MANDATARIOS DE HONDURAS

JOSE SIMON AZCONA DE HOYO

Hijo de inmigrantes españoles, nació en La Ceiba, capital del departamento caribeño de Atlántida, si bien estuvo viviendo en la casa de sus abuelos maternos en el valle cántabro de Pas, próximo a Santander, en la cornisa atlántica de España, entre 1935 y 1949, cuando regresó a Honduras después de haber atravesado ilegalmente la frontera castellana con Portugal para evitar ser enrolado en el Ejército español. A lo largo de su carrera política, ese pasaje biográfico dio pábulo a sus detractores para acusarle de ser oriundo de España, concretamente de la localidad santanderina de Noja, de donde procedían sus padres, si bien esta adjudicación del lugar de nacimiento nunca pudo ser probada y, por supuesto, fue categóricamente desmentida por el interesado.

Estudió en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH) y en el Instituto Tecnológico de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM), en México, donde obtuvo la licenciatura de ingeniero civil, especializándose en vivienda y planificación y desarrollo urbanísticos. Se afilió al Partido Liberal de Honduras (PLH), fuerza que desde su fundación en 1891 había dominado la política nacional junto con su rival inveterado más a la derecha, el Partido Nacional de Honduras (PNH), aunque entre 1933 y 1957 una serie de gobiernos autoritarios nacionalistas, el más prolongado de los cuales fue el dirigido por el dictador de hecho Tiburcio Carías Andino, tuvieron postrado al PLH en la oposición.

En 1962 Azcona se convirtió en director del Frente de Acción Liberal, una de las múltiples facciones internas que a lo largo de su historia han hecho del PLH un partido débilmente cohesionado, a la vez más permeable a las innovaciones democráticas e ideológicamente heterogéneo. Se registró candidato en la lista liberal del departamento de Francisco Morazán (que incluye la capital, Tegucigalpa) para las elecciones al Congreso Nacional que debían celebrarse en octubre de 1963, mientras que en la liza presidencial era favorito el pretendiente del partido, Modesto Rodas Alvarado, pero los comicios quedaron anulados a raíz del golpe de Estado del coronel Oswaldo López Arellano, quien derrocó al mandatario saliente del PLH, José Ramón Villeda Morales, y se aprestó a establecer un nuevo orden constitucional hecho a su medida, otorgando, de paso, dividendos de poder al PNH.

En 1973, llevando las riendas del país nuevamente López Arellano pero con el instrumento del Gobierno de facto, es decir, directamente militar, Azcona adquirió la función de administrador general de la Federación Hondureña de Cooperativas de Vivienda Limitada (Fehcovil), y se erigió en coordinador del Movimiento Liberal Rodista (MLR), nueva facción del PLH que tomaba su nombre del frustrado presidenciable Modesto Rodas, el respetado histórico del liberalismo fallecido en 1979, ocho años después del deceso de Villeda. El MLR articuló una plataforma de rechazo a la dictadura y de exigencia de la restauración democrática, aunque ciñéndose a los planteamientos conservadores, que rehuían la confrontación con los militares. En 1975 Azcona fue elegido por sus compañeros secretario de organización y propaganda del Directorio Central del MLR y dos años después accedió al Consejo Central Ejecutivo (CCE) del PLH, como secretario de Instrucción Política.

Tras dirigir la campaña del PLH en las elecciones a la Asamblea Constituyente del 10 de abril 1980, convocadas por la Junta Militar encabezada por el general Policarpo Paz García (en el poder desde agosto de 1978, cuando derrocó al general Juan Alberto Melgar Castro, quien a su vez había derrocado a López Arellano en abril de 1975) como eslabón de un programa de transición para la devolución del Gobierno a los civiles y que fueron ganadas por los liberales, el caché político de Azcona, hombre con fama de temperamental, sumó nuevos enteros. Colocado a la diestra del nuevo presidente nominal del PLH, el jefe rodista Roberto Suazo Córdova, se hizo con la Secretaría General del MLR después de ganar en las elecciones generales del 29 de noviembre de aquel año el escaño de congresista con un mandato quinquenal y de haber integrado el comité de apoyo a la exitosa postulación presidencial de Suazo.

El 27 de enero de 1982 tomo posesión la administración de Suazo, el primer mandatario liberal desde 1963 y el primero hondureño con legitimidad democrática desde 1972 (fecha del derrocamiento del nacionalista Ramón Ernesto Cruz Uclés por el contumaz López Arellano), y Azcona fue incluido en la misma como ministro de Comunicaciones, Obras Públicas y Transportes. A comienzos de 1983 su progresión interna en el PLH llegó a la cima con la obtención de la presidencia del CCE, y así reforzado se subió a la competición interna para la candidatura presidencial de 1985, que terminó siendo una complicada carrera de obstáculos, mezcla de primaria partidista y de cita con las urnas nacionales, a la que el MLR llegó partida en tres facciones.

La ruptura se precipitó cuando Suazo rechazó la postulación de Azcona por el oficialismo, lo que empujó al ingeniero a abandonar el Ejecutivo en agosto de 1983 y de paso la jefatura del CCE. Siendo incapaces los liberales de proclamar un candidato unitario frente a los nacionalistas, se arregló una fórmula de lemas, a la uruguaya, que permitía a los precandidatos concurrir directamente en la votación presidencial, sólo que a la hora del escrutinio se iban a tener presentes las listas partidistas y no los distintos sublemas compartiendo sigla. Resultó así que Azcona, que debía sus logros políticos más a las bregas internas del partido que a las dotes carismáticas de tirón popular, se vio las caras en las urnas, no sólo con el candidato principal del PNH, Rafael Leonardo Callejas Romero, ex ministro en las últimas administraciones militares, sino también con cuatro conmilitones, aunque de facciones rivales.

Aquellos eran: Óscar Mejía Arellano, ministro de Gobernación y Justicia, quien contaba con el respaldo de Suazo y, por ende, tenía detrás al aparato del oficialismo, el cual arremetió duramente contra Azcona; José Efraín Bu Girón, presidente del Congreso y tercero en discordia del rodismo; y, Carlos Roberto Reina Idiáquez, quien había servido en la administración de Villeda y últimamente fungía de magistrado del Tribunal Interamericano de Derechos Humanos, el cual animaba la facción Movimiento Liberal Democrático Revolucionario (M-Lider), de tendencia centroizquierdista y antimilitar. El Movimiento Azconista tuvo el único soporte de la facción no rodista Alianza Liberal del Pueblo (Alipo), fundada por Carlos Roberto Reina y su hermano, Jorge Arturo Reina, antes de separarse para formar el M-Lider, y que ahora tenía como conductor al empresario Jaime Rosenthal Oliva, quien fue gratificado por Azcona con la candidatura a vicepresidente en su tándem.

Con ambigüedad, Azcona dio a entender que deseaba distanciarse, por un lado, de la política de Suazo, caracterizada por la prestación de una amplia colaboración a los servicios de inteligencia y militares de Estados Unidos y, a través de ellos, si bien de manera encubierta y nunca reconocida -aunque no por ello menos evidente y flagrante-, a la guerrilla de la Contra nicaragüense, fuerzas que hallaban en los territorios hondureños próximos a la frontera una inestimable retaguardia para sus operaciones bélicas contra el régimen sandinista de Managua; y por el otro lado, más claramente, de las posturas de Reina, centradas en el rechazo a esta presencia extranjera y a la enorme influencia en los asuntos de Estado de las Fuerzas Armadas hondureñas, el verdadero poder en la sombra.

Sobre este punto hay que decir que a lo largo de su presidencia, Suazo, con problemas de salud, se proyectó como un presidente débil, sometido al arbitrio del comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, general Gustavo Álvarez Martínez (hasta que fue depuesto en un golpe de mano de oficiales adversarios que le acusaron de conductas autoritarias, corruptas y belicistas, y, con el visto bueno del Consejo Superior del Ejército, enviado al exilio, todo ello el 31 de marzo de 1984) y del embajador estadounidense, John Negroponte, quien más se comportaba como el administrador de un protectorado. Por lo demás, el cuatrienio suazista estuvo sesgado por un clima prebélico intermitente con Nicaragua, con constantes denuncias ante la ONU de mutuas agresiones fronterizas.

Azcona aseguró desconocer la presencia de guerrilleros antisandinistas en Honduras, pero afirmó que si aquel extremo se confirmaba, se estaría ante "una violación de la Constitución", y entonces habría que tomar "las medidas necesarias" para "hacer respetar la soberanía" hondureña. Ahora bien, el candidato liberal era ajeno a la línea de Reina de hostilidad a la omnipresencia de los uniformados y creía absolutamente en la cooperación con la administración de Ronald Reagan en materia de seguridad, inclusive la realización de grandes maniobras conjuntas de los dos ejércitos, en tanto las fuerzas gubernamentales nicaragüenses siguieran constituyendo una amenaza a la integridad de Honduras. Luego, en líneas generales, con él en la Presidencia estaba asegurada la continuidad de la política exterior de Suazo.

De todas maneras, ni él ni los demás candidatos destinaron mucho tiempo a explicar sus posturas sobre las cuestiones candentes: esta conversión de Honduras, asomada a una de las líneas más calientes de la Guerra Fría, en el portaaviones de Estados Unidos para la contención del izquierdismo revolucionario en Centroamérica; la inseguridad generada por las bandas de ex guardias somocistas integrados en la Contra; y, el preocupante balance de los Derechos Humanos, con un centenar largo de desaparecidos por motivos políticos y la sistemática intromisión de los militares en los asuntos civiles, con el pretexto de un combate a la subversión local, de hecho testimonial de pura debilidad.

Por lo tanto, las elecciones presidenciales del 24 de noviembre de 1985 se celebraron con el corsé que marcaban el débil sistema democrático y las hipotecas geopolíticas de Honduras. En las urnas, Azcona, que al cierre de campaña fue tachado por Suazo de “desertor del Ejército español”, recolectó el 27,5% de los sufragios, lo que en números absolutos supuso aventajarle a Mejía en 147.000 papeletas, pero fue ampliamente superado por Callejas, que obtuvo el 42,6% del total. Pero, puesto que los cuatro candidatos del PLH habían aunado el 51,5% del voto, con la ley electoral en la mano, Azcona fue proclamado presidente. En el Congreso, el PLH renovó su mayoría al colocar 67 diputados sobre 132, si bien de aquellos sólo 45 podían considerarse azconistas.

El resultado electoral, por la carambola de las presidenciales y la parquedad de las legislativas, convirtieron a Azcona en un presidente de muy endeble andadura inicial, así que en su toma de posesión el 27 de enero de 1986, a la que asistieron cuatro mandatarios latinoamericanos y el vicepresidente de Estados Unidos, George Bush, empleó tonos de reconciliación, con el ojo guiñado a sus adversarios en un PLH con las heridas abiertas. En el discurso inaugural, Azcona se comprometió a investigar las actividades en Honduras de la Contra, a la que la opinión pública nacional relacionaba, con todo fundamento, con la proliferación de pillajes y desórdenes, y expresó también su apoyo a las gestiones del Grupo de Contadora, que estaba intentado mediar en los conflictos centroamericanos y llevar a gobiernos y oposiciones guerrilleras a una mesa de negociación.

A los pocos días del cambio de administración se produjo la renuncia forzada en la jefatura de las Fuerzas Armadas del general Walter López Reyes, sucesor del controvertido general Álvarez dos años atrás. Considerado un oficial moderado y constitucionalista, López había calificado el poco disimulado trasiego de suministros aéreos a la Contra en territorio hondureño de “ofensa a la dignidad nacional”. Este despido arrojó una primera sombra de incertidumbre sobre lo predicado y lo practicado por el flamante presidente.

Por lo que respecta a la economía, Azcona heredó una situación de claroscuros, ya que si por una parte se registraba un crecimiento sustancial, basado en las exportaciones bananeras y cafetaleras, y además no inflacionista, por otra parte las actividades industriales y del sector de la construcción estaban en franco declive a causa de la penuria de inversiones, los compromisos de la deuda externa, de 2.400 millones de dólares, absorbían una cuota creciente de los ingresos del Estado, y el paro afectaba al 25% de la población activa, todo ello sobre un fondo de pobreza y, en muchos puntos de país, subdesarrollo endémicos. Además, la ayuda económica de Estados Unidos, a modo de complemento de la ayuda militar y rara vez considerada suficiente por las autoridades de Tegucigalpa, estaba adquiriendo la traza de un subsidio que más bien reforzaba la dependencia exterior de Honduras, en ausencia de verdaderas políticas de crecimiento y desarrollo estructurales.

En 1986 el Gobierno de Azcona adoptó una serie de medidas que buscaban diversificar las exportaciones agrícolas a la vez que se acogió a nuevos préstamos externos, y en 1987 dio luz verde a la privatización en el plazo de tres años de un buen número de empresas de turismo, agroindustria, metalurgia y procesado de alimentos, como parte de un plan para deshacerse de 61 compañías administradas por la Corporación Nacional de Inversiones (Conadi), entidad del Estado que se encontraba virtualmente en quiebra. Esta especie de epílogo de una reforma estructural que, finalmente, no iba a arrancar durante la presidencia de Azcona, no satisfizo al FMI, que insistía sobre todo en la devaluación del lempira. La moneda nacional estaba atada al dólar desde 1920 en la paridad oficial del dos por uno, si bien en el mercado negro el cambio ya se venía haciendo con un tipo más realista.

En el ecuador de la presidencia de Azcona la economía hondureña crecía a un ritmo superior al 4% anual, con muy baja inflación, oscilando en el 3%, mientras hacía notar sus efectos beneficiosos la nueva central hidroeléctrica de El Cajón, que redujo la dependencia energética del petróleo. Pero en el último año fueron amontonándose los nubarrones, con el empeoramiento del paro, siendo la tasa el 35% ya, la inflación, rebotada al 11%, y los déficits financieros, al tiempo que se achicaba el crecimiento: en 1989 el PIB creció el 2,1%, lo que era en un punto inferior al incremento demográfico.

Azcona contaba con un estrecho margen de maniobra y por temor a las consecuencias sociales se negó a devaluar el lempira, cuya fortaleza estaba afectando muy negativamente a las exportaciones. Las negociaciones con el FMI sobre el reescalonamiento del servicio de la deuda, 3.200 millones de dólares, tampoco llegaron a buen puerto, y, como consecuencia, el 2 de abril de 1989 el organismo crediticio declaró a Honduras inelegible para nuevos préstamos por los retrasos en los pagos de anteriores empréstitos.

De todas maneras, la guerra civil nicaragüense y las andanzas de la Contra en Honduras absorbían la actualidad informativa, y esos eran los asuntos que dictaban el quehacer político de la administración azconista. Por de pronto, no cejaron las agrias polémicas con Managua, alimentadas por episodios como la incursión del Ejército Popular Sandinista (EPS) en marzo de 1986 cerca de Las Trojes, en el departamento de El Paraíso, que tenía como objetivo destruir los campamentos de contras instalados en la zona y que dejó un reguero de muertos.

Esta flagrante violación de la territorialidad hondureña mereció la dura condena de Tegucigalpa. A su vez, el Gobierno de Daniel Ortega demandó a Honduras ante el Tribunal Internacional de Justicia de La Haya por “complicidad” con la subversión contrasandinista, pero el de Azcona se declaró desvinculado del dictamen de la citada corte. Aún en 1986, en diciembre, unidades de los dos ejércitos se enredaron en enfrentamientos terrestres junto a la frontera y la Fuerza Área hondureña, la más potente de Centroamérica (en especial luego de donar Estados Unidos en 1988 una docena de cazabombarderos F-5) entró en acción bombardeando dos pueblos nicaragüenses.

De errática e imprecisa puede calificarse la actuación de Azcona con respecto a la tan traída y tan llevada Contra, que no sólo era la raíz de los problemas de seguridad externa de Honduras, sino que también alimentaba, por la confluencia de guerrilleros, mercenarios y personajes de especie más dudosa aún, los crecientes problemas en la seguridad interna. Estaban en auge las redes del contrabando, el crimen organizado y, en particular, el narcotráfico, tal que el país centroamericano se convirtió en el centro regional de las operaciones de lavado de narcodólares procedentes de Colombia. Se dibujaba, en definitiva, un tótum revolutum de contrainsurgencia por delegación y de negocios sucios, en un país que, paradójicamente, tenía una subversión local muy débil y se consideraba un remanso de estabilidad en comparación con sus devastados vecinos.

Y es que el Ejército hondureño se encargaba de cortarles las alas a los brumosos grupos terroristas de atribuida filiación procubana tan pronto como amagaban con crecer, además de que en Honduras, que había conocido dictaduras militares bastante más benignas que las de Guatemala, El Salvador y Nicaragua y que no había padecido genocidios y situaciones insoportables de violaciones masivas de los Derechos Humanos, no existía caldo de cultivo social para los grandes movimientos revolucionarios.

Tenido personalmente por honrado, Azcona, empero, no salió indemne en términos de imagen de los testimonios e indicios que involucraban a altas personalidades de las instituciones políticas y judiciales del Estado y las Fuerzas Armadas en tramas corruptas y del narcotráfico. Escándalos sonados en 1988 fueron, el 15 de mayo, la detención por los agentes de aduanas del aeropuerto de Miami del embajador hondureño en Panamá, coronel Rigoberto Regalado Lara, con once kilos de cocaína en su valija, más su posterior juicio y condena a ocho años largos de prisión (pena que cumplió íntegramente), y, poco después, la apertura de causas procesales por tráfico de estupefacientes a nada menos que el presidente del Congreso Nacional, Carlos Orbín Montoya, al fiscal general de la República, Rubén Darío Zepeda, y al presidente de la Corte Suprema de Justicia, Francisco Salomón Jiménez Castro.

Si Suazo, en una actitud que producía perplejidad, se había aferrado a la postura oficial de negar pura y simplemente la presencia de contras en Honduras, Azcona fue más realista y reconoció abiertamente esta situación, sólo que rechazó que estos grupos operaran con el permiso del Gobierno que él encabezaba y que el Estado hondureño tuviera alguna responsabilidad en las operaciones antisandinistas, una modificación de postura por el mandatario que, sin embargo, no le ahorró un sinfín de situaciones comprometidas. De acuerdo con esta lógica, la administración azconista protestó formalmente por la renovación de las campañas de adiestramiento de la Contra en Honduras, incluso cuando la misma Cámara de Representantes de Estados Unidos aprobó dotación financiera para aquel dispositivo.

Pero los guerrilleros nicaragüenses seguían moviéndose con impunidad en Honduras, mientras Azcona hacía encaje de bolillos para no mal encararse ni con el Ejecutivo ni con el Legislativo de Washington. En noviembre de 1987 el presidente ordenó clausurar la “oficina de información” que el Frente Democrático Nicaragüense (FDN), denominación oficial de la Contra, tenía en Tegucigalpa. La medida estuvo directamente relacionada con la erupción del escándalo Iran-Contra en Estados Unidos y con la decisión de la Cámara de Representantes, controlada por la oposición demócrata, de disminuir drásticamente las asignaciones económica y militar a Honduras con el argumento del alineamiento incondicional de su Gobierno a los designios de la administración republicana de Reagan en Centroamérica.

Una de cal y otra de arena, ya que el 17 de marzo de 1988 3.200 soldados norteamericanos fueron despachados a Honduras con la misión de repeler una supuesta invasión del EPS, cuando el operativo, antes al contrario, dio la impresión de constituir una provocación a Managua, justo cuando el régimen sandinista negociaba con los representantes políticos de la Contra un alto el fuego. No pasó desapercibido que Azcona, aduciendo graves riesgos para la seguridad nacional, solicitara el despliegue militar de los norteamericanos un día después de que Washington lo hubiera anunciado.

Luego, a medida que se veía que la Contra, cada vez más desacreditada, no tenía ninguna posibilidad ante el potente EPS y que no cabía otra lógica en la guerra civil nicaragüense que la de la salida negociada, Azcona se descolgó con una serie de declaraciones que apuntaban a su impaciencia, y acaso su hartazgo, en el fondo, por la prolongada presencia de los molestos huéspedes contrasandinistas, cuya salida de Honduras pasó a exigir sin reservas. No obtuvo éxito en esta pretensión, ya que el Gobierno estadounidense insistió en utilizar el convenio militar con Honduras, que legalizaba la presencia de sus asesores, para colar con desparpajo su asistencia particular a la Contra.

Sólo la propia dinámica desmilitarizadora del conflicto en el país vecino fue restando, en los meses postreros de 1988 y a lo largo de 1989, grados de perentoriedad a las exhortaciones de Azcona. Entre tanto, el presidente hondureño solicitó, también sin hallar eco, el establecimiento por tropas españolas, canadienses y alemanas occidentales de un “cordón sanitario” a lo largo de la frontera de 750 km con el objeto de impedir violaciones territoriales por los combatientes nicaragüenses.

Los reproches y las críticas contra el presidente se acumulaban, pero sus defensores ponían de relieve que, en la práctica y salvo la retahíla de chisporroteos armados en la frontera, Azcona había impedido que Honduras se convirtiera en un nuevo teatro bélico regional, no dejando que las Fuerzas Armadas se vieran arrastradas al choque frontal con el EPS o al desarme de la Contra por la fuerza, con el consiguiente ahorro de muertes y sufrimientos, luego su política no podía calificarse sino de exitosa.

En el plano diplomático, Azcona fue uno de los artífices de la paz centroamericana que unos años después iba a fructificar en Nicaragua y en El Salvador, si bien su aportación a la superación de los conflictos en la región no figuró entre las decisivas. De las seis cumbres presidenciales en que participó, hay que destacar la segunda, Esquipulas II, el 7 de agosto de 1987, encuentro con el costarricense Óscar Arias, el guatemalteco Vinicio Cerezo, el salvadoreño Napoleón Duarte y el nicaragüense Ortega que puso en marcha el proceso de paz en Centroamérica sobre la base del Plan elaborado por el primero, así como la sexta cumbre, que le tuvo a él como anfitrión, en la localidad de Tela, del 5 al 7 de agosto de 1989, de la que salió una declaración que hacía capítulo de lo logrado en el segundo aniversario de Esquipulas II e implicaba a sus signatarios en el lanzamiento de un nuevo impulso al proceso.

De siempre, Azcona se manifestó altamente interesado en la desaparición de las guerras civiles de Nicaragua y El Salvador, que, muy especialmente en el primer caso, repercutían negativamente en la economía y la seguridad de su país, pero, al menos hasta que se involucró en el proceso de Esquipulas, pareció dejarse embargar por el escepticismo de Estados Unidos. De vuelta a Tegucigalpa de la histórica cita de presidentes en Guatemala, el mandatario declaró que su país no estaba mayormente afectado por los compromisos de Esquipulas II, según él orientados más bien a los países signatarios que padecían un conflicto civil armado, cual no era el caso de Honduras.

Posteriormente, con parsimonia y en alguna caso de mala gana, el dirigente hondureño fue aplicando varias de las previsiones de Esquipulas II, como la Ley de Amnistía, que hasta cierto punto se antojaba innecesaria en un país con muy pocos presos políticos en sus prisiones, la Comisión Nacional de Reconciliación, que tampoco era, en opinión de algunas personalidades, indispensable en ausencia de grandes fracturas sociopolíticas, y el permiso para trabajar en Honduras dado a la Comisión Internacional de Verificación y Seguimiento, que había sido activada precisamente en la cumbre de Tela.

Ahora bien, la benignidad de los análisis sobre la situación de los Derechos Humanos y las garantías individuales en Honduras parecía responder más a un ejercicio de contraste, inevitable, con lo que sucedía en los países vecinos. Porque los asesinatos de índole política y los casos de desapariciones de activistas humanitarios y de personas relacionadas con causas progresistas, aun en bastante menor número que durante la presidencia de Suazo, siguieron produciéndose en el cuatrienio azconista, tal como se encargaron de documentar y de denunciar las ONG Comité para la Defensa de los Derechos Humanos de Honduras (CODEH) y Comité de Familiares de Detenidos-Desaparecidos de Honduras (COFADEH).

Tres de las víctimas más notorias de las insidias criminales que se imputaron tanto a la extrema izquierda como a la extrema derecha, siempre nebulosas en Honduras, fueron el magistrado de la Corte Suprema Mario Reyes Sarmiento, asesinado en Tegucigalpa en 1987, el presidente del CODEH en San Pedro Sula, Miguel Ángel Pavón Salazar, asesinado el 14 de enero de 1988 cuando se disponía a testificar ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos en la denuncia de un caso de desaparición, y el otrora todopoderoso general Álvarez, que fue acribillado a balazos el 25 de enero de 1989 recién retornado de su exilio en Miami. Sobre esta situación, la Comisión Interinstitucional de Derechos Humanos (CIDH), instituida por Azcona en 1987 y que integraba a representantes del Gobierno y las Fuerzas Armadas, se mostró escasamente resolutiva.

Pero el episodio interno que más daño hizo a Azcona fue el que envolvió al célebre narcotraficante nacional Juan Ramón Matta Ballesteros quien, un poco al modo del colombiano Pablo Escobar, había comprado su impunidad financiado una extensa red de solidaridad social que le había convertido en un bienhechor idolatrado por los desfavorecidos.

El 5 de abril de 1988 Matta, al año largo de instalarse de nuevo en Honduras tras fugarse de una cárcel colombiana, fue secuestrado por oficiales del Ejército que, al parecer, pertenecían a la facción militar ligada a los turbios negocios de la droga y cuyo cabeza era el mismo comandante en jefe de las Fuerzas Armadas (en el puesto desde diciembre de 1986), general Humberto Regalado Lara. Matta fue inmediatamente entregado a oficiales de la Agencia Antidroga de Estados Unidos (DEA), los cuales le trasladaron a la República Dominicana para interrogarle sobre sus vínculos con el cártel de Medellín y su responsabilidad en el asesinato de un funcionario de la agencia.

La consecuencia de este suceso fue el estallido, el día, 7 de violentos disturbios en Tegucigalpa a cargo de grupos de estudiantes, militantes de izquierda, campesinos y empleados y simpatizantes de Matta. La protesta se tiñó de sangre con la muerte frente a la embajada de Estados Unidos de cinco manifestantes, cuatro de ellos por los disparos realizados desde la legación, que estaba siendo destrozada por los revoltosos.

Azcona declaró el estado de emergencia, denunció una supuesta conspiración del “narcotráfico internacional” para desestabilizar Honduras, y desmintió que la DEA estuviera involucrada en la peripecia del narcotraficante. Pero se creó un clima de opinión conforme con la tesis de que lo sucedido con Matta suponía una violación de la legalidad y la soberanía de Honduras, cuya Constitución prohibía la extradición de nacionales. Los observadores describieron la agitación, la más seria protesta antiestadounidense en la historia del país, como la cristalización de un malestar acumulado en una parte de la sociedad hondureña tras años de injerencias nada sutiles y de supeditaciones a la superpotencia del norte.

En resumidas cuentas, la presidencia de Azcona iba a despedirse con un balance plomizo, escaso en realizaciones y, de hecho, bastante monocorde. Ello puso en bandeja la victoria al nacionalista Callejas sobre el aspirante del PLH, el ex ministro con Suazo Carlos Roberto Flores Facussé, en las elecciones presidenciales del 26 de noviembre de 1989. Quien en su momento nunca fue un mandatario con tirón popular, luego, en retrospectiva, iba a gozar de una valoración de los hondureños considerablemente mejorada, por el convencimiento de su honorabilidad personal y de que le tocó dirigir los destinos del país en unos años en que las circunstancias internacionales limitaban dramáticamente los márgenes de maniobra de los gobernantes.

Desde el traspaso de poderes, el 27 de enero de 1990, el ex presidente hondureño se ha mantenido activo en la política nacional y regional, como diputado en el Parlamento Centroamericano (Parlacén), dirigente del PLH y creador de opinión en diversos asuntos de actualidad. Uno de sus hijos, José Simón Azcona Bocock, es desde 2002 regidor (concejal) en la Corporación Municipal de Tegucigalpa, cargo al que accedió después de competir infructuosamente como precandidato liberal a la alcaldía en 2000. Dentro del PLH Azcona Bocock está adscrito a la facción Movimiento Liberal Jaimista (MLJ) del veterano Jaime Rosenthal, lo que prolonga las excelentes relaciones que este influyente empresario y político siempre mantuvo con su padre.

Precisamente, el mayor de los Azcona apoyó la precandidatura de Rosenthal en la primaria liberal de diciembre de 2000 ante las elecciones presidenciales de noviembre de 2001, para las que finalmente fue proclamado candidato Rafael Pineda Ponce, quien no obstante perdió ante el nacionalista Ricardo Maduro Joest, al cabo de las presidencias liberales consecutivas de Reina Idiáquez (1994-1998) y Flores Facussé (1998-2002).



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