ESCRITORES HONDUREÑOS

... EL CUERPO SIN MEÑIQUE ...
(Cuento)

Por: Hector A. Castillo

Como era su costumbre, el General Carlos Saribana aquella mañana se había levantado temprano y al terminar de leer los telegramas que por la noche habían llegado de las comandancias seccionales, reportando los casos excepcionales que envolvían crímenes de asesinatos, como él había ordenado, con uno de los telegramas en su mano, se dirigió al rincón de la comandancia en donde solía permanecer sentado su edecán favorito: Calderoncito, quien acostumbrado a los gustos de su General, se levantaba como él temprano para tenerle lista su acostumbrada taza de café con las rosquillas que a este le gustaban, y con su acostumbrado vozarrón llamó:

- ¡Calderoncito!

- ¡Mande, mi general!

Dando Calderoncito un salto se había puesto de pie y cuadrandose saludó militarmente al General.

- Andá llamame a Ismael - Le había ordenado el General - decile que necesito verlo inmediatamente.

- Como usted ordena, mi General - Había sido la respuesta del dimi nuto Calderóncito.

Con el apodo de Calderoncito que era a la vez diminutivo de su apellido Calderón, el pequeño hombrecito aquel apenas llegaba a exceder las medidas que lo exceptuaban de ser considerado como un enano. Edecán del General Sabriana ya por varios años, le había asignado este además la dudosa función de su Probador Oficial.

Asechado por la constante zozobra de ser envenenado por sus enemigos, el General había responsabilizado a aquel diminuto hombre, con la dudosa tarea de probar antes los alimentos que el consumiría, con el objeto de evitar morir por envenenamiento.

Se había referido el General Saribana al Coronel Ismael Regadola, quien era uno de sus fieles lugartenientes en cuyas manos había este, depositado su servicio de investigación y ejecución de órdenes especiales. El Coronel Regadola, para hacerse mercedor de la ciega confianza que el General había depositado en él, había puesto especial interés en cumplir sus estrictas órdenes, al pie de la letra y en la consecución de su objetivo no había escatimado esfuerzos ni interpuesto sentimientos mucho menos, para no exponerse a ser disciplinado por su General, quien a su vez, para complacer al Dictador, su jefe, en su empeño de limpiar de criminales la zona que había puesto este bajo su jefatura, había impuesto la regla de que cualquiera de sus lugartenientes que desobendecirán sus órdenes, sería acusado de traición y sumariamentente.

Bien enterado el Coronel Regadola de las costumbres de su jefe, que no le gustaba que lo hicieran esperar sus subordinados, cuando los necesitaba, sin acabar de desayunar, le contesto a Calderoncito cuando fue este a llamarlo a su casa...

- ¡Si Hombre!, decile al General que ya llego.

Cerrandose la hebilla de la faja de tiros de la cuarenticinco que siempre cargaba, apresuradamente el Coronel Regadola se tomó el último sorbo de su caliente taza de café y se encaminó sin pérdida de tiempo, a la comandancia en donde lo esperaba el General Saribana.

- ¡Mande, mi General! - Había dicho el Coronel Regadola a la vez que trasponía los umbrales de la puerta de la comandancia en donde en su lujoso escritorio de caoba, lo esperaba pensativo el General Saribana.

Sin decirle nada, y viendolo directamente a la cara, el General Saribana con la mano extendida le entregó a este, el telegrama que había sido objeto de requerir su presencia a tan tempranas horas, en la comandancia ese día.

- Lee este telegrama, - le había dicho al Coronel Regadola, - Otro asesinato. Esta vez ha sido en Sonaguera.

En el telegrama el subcomandante de Sonaguera le había notificado al General de la violenta muerte de Cándido Zacarias, un vecino de aquella localidad a quien unos arrieros habían encontrado muerto a machetazos en el camino.

- Te ordeno que te vayas para allá y captures y ajusticies al asesino. Hacele ver a esa gente que no estoy dispuesto a tolerar criminales en mi departamento.

Habían sido estas las órdenes fulminantes y enérgicas que el General Saribana, le había dado al Coronel Regadola, al despacharlo en otra misión más para resolver otro asesinato y cumplir así con el cometido del General, de "sanear" aquel departamento, eliminando el crimen y... a los criminales.

Con la acostumbrada compañía de su fiel escolta de soldados, el Coronel Regadola a bordo de un motocarro que la frutera tenia a las órdenes del comandante, se trasladó al teatro del crimen sin pérdida de tiempo. Al no más llegar y con la acostumbrada destreza, que había adquirido con la experiencia, el Coronel se puso a examinar la víctima. Lo primero que notó al remover la sábana con la que alguien había cubierto el cuerpo del muerto, era que este había sido casi decapitado. Pero lo que más le llamó la atención al Coronel, fue la ausencia del dedo meñique de la mano izquierda del muerto, el que había sido, aparentemente, arrancado con fuerza de la mano porque todavía se veían vestigios de la piel colgando. Al preguntarle a la madre del oc- ciso, que había permanecido al lado del cuerpo de su hijo esperando a la autoridad, que si este era zurdo, ésta respondió que no.

Intrigado por la ausencia del meñique izquierdo del muerto, el Coronel Regadola se acordó de la creencia arraigada entre los campesinos, de que comiendose el dedo meñique de la mano izquierda del enemigo que se mataba, evitaba que nadie supiera quien le había quitado la vida.

Esta ridícula superchería además de ser repugnante, convertía al asesino, en un caníbal. No le tomó mucho tiempo al Coronel para sospechar que la ausencia del meñique izquierdo del muerto, se debía a aquella superstición; y la única que podía ayudarle a desenredar el misterio de aquel macabro incidente, era Rosa Carvajal - la bruja Rosa, como le gustaba que le dijeran los vecinos.

El repugnante hecho en sí, fue lo que enardeció más al Coronel Regadola para empeñarse en capturar y ajusticiar el criminal. Presentía que Rosa le proporcionaría la información que él necesitaba para atrapar al asesino, y se fue en busca de ella.

- ¡Hola, Coronel, que anda uste haciendo por estos lados?¿No me va a decir que viene a visitarme a mi...? Le había preguntado Rosa al Coronel.

- Pues sí, aunque no lo creas, vengo a visitarte para preguntarte algo, le había respondido el Coronel Regadola, a Rosa la Bruja.

- ¿Qué es lo que quiere usted preguntarme, mi Coronel?

- ¿Qué me podes decir vos de alguien que te haya consultado con respecto a escaparse de la ley?

- ¡Ah! Ya se lo que anda uste buscando, mi Coronel. Uste anda bus- cando al hermano de Cándido Zacarias, ¿No es así?

- ¿Qué te hace pensar eso? Le respondió el Coronel.

- Bueno, porque a uste no se le ve por estos lados sino es por algo grande, y eso es lo único grande que ha sucedido aquí desde ayer; pero necesito una ayudita, mi Coronel, los tiempos están fregados y todo está caro ahora.

El Coronel se sacó de la bolsa un billete de veinte lempiras que en esa época eran mucho más de lo que son hoy, y se lo puso a Rosa en su arrugada mano.

- Mire, mi Coronel, había continuado Rosa hablando, yo no puedo decirle con seguridad que fue Chalio el que mato a su propio her- mano, pero el fue el único que me ha consultado en esas cosas.

- ¿Y vos sabes a donde está Chalio? Le había preguntado a Rosa el Coronel.

- ¡No, mi Coronel...! ¿Como cree uste que voy yo a saber el paradero de un hombre como Chalio?

Era admirable y sorprendente como el Coronel Regadola por medio de la superstición y el mito, con un procedimiento tan rudimentario había en pocos momentos, cerrado el cerco sobre el sospechoso más probable del asesinato de Cándido Zacarias: su propio hermano.

El Coronel sabia que tenia que volver a la choza de la madre del muerto para tratar de sacarle más información que lo conduciera al posible escondite de su hijo. El Coronel había tomado en cuenta que fuera que ésta estuviera enterada de la verdad o no, era improbable que fuera ella así no más a delatar el paradero de su otro hijo Chalio.

En compañía de su contingente de ocho soldados bien armados con Enfields y él con una ametralladora Thompson, que eran las armas más modernas en ese entonces, el Coronel Regadola inmediatamente y con todo sigilo, se dirigió a la casa de Chabela Rubio - la mamá del muerto - en el lado arriba del río. Al llegar los soldados inmediatamente y sin ningún aviso, rodearon la casa y conminaron a salir a sus ocupantes. Chabela Rubio pretendiendo estar confusa y sorprendida, les preguntó a los soldados...

- ¿Que pasa? ¿Qué quieren ustedes?

- Andamos buscando a tu hijo Chalio -, le respondió el Coronel, - ¿A donde está?

- Yo no se. Ya días no lo veo..., - contesto Chabela.

Sospechando el Coronel Regadola que Chabela, por su exagerado nerviosismo estaba mintiendo, y que el hijo podía estar adentro de la choza escondido, les indicó con el calibre de su ametralladora a los soldados que se acercaran más a la casa; les ordenó a cuatro de ellos que cautelosamente entraran a registrarla, mientras los otros cuatro se apostaban afuera con sus Enfields listos para evitar la fuga de alguien que lo intentara.

Al frente de los cuatro soldados y con el dedo en el gatillo de su Thompson, el Coronel Regadola le ordenó a dos de los soldados que se subieran y registraran en el tabanco de la champa. Al poco rato, uno de los dos soldados gritó...

- ¡Aquí está escondido uno! ... ¡Hey vos, salí de allí o te pego un tiro!

- ¡No... no! - había dicho el escondido. No me vayan a matar que yo no he hecho nada...

- Y si no has hecho nada -, le contestó el soldado, ¿Por qué te estás escondiendo?

- ¡Bajáte de allí! -, le ordenó el Coronel.

- ¡Registrenlo! - le ordenó el Coronel a los soldados, cuando el que estaba escondido en el tabanco, se había bajado.

Mientras los soldados registraban al sospechoso, el Coronel comenzó a interrogarlo...

- ¿Vos sos Chalio, verdad?

- ¡Si! - Fue la respuesta de este.

- ¿Por qué mataste a tu propio hermano?

- Es que me quito a María. El sabia que yo andaba con María y yo se lo dije pero no me hizo caso... Por eso me arrechó y le volé la cabeza.

- Y para que no te agarráramos nosotros, le comiste el dedo a tu propio hermano - Le había el Coronel ayudado a Chalio a completar su admisión de culpabilidad.

Este sin responder, solo agachó la cabeza como en señal de asentimiento.

- Bueno, pues, - Había dicho el Coronel. - Ahora ya sabes lo que te espera.

En ese momento la madre de Chalio comprendiendo lo que el Coronel quería decir, se hincó en frente de este y llorando le rogó al Coronel Regadola que no le fuera a matar el único hijo que le quedaba.

- Tenga piedad, Coronel - Rogaba la mujer - Es el único hijo que me queda.

- Es tu mala suerte, vieja - Le había respondido el inflexible Coronel.
- Yo tengo que cumplir con mis órdenes.

El Coronel les ordenó a los soldados que esposaran a Chalio y le dijo a este que se despidiera de su mamá. La vieja Chabela deshecha en llanto se abrazaba a su hijo desesperadamente. Sabia que al llevarselo los soldados del Coronel Regadola, no volvería a verlo. Se lo llevaban para aplicarle la justicia. La justicia al estilo y manera del famoso General Saribana.

En un lugar apartado en la montaña, con el equipo militar que siempre los acom- pañaba, excavaban un hoyo los soldados y en un momento en que se distraía el prisionero, con una ráfaga inesperada de su ametralladora, el Coronel se ase- guraba de que el criminal fuera ajusticiado. Por medio de un último tiro de gracia en la cabeza, el Coronel se cercioraba de que el ajusticiado estuviera bien muerto, antes de que lo cubrieran de tierra los soldados.

Era así, pues, como el Coronel Regadola, había cerrado un capitulo más en la san- grienta historia de su jefe. Al resolver el caso del cuerpo sin meñique, el Coronel Regadola, además de cumplir sus órdenes con el rigor de un militar disciplinado, se aseguraba de que el General Saribana, lo seguiría manteniendo en su lista de sus hombres de confianza.

Nota: Este relato está basado en un caso real, que el Coronel, con su nombre cambiado, protagonista del mismo, me refirio en persona.

Aug/12/03

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