DEPARTAMENTO DE YORO

MUNICIPIO DE OLANCHITO

Juan Fernando Ávila P.
(Olanchito, 1943)

Odontólogo de profesión, mientras estudiaba en la Universidad Autónoma de México dirigió la revista Honduras que editaba la sociedad de hondureños residentes en Méjico, D.F.

Allí en esta ciudad, perteneció al taller de poesía dependiente de difusión cultural de la UNAM. HNo sé porqué andaba detrás de la poesía", nos dijo, mientras conversábamos en su clínica, Hsi yo lo que queda era narrar".

Ha hecho periodismo radial, es columnista permanente de diario TIEMPO. Actualmente prepara su primer libro de relatos: RELACIóN DELOS HECHoS, en el que se narran episodios de algunos personajes de Olanchito con sus nombres y apellidos, pelos y cicatrices. No conocemos todos los relatos del libro en mención, pero de lo poco que hemos leído podemos decir que sus relatos son interesantes. En ellos se inmortaliza a hombres que han signado a Olanchito con só10 existir.

Por ahí desfilan Lisandro Quesada, el poeta Juan Ramón Fúnez y el no menos recordado Róger Orellana.

Del cuento que presenta mos a continuación podemos decir, que tiene un carácter lineal, la trama no es artificiosa, por eso es un buen relato. Quizá lo que le hace perder fuerza sea la adjetivación tan profusa que por ratos sofrena al lector, por lo demás, hay tensión, incitación a la lectura.

Esperamos la pronta aparición de RELACIóN DE LOS HECHos en cuya obra Juan Fernando nos mostrará, sin duda alguna, la calidad de narrador que lleva dentro. Lo esperamos.

El siguiente cuento de Juan Fernando ha sido extraído del libro inédito arriba mencionado y que será de próxima aparición.

De un evento cotidiano y anecdótico aparece un cuento agradable y entretenido.

Es más claro el azul cuando le barro el polvo

El sábado era el día en que se reunían sin avisos previos y el Salón Astoria el punto donde intercambiaban conocimientos del quehacer literario y otros of icios mágicos que los obsesionaban. Allí llegaban los mismos protagonistas a vivir sus pasiones, a mitigar su sed y sus angustias, a confesar sus insomnios comunes.

Era una pléyade de jóvenes que hablan escogido como ocupación el arte en sus distintas formas y comenzaban a marcar una huella singular en sus vidas y en la historia de la comunidad.

Todos publicaban sus primeros escritos en los semanarios que se editaban en el pueblo y en los viveros infinitos del lenguaje buscaban la ruta que los llevara a descubrir la verdad.

Después de las horas sofocantes del mediodía, cuando la población dormía su invulnerable siesta, atraídos por una fuerza invisible llegaban al lugar donde cincuenta años antes, en una humilde casa de corredores amplios, habla nacido el más prolífico escritor de novelas sociales de la patria.

En aquel bar sombrío se convocaban, Lisandro Quesada y su vitalidad antiimperialista, Róger Orellana y su ardiente visión revolucionaria, Juan Ramón Fúnez, lleno de versos libres y sueños isosélicos, Reynaldo Narváez, repleto de un otoño de prosas manuscritas y más allá de su tradicional liberalismo militante, la figura breve y confirmatoria de Natividad Fuentes Blandón, techado eternamente por la sombra intelectual de sus amigos íntimos.

No hablan terminado de acomodarse en dos escaños de madera unidos a una mesa colocada en una esquina del bar, cuando de pronto, subiéndose el pantalón a la cintura, en los principios de una parranda de fin de semana, entró al lugar risueño y ocurrente, el profesor de descendencia libanesa,Raúl Nasser Nicoli, declamando en voz alta: "Es más claro el azul cuando le barro el polvo".

Aquella expresión estremeció en sus asientos a los intelectuales, porque nunca en sus vidas de infatigables lectores de poesía y de prosa, hablan escuchado la libertad de un verso construido con palabras del gasto cotidiano y de una perfección natural divinizante. Una mirada de evidente incredulidad se cruzó entre los presentes cuando advirtieron ignorar la procedencia del verso y comprobar, que el declamador se dirigía a ellos pidiendo que le revelaran la autoría.

—Ese poema es de Claudio Barrera— dijo con sorprendente precipitación Natividad Fuentes Blandón, rompiendo el inicio de la tertulia.

—Andás lejos— respondió el profesor.

—Es de Arturo Martínez Galindo— agregó Reynaldo Narváez. —Yo conocí completo el poema y es magnífico,—concluyó.

—Efectivamente es magnífico, pero no es de Martínez Galindo— dijo el profesor.

—Ha de ser de los primeros escritos de Molina— refirió Lisandro Quesada.

—Frío— dijo el profesor, mientras movía con el indice dos cubos de hielo en un vaso repleto del más purificado brandy español.

—Ahhh— dijo Róger Orellana— ese verso corresponde a la poesía inédita de Porfirio Barba Jacob.

—Falso— contestó el profesor apurando su bebida.

—Entonces es de Jacobo Cárcamo— concluyó Juan Ramón Fúnez, rememorando en voz baja los poemas conocidos del bardo arenaleño.

—Váyanse lejos, y les dejo esa incógnita para el próximo sábado— terminó diciendo el profesor, mientras encendía un cigarrillo Crown y se dirigía a la rockola a escuchar la canción Campos Verdes.

Aquel reto hirió la sensibilidad a los pensadores locales, porque consideraron la actitud desafiante de obligada respuesta, pero se mantuvieron hasta el anochecer de ese sábado buscando en los laberintos de su sabiduría un indicador que les orientara a la integridad del poema y desentrañar el verso que les había provocado una inquietud colectiva y una dedicación penitenciaria.

Fue el lunes, en las primeras horas de la mañana, después de sacudirse la sensación nerviosa del fin de semana, cuando dispusieron organizar su capacidad de investigación y distribuirse el trabajo, de manera que mucho antes de lo previsto, la identidad del poema fuera despejada y entonces, reconociendo la verdad, tendrían libertad de gritar por todas las latitudes del municipio que estaban ante la certidumbre de la creación.

Así fue que inspirados por el instinto de un orgullo vulnerado procedieron a revisar las enciclopedias de la Editorial Bruguera, consultaron los volúmenes de la revista de la Universidad Central de las Villas de Santa Clara, Cuba; investigaron en los tratados de Literatura Francesa editados en el bulevar Saint Germain de París, buscaron en las bibliografías del Instituto de Letras y en los Anuarios de Literatura de la Universidad de Cuyo, Argentina, escudriñaron en las antologías de la Universidad Estatal de Lomonosov de Moscú editadas por la imprenta Progreso; tocaron los anales de la Universidad Complutense de Madrid, hasta agotar sus prolongadas jornadas de investigación semanal revisando los cantos del parnaso mexicano editados por Finisterre y llegar a conocer algunos números sueltos de la página literaria de la revista Carteles, que lograron desempolvar en la colección privada conservada prodigiosamente por un vendedor de lotería mayor que vivía íngrimo, conocido en el pueblo con el nombre de Telésforo Zapata,para finalmente comprobar que ninguno de los documentos daban señales de una construcción gramatical versificada de ese tejido sublime y magistral.

Pero el sábado siguiente sin sobreponerse todavía de la herida espiritual provocada por el desconocimiento, se presentaron a la tertulia a seguir escudriñando el misterio. Interesados en conocer la evolución de la literatura, una Leán de curiosos de menor edad se acercaron a la puerta, donde se distinguían en mayor abundancia las cabezas de pelo morroco, evidenciando la proliferación de una mezcla negroide invulnerable en la región.

El profesor Nasser fue el primero en llegar. En principio creyó que los intelectuales evadirían la responsabilidad de un acto de la magnitud literaria quedado en suspenso, pero se equivocó. Antes de la hora fijada se fueron presentando los concurrentes y hasta que se había sentado el último se inicia la conversación.

omo nos pidió que nos fuéramos lejos, para mí, el verso corresponde a la creación dolorosa del poeta guerrillero turco Mohamed Ibn Hussein— ilustró Lisandro Quesada, apurando el primer vaso de brandy.

El profesor lo miró con un aire de evidente piedad y sobre el humo del cigarrillo I respondió:

—No.

—Yo creo que ese verso es parte de la poesía heroica moscovita del Alexander Serguevich Pushkin— acotó Róger Orellana, pasándose la mano sobre el cabello.

—Tampoco— sentenció el profesor.

—Entonces pertenece a los fulgores tormentosos, o a los afluentes menores de la poesía negra de la lengua francesa, representada por Lionel Atullu y Jacques Romain— agregó Reynaldo Narváez.

—Menos—dijo el profesor.

—Siendo así— dijo Juan Ramón Fúnez— ha de pertenecer a la poesía estilista de Saint

—Andan lejos, muy lejos—refirió el profesor.

Y así fueron barajando nombres de artistas de las regiones más recónditas del mundo, pero nunca lograron desentrañar la nacionalidad del autor y del verso que desde el sábado los había martirizado.

Fue hasta muy tarde que se sintieron resignados de ignorar la procedencia cuando el maestro, en un acto de condescendencia, se atrevió a confesarles que Es más claro el azul cuando le barro el polvo, correspondía al numen fecundo y casi desconocido de la exquisita poetisa Rumilda Lemus.

—Por el apellido ha de ser salvadoreña— se precipitó a decir Róger Orellana, queriendo acertar con la nacionalidad.

—Algún día lo sabrán— dijo con aire dubitativo el profesor, mientras abandonaba la reunión, declamando otros versos de autores desconocidos.

Un miércoles como si hubiera estado predestinado a descubrir el enigma, el joven Orellana recibió un sobre sellado con membrete oficial. Al tenerlo en sus manos pensó que se trataba de una nota que algún coterráneo incrustado en la burocracia estatal le remitía desde la capital proporcionándole el nombre del poema y quien era el autor, pero su sorpresa fue singular cuando comprobó que no era una comunicación común de las muchas que caracterizaban la correspondencia ordinaria, sino que al abrir el sobre se enteró que el estado lo nombraba para ocupar el cargo de administrador de rentas en la cabecera departamental de Yoro. Hasta entonces se dio cuenta que tenía que culminar con su vida bohemia en su pueblo de origen y dejar los espacios esenciales de su quehacer a otros hombres, principalmente jóvenes, a quienes había impartido un magisterio ideológico para que su palabra no quedara flotando en los aires consonantes de la soledad. Pero ese viaje a Yoro llevaba una corriente de santificación, porque más tarde, en un acto dramático comprobaría que no era una vergüenza literaria la que había vivido junto a sus contertulios, sino instantes atropellados de su imaginación.

Salió de su pueblo la madrugada de un domingo mucho antes de que cantaran los primeros gallos, junto a su inseparable amigo Lisandro Quesada quien en un acto de solidaridad cultural también abandonaba la cruda y secreta nostalgia que solo se ventila en la provincia, para ir a otros cielos a descubrir el resto del universo. Viajaban en un automóvil cansado por un camino sinuoso que ascendía a la montaña y se extraviaba entrela espesura húmeda y alta de los pinares.

Asi fueron devorando las horas hasta llegar a un sitio conocido como Ocotillo, cerca de la laguna de Capa y Chalmeca, antes de la Guata. Eran las cinco de la tarde y una casa sencilla ubicada en la parte prominente de la cordillera de donde se dominaba el paisaje era estación obligada y único comedor en todo el trayecto. La mujer que servía era sola pero multiplicaba su diligencia para brindar atenciones a los lúgubres turistas que cruzaban aquellos caminos recorridos generalmente por camiones madereros de una empresa transnacional explotadora del bosque conocida como Yoro Lumber Company.

Al entrar al comedor la seora les indicó donde podían asearse y el lugar más atractivo para sentarse y contemplar el panorama de la serranía. Los dos viajeros se acomodaron frente a una ventana sin cortinas protegida en su totalidad por un plástico transparente. Ella se acercó a la mesa a extender un mantel de cuadros rojos parecido a los uniformes de los gaiteros escoceses y a colocar un frasco grande lleno de cebollas y chiles curtidos en vinagre.

—Desde aquí se ven azules las montañas —dijo Lisandro Quesada, inspirado en el paisaje de la cordillera.

—Y es más claro el azul cuando le barro el polvo—dijo la mujer.

—¡Le barre el polvo! ¿A quién?—preguntó sorprendido Lisandro.

—Al plástico de la ventana—respondió la mujer.

Los dos escritores intercambiaron una mirada de emotividad al comprobar que lejos de sus tertulias se repetía la sonoridad del mismo verso.

—¿Cómo se llama aquí?—preguntó Róger Orellana.

—Ocotillo—respondió la mujer, todavía secándose las manos en el delantal.

—¿Y el comedor tiene nombre?—preguntó Lisandro Quesada.

—Sí.—respondió la mujer— Comedor de Rumilda Lemus que soy yo.

Los dos intelectuales se miraron de nuevo y no pudieron reprimir un risueño gesto de ingenuidad.

Eran las cinco y treinta de la tarde y un viento suave y fresco soplaba en las montañas. Comenzaba a oscurecer y la ciudad de Yoro con sus luces languidecientes les esperaba como en un nacimiento.

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