EL CISMA DE ORIENTE Y OCCIDENTE
El presente artículo fue escrito por la señora Clara Cortázar de Goettmann.
Bosquejo histórico.
El Cisma entre el Oriente y
Occidente cristianos pesa fuertemente
en la balanza de los hechos históricos.
Sin embargo, hubo que esperar al siglo XIX para que la
opinión pública occidental se
conmoviera y tomara conciencia de la importancia de este acontecimiento.
Es
cierto que durante la época de la controversia greco-latina — es
decir, entre los siglos XI y XV — se
escribió bastante sobre el cisma. Pero — por
el lado latino — esta literatura es más
una expresión de beligerancia que una visión de síntesis. Los griegos, por su parte, elaboran tesis teológicas extremadamente
interesantes con respecto a la doctrina trinitaria o el primado de la Iglesia,
pero no intentan comprender el alma y la cultura occidentales, a
las que consideran inferiores.
En
nuestra época, los occidentales se inquietan por la unidad de
la Iglesia. Las plegarias por la unidad y el ecumenismo son
preocupaciones de Occidente, que,
habiéndose alejado más de la tradición, es el que más siente la necesidad de un
retorno a las fuentes.
Sin embargo, hay en la historia
leyes divinas que el hombre no puede transgredir. No se salta por encima de
la historia, no se vuelve a una fuente sin remontar el curso del proceso que
nos alejó de ella, no hay camino hacia la unión sin una toma de conciencia del
contenido y la naturaleza de la desunión.
Conocer y comprender el proceso que llevó a la ruptura entre Oriente y
Occidente implica comprender el cisma, no en sus aspectos exteriores y
circunstanciales, sino en su esencia profunda.
* * *
Desde
el punto de vista histórico, la fecha de 1054 es sólo un episodio en las relaciones de lo que se llama erróneamente
Oriente y Occidente (de hecho, Constantinopla no está en Oriente, sino en el
límite entre Asia y Europa). Si
observamos las divergencias actuales entre la Iglesia de Roma y la Ortodoxia,
constatamos que los puntos esenciales de controversia tienen cada uno su propia
historia. No se producen en el mismo
momento, y no provienen todos del mismo
lugar. La discusión dogmática del
Filioque se remonta a más allá del siglo VIII.
La centralización
romana se inicia recién en tiempos de Nicolás I (860). La doctrina de la teocracia papal comienza sólo con Gregorio VII (+1085), para llegar a su
definición plena con Inocente III
(+1216), que ya no se llama a sí mismo "sucesor de San
Pedro" sino "vicario de Cristo." Más tardía aún es la
controversia sobre la naturaleza increada de la gracia, sintetizada
por Gregorio Pálamas (+1359) en Tesalónica.
Distinguiremos
tres épocas que nos parecen momentos claves: el siglo IX, desde Carlomagno hasta Focio el Grande, Patriarca de Constantinopla (+890); la
época de la "reforma gregoriana" (siglo XI); y el tiempo de las Cruzadas. Esto nos hará recorrer rápidamente casi
cinco siglos de historia.
El recodo del año 800.
Durante
los primeros siglos, la plenitud de la Tradición — el tesoro heredado de los Apóstoles — se conservó intacto. Sin embargo, cada una de las Iglesias asimiló a su modo este
contenido único, y así aparecieron ciertas dominantes diferentes, que formaron
tradiciones
regionales, fruto de la fusión del cristianismo con las antiguas culturas
locales. Por otra parte, en el Imperio
Romano, predominaba la amalgama de culturas greco-romanas. Cuando el Imperio se cristianizó, la idea de universalidad del cristianismo se convirtió en la de un Imperio
cristiano universal, presidido por el basileus (el emperador), cuya sede era ya
Constantinopla. Rápidamente, la nueva
capital — la "nueva Roma" fundada por Constantino en
330 — eclipsó a la
antigua Roma, y la rivalidad entre las dos ciudades comenzó a hacerse
sentir. El basileus tomó conciencia de
su poder y su prestigio, y ejerció un control efectivo sobre la Iglesia en
cuestiones materiales, y hasta doctrinales. Su influencia
era decisiva para la elección del Patriarca de Constantinopla, y su aprobación
era en principio necesaria para promulgar las decisiones de los
Concilios. Su figura estaba aureolada
de sacralidad, puesto que la Iglesia misma lo consideraba la cabeza de la
sociedad cristiana, ungido de Dios, e "igual
a los Apóstoles". Es lo que
los historiadores llaman el "cesaro-papismo." Los peligros de esta visión política no dejaron de hacerse
notar: si el emperador era oportunista
— o herético- — se convertía en un peligro para la
Iglesia universal, y podía desatar persecuciones sangrientas, como en el caso
de los emperadores iconoclastas. Pero
la Iglesia resistió a
las presiones, y salió victoriosa.
Sin
embargo, imperceptiblemente, la rivalidad entre las dos ciudades penetró en la
conciencia de la Iglesia
misma. Si bien los Concilios ecuménicos — celebrados todos en Oriente (el más alejado
de Constantinopla fue el de Efeso) — por respeto a la antigua capital, y honrando la memoria de los dos grandes apóstoles
— Pedro y Pablo, martirizados en Roma — otorgaron el primer lugar de honor a
Roma y el segundo a Constantinopla, el obispo de ésta última se sintió superior a su colega romano. Hacia el año 600, el patriarca Juan el Ayunador,
colmado de honores, intentó que
las otras Iglesias aceptaran que su sede portara el título de
"ecuménica".
A esta tentativa de centralización y de predominio se
opuso tenazmente el obispo de la antigua Roma — el gran San Gregorio (+604) —,
pues "si uno lleva el
título de patriarca universal, el nombre de patriarca no tendría ya sentido
para los otros" (honor patriarcharum omnium negatur). Y agrega san Gregorio: "Si admitimos esto, corrompemos la fe
de toda la Iglesia". Por lo tanto
— y hacia el año 600 — no
es del papado romano que la Iglesia
teme la centralización, sino de Constantinopla, la ciudad
imperial.
Esta
rivalidad no significó al comienzo ningún peligro de división: Constantinopla no tenía nada que temer de la
antigua Roma, destruida y
sometida por las invasiones bárbaras, acosada por pestes e inundaciones, castigada por hambrunas
cíclicas.
Pero
un hecho aparentemente irrelevante debía acelerar el curso de
los acontecimientos, y revertir la
situación. Los lombardos
invaden Italia del norte, establecen su capital en Pavía, y amenazan a la ciudad de
Roma. Por intermedio de su obispo, los
romanos buscan apoyos políticos y
militares. El basileus, demasiado ocupado en la frontera oriental de su
imperio por el empuje islámico, no puede ayudarlos. Entonces se vuelven hacia los reyes francos, que acaban de
obtener un prestigio sin parangón en el
mundo occidental gracias a su definitiva victoria sobre los musulmanes en la
batalla de Poitiers (732). Pipino,
llamado el Breve — y luego su hijo Carlomagno —, acuden sucesivas veces a
Italia, hasta la derrota final de los lombardos. Grandes porciones del
territorio recuperado son puestas por Carlomagno bajo la protección espiritual de San Pedro y el cuidado material
del mismo Papa, origen de los que serán más tarde los Estados Pontificios, de los cuales el actual Vaticano
es el último vestigio. Este territorio
indefenso transformó
rápidamente la mentalidad del obispo de Roma, que se convirtió en una
personalidad política, con todas las obligaciones y prerrogativas que esto
implica: gobierno,
cuerpo diplomático, ejército,
estructura financiera, etc.
El
descenso del poder espiritual a la arena política trajo confusiones
numerosas, y una cadena de circunstancias favorables al cisma. El
papado se lanzó por la pendiente de la psicología del poder, y se ubicó en el mismo plano
que los demás príncipes
temporales. Pero este hecho era tan
extraño a la tradición universal que sólo otras circunstancias externas
pudieron hacerlo aceptable, y finalmente deseable. De ellas, una es fundamental: la ambición unificadora de Carlomagno.
* * *
Cuando en noviembre de 751,
"por elección de
todos los Francos, la consagración de los obispos y la sumisión de los grandes", Pipino el Breve envió a un monasterio
al rey merovingio Childerico III para instalarse en su lugar, nadie creyó ver en
esto nada más que una usurpación común y corriente. Sin embargo, y gracias al genio político de Carlomagno — el
hijo de Pipino-, la
dinastía advenediza dio forma a una nueva sociedad, y transformó el rostro y el
futuro de Europa.
La idea fundamental de
Carlomagno fue la de restaurar el viejo Imperio
de Occidente. Para ello se valió de
medios militares, e hizo pagar muy caro a los sajones el deseo de
mantener su autonomía. Pero se valió también de medios religiosos. Un pueblo conquistado era ipso facto bautizado: "Cree, o muere".
La liturgia se convirtió así en un asunto de Estado, y la diversidad de
ritos, de costumbres, de tradiciones locales, fue eliminada como si se
tratara de un crimen de lesa majestad, sacrificada
a la nueva idea de unidad imperial. La
política se orientó hacia Roma en búsqueda de apoyos sacros — por una parte-, y por otra en búsqueda
de símbolos fuertemente anclados en la
conciencia colectiva: el Imperio debía
ser necesariamente romano.
Cuando
Carlomagno regaló al Papa los territorios lombardos conquistados, no actuó de manera
inusitada. El legado de territorios era
un gesto habitual de pago de
servicios a sus compañeros de armas, gesto que implicaba — en
contrapartida — la sumisión total
del beneficiado: su
vasallaje. Así, el Papa se convirtió en
vasallo político del emperador: recibía
de él apoyo y
protección, pero a su vez lo aureolaba con su poder espiritual. Esta alianza llegó a su plena expresión el
día de Navidad del año 800, cuando León III coronó a Carlomagno como emperador
de los romanos.
Inmediatamente,
éste se lanzó a una campaña de tipo cultural, y decidió instruir al
clero como primera etapa del proyecto
de transformación de su Imperio tan diversificado. Saliendo de
una cultura bárbara esencialmente oral (los francos eran uno de los pueblos
bárbaros que habían ocupado vastos territorios del viejo Imperio Romano), Carlomagno quiso volver a dar a la palabra
escrita el prestigio que había tenido en el mundo romano.
Se rodeó entonces de intelectuales
venidos de otras regiones, como el inglés Alcuino o el español Teodulfo; se
preocupó de reglamentar
la escritura de los libros
religiosos; formó escuelas de escribas que escribieron con la más hermosa caligrafía que
haya podido inventarse, la carolina. Su
admiración de la cultura clásica, griega o romana, lo llevó a buscar y hacer
copiar manuscritos de obras latinas.
Si conocemos a Ovidio, Horacio o Virgilio, es gracias a la diligencia de
los escribas carolingios. Esta literatura clásica hace reflorecer
las artes retóricas, y a partir del siglo IX una inmensa producción de poesía
latina letrada — de letrados, y para letrados — surge en el epicentro del Imperio, los
actuales territorios de Francia oriental, Suiza y Alemania occidental. La alianza con el Papado se expresó también
en la refundición
de los ritos galicano y romano, que se impuso luego como rito único a todos los
pueblos del Imperio. Y en el campo específicamente musical, se organizó
un repertorio — al que hasta hoy se llama "gregoriano" — muy
nuevo en algunos aspectos, que
desalojó las viejas tradiciones musicales, y al que — para
darle prestigio — se le adjudicó el
patronazgo ficticio de un Papa, el gran san Gregorio, muerto hacía ya más de dos siglos.
En todos estos hechos de tan
variada naturaleza, prevalece la voluntad
tenaz de auto-afirmación, de auto-valoración; y se observa la laboriosa
adquisición — para Occidente — de una identidad original.
Ninguna de estas novedades pudo
ser bien recibida por Constantinopla,
que seguía pensando que Iglesia e Imperio — únicos por definición — formaban un todo orgánico, sin
confusión pero sin separación. La
alianza del Papa con un segundo emperador fue sentida como una traición; la
idea imperial de Carlomagno, como una usurpación; la consagración de éste por el Papa, una
verdadera herejía. El basileus sintió
que su autoridad había
sido herida. La Iglesia bizantina, por
su parte, consideró que la acción del obispo de Roma, al comprometer
directamente a la Iglesia universal, hubiera debido someterse a la aprobación de los demás
obispos mediante una previa consulta conciliar. El Papado, al actuar unilateralmente, rompió el ideal conciliar. Finalmente, ese Occidente bárbaro —
despreciado por los bizantinos-, esa lengua latina considerada inferior al
griego, empezaban a
cobrar una importancia no sólo política sino también cultural, y a demostrar
una creatividad sin precedentes, que ponía
en peligro la hegemonía de Constantinopla. La
rivalidad entre ambos mundos se agudizó.
Los francos, por su parte,
reaccionaron con la violencia de los que saben que sus conquistas son
precarias. Una abundante literatura franca anti-griega
intentó demostrar al Papa y a todos los teólogos occidentales que los
bizantinos eran heréticos. Las
decisiones del Concilio de Nicea II (en 787), que proclamaron el triunfo de la
fe ortodoxa frente a los iconoclastas, y en
el cual no hubo ningún representante occidental, habían sido traducidas
defectuosamente al latín, lo cual produjo la acusación de iconolatría contra
los Padres griegos. La fórmula trinitaria
conciliatoria, preconizada por el patriarca San Taracio, "el Espíritu procede del Padre por el
Hijo" (en su carta
sinodal a los padres del VII Concilio Ecuménico de Nicea) produjo la acusación
de arrianismo. Y se inicia entonces la
querella del Filioque.
Los aspectos teológicos.
Abandonaremos
aquí por un momento la descripción de los hechos históricos para entrar
en el plano estrictamente teológico.
La
fórmula del Credo promulgada en el Concilio de Nicea I (325) afirma, apoyándose
en palabras del Evangelio (Jn 15, 26), que el Espíritu Santo "procede
del Padre". Sin embargo, en las Iglesias latinas se forjó
una fórmula desarrollada de la siguiente forma:
el Espíritu Santo "procede del Padre y del Hijo" (en latín, Filioque).
Esta
fórmula, que transforma el equilibrio de la teología trinitaria, se divulgó
durante el siglo VI en España y en Galia, como una manera de luchar contra la
disminución de la Persona del
Hijo propugnada por la herejía de Arrio.
Debemos notar que en Occidente se contempló la Trinidad dentro del misterio mismo de la
salvación, sin intentar distinciones que las Iglesias orientales heredaron de
los Padres Capadocios. De este modo, el
movimiento de revelación
Padre-Hijo-Espíritu, tal como se desarrolló históricamente, no se distingue de
la vida íntima y eterna de la Trinidad, y las relaciones o
"procedencias" que se establecen en el seno de esta intimidad no se
distinguen de las "misiones"
temporales. En esta atmósfera, la afirmación de que el Espíritu procede "del
Padre y del Hijo" pone de relieve, esencialmente, la dinámica de la experiencia del
Espíritu — en la Iglesia y en la vida humana — como don del Padre
y del Hijo.
Aceptable
en este contexto, la afirmación comienza a producir tergiversaciones una vez
proyectada a la vida íntima de la Trinidad.
La
distinción entre "naturaleza" divina y "Personas"
divinas se enturbia.
Sin
embargo, esta distinción es el eje mismo de la explicitación del dogma trinitario, y una clave
epistemológica de consecuencias incalculables.
La "naturaleza" divina es el elemento común a las tres
personas. Pero dentro de esta unidad
absoluta, las personas únicas se distinguen de manera absoluta. Habría que decir "Tri-Unidad"
— como lo hacen ciertos textos
litúrgicos — para captar
en una misma mirada, en un mismo impulso de adoración, la unidad de la
Naturaleza y la diversidad de las personas.
“¿Me preguntas qué es la procedencia del Espíritu
Santo? Dime primero qué es la inasibilidad del Padre. Entonces te explicaré la generación del Hijo
y la procedencia del Espíritu. Y los
dos quedaríamos atacados de locura por haber querido escrutar el misterio de
Dios” (San Gregorio de Nacianzo).
La
teología tradicional patrística, consciente de los límites del lenguaje, no
intenta explicar el
Misterio, sino contemplarlo. Su actitud
es apofática, "negativa," en el sentido de que se aproxima a la realidad sagrada mediante negaciones. El Padre no es el Hijo ni el Espíritu Santo; el
Hijo no es el Padre ni el Espíritu
Santo; el Espíritu Santo no es el Padre ni el Hijo. El pensamiento se detiene ante la imposibilidad de
definir una existencia personal en su diferencia absoluta, se ve obligado a superar sus propios límites,
y a trascender sus medios habituales de intelección.
La
fórmula del Filioque — fruto
de un pensamiento filosófico basado
en categorías lógicas — lanzó
la teología por un camino
muy diferente del que nos habían legado los Padres.
Se convierte en teología "positiva," que
afirma, define, categoriza, clasifica.
“Se
tiene la impresión de haber abandonado las cimas teológicas para descender al
nivel de una filosofía religiosa... La fe
busca la intelección para
transponer la revelación al plano de la filosofía, mientras que (en la teología ortodoxa y patrística)
la intelección busca las realidades de
la fe para transformarse, abriéndose más y
más a los misterios de la revelación”. (Vladimir Lossky).
Si bien es verdad que el Hijo
no es ajeno a la "procedencia" — o "procesión" — del Espíritu (abandonando aquí toda noción de causalidad), el Espíritu Santo
tampoco es ajeno a la
generación del Hijo. No se pueden pensar o enunciar
separadamente los dos movimientos trinitarios eternos, concebidos en toda la tradición ortodoxa como "simultáneos."
Toda introducción — aún conceptual o nocional — de una anterioridad de la generación
del Hijo con respecto a la procedencia del Espíritu Santo contribuye
a racionalizar el misterio trinitario y a desequilibrarlo, para gran peligro de
la Iglesia, donde el Reino de la Trinidad ha sido inaugurado.
Con
el Filioque, el Espíritu Santo aparece subordinado al
Hijo.
Es en la vida misma del Salvador que se revela la
Trinidad: el Espíritu en acción se
manifiesta, y se revela el amor infinito
del Padre. Antes de comunicar el
Espíritu a los hombres, el Cristo mismo es su "lugar" de reposo, el receptáculo del Espíritu.
Hay aquí — como dice el padre Bobrinskoy — "una coincidencia inefable y plena del Hijo y del
Espíritu, una mutua transparencia...
Antes de ser el don del Cristo, el Espíritu revela la identidad del Cristo y
condiciona su presencia, tanto en el tiempo
de la encarnación como en el tiempo de la Iglesia. " Al mismo tiempo,
es el Cristo — poco antes de su
pasión — quien nos revela la persona del Espíritu, el otro Paráclito (Jn
14, 16). Uno y otro son "las dos
manos del Padre" — según la
expresión de san Ireneo — que
actúan en el mundo y en la Iglesia por la sobreabundancia del amor común a los
tres.
San Atanasio
Si
el Hijo cumplió su misión salvadora para toda la humanidad,
el Espíritu reactualiza para cada
persona la obra eterna y acabada de Cristo. Y mediante este
despertar de cada uno (Hch 2,3) a la vida divina, el Espíritu funda la Iglesia,
donde cada persona puede responder al amor ofrecido por la Trinidad, y
descubrir a cada uno de sus hermanos en la caridad.
Esta obra personal del Espíritu queda en la sombra para la
teología del Filioque. El aspecto carismático de la Iglesia se
subordina al aspecto institucional, histórico, organizativo y jerárquico. La inspiración, que sopla donde quiere (Jn
3,8) — tanto en el Papa o el Patriarca como en el más humilde de los fieles-, se hace
sospechosa. La vida mística queda
relegada al ámbito estrictamente privado, y no nutre más el pensamiento teológico, mientras que toda
la teología patrística y ortodoxa implica una experiencia mística. Más aún, en los primeros siglos, la mística es considerada como la
teología por excelencia, y a un místico y poeta como san Simeón (muerto en 1022, unos años antes
del cisma) se lo llama "Nuevo
Teólogo" por la intensidad de su experiencia
contemplativa.
* * *
Esperamos
que esta larga disgresión haya podido mostrar la importancia del pensamiento teológico en la vida de la Iglesia y,
finalmente, de toda la sociedad. La
concepción de Dios condiciona
la concepción de la realidad entera, visible e invisible. La introducción de la
doctrina filioquista en el pensamiento occidental inició una cadena de
tergiversaciones que no pasaron desapercibidas: el mismo Papa de Roma León III tomó una posición firme frente a las presiones de los teólogos francos, e
hizo grabar el texto tradicional del Credo — en griego y en latín — en dos grandes placas de plata que se
colocaron en el año 810 sobre las
puertas de la basílica de San Pedro. "Me niego — dijo a los
emisarios francos — a preferir
una opinión a la de los Padres. Lejos
de mi pensamiento está el considerarme igual a ellos”.
Si
bien la unidad no parecía herida en lo esencial, otros hechos menores
envenenaron las relaciones: el Papa Nicolás I, mal informado, se negó en
858 a reconocer la validez
de la elección de Focio el Grande como Patriarca de Constantinopla, y lo excomulgó y apoyó
abiertamente a su rival Ignacio. Unos
años más tarde, Roma extendió su jurisdicción sobre Bulgaria, que había sido
evangelizada por misioneros
bizantinos, y envió a su vez a misioneros francos que ya recitaban el
Credo con el agregado del Filioque. Un
sínodo reunido en Constantinopla en 879 restauró provisoriamente la comunión plena entre Roma y
Constantinopla: el Papa Juan VIII envió
legados que, aún sin condenar la doctrina del Filioque, consideraron que toda alteración del Símbolo de la
Fe era dañina. Pero las relaciones entre el mundo latino y
el mundo griego estaban ya marcadas por la desconfianza.
El primado romano y el Cisma de 1054.
El
episodio de Bulgaria y la actitud de Nicolás I con respecto a Focio
introdujeron en la controversia Roma-Constantinopla un elemento relativamente
nuevo.
La
sede romana había gozado siempre de un "primado de honor" entre sus pares, que nadie había
puesto jamás en tela de juicio. Sin
embargo, la naturaleza de este primado no había sido nunca explicitada en
términos jurídicos; más bien se habían forjado expresiones que se aliaban a una
concepción sacramental de la Iglesia: "El obispo de Roma preside la
caridad", es decir, la
reunión armoniosa de todos los obispos congregados en Concilio.
Puesto
que Roma tenía el prestigio de sede apostólica y la aureola de santidad que le
daban la presencia de las reliquias de Pedro y Pablo, el Papa de Roma era consultado
a menudo sobre cuestiones
disciplinarias o de fe, y a él se acudía para dirimir ciertos conflictos de
cualquier Iglesia local. Pero a partir
del momento en que los Papas se convirtieron en príncipes
temporales apoyados por el emperador de Occidente, el concepto que se forjaron
de su función dentro de la
iglesia universal varió muy rápidamente hacia una visión sólo explicable en
términos de poder.
“No negamos a la Iglesia
romana el primado entre los cinco Patriarcados hermanos, y le reconocemos el
derecho de sentarse
en el lugar más honorable del Concilio ecuménico. Pero ella se separó de nosotros por su orgullo, cuando
por orgullo usurpó una monarquía que no le competía tener. ¿Cómo podríamos aceptar sus decretos, que
fueron promulgados sin habernos consultado, sin que ni
siquiera se nos hubiera informado? Si el pontífice romano, sentado en el trono
elevado de su gloria,
quiere tronar contra nosotros y vociferar sus órdenes desde toda su altura; si
él desea juzgarnos — y hasta gobernarnos — a nosotros y a nuestras Iglesias, no de acuerdo con
nosotros sino según su buen deseo, ¿qué especie de fraternidad o de
parentesco puede
haber entre nosotros y él? Seríamos los
esclavos — y no los hijos — de una Iglesia así, y la Sede romana no sería la piadosa
madre de hijos, sino la dueña arrogante de esclavos... Imploro perdón por hablar así de la
Iglesia romana, pues la venero como usted, pero no puedo seguirla en todo, y no
pienso que deba necesariamente ser seguida en todo”. (Carta de Nicetas, obispo de Nicomedia, a un
obispo occidental).
La
nueva ideología se desarrolló a favor de varios acontecimientos
importantes de la historia
occidental. En 910 se funda la abadía
de Cluny, ejemplo ilustre de un
vasto movimiento monástico de
reforma que intentaba reavivar la vida
religiosa y las raíces espirituales del pueblo cristiano. Pero, superando ampliamente el marco de sus abadías, los monjes
fueron ocupando cargos
eclesiásticos importantes: obispados,
cardenalatos y — finalmente — pontificados. Su objetivo era constituir un clero disciplinado,
"puro" y obediente bajo
la férula del obispo de Roma. Como
monjes, imprimieron a toda su obra un estilo monástico, y los remedios que
propusieron a toda la cristiandad eran de carácter monástico.
Así,
en 1022, en un concilio realizado en Pavía, se impone el celibato a los
presbíteros, incluyéndolos en
una disciplina propia de monjes, y sin discernir siquiera la diferencia entre matrimonio
y libertinaje sexual.
Los emperadores germanos
apoyaron el movimiento de reforma, y para
fortalecer al papado elevaron a sus parientes al trono pontificio. Una vez más — como en tiempos de
Carlomagno — la alianza del poder temporal
y el espiritual resultó en detrimento de la tradición de la Iglesia. Cuando en 1014 el emperador Enrique II (más tarde canonizado
con su esposa Cunegunda) fue coronado en Roma, los cantores de su séquito entonaron
el Credo con la adición del
Filioque sin que nadie se sintiera
molesto. Fue el triunfo definitivo de
los teólogos francos: en la basílica de
San Pedro, presidida por el que hubiera debido ser el principal defensor de la Tradición conciliar, se
cumplía un acto ignominioso por la simple voluntad de un soberano temporal. El "cesaro-papismo" occidental fue más nefasto para la
Iglesia que el oriental.
La
modificación del Credo de los Concilios, realizada unilateralmente
por una Iglesia — sin consulta
conciliar alguna con las otras Iglesias hermanas-, es lo que Khomiakov llamó un
"fratricidio moral”.
Orgullosa de su extensión y de su poder material,
independizada del Imperio bizantino por la espada de los francos y
de Carlomagno, la provincia romana — en el siglo IX de nuestra era — sin haber
consultado a sus hermanos, sin siquiera haberse dignado informarlos... Nunca había
tenido lugar en el mundo una violación más total de las leyes de la Iglesia,
una negación más completa de su espíritu y su doctrina, un cisma más manifiesto.
Unos
años más tarde, en 1049, el emperador Enrique III lleva a su pariente
Bruno de Toul al pontificado bajo
el nombre de León IX. Este hombre de
Lorena llegó a Roma con una cohorte de amigos intransigentes, lanzados a una
campaña de extirpación de la "simonía," es decir, la compra o venta de actos
espirituales y sacramentales. Detrás de
una reforma válida en sí misma, estaba el deseo de impedir a los laicos el acceso a
territorios y cargos
eclesiásticos, y constituir así una casta clerical impenetrable. Por primera vez — y a través de numerosos viajes y
visitas a Iglesias de toda Europa Occidental — León IX ejerció el poder pontificio directa y abiertamente como instrumento de
reforma. Pero a pesar de una vida
impregnada de virtudes y valores, él y sus compañeros lanzaron a la Iglesia
occidental por pendientes irreversibles: en primer lugar, su pontificado mismo indica su total
sumisión al poder y la política del emperador; en segundo lugar, él en persona
guerreó al frente de un ejército e intentó sin éxito vencer a los normandos,
que — instalados en Sicilia — amenazaban los territorios pontificios;
simultáneamente, envió a
Constantinopla a uno de sus amigos, el cardenal Humberto, para "salvar"
la unidad de la Iglesia.
En este contexto se produjo el
episodio lamentable de lo que se llama "el Gran Cisma de 1054”. Humberto y los legados papales entablaron un diálogo de sordos con el
Patriarca de Constantinopla — Miguel Cerulario-,
hombre distinguido pero de miras estrechas, imbuido de la dignidad de su
cargo. Miguel había tomado ciertas
medidas que tendían también a una unificación, al querer imponer prácticas rituales a la Iglesia armenia y a las iglesias latinas de
Constantinopla. Esto había dado origen
a querellas estériles sobre problemas de magnitud tan diversa
como — entre otros — el uso de
la levadura en el pan eucarístico, el largo del pelo y la barba de los monjes, la comunión bajo las dos especies,
el canto del Aleluya en Cuaresma, la necesidad del celibato para los clérigos
mayores y la de ayunar los sábados;
querellas que a veces evidenciaban la total ignorancia de legítimas tradiciones
occidentales por parte del Patriarca. Por su lado, Humberto trató de hacer
entender al Patriarca que debía "someterse" al Papa romano. En medio de esta situación confusa e
irresoluble, llegó la noticia de que León IX había muerto, cautivo de los
normandos. Miguel suspendió inmediatamente
sus conflictivos contactos con los legados, declarando que sus credenciales no eran válidas. Humberto — con sus poses teatrales, sus
excesos de lenguaje y su comportamiento truculento — decidió entonces actuar por su cuenta,
y el 16 de julio de 1054, en el momento en que iba a iniciarse la Divina Liturgia, colocó sobre
el altar de Santa Sofía la bula de excomunión del Patriarca de Constantinopla y
sus principales sostenedores. Este documento es uno de los más
grotescos de la historia de la Iglesia:
en él, Humberto acusa al
Patriarca de herejía por utilizar pan leudado para la eucaristía, de haber
corrompido el Credo
Niceno suprimiendo el Filioque, y de simonía y libertinaje al permitir el
matrimonio de los clérigos. Ante tal serie
de despropósitos, el Patriarca
excomulgó a su vez a Humberto y a los otros legados. El emperador de Oriente, sin embargo, lo hizo volver a Roma
cargado de regalos, esperando que el
nuevo Papa repudiase la acción del irascible cardenal. Pero esta esperanza se vio frustrada,
pues los normandos estaban decididos a evitar una alianza entre el Papa y el emperador de
Oriente, e hicieron imposible la reanudación de las negociaciones. Es
digno de notar que se rompiera la comunión entre Roma y Constantinopla cuando se hallaba vacante la sede
papal, y que ningún pontífice romano confirmase jamás el acto de excomunión, ni
tampoco lo repudiase realmente.
Este episodio fue un hecho sin
consecuencias inmediatas visibles. En
Roma, los reformadores
continuaron su obra y prestaron muy poca atención a los problemas
orientales. Miguel Cerulario murió en 1058, y muchos obispos
griegos, aún compartiendo
sus puntos de vista, no se aliaron a su modalidad violenta y rígida;
en muchas regiones continuaron las relaciones amistosas entre griegos y
latinos. Sin embargo, la ruptura fue
irreversible: los dos cristianismos —
el griego y el latino — no cesaron de
distanciarse.
La reforma gregoriana y
las Cruzadas.
La
historia selló después, golpe a golpe, la tragedia proclamada en 1054.
El Papado, tan firmemente
sostenido por el Imperio desde Carlomagno, no fue un vasallo eternamente agradecido. En 1059 se promulgó un decreto por el cual
se decidía que la elección del
Papa se hacía a través de los cardenales y con la aprobación del clero y el pueblo de Roma, y
sin ninguna mención de la aprobación del emperador. Apenas quince años después, el trono pontificio era ocupado por Hildebrando — un
monje de Toscana educado en Lorena-, consejero de varios Papas y hombre de gran
piedad personal. Bajo el nombre de
Gregorio VII, Hildebrando llevó adelante
la reforma iniciada por sus predecesores con insistencia inflexible, apoyado en
argumentos lógicos que sostenían el poder soberano y la autoridad de derecho divino de su Sede apostólica. Rígido, de pretensiones obstinadas, quería sin embargo
poner su autoridad al servicio de lo que consideraba la justicia, identificada
con la voluntad de
Dios. Pero su sed de poder no tenía
límites.
·
Sólo el pontífice
romano tiene el justo título de universal.
Dictatus
Pape de Gregorio VII
Este texto pavoroso muestra el grado de
deformación a que puede llegar la mentalidad en una Iglesia que no tiene
hermanas. El Papa se considera superior a los otros hombres, superior a los
otros obispos, superior al Emperador, al que excomulga en 1077 (acto sin
precedentes) y al que perdona en el célebre
episodio de Canossa. Esta
intransigencia ideológica, este delirio, produjo inmediatamente cismas internos,
guerras, motines, saqueos, divisiones, y terminó
en el exilio de Gregorio, que muere en Salerno mientras en Roma reina el
Antipapa Clemente III.
*
* *
Entretanto,
en Oriente los bizantinos luchan contra el avance de los turcos. Pero otro peligro más cercano los acecha: el ejército de los Cruzados latinos: En efecto, en 1095 el papa Urbano II lanza
en Clermont (Francia) su trascendental
llamado a la Cruzada, para que el Occidente cristiano reconquiste los Lugares
Santos de la tiranía de los infieles.
Un año después, varios ejércitos entran en las bien cultivadas
tierras de Bizancio. El primer contacto
de estos indisciplinados y rapaces guerreros y la cultura bizantina no fue
alentador para nadie. Los cruzados se
asombraron de la prosperidad y refinamiento del Imperio, pero consideraron que la religión que se practicaba
en las iglesias con cúpulas e iconos no era la suya. El emperador Alejo Comneno I, inteligente y sagaz,
sabiendo que necesitaba ayuda
frente a los turcos, estableció convenios con los jefes de este ejército que
seguía sus propias reglas y sus propios objetivos. A pesar de todas las precauciones del emperador, fue
imposible evitar que los cruzados saquearan a su paso varias ciudades griegas,
sin respetar vidas ni bienes. Para los
ortodoxos griegos era aborrecible
el espectáculo de monjes, obispos y abades armados de pies a cabeza,
que se comportaban como cualquier soldado.
El establecimiento del Reino de
Jerusalén no mejoró las relaciones de los cruzados con el Imperio.
Un clero y una jerarquía latinos
se establecieron en Medio Oriente, desalojando — a veces con
violencia — a los obispos locales.
Hasta el mismo Patriarca de
Antioquía fue expulsado en 1100, y reemplazado por un prelado
latino.
El
hundimiento paulatino del ideal primitivo de la Cruzada convirtió a los ejércitos
occidentales en bandas armadas deseosas de rapiña. La
flota de los comerciantes venecianos
los acompañaba. El Viernes Santo de
1204, las tropas de la Cuarta Cruzada — convocada por el papa
Inocencio III — entraron en
Constantinopla a favor de disensiones políticas internas, y durante tres días
saquearon salvajemente la gran capital del Imperio, destruyendo palacios,
profanando iglesias y monasterios, incendiando bibliotecas, matando y
violando. Una prostituta
borracha fue entronizada
en la catedral de Santa Sofía, mientras los caballeros destrozaban
el altar de oro y piedras preciosas. El
horrible episodio fue uno de los mayores desastres de la historia.
Innumerables tesoros de la antigüedad clásica y del arte cristiano
fueron destruidos, y el Imperio quedó debilitado para resistir a sus invasores
asiáticos. Peor aún, la unidad de
la Iglesia sufrió un
colapso quizás definitivo. Desde
entonces, hay dos pueblos cristianos diferentes: si primero
los habían distinguido sus preferencias y sus cualidades diversas, luego la
ignorancia mutua, el anatema y las masacres terminaron de separarlos.
*
* *
Es difícil hablar de este
desgarramiento de la Iglesia en dos partes, porque el desgarramiento
perdura. Pero tampoco es posible
guardar silencio. Hay que aceptar las
preguntas que surgen, y buscar
respuestas. La primera pregunta
es: ¿Dónde está la única Iglesia? Bizantinos y latinos entran en conflicto,
pero la Iglesia no es ni griega ni latina.
La Iglesia está más allá de este conflicto. El
cisma no nos permite un juicio, pero nos sitúa frente a una multitud de
opciones. Escuchemos con reverencia las
palabras del Señor, aprendamos a orar, purifiquémonos de los pensamientos y las impurezas de este mundo,
y discernamos las indicaciones de la Providencia. La manera en que los cristianos hagamos opciones y continuemos haciéndolas terminará la historia del cisma y permitirá hablar de él: “El árbol se juzga por sus frutos” (Mt
7,17).