ESCRITORES HONDUREÑOS

EL MILAGRO DE DON GASPAR

Por: Hector A. Castillo
California, USA. 3/31/03

"El hombre es honesto, hasta que se le presenta la oportunidad de dejar de serlo." Esa era la sentencia con que Juvenal Dominguez - el alcalde del pueblo de San Vinicio - se había referido a la inquebrantable y famosa honestidad del viejo secretario de la alcaldía, Gaspar Bardales ."La honestidad de ningún hombre o mujer", decía el alcalde," va más allá de los limites de la urgencia de satisfacer una apremiante necesidad." Queriendo decir con aquello el alcalde, que la honestidad del hombre está supeditada a sus necesidades materiales. Se es honesto hasta que no se presenta la oportunidad de claudicar a aquella virtud, por una buena cantidad de dinero que lo valga. "Todos tenemos un precio. " Decía el escéptico alcalde de San Vinicio, "Como los artículos en las tiendas, unos los tenemos altos, otros medianos y otros bajos, pero todos los tenemos." Refiriendose a la inquebrantable honestidad de don Gaspar, según él.

La reputación de la honestidad de don Gaspar había trascendido por varias generaciones. En el pueblo se le conocía como el hombre más honrado de aquella región. Su más reconocido y famoso gesto de honestidad había sido la vez que se encontró en una calle del pueblo, una alforja dentro de la cual contó en billetes la cantidad de 10,000 lempiras, y se los había entregado al jefe de guardias rurales para que se los devolviera a su dueño; posiblemente, algún campesino borracho que entusiasmado por la exitosa venta de su cosecha, se había echado unos tragos de demás y se había descuidado; como en efecto así había sido, lo que se constató cuando el campesino se pre- sentó a la jefatura de la guardia rural, a recobrar su dinero extraviado. El viejo se jactaba de que nunca le había agarrado a la alcaldía ni un lápiz siquiera. Era todo un dechado de monolítica honestidad, de lo que él se vanagloriaba.

Don Gaspar había comenzado su carrera de servidor público cuando apenas tenia 14 años como conserje barrendero en la alcaldía del pueblo de San Vinicio, y había escalado los peldaños del escalafón edilicio hasta llegar a secretario en donde había permanecido por los últimos 20 años de su vida. Todo la gente de San Vinicio conocía muy bien y se había acostumbrado a la figura bonachona y conservadora del viejo don Gas, como los jóvenes lo habían bautizado por su peculiar manera de deshacerse del elemento ese del que parecía tener una exuberante abundancia en sus intestinos, y que expelía sin recato ni modestia alguna, de manera tan estrepitosa que denunciaba su presencia a dos cuadras de distancia, en donde y enfrente de quien fuera que se encontrara.

En la iglesia ya lo conocían los feligreses, y solo cuando se acompañaba de su esposa, era que por cortesía y respeto a esta, no le hacían la valla de honor, que consistía en un círculo que subconscientemente formaban alrededor del viejo, en los bancos de la iglesia, para colocarse ellos y sus fosas nasales, afuera del perímetro del alcance de los frecuentes y fétidos bombazos intestinales de don Gaspar, quien sin inmutarse por la tortura que les infligía a sus vecinos, mucho menos se preocupaba por reprimir su superactiva cámara de gas o, simplemente, aplicarle el mecanismo de acción retardada para que se efectuara la detonación, al final de la misa y cuando todos los feligreses se encontraran fuera de la zona de peligro.

Don Gaspar, muy joven había contraído nupcias con Graciela Peralta, una pundonorosa mujer de una de las familias más viejas y conservadoras de San Vinicio; tan pulcra y candorosa, que se ruborizaba cuando el viento le besaba el rostro. En el pueblo se había regado el rumor de que la dama aquella, era tan recatada y conservadora que, después de estar casada con don Gaspar por medio siglo, todavía no se había resuelto a desnudarse enfrente del viejo. Cuando hacían el amor, le pedía a don Gaspar que se tapara los ojos. No se había podido acostumbrar a usar el endiablado instrumento aquel que le llamaban inodoro, y hacia sus necesidades así como había aprendido de su conservadora familia: en una vieja bacinica que había heredado de su madre y que vaciaba después, en el inodoro. Había crecido obediente a lo que su madre le había inculcado - solo las mujeres vulgares se despatarraban en aquellos armatostes. No habían podido tener descendencia porque se decía que don Gaspar era estéril, por haber recibido la coz de una mula en los testículos cuando aún era niño.

Don Gaspar se había propuesto vivir en este mundo bajo una estricta y rigurosa égida basada en los principios morales entre los cuales prevalecía la integridad personal. Como hombre religioso que era, ante el altar de Dios había jurado jamás infringir aquellos principios que le habían inculcado sus queridos padres. Su padre lo había llevado una vez al cementerio y arrodillados ambos ante el mausoleo de sus antepasados, lo había hecho jurar y prometerle que jamás violaría el código de honor de la fa- milia Bardales.

Estaba seguro que nunca emularía a aquellos alcaldes que había visto enriquecerse ilícitamente. Don Gaspar sabia que con el sueldo que se ganaban como alcaldes, no era posible que pudieran adquirir los palacetes en que vivían, ni trapiches, ni fincas, ni abarrotadas pulperías que muchos de ellos ostentaban poseer cuando concluían sus períodos en la alcaldía. "Si para ser dueño y potentado, había que robar", decía don Gaspar, "prefiero vivir y morir pobre." Su conciencia no le permitía disfrutar de un bienestar mal habido; mientras habían a su alrededor tantas familias pobres padeciendo las calamidades de la miseria, jamás su conciencia lo dejaría tranquilo sabiendo que se había apoderado de lo que no le pertenecía a él. Tenazmente, se había resistido a sucumbir ante la tentación del soborno, cada una de las veces que le habían hecho proposiciones deshonestas para que alterara las actas edilicias y cambiara fechas en los folios de bienes raíces.

La prueba suprema de la honestidad de don Gaspar, llegó en el día en que su adorada Graciela estaba postrada en cama atribulada por un terrible dolor en sus entrañas, para el que el médico local no tenia diagnóstico fijo. Le había dicho el mata sanos que era posible que se tratara de un tumor cervical que tendría que ser tratado en la capital, porque en San Vinicio no existían las facilidades técnicas necesarias para ello. Para el tratamiento habría, posiblemente, que usar modernos servicios de la quimio- terapia o radiación y ese tratamiento solo podría llevarse a cabo en la capital. Al preguntarle al doctor, el costo del tratamiento, este le había respondido que no le costa- ria menos de 5,000 lempiras. Tendría que someter a doña Graciela en cuanto antes al tratamiento, o arriesgaba que si era un tumor maligno, se le desarrollara en un cáncer fatal.

Al no disponer don Gaspar de aquella cantidad de dinero, estaba terriblemente preocupado por la salud de su querida compañera. - ¿Que iré hacer yo, sin Graciela? -, - se lamentaba don Gaspar. - "Me tendría que morir también yo. No creo que lograría poder vivir sin ella". Don Gaspar terriblemente preocupado por la salud de su cónyuge, se habia hecho más religioso, y ahora iba a la iglesia hasta al rosario de las tar- des a rogarle a la Virgen por su Graciela. Así lo había encontrado el padre Francisco Grillo: arrodillado rezando, cuando le preguntó por el estado de su esposa.

- Muy mal, padre. Muy mal -, le había respondido al cura. - Yo creo que se me muere, padre -.

- ¡No hombre, no digas eso! -, le había dicho el cura. - Tengo el presenti- miento que Dios escuchará tus oraciones y te ayudará. Ya veras -.

- Ojalá tenga Ud. razón, padre - Le había contestado, don Gaspar.

Aquella noche, sentado en su mecedora con el alma desgarrada por la imposibilidad de no poder tener la capacidad de llevar a su esposa a la capital, se recordó que por una extraña coincidencia, eran cinco mil pesos los que se habría podido embolsar, si hubiera accedido a complacer las pretensiones deshonestas del coronel Basilio Vargas, el que para poder apoderarse ilegalmente de un terreno baldío, cuyo dueño no aparecia por ningún lado, le había pedido que le ayudara a falsificar una de las actas de los folios municipales. Ahora, más que nunca, comprendía don Gaspar, por que había tanta gente deshonesta en este mundo. Si tan solo Dios fuera un poco más piadoso con los pobres, no habría tanta corrupción en la tierra. Resulta, pues, que, después de todo, Dios era el culpable de que hubiera tanta corrupción en este mundo. Pensando en estas cosas, se quedó don Gaspar dormido en su vieja mecedora.

- ¡Gaspar! -, le había dicho aquel hombre ataviado de blanco parado enfrente de él.

- Levántate y lleva a tu mujer a la capital. En la gaveta principal de tu escritorio encontrarás el dinero que necesitas para su tratamiento -.

Se había de repente despertado don Gaspar al ruido que le pareció oír del cierre de una puerta. Al mismo tiempo que doña Graciela lo llamó.

- Gaspar, ¿Que estás haciendo?¿Eres tu el que acaba de abrir la puerta? -.

- No, mi amor. Yo he estado aquí; me quedé dormido en la mecedora -.

En ese momento don Gaspar notó que el reloj de la habitación marcaba las tres de la mañana; y sintió una racha de aire fresco en la alcoba. Un aire así como cuando se abre una puerta. Sin decirle más nada a su esposa, le dio un beso en la frente y dandole las buenas noches, se fue a continuar su interrumpido descanso en la otra habitación que había hecho su dormitorio, desde que su esposa se había enfermado. "Esto todo ha sido una pesadilla de mal gusto" se dijo don Gaspar. "Me está castigando Dios, por dudar del Él y poner en tela de juicio su sabio e inmenso poder."

Como de costumbre, muy de mañana se había levantado don Gaspar y lo primero que hizo fue dirigirse al lecho de su esposa."Buenos días, mi amor" la saludó a esta, y estampandole un beso en la Mejía le preguntó: "¿Como te sientes hoy?". "¿Y como crees tu que me voy a sentir?" "Como ayer. Me estoy apagando poco a poco... ¿no lo puedes ver?"

Don Gaspar, sin permitir que su esposa lo notara, había recibido sus palabras como lancetazos en su angustiado corazón. De camino a la oficina iba totalmente absorto e intrigado por aquel extraño sueño de la noche anterior. Un sueño raro y, por demás, tonto. Como se le iba a ocurrir a nadie que así no más iban a aparecer en su escritorio cinco mil pesos porque un "ángel" los iba a dejar allí. Aquella fantasía además de ser imposible, era ridícula. ¿Como iba él a abrigar ni siquiera remotas esperanzas de que aquel sueño se convirtiera en realidad? Ya se miraba él como un niño en navidad, en espera de San Nicolás. Ni siquiera se atrevería a abrir la gaveta de su escritorio; aquello tenia que ser lo que era: un mal sueño. Una verdadera pesadilla.

Al llegar a la oficina, como siempre, y después de saludar a sus compañeros, se despojó de su saco y su sombrero y los colocó en sus colgadores correspondientes. Se había propuesto no dejarse llevar por su estúpida curiosidad. No abriría la gaveta de su escritorio porque no haría el ridículo, aunque fuera con él mismo. De todos modos en ninguna de aquellas gavetas podía haber nada más que lo que él había dejado en ellas: papeles. Dio varias vueltas pensativo por la oficina y en un momento de arrebato y no pudiendo resistir más su curiosidad, se abalanzó sobre su escritorio y de un violento halón, abrió de un solo la gaveta.

"¡Dios mío!", había exclamado don Gaspar haciendo la señal de la cruz, ante la vista de un sobre blanco que él no había dejado allí. Tomó el sobre en sus manos temblorosas e inmediatamente de su interior extrajo cinco billetes de a mil lempiras cada uno. "No puede ser cierto", se decía don Gaspar. "Esto no es verdad. Alguien me está jugando una broma, este tiene que ser dinero falsificado". Se puso su saco y su sombrero, y como alma que se lleva el diablo, salió para su casa sin despedirse de nadie en la oficina.

- ¡Graciela, Graciela! -, había gritado del umbral de la puerta. - Preparate que nos vamos a la capital a curarte -.

- ¿Que te pasa, Gaspar? -. ¿Te has vuelto loco? le había respondido doña Graciela. - No mujer-, le dijo este. - Mira, y le mostró los cinco billetes -.



El final de esta historia es obvio; no obstante si los lectores están interesados en saber los detalles, aquí están: Don Gaspar pudo llevar a su Graciela a la capital a recibir el tratamiento ansiado, el cual resultó ser un total éxito, gracias al milagro que le había concedido Dios. Continuó siendo el hombre más honesto de San Vinicio. Con los años y después que don Gaspar ya había entregado su alma al Creador, se supo que el dinero lo había proporcionado el alcalde. Al estar seguro este de que don Gaspar nunca hubiera aceptado los cinco mil lempiras, por considerarlos un soborno y un atentado contra su integridad personal, se había dispuesto a hacer un sacrificio que no le costaría a él mucho. De los fondos que se había embolsado ilícitamente de la municipalidad, había tomado los cinco mil lempiras que había colocado furtivamente, en la gaveta del escritorio de don Gaspar.

Fue así, pues, que al final de cuentas todos los protagonistas de esta historia salieron complacidos y felices. Las dudas de don Gaspar de que era un milagro, habían quedado disipadas por la extraña coincidencia del sueño con el ángel. Indudablemente que la mano de Dios había estado de por medio, al ablandarle el corazón al alcalde Juvenal. La moraleja, si es que hay alguna, es que... Dios nunca olvida a la gente honesta. Aunque en esta historia, más bien parece que tan complacido salió Dios, como salio el diablo...

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