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Diego

 

Aunque muchos de los niños que sirven en el altar realizan esta función para tener contentos a sus padres, Diego tenía una verdadera vocación.  Él fue quien, dos años atrás, insistió a su madre que adelantaran su primera comunión para poder acompañar al padre Nico en la misa de diez.  La iglesia le propiciaba un gozo único, que a su tierna edad no podía expresar en palabras.  Bastaba con ver la mirada piadosa que dirigía a las imágenes del templo o el profundo nivel de concentración con que escuchaba el evangelio para darse cuenta que el muchachito no estaba en esa iglesia a fuerzas.

 

Un domingo como cualquier otro el niño se levantó antes de las ocho, desayunó un café con leche y una concha mientras veía Chabelo.  Cuando salió de bañarse su mamá tenía ya su ropa de monaguillo lista.  Ese día llegó a la iglesia a las nueve, media hora antes que de costumbre, porque quería confesarse.  Entró a la casa de los sacerdotes y empezó a buscar al padre Nico por todos los sitios donde pensaba que podría estar.  Después de quince minutos de una búsqueda inútil Diego se sentó en una banquita del patio.  Vio que frente a él, del otro lado, estaba César Alejandro, su colega en el altar.  Se acercó para saludarlo y entonces se dio cuenta que las pecas en el rostro de su amigo estaban cubiertas por lágrimas.  Tenía además una rodilla raspada y el pantaloncito corto a medio abrochar.  Diego le preguntó qué era lo que había ocurrido, si había tenido un accidente o lo había atacado el perro callejero que custodiaba ferozmente esa cuadra.  César Alejandro seguía llorando sin control y sin soltar palabra.  Diego se sentó junto a él, lo abrazó y le ayudó a limpiar sus lágrimas con las mangas de su camisa.  Minutos más tarde llegó Andrés, el tercer monaguillo.  Aunque sólo era un año mayor que sus compañeros, la mirada de este muchachito parecía la de un hombre de treinta.  Se quedó contemplando la escena unos segundos y después inquirió: “Fue el padre Nico, ¿verdad?”  César Alejandro detuvo el llanto y miró a su compañero con sorpresa y respeto.  Después dijo que sí.  Andrés le pidió que no se preocupara, que al principio uno se sentía mal, que llegaban dolores en algunas partes del cuerpo y también “un dolor como en el corazón,” pero que, finalmente, uno se acostumbraba.  El sentimiento, de acuerdo a como lo describía el jovencito, era similar al que se percibe los domingos en la tarde, cuando uno se da cuenta que la llegada del lunes es inminente y que habrá que regresar a la escuela.  Pero después, cuando uno llega a clase, la cosa no parece ser tan mala, todo se vuelve soportable.  Diego no entendía lo que estaba ocurriendo: “explíquenme, ¿de qué hablan?”  Javier, el sacristán, les gritó desde una esquina.  Era hora de iniciar la misa.

 

Durante la ceremonia Diego observaba cómo lo dejaban solo.  Andrés y César Alejandro se decían secretos, se ayudaban mutuamente con la canastita de las limosnas, se sentaban más cerca del cura.  Todo se había vuelto una pesadilla.  Por ejemplo, después que todos comulgaron, el padre Nico tomó una ostia con su mano derecha y con la otra gentilmente detuvo la barbilla de Andrés para ayudarlo a recibir “el cuerpo de Cristo.”  Luego hizo lo mismo con César Alejandro, quien aunque se veía algo nervioso, aceptó de inmediato.  Finalmente el cura le entregó el canastito a Diego: “Guárdalas hijo, y si quieres, toma una.”  Acabada la ceremonia, Nico tomó con sus fuertes dedos los cuellos de sus muchachos favoritos y le pidió al tercero que limpiara con cuidado el cáliz.

 

Esa tarde Diego no quiso salir a jugar y la mitad de la noche se la pasó llorando en silencio.  ¿Por qué el padre Nico no lo quería?  ¿Por qué prefería a los otros niños?  ¿Qué era lo que él hacía mal?

 

Durante la semana siguiente Diego abrumó con preguntas a Andrés a la hora del recreo.  Quería saber lo que tenía que hacer para poder irse después de misa con ellos y el padre.  ¿Qué era lo que hacían juntos?  ¿A qué jugaban?  Andrés fastidiado accedió y le explicó de manera más o menos detallada las actividades que se llevaban a cabo en la recámara del sacerdote.  Entonces Diego se alejó muy serio, pensando en que había descubierto la fuente de su problema: era un niño feo.  Pasó las noches previas al fin de semana sin dormir, pensando en cómo convencer al padre de que él era tan bueno como los otros acólitos.

 

El domingo siguiente se levantó más temprano, desayunó unos frijolitos y se bañó con mucho cuidado.  Colocó gel en su cabello y se hizo un peinado de moda.  Debajo de su túnica de monaguillo se puso unos pantalones cortos algo ajustados y unos zapatitos de charol muy coquetos.  Estaba seguro que el padre se fijaría en él.  Pero en la misa no pasó nada nuevo.  Las atenciones fueron para los otros dos jovencitos, y Diego, por más que se esforzó, no logró ni una caricia del oficiante.

 

Triste pero sin darse por vencido, empezó a maquinar la forma de conseguir su propósito.  Repasaba una y otra vez las imágenes que con tanta fuerza había pintado Andrés en su joven e impresionable cerebro.  Con creatividad, lograba incluirse como un nuevo personaje dentro de las escenas que le habían narrado, adaptándose de inmediato al suceso e incluso realizando algunas innovaciones.

 

Una semana más tarde, con el paso firme, la mirada en alto y su cuellito moreno perfumado, Diego entró al templo.  Esta vez no se dejó afligir cuando advirtió que las cosas sucedían igual que en las ceremonias anteriores.  Esperó con calma, y cuando la misa estaba por concluir se acercó al sacerdote y le susurró despacito en el oído “quiero que me des la comunión, Nicolás.”  El padre, sin cambio alguno en su comportamiento, tomó el disco blanco y lo acercó solemnemente a la boca del niño.  Entonces, los labios traviesos del chiquillo atraparon los dedos índice y pulgar del sacerdote, mordisqueándolos un poquito y recorriéndolos con la lengua.  El padre sin inmutarse tomó un trapo y se limpió los restos de saliva de la mano.  Terminó la misa, despidió a los fieles, y finalmente tomó a sus muchachos por el cuello.  Entonces Diego perdió la serenidad y gritó: “¡Llévenme con ustedes, por favor!”  El cura volteó brevemente y le explicó que no, que debía dejar limpia la copa sagrada y después encargarse de contar el dinero de las limosnas.  El niño se sentó en un escalón, se quedó callado un par de minutos y comenzó a gimotear: “¡Estoy feo, estoy feo!”  A sus espaldas, la figura algo deforme de Javier se hizo presente.  El sacristán se sentó junto al muchacho pidiéndole que no dijera eso, que él era un niño muy simpático y muy inteligente.  Le entregó un pañuelo desechable y le acarició el cabello.  Lo tomó de la mano y le pidió que lo acompañara a dejar la iglesia en orden.

 

Lino Evgueni Coria Mendoza

Guadalajara, Jalisco, México

Septiembre 2002