo libra del mal. ¿De qué mal? Del calor físico, pero también del ardor colérico que lo come por
dentro, de sus ideas mezquinas. El
alegrón que se ha llevado Jonás por el ricino contrasta con el disgusto por la
ciudad: su pequeño bienestar personal
frente a la salvación de una ciudad.
Al llegar la noche Jonás duerme bajo el ricino, pero
al despertar por la mañana observa que éste se ha secado, sus hojas se han
caído y sólo queda el tronco y unas ramas secas. Durante la noche los gusanos se comieron las raíces y la planta
se secó.
Jonás se lamenta y comienza a
quejarse: “¿Por qué se ha secado el
ricino? ¡Con lo estupenda que era esta
planta para resguardarme del sol!”.
El día avanza y el sol ya calienta
de modo sofocante, abrasando la cabeza de Jonás. No puede más. “Mejor
sería morir que vivir”, se queja.
Nuevamente el Señor le dice: “¿Tanto
te enojas por el ricino?”. El verbo
hebreo para “enojarse” significa “ponerse al rojo vivo” de tan
caliente. Jonás responde: “Sí, me muero de rabia”. Entonces el Señor, llevando la ironía al
sarcasmo, le responde: “Tienes
lástima de un ricino, en el cual no trabajaste ni lo hiciste crecer. En una noche nació y en otra pereció. Y si tú hubieras deseado salvar la planta,
¿no voy a tener yo misericordia de Nínive, donde hay más de ciento veinte mil
niños y muchos animales?”.
Llega el final del diálogo, el Señor
tiene la última palabra. Y resulta que
esa palabra es una gran interrogación retórica, de ancho respiro, larguísima
para los cánones de la prosa hebrea.
Sobre esa pregunta gravita todo el relato imprimiéndole fuerza de
penetración. Es una pregunta dirigida
por Dios a Jonás, y a través de Jonás a los lectores; una pregunta para los que
se creen buenos y desprecian a los malos, una pregunta para los que se ven
malos y buscan esperanza. ¿Qué
significa que Dios es poderoso y generoso?
¿Qué significa ser profeta de ese Dios en medio de un mundo perverso y
cuál es el sentido de su palabra?
Jonás ha sido muy cruel; quiere enmendar la plana a
Dios. Son muchos los que piensan que
podrían gobernar el mundo mejor, pero la Biblia no canoniza a sus héroes.
¿Daría Jonás el salto, convirtiendo en beneficiarios
de la misericordia divina a todos los pueblos, incluso a los enemigos de
Israel? Isaías sí: “Aquel día Israel será mediador entre
Egipto y Asiria, será bendito en medio de la tierra; porque el Señor de los
ejércitos lo bendice diciendo: Bendito
mi pueblo, Egipto, y Asiria, obra de mis manos, e Israel, mi heredad” (Is
19,24s). Esta unión de Israel, Egipto y
Asiria puede parecer intrascendente al lector.
Pero quien sabe lo mucho que sufrió Israel a manos de egipcios y asirios
capta la enorme verdad de estas palabras.
Que Dios llame a Egipto “mi pueblo”, que llame a Asiria “obra
de mis manos” sólo es posible dentro de una mentalidad dominada por la idea
del amor universal de Dios.