CUENTOS Y LEYENDAS

El perro de doña Luisa

Los dos amigos de doña Luisa se repartieron los bienes y vendieron las propiedades. Todos los días enviaban flores al cementerio. Habían sepultado a Diábolo junto a su ama porque consiguieron un permiso especial para hacerlo

San Pedro Sula, Honduras 27.06.2010
Jorge Montenegro
redaccion@laprensa.hn

Vamos, Diábolo, vamos. Doña Luisa le gritó a su perro que la siguiera. Regresaba del mercado San Isidro de Comayagüela llevando una pequeña canasta llena de verduras. Era vegetariana y vivía sola, sin más compañía que su perro.

Los vecinos comentaban: Doña Luisa le puso Diábolo a su perro… ¿Saben qué quiere decir ese nombre? Nada menos que Diablo.
A mí se me hace que esa vieja sabe su papadita, no se come la tortilla así nomás. Vale más que no se meta con nosotros... Mmmm... quién sabe las cosas que nos hubiera hecho.

Por las mañanas, doña Luisa llenaba una pequeña paila con agua y usando una franela limpiaba con paciencia las hojas de cada planta de su jardín. Les hablaba como si se tratara de seres humanos. ¿Cómo están mis muchachitas? Hoy les traje abono para que estén bien alimentadas.

¿Y tú, Lucy? Mi querida Margarita, tienes brotes nuevos. Estás más linda que nunca. En cada vuelta que daba la señora, su fiel perro la seguía. Ella lo acariciaba con ternura. Mi pequeño Diábolo. Ven aquí que ya es hora de darte tus vitaminas.

El fiel perro dormía a un lado de la cama de la señora. Si escuchaba un ruido sospechoso, abandonaba el lugar y daba vueltas por el interior. Al asegurarse de que todo estaba bien, regresaba a los pies de su ama. Doña Luisa había quedado viuda después del fallecimiento de su esposo, el abogado Santos, que abandonó este mundo de un ataque al corazón.

La viuda heredó una inmensa fortuna, varias propiedades y casas de alquiler. Era caritativa con los pobres y no permitía que se abusara de los demás. La gente la quería, pero una minoría la miraba con malos ojos por el nombre del perro. Llegaron a decir que tenía pacto con el innombrable.

Corría el mes de agosto de 1952 cuando doña Luisa llegó a la clínica de su dentista. En la antesala se encontraban una mujer y un hombre que la saludaron y miraron con desconfianza a Diábolo. El perro gruñó, pero su ama lo calmó: Tranquilo, Diábolo, tranquilo. El médico abrió la puerta de su consultorio y preguntó ¿Quién sigue? El hombre y la mujer le cedieron su puesto a doña Luisa, que les agradeció el noble gesto. El perro la siguió.
Lo que el médico hablaba con su paciente era escuchado por las dos personas en la antesala. Una pregunta, doña Luisa. Todo ese dinero que usted tiene ¿a quién se lo dejará cuando se vaya de este mundo? La señora sonrió y dijo: No se preocupe, doctor. Como no tengo hijos, todo mi dinero y mis propiedades pasarán a manos de mi perro, o mejor dicho a sus patas. El encargado de todo será mi abogado, el joven

Rolando, al que usted ya conoce. Siempre mantengo dinero en la casa para ayudar a la gente pobre. Usted va a tener su papadita, doctor, por ser tan bueno con mi finado esposo y conmigo.

El médico sonrió. Gracias, doña Luisa. También cuidaré de Diábolo cuando sea necesario.
Había mucha confianza entre el dentista y doña Luisa. Desde que don Santos visitaba la clínica, le tomó mucho cariño al joven médico y le prometió dejarle algo de herencia si él pasaba a mejor vida. Poco después, la señora abandonó el lugar y se despidió del odontólogo acompañada, desde luego, por su fiel guardián Diábolo.

Los dos pacientes que esperaban su turno fueron atendidos y al salir se pusieron a platicar.
¿Escuchaste, verdad? Sí, dijo el hombre. Yo sé quién es esa vieja. La jodida es que con ese perro... Mmmmmm, dijo ella. Eso es lo más fácil; sólo se le da veneno, y adiós perro. Je, je, je, je. Se fueron a un restaurante donde planificaron el robo que cometerían en perjuicio de doña Luisa.

Una tarde del mismo mes de agosto, la mujer llamada Estela le comunicó a su cómplice que tenía listo el veneno para matar a Diábolo. Aquellas malvadas personas llegaron en la tarde cerca de la casa de doña Luisa, estudiaron el terreno y vieron detrás de una verja a Diábolo.

Sigilosamente, la mujer se acercó a la verja, caminó hasta el portón, vio que estaba abierto. De inmediato le hizo una señal al hombre, que caminó rápidamente, llevando un trozo de carne envenenada. El perro se acostó frente a la puerta de la casa, vio entrar a la pareja, no gruñó ni ladró. Hoy está mansito el desgraciado.

El hombre tomó impulso y lanzó la carne cuando doña Luisa abrió la puerta. Levantó instintivamente el brazo derecho y atrapó la carne en el aire. Luego le ordenó al perro que los cazara.

El perro pareció volar. Se lanzó contra el hombre y le mordió la garganta, luego atacó la pierna de la mujer. Ambos cayeron al suelo. La velocidad y la furia del perro los agarró por sorpresa. El animal regresó a los pies de su ama.

Cuando el hombre y la mujer trataron de abrir el portón, ocurrió algo sobrenatural. Ella se agarró el rostro con sus dos manos y él hizo lo mismo. Cayeron y comenzaron a sufrir una diabólica transformación. En pocos minutos se convirtieron en ratas. El perro se levantó de nuevo y se comió a las ratas que gritaban desesperadas con gritos humanos. La tarde apareció detrás de las montañas, llegó la noche y todo quedó en silencio.

Doña Luisa siguió con su labor de ayudar a los necesitados, aconsejando a todos que se portaran bien, que nunca le robaran sus pertenencias a nadie.

Al pasar los años, doña Luisa falleció. El dentista y un abogado tomaron posesión de sus bienes para cuidar a Diábolo. Durante mucho tiempo lo trataron como a un ser humano hasta que envejeció y murió.

Los dos amigos de doña Luisa se repartieron los bienes y vendieron las propiedades. Todos los días enviaban flores al cementerio. Habían sepultado a Diábolo junto a su ama porque consiguieron un permiso especial para hacerlo. La vieja casa de doña Luisa fue abandonada por sus nuevos dueños y así permaneció algunos años hasta que se derrumbó. Se cuenta que se miraban ahí ratas gigantescas que gritaban con voces humanas.

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  • (**Fuente: Diario La Prensa.)