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Todos Somos Marcos

Un cuento de Lino Evgueni Coria Mendoza

 

 

Para Alfre,

que tuvo un día

la idea de hacer

una comedia sobre

el dos de octubre

 

 

-         ¿Por qué el comandante Marcos usa pasamontañas? – pregunté mientras limpiaba mis lentes - ¿No sería mejor que todos pudiéramos verle la cara y así saber quién es?  Es difícil tener una discusión con alguien cuyas facciones desconoces.

 

-         Para empezar: es el sub.  Subcomandante Marcos.  Segundo, el anonimato que brinda el pasamontañas es su mejor y más inteligente recurso.  Hace que todos nos identifiquemos con él.  Hace sentir que todos somos Marcos.

 

-         Pues no.  Yo no siento que soy Marcos.

 

Esta era la discusión que sosteníamos mi novia Sandra y yo después de dos días de vacaciones en Chiapas.  Vacaciones para mí, no para ella.  Sandy era una periodista que un par de meses atrás había cobrado cierta fama porque logró una entrevista exclusiva con un grupo de campesinos que había tomado la presidencia municipal de Tequilpiapan, Jalisco y secuestrado al alcalde junto con otras veinte personas que ahí laboran, exigiendo que se les permitiera quedarse con las tierras donde ellos se habían establecido.  En realidad, lo que querían era permiso para deforestar una reserva ecológica muy importante del estado y además, una vez que se hizo la entrevista, fue evidente que la multitud enardecida, por llamarla de algún modo, estaba compuesta más por estudiantes universitarios que por campesinos.  Gracias a este suceso, que mi novia captó en video y posteriormente brindó a los televidentes mexicanos, hubo varios grupos subversivos que sólo permitían ser entrevistados por Sandra.  Uno de los más célebres fue un conjunto de profesores normalistas en Michoacán que estaban inconformes ante unas estadísticas presentadas por una universidad norteamericana sobre el nivel educativo de los estudiantes de esta entidad.  Su queja no eran los resultados per se, sino el hecho de que no sabían interpretarlos y, decían ellos, seguramente se trataba de un nuevo esquema para que el imperialismo yanqui penetrara poco a poco en nuestro país.

 

Ahora estábamos en Chiapas porque Marcos había aceptado ser entrevistado por la periodista del momento.  Había acordado encontrarla en la sierra Lacandona en la madrugada, durante sólo unos minutos.  A mí me acababan de despedir de mi trabajo, así que, queriendo ver el aspecto positivo de no tener una actividad fija y remunerada de nueve a cinco, aproveché el asunto de Chiapas para despejar mi cerebro.  Sandra me consiguió un gafete de chofer y, junto con el camarógrafo, esperábamos frente a una pequeña fogata en la mitad de la noche y en la mitad de la nada.  Eran las tres de la mañana cuando el hombre de la cámara dormía en el jeep y mi novia y yo manteníamos la conversación expuesta al principio del texto que poco a poco se fue desviando hacia temas más fuertes y personales.  Reconozco que los dos estábamos cansados y muy irritados porque teníamos cuatro horas esperando al enigmático rebelde.  También reconozco que yo le dije que sus reportajes me parecían parciales y polarizados.  Pero esto no le daba derecho a decirme “por lo menos yo tengo trabajo”.  Admito que yo tampoco debí decir nada sobre el grano con pelo que tiene su mamá entre la oreja y el ojo y que me hace estornudar cada que la saludo de beso, pero su reacción ante esto fue exagerada.  Por muy grosero que yo haya sido, ella no tenía derecho a subirse al jeep, arrancar, alejarse con el camarógrafo jetón y dejarme solo en plena sierra.  Después de gritar y maldecir me senté preocupado.  Fue entonces que llegó Marcos con su séquito de indígenas Zapatistas.

 

No sé por qué, pero cuando me preguntó por Sandra y la demás gente que le haría el reportaje le dije que todos habían perdido el interés porque decían que “Marcos ya no estaba in”.  Por supuesto que ante mi comentario no hizo muy buena cara (vi cómo se desfiguró el pasamontañas a la altura de la boca).  Le expliqué que me habían comisionado a mí para que cubriera la entrevista.

 

-         Pues ya vinimos hasta aquí – gruñó.

 

Después le dijo a su gente que se retirara y volviera en media hora.  Marcos y yo nos sentamos cerca de la fogata.  Con mucha calma colocó tabaco en su pipa, la prendió, le dio dos fumadas y hasta entonces razonó.

 

-         ¿Cómo y con qué me vas a entrevistar?

 

Yo no traía lápiz ni papel, así que argumenté que iba a poner mucha atención en todo lo que me dijera y que llegando a mi hotel lo iba a anotar.  Se puso furioso.

 

-         ¿¡Pero estás imbécil!?  ¡Soy el subcomandante Marcos!  ¡El Sup!  ¡El papá de todos los guerrilleros!  ¡Junto a mí, el Ché Guevara es un pobre pendejo!

 

Terminando de gritar me tiró un golpe en la quijada, me tumbó y me dio dos patadas en el estómago.  Yo tomé algo de tierra y se la aventé a los ojos.  Me puse de pie como pude y le bajé la parte superior del pasamontañas para que siguiera sin poder ver y aún así intentó perseguirme hasta que chocó de frente con un árbol y cayó de espaldas emitiendo un quejido como de niña.  Despacio, me acerqué y descubrí con horror que se había enterrado su pipa en la traquea y estaba solicitando mi ayuda.  Le quité el pasamontañas para ayudarlo a respirar pero me di cuenta que le quedaban sólo unos instantes de vida.  Pedía que me acercara aún más y supe que iba a decirme sus últimas palabras.

 

-         Pongan... música de Abba... en mi funeral.

 

Creo que eso fue lo que dijo.  Es difícil entenderle a un hombre moribundo con doce centímetros de madera tallada atorados en su boca.  Después se murió.  Yo estaba incrédulo.  Diversos pensamientos recorrían mis neuronas a toda velocidad: Marcos -el hombre, el mito- está muerto... en cuanto lleguen sus compañeros yo también lo estaré... este suceso se volverá la noticia número uno a nivel mundial... ¿será una buena idea comenzar el velorio con “Dancing Queen”?... debo tranquilizarme y pensar en una solución... vamos a ver... tal vez si les explico cómo pasó todo exactamente me comprendan y me dejen ir... no, no... hay que analizar esto con calma y en cinco minutos... bueno... nadie sabe cómo es él... éste no es el cadáver de Marcos... sino de un cuate con barba y una traquea perforada... cualquiera que se ponga este pasamontañas puede decir que es Marcos.

 

Supe entonces lo que tenía que hacer.  Por fortuna el color negro hace que no se noten las manchas de sangre.  La prenda me quedaba ligeramente grande y apestaba a tabaco, pero eso no me preocupaba.  Lo importante era salvar mi vida.  Desplacé el cadáver del subcomandante y lo escondí tras unos arbustos.  Cuando llegó el clan Zapatista saludé amablemente y todos pensaron que yo era Marcos.  Ni una partícula de duda cruzó su mente.  No me preguntaron dónde había dejado mi pipa ni por qué traía unos lentes de aumento encima del pasamontañas.

 

Nos internamos en la selva y supuse que iban a descubrirme al platicar, ya que charlarían de temas que yo desconozco, como los acuerdos de san Andrés o el nuevo libro de Saramago.  Pero para mi suerte los encapuchados no sabían español y empezaron a hablarme en tzotzil.  Yo nomás les decía frases como “ajá, sí, ajá” o “a huevo” y ni cuenta se dieron de que yo no era su líder.  En el camino tuve lo que sería la primer gran sorpresa con respecto a los indígenas de la Lacandona.  Llegamos a un riachuelo y todos nos hincamos a beber de él.  Algunos minutos más tarde recibimos el llamado de la naturaleza y nos fuimos atrás de unos arbolitos.  Entonces los seis indios que me acompañaban sacaron de su calzón de manta los penes más largos, anchos y venosos que he visto en mi vida (incluyendo en las películas porno).  Hijos de la chingada, qué calladito se lo tenían.  Con razón no logran aprender español: la sangre nunca les va llegar al cerebro si la desvían de esa manera.  Esto explica además la boca tan ancha de sus mujeres.  Si en vez de taparrabos hubieran andado desnudos cuando llegaron los españoles, me cae que nomás de verles esos tremendos chilacayotes, los barbados se abstenían de bajar a tierra firme.  Me quedé tan perplejo que hubo un momento en que sentí un impulso por arrojarles cacahuates y aplaudir.

 

Por fin, ya en la mañana, llegamos a territorio Zapatista.  Estaba tan cansado que lo único que esperaba era que mi chocita fuera cómoda y calientita.  ¡Cuál chocita!  Donde el sub vivía era una mansión.  Media naca, pero mansión al fin y al cabo.  La construcción era enorme, blanca y con montones de columnas gruesas que imitaban un Partenón.  Así que el Marcos era un nouveau riche, pensé.  Al entrar a la casa descubrí a varios hippies de barbas castañas y axilas exageradamente velludas aseando la casa y preparando el desayuno.  Después supe que tres de ellos eran antropólogos del INAH y los otros dos, sacerdotes jesuitas.  Como estaba muy cansado les dije que me iba a ir a dormir.  Pensé que resultaría difícil decidir cuál de todas las puertas era la de la recámara del sub, pero una de ellas tenía un letrero hecho a base de casquillos de bala que decía “Marco’s Room”.  Entré y cerré las persianas dispuesto a descansar.  Me acosté con todo y pasamontañas.  Minutos más tarde desperté tras sentir que alguien me estaba desvistiendo.  Descubrí a una mujer sin blusa frotándome sensualmente el pecho.  Era morena y muy bonita.  Le besé los senos mientras pensaba que esta sería la primera vez que haría el amor usando, literalmente, un gorrito.  Estaba a punto de besarla en los labios cuando me detuvo y me “recordó” que tenía una tos espantosa y prefería no contagiarme.  ¿Y entonces qué vamos a hacer?, cuestioné.  Una vez que se puso de rodillas y me dijo que quería saludar a Don Durito de la Lacandona todo me quedó muy claro.  Dada la forma en que comenzó a realizar tan trascendental faena, pude deducir que tenía experiencia en este arte y, estoy seguro que éste hubiera sido uno de los momentos más sublimes de mi vida sexual de no ser porque a media maniobra le agarró la tos con fuerza y todo el erotismo de instantes atrás se desvaneció por completo.  Intenté zafarme pero me tenía bien sujetado.  Empecé a darle palmaditas en los hombros y decirle “ya, ya” hasta que, por fortuna, dejó de toser.  Supuse que iba a continuar con lo que estaba haciendo pero volteó y me dijo:

 

-         ¿Tan rápido te viniste?

-         Creo que es una de tus flemas – le expliqué -.  Yo todavía aguanto unos minutos pero... si quieres lo dejamos para otra ocasión... no vaya a ser que te pongas peor y te dé un ataque de epilepsia.

 

Después de ese incidente me acosté y finalmente me dormí.  Desperté hasta la mañana siguiente y fue en ese momento que percibí un olor desagradable.  Empecé a recorrer la casa buscando la fuente de esa molestia hasta que descubrí a los pinches hippies fumando en la cocina.  Les expliqué que fumar puede causar la muerte, especialmente si se usa una pipa.  Agregué que a partir de ese momento estaba prohibido fumar en el interior de la casa.  Ya encarrerado les ordené que se bañaran, se rasuraran, abandonaran esa ropita de manta y se vistieran como los occidentales civilizados que son.  Todos obedecieron.  Qué chingón es ser poderoso, concluí.

 

A partir de ese momento hice cambios importantes en la comunidad.  Decidí que era primordial mantener a todos alegres y optimistas y, recordando y adaptando algunas actividades que realizábamos en mi anterior trabajo, instituí los viernes de pasamontañas hawaiano.  De esta manera, las prácticas guerrilleras previas al fin de semana se volvieron más divertidas.  Tacho siempre cubría su rostro con los mejores modelitos.  Qué creativo era, de verdad.  Un día propuso cambiar los pasamontañas por máscaras de luchador.  Todos estaban tan felices que hasta surgieron con la propuesta de aprender español.  A esto siguió el interés por la ciencia y la tecnología, sin importar de dónde procedía, sino más bien revisando que se tratara de métodos y conocimientos útiles para la comunidad.  Entendieron por qué es más fácil y productivo tener un tractor para el arado de la tierra que hacer danzas extrañas y dedicar versos a cualquier dios.  Comprendieron también la importancia de cuidar a la naturaleza y, además, se acabaron los pleitos entre comunidades con distintas creencias religiosas.  A todos les quedó muy claro que, como mexicanos, debían sujetarse a las leyes que son comunes para todos y empezaron a darse cuenta de su derecho a no ser tratados de manera especial por ser considerados un grupo minoritario, sino a que se les vea como simples mexicanos.  Uno de ellos dijo, y me dio mucho gusto, que se notaría un avance en este país cuando dejaran de existir los congresos dedicados a las mujeres o a los indígenas y que simplemente se contemplara a todos como ciudadanos de la República Mexicana.  Finalmente, un día se me ocurrió tomar el teléfono y hablarle a Fox.  Resolvimos el conflicto de Chiapas en quince minutos.

 

 

Guadalajara, Jalisco, México

Enero 2003