CUENTOS Y LEYENDAS

Los muertos de Ticamaya

Un fin de semana regresaron a la laguna de Ticamaya. Llegaron al sitio donde encontraron los huesos y comenzaron a buscar en los alrededores.

San Pedro Sula, Honduras 17.09.2010
Jorge Montenegro
redaccion@laprensa.hn

El 8 de septiembre de 1957 se reportó que unos pescadores encontraron una osamenta humana. La policía llegó al lugar de los hechos y el forense dictaminó que se trataba de una niña de aproximadamente doce años y que tenía unos cinco años de haber permanecido oculta en las aguas pantanosas que rodean a la laguna de Ticamaya en el departamento de Cortés. Entre los pescadores figuraban Darío Flores y Salvador Ardón, empleados de una compañía norteamericana, que se impresionaron con el hallazgo, a tal grado que Darío no pudo dormir tranquilamente durante una semana.

Darío y Salvador vivían en Puerto Cortés y, aunque eran compañeros de trabajo, raras veces salían juntos, a menos que se tratara de pescar en el mar y en las lagunas y los ríos de cualquier lugar del departamento. Una mañana se encontraron y Darío le confió lo que le pasaba por las noches. Desde que encontramos los huesos de aquella niña no puedo dormir; la he visto en sueños: es blanca, tiene el pelo largo y su rostro es muy bonito y cuando está a punto de hablar conmigo me despierto sobresaltado, no sé qué me pasa, Salvador. El amigo lo miró y palideció, a mí me pasa lo mismo.

Acordaron platicar de los extraños sueños al salir del trabajo. Fueron a una cafetería en el centro del puerto y Darío le dio a Salvador todos los pormenores de sus sueños. Durante varios minutos estuvieron en un silencio que rompió Salvador. Hay algo en mi sueño, un hombre que se llama Gabriel. Hagamos una cosa, dijo Darío, anotemos todo lo que soñamos con esa niña; la policía dijo que supuestamente había sido asesinada al romperle los huesos del cuello.

Un fin de semana regresaron a la laguna de Ticamaya. Llegaron al sitio donde encontraron los huesos y comenzaron a buscar en los alrededores.

Aquí hay algo, dijo Salvador, es una pulserita de oro con un nombre. Darío tomó entre sus manos la cadena y procedió a darle brillo frotándola en su pantalón. Poco a poco apareció el nombre de la pequeña: “Silvia”. Caminaron por la orilla de la laguna y, para su sorpresa, en un remanso aparecieron otros huesos humanos. Los policías llegaron de nuevo a investigar, buscaron con expertos nadadores y encontraron los restos de seis personas que supuestamente fueron asesinadas y arrojadas en la laguna hacía varios años. Extrañamente, nadie los había encontrado. En los medios de comunicación se dio a conocer la información y se pasaron avisos sobre personas desaparecidas. Se pedía la ayuda de la gente que hubiera experimentado la ausencia de un familiar.

La noche del 1 de noviembre de 1957, Salvador tuvo una revelación. Soñó que en un vehículo viajaban siete miembros de una familia, seis adultos y una niña, que andaban conociendo la laguna de Ticamaya. Acamparon en la orilla colocando mesitas, asientos portátiles y dos hieleras. Cuando se habían acomodado, apareció sorpresivamente un hombre con un arma en la mano y comenzó a disparar. Mató a seis miembros de la familia y la niña salió huyendo. Desesperada, gritaba pidiendo auxilio; el asaltante la siguió hasta alcanzarla, le rompió el cuello y la arrojó en las aguas del lago.

Los cadáveres fueron arrojados al agua después de haberles atado piedras. Media hora más tarde, el asesino abandonó el lugar en la camioneta de la desafortunada familia, dejando el lugar limpio como si no hubiera pasado nada.
Al despertar, Salvador fue en busca de su amigo. Ambos tuvieron la misma revelación. Pasó algo sobrenatural esa noche: cuando los dos amigos platicaban en casa de Darío, escucharon ruidos en la puerta de entrada. Al abrir, vieron a una niña vestida de blanco que corría e instintivamente siguieron a la pequeña. Creo que es Silvia, gritó Salvador mientras corrían detrás de ella. La niña llegó a un solar y desapareció en el aire. Ambos sintieron un escalofrío. Aquí hay algo, Salvador, investigaremos mañana, no se ve nada a esta hora.
Al día siguiente descubrieron en aquel solar cerca de la playa una vieja camioneta embancada, sin llantas, el tonó suspendido y sin el motor. Había un anciano junto a la puerta de la casa, sentado en una mecedora. Oigan, dijo el viejo, ¿ustedes son los mensajeros de la laguna? Acérquense, por favor. Darío se acercó. No, señor, no somos mensajeros; andamos buscando al dueño de esa camioneta abandonada.

El viejo se movió con dificultad en la silla y manifestó: llévenme hasta el cascarón de ese carro que les voy a dar la información. Fue así que llevaron al señor hasta lo que había sido un carro de lujo, lo colocaron en la cabina y cuando menos lo esperaban, el anciano se pegó un tiro en la cabeza.

Cuando la policía hizo las investigaciones, encontraron un libro donde se podía leer: “Los muertos de Ticamaya claman justicia. Cuando vengan los mensajeros, tendré que suicidarme”.

El anciano respondía al nombre de Gabriel Cano Ruiz, originario de El Salvador. Pasó mucho tiempo para descubrir al asesino. Nueve días después, Darío y Salvador tuvieron el mismo sueño: una niña risueña les dijo: Antes de morir, mi abuelo le dijo al asesino “vas a morir por tu propia mano”. Hoy podemos descansar en paz.

Cuando amaneció, Salvador buscó la cadenita de Silvia y no la encontró en el lugar donde la había guardado. Cuando los amigos compartieron el sueño, Darío aseguró: En mi sueño vi en el pulso de la niña la cadenita de oro que vos encontraste.

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  • (**Fuente: Diario La Prensa.)