CUENTOS Y LEYENDAS

Doña Rafaela

Esta es la historia de Doña Rafaela, que vivía en Guatepeque, pequeño lugar de la ciudad de Gracias.

San Pedro Sula, Honduras 13.11.2010
Jorge Montenegro
redaccion@laprensa.hn

En Guatepeque, pequeño lugar de la ciudad de Gracias, vivía una señora a quien todo el mundo conocía con el nombre de Rafaela, de piel oscura, poco arrugada, cuerpo enjuto que daba a toda su figura un aspecto poco común entre los humanos.

Taciturna, vivía sola en una casucha vieja rodeada de árboles en un claro del caserío de Guantepeque. Los vecinos, más que respeto, le tenían un poco de recelo y temor porque se decía que “Ña Rafaela” tenía pacto con Satanás. Sin embargo, la gente aseguraba que no le hacia maleficios a nadie, su trabajo consistía en curar los males diabólicos de aquellas personas que aparecían locas o con sapos y culebras en el estómago.

Sus poderes curativos quedaron demostrados aquella vez que Julián apareció loco de la noche a la mañana; loco de remate desde que una amante despechada le había mandado a dar un brebaje conocido con el nombre de “amor infernal”, el que entre otros ingredientes tiene raíz de chiltute, hojas de barbasco, polvo de mapache y otros que se ignora cuáles son. Solo ella sabía el secreto pero su efecto produce una locura de aquellas.

Aquella noche Juan dormía en casa de doña Micaela, con quien tenía relaciones amorosas, las que se veían empañadas por los continuos pleitos, ya que Juan andaba de cachetes embarrados con otra hermosura del pueblo, haciéndole constantes desprecios a Micaela. Ésta, sintiéndose despechada y herida en su amor propio por el único hombre al que idolatraba, había jurado vengarse y para tal fin contaba con los servicios de Herlinda “La hechicera”.
Un día miércoles, como de costumbre Julián, de oficio destazador, se levantó de madrugada en casa de Micaela al rastro de la ciudad, donde debía aliñar un par de reses. Tomó un poco de café helado antes de la medianoche, pero Micaela había vaciado la toma que Herlinda le había preparado con la seguridad de que Julián sería solo de ella o de nadie más. Éste, por su parte, jamás pensó que en aquella taza de café iba la medicina infernal. Llegó al rastro, platicó con los demás en medio de un bullanguero. En eso las vacas, que atadas a un poste esperaban la hora del sacrificio, comenzaron a mugir y a moverse nerviosamente ante la presencia de Julián. Ese día todo comenzó mal, llegó tarde al matadero, los perros acudieron por docenas, los zopilotes en el tejado revoloteaban agitando sus negros trajes, produciendo remolinos, y, de pronto, un ruido espectral se apoderó de la estancia como si aquello fuera una macabra misa negra.
Un extraño escalofrío recorrió el cuerpo de Julián, que sudaba chorros a pesar de la fría mañana.

Los mozos, también nerviosos, vieron los ojos vidriosos de Julián, que vociferaba y decía palabras soeces como jamás se le había escuchado. Pateaba los perros y arengaba a los mozos. Una vez atado el animal, con saña y una mueca diabólica hundió el cuchillo en el corazón de la vaca, la que lanzó un estridente mugido que estremeció a los mozos y vecinos, al tiempo que Julián lanzaba estrepitosas carcajadas.

A todo esto eran las doce del mediodía, la toma había hecho su efecto, la locura se manifestó en toda su crudeza. Julián pasó 24 horas contínuas dando saltos, corriendo, llorando y pronunciando palabras incoherentes, mientras que de su boca salía espuma; su cuerpo sangraba pues con las uñas se arrancaba la piel debido a la insoportable picazón que sentía por todo el cuerpo. Aquello era increíble, los parientes de Julián, desesperados por aquella situación que ya llevaba cinco días, decidieron llamar a “Ña Rafaela”.

Ya sé lo que le pasa a Julián, dijo “ña Rafaela”. Anoche me lo dijeron las caras, hoy es miércoles, un buen día para estas cosas. “Te tienen bien jodido, Julián, te dieron alcantarilla, yo se lo que te voy a dar”.

Doña Rafaela volvió a Guatepeque prometiendo regresar a la medianoche de ese mismo día, y así fue: a las doce en punto y sin saber cómo, entró a la casa sin que nadie la viera, pero el caso es que Ña Rafaela estaba sentada a la orilla de la cama de Julián.
Todos estaban sorprendidos y en ese instante un frío que calaba los huesos invadió la casa. “Sálganse todos”, dijo Ña Rafaela. “No quiero que nadie entre, oigan lo que oigan en este momento voy a comenzar mi trabajo”.

En un tiesto colocó brasas en las que arrojó un polvo amarillento, levantándose un humo espeso que despedía olor a carne quemada y azufre, sobre el tiesto hizo pasar unas cuarenta veces la cabeza por el sahumerio al enfermo. “Julián, obra del demonio es tu mal, yo te conjuro y en nombre de las fuerzas sempiternas ordeno que de tu cuerpo salgan los gusanos del mal. Tomate esta poción, sangre de los dioses de mi región, con la esperanza de que tu cuerpo será sanado. Tomátela... toda tomátela”.

Julián tomó aquella agua amarga como la hiel y media hora más tarde aquello era un infierno: Julián lanzaba gritos, provocados por fuertes calambres en el estómago, en medio de su cabellera brotaron decenas de gusanos y cayó con fuertes convulsiones, retorciéndose, y al fin quedó profundamente dormido. Ña Rafaela lanzó un chillido, después una sonora carcajada. No se volvió a oír nada. Un silencio sepulcral llenó la casa. Eran las tres de la madrugada. Los familiares angustiados abrieron la puerta, Julián estaba dormido y Ña Rafaela había desaparecido. Solo quedó el monótono canto de una chorcha sobre las tejas.

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  • (**Fuente: Diario La Prensa.)