CUENTOS Y LEYENDAS

El caso de don Adolfo

San Pedro Sula, Honduras 07.05.2011
Jorge Montenegro
redaccion@laprensa.hn

Don Adolfo Torres vivió hace muchos años en la ciudad de Talanga cuando esta comunidad era un pequeño pueblo que comenzaba a crecer. Ya viejo se enamoró de una muchacha de 18 años a la que colmaba de atenciones.

Cada vez que la visitaba en su casa se presentaba como un buen amigo de la familia de Guadalupe, nombre de la joven que él pretendía.
Era muy respetuoso, de baja estatura, usaba bigote y se caracterizaba por llevar siempre un sombrero blanco de palma.A pesar de tratar de esconder sus pretensiones, todo el mundo comentaba lo que él hacía. -Mmmmm, tan viejo que está para esa muchachita. Se está quedando loco. Pero en la familia de Lupita lo reciben bien.

-¿Y el interés, pues? Como saben que ese viejo tiene mucho dinero... por eso es que lo atienden.
Un día que don Adolfo llegó de visita, Lupe estaba sola. Sus padres habían salido a ver un pariente enfermo, ocasión que el viejo aprovechó para declararle todo su amor.
-Usted bien sabe, Lupita, que estoy locamente enamorado de usted. No la busco como un entretenimiento, sino que me gustaría convertirla en mi esposa.

Ella lo miró detenidamente y le dijo con suavidad:
-Vea, don Adolfo, usted me simpatiza, ha sido muy bueno con mi familia y es un señor respetado por todo el mundo, pero apenas tengo 18 años y usted tiene setenta y cinco.
-Así es, Lupita -contestó don Adolfo-, pero cuando hay amor la edad no importa. Yo la quiero de verdad. Tómese su tiempo para que se decida. Sabré esperarla.

-Está bien -dijo ella-, deme tiempo para pensarlo, don Adolfo.
Cuando los padres de Guadalupe regresaron don Adolfo se había ido. Ella les contó detalladamente la petición del viejo y ninguno se sorprendió porque ya lo sabían. También sabían que si su hija se casaba con él sería la heredera de su bienes. Los movía más el interés económico que la felicidad de la muchacha.

El papá dijo:
-Mira, Lupita: es el mejor partido de este lugar. Además es un señor de respeto, no es ningún vago como esos que te dicen cosas en la calle.Lo que todos ignoraban era que Lupita tenía su novio, un amor secreto al que miraba a escondidas.
Se escapaba de la casa de noche y regresaba en la madrugada. Una de tantas noches, los novios se besaban apasionadamente en el pequeño parque cuando pasó por ahí don Adolfo; al verlos se escondió y pudo reconocer la voz de Lupita. No se movió del lugar hasta que los muchachos se separaron.

El viejo la siguió despacio, se adelantó y logró sorprenderla.
-¡Lupita, qué gran sorpresa encontrarla en la madrugada!
Inmediatamente la agarró de los puños tratando de besarla, forcejearon y al ver que la joven se escapaba, disparó dos veces con su pistola y la mató por la espalda. Los vecinos escucharon los disparos, pero nadie salió a la calle a investigar por miedo.

Unos vendedores que madrugaban encontraron el cuerpo de Guadalupe y en pocos minutos todos sabían que habían asesinado a una de las mujeres más bellas del pueblo. Los más consternados eran sus familiares al enterarse de que había perdido la vida por verse a escondidas con un hombre.

Al velatorio fueron llevados varios ramos de flores, pero los más grandes eran los de don Adolfo.
Ahí estaba presente el viejo, fingiendo que lloraba y un dolor que estaba lejos de sentir. Triste, se acercó al féretro. Ahí estaba el cadáver de su víctima: su rostro se miraba radiante y bello.

Él inclinó su cabeza para que todos lo vieran, para que pensaran que se despedía del amor de su vida y de pronto la muerta abrió los ojos. Aquel hombre cambió de colores, las piernas le temblaron y haciendo un gran esfuerzo se separó del féretro y se despidió de los familiares de la muchacha diciendo que se sentía mal. Creyeron que la muerte de Lupita lo había afectado, pero no sabían la verdad.

El viejo, aterrado, se fue a medianoche a su casa. No había nadie; las calles estaban desoladas. Repentinamente vio de nuevo los ojos de la muerta en el aire, salió corriendo y aquellos ojos lo perseguían. Desesperado, se metió en un potrero, gritando enloquecido: “Perdón, perdón, Lupita. Quíteme esos ojos de encima. Perdón.
¡Auxilio!”
Como pudo, don Adolfo llegó a su casa, agarró papel y lápiz y se puso a escribir una nota. Al dejar de escribir, vio de nuevo aquellos ojos que lo miraban desde la pared.

De una patada abrió la puerta de la casa y salió corriendo, pero adonde quiera que miraba estaban los ojos de Guadalupe. “Perdón, perdón, Dios mío, quíteme los ojos de encima, auxilio, deténganla”. Inesperadamente regresó al velorio. Todos lo vieron llegar con sus ropas rasgadas y los brazos heridos. Sin decir nada sacó su pistola y se disparó un balazo en la sien derecha.
Las autoridades encontraron el papel que el viejo había escrito, en el que confesaba que había matado a la muchacha en un arrebato de celos.
“Yo le quité la vida”: ésa fue la confesión de don Adolfo, tal como nos fue contada por un pariente de la difunta.

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  • (**Fuente: Diario La Prensa.)