CUENTOS Y LEYENDAS

El sacerdote

San Pedro Sula, Honduras 25.06.2011
Jorge Montenegro
redaccion@laprensa.hn

Hace muchos años vivió en Tegucigalpa un sacerdote cuyo nombre no mencionaremos, pero sí diremos que gozaba del aprecio de los feligreses de la santa iglesia catedral.

Cada vez que el sacerdote celebraba la misa dominical no cabía ni una aguja en la iglesia, llamaba la atención sus vibrantes sermones y tenía una facilidad especial para hablar de la palabra de Dios.

Muchas personas lo visitaban para recibir un sabio consejo, para que fuera a bendecir casas, para realizar ceremonias especiales en las Fuerzas Armadas o el Gobierno, o sea que aquel noble sacerdote era considerado por todos como un santo.

En aquellos días, los sacerdotes igual que los médicos, visitaban con frecuencia a las personas que asistían al consultorio o a la iglesia llevando un mensaje de salud y de esperanza. Un día el sacerdote llegó de visita a una humilde casa del barrio Abajo, una señora de nombre Felipa agonizaba, había pedido a sus hijos que llamaran al padre para que le suministrara los santos óleos, sentía que la vida se le escapaba y quería morir tranquila en los brazos de Dios.

Cuando el sacerdote hizo acto de presencia se detuvo en la puerta y exclamó: “Aquí hay vibraciones de la oscuridad”; fue llevado al lecho de la enferma, quien al verlo agachó la cabeza avergonzada, “¿porqué has hecho esas cosas terribles hija mía? ¿verdad que siempre te estás muriendo y no te mueres?”, la mujer levantó la cabeza y dijo: “Padre, he pecado grandemente ante los ojos de Dios, durante algún tiempo me dediqué a cosas ocultas y hoy que deseo morir bien no puedo, sin que mis hijos lo sepan siento que los demonios me atormentan día tras día, por eso lo mandé a llamar, quizás por su medio recibo el perdón del Todopoderoso”.

El sacerdote sacó un pequeño bote que contenía agua bendita y una pequeña estola que colocó sobre el cuerpo de la enferma, hizo la señal de la cruz y en ese momento la casa se estremeció, cuentan que los hijos de la mujer salieron de allí corriendo despavoridos. Después de la bendición la mujer pidió perdón, envejeció de pronto varios años y luego entregó su alma al Creador. El sacerdote hizo de nuevo la señal de la cruz sobre el cadáver de la mujer, se levantó lentamente y abandonó el lugar. Aquel suceso fue comentado entre los capitalinos, los mismos hijos de la difunta contaron lo sucedido.

Con el tiempo el noble sacerdote recibió el título eclesiástico de Monseñor y todos celebraron con gran alegría el nombramiento de aquel hombre de Dios.

Un día, mientras daba el sermón dominical de la mañana interrumpió su prédica debido a una repentina tos, logró disimular el deseo terrible de toser finalizando el sermón para felicidad de quienes llegaban a escucharlo.

Su estado de salud comenzó a empeorar y los demás sacerdotes lo llevaron a un centro médico donde fue atendido con cariño y respeto.

Una mañana la gente escuchó que las campanas de la iglesia repicaban dobles, los vecinos más cercanos acudieron a la parroquia donde se enteraron que el noble sacerdote había fallecido. El sepelio fue uno de los más grandes que se recuerdan, la Banda de los Supremos Poderes ejecutó las marchas fúnebres que acompañaron el féretro hasta el cementerio general, aún existen personas que recuerdan aquel sepelio.

Pasaron los años y en la capital se instaló el primer servicio de taxis que operaba en el parque central, frente a la estatua del general Francisco Morazán. Una joven vestida de blanco fue donde uno de los motoristas y le dijo que lo necesitaban para un viaje corto, ella se subió al taxi para llevarlo donde la persona que requería los servicios. Un señor de tez blanca se subió al automóvil, la joven se quedó en la casa y agitaba su mano despidiéndose.

-¿Dónde lo llevo señor?, preguntó el motorista. -Lléveme a la iglesia de Suyapa por favor; -con mucho gusto-, expresó el chofer y dirigió su auto hacia la aldea de Suyapa, pasaron por el hospital San Felipe tomando el rumbo de aquella carretera de tierra que conducía a Suyapa.

Antes de llegar donde la patrona de los hondureños, en aquella vieja carretera había un puente que era famoso por haber ocurrido ahí el primer accidente automovilístico de Tegucigalpa, fue un carro de una panadería que había volcado en ese lugar. Del accidente iba hablando el motorista con su pasajero cuando de pronto sintió un suave aroma a rosas y claveles y al voltear a ver a su pasajero, éste había desaparecido.

Como loco dio la vuelta y regresó a Tegucigalpa visiblemente nervioso, había recordado el rostro de la persona que llevaba a la aldea, era el finado Monseñor.

Cuentan que el perfume de rosas y claveles se sintió por algún tiempo en el interior de aquel carro que fue uno de los primeros taxis de la ciudad capital

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  • (**Fuente: Diario La Prensa.)