CUENTOS Y LEYENDAS

¿Dónde está tu Dios? ¿Dónde?

Doña Ondina cumplió 50 años y el esposo 60, durante su juventud y durante la crianza de sus hijos jamás tuvieron problemas

San Pedro Sula, Honduras 29.05.2009
Jorge Montenegro
redaccion@laprensa.hn

Ondina Zelaya se casó con Mauricio Torres en 1940 y se trasladaron a vivir a la ciudad de Comayagua, donde procrearon tres hijos: Carlos, Marco y Ondina.

Mauricio dedicó su vida al trabajo para mantener bien a su familia; con los años, los hijos crecieron y se casaron. Los dos varones se fueron a vivir a Choloma porque sus esposas eran originarias de esa comunidad y Ondina, la hija menor, se trasladó a la capital de la República con su esposo, que era un próspero hombre de negocios.

Doña Ondina cumplió 50 años y el esposo 60, durante su juventud y durante la crianza de sus hijos jamás tuvieron problemas, y por esas cosas que uno no se explica, don Mauricio a sus 60 años puso sus ojos en una joven mujer.

Doña Ondina, que ignoraba las andanzas de su esposo, dedicaba su vida a Dios y era vista permanente en la antañona Catedral de Comayagua. Como el diablo nunca duerme, una de las señoras que asistía a la Iglesia le dijo:
“Qué pena doña Ondina que usted esté atravesando por esa situación, a mí me sucedió lo mismo, mire -dijo señalando a una muchacha-, ésa es la pícara que anda con su esposo”.

La señora se quedó muda de asombro, no podía creer que su fiel esposo cuando comenzaba a aparecer la vejez en su vida se enamorara de una mujer joven. Haciendo creer que lo sabía todo, decidió hablar con su informante: “¿Y esa mujer que anda con mi esposo dónde vive?”. “A la par de la panadería. Los viejos son tontos, esa mujer le saca dinero a su esposo, se viste bien, mandó a arreglar la casa, viaja a la capital a traer cosas a costillas del viejo tonto, ni más ni menos así me sucedió a mí”.

“Voy a hablar seriamente con él para que deje a esa muchacha”. El reloj marcaba las siete de la noche cuando don Mauricio llegó a sus casa. Su esposa lo atendió bien y cuando le preguntó si tenía hambre le contestó que no; fue entonces que ella no aguantó más y le dijo: “Qué hambre va a tener si venís bien comido de la casa de esa mujer que vive a la par de la panadería. Vos pensaste que nunca me daría cuenta”. Sorprendido y tartamudeando contestó: “Eso es falso, yo no ando con ninguna mujer, no se quién te mete esas cosas en la cabeza”.

“Es lo que vos decís -replicó la señora- todo se sabe en esta vida sin necesidad de andar averiguando. Si acaso te escondés y crees que nadie te está mirando, hay un ojo que sí te ve: el ojo de Dios”.

Al escuchar aquellas palabras, don Mauricio se llenó de ira y levantándose de su asiento con la mano abierta descargó tremendo golpe en el rostro de doña Ondina.

Ella lo miró con lágrimas en sus ojos: “Dios te va a reprender Mauricio, no te da pena que sos el hazmerreír del pueblo. Dios tarda, pero no olvida. Que sea la primera y última vez que me levantas la mano”.

Las cosas empeoraron. Mauricio, que había sido un buen ejemplo para sus hijos y sus vecinos, comenzó a tomar licor, llegaba ebrio a sus casa, su esposa nunca lo rechazó, lo recibía borracho y lo llevaba a la cama: “Ay Mauricio, ya estás viejo para hacer lo que andas haciendo, por el amor de Dios poné los pies en la tierra”.

Todo el pueblo se daba cuenta de aquella relación entre don Mauricio y Leticia -que así se llamaba la muchacha-. Sabían, además, que cuando don Mauricio se iba de la casa, ella metía a otro hombre, en otras palabras, explotaba al viejo para vivir con el joven. Doña Ondina se daba cuenta de todo, sus amistades se encargaban de mantenerla informada cuando iba a la Catedral. Una mañana de domingo el cura de la Iglesia la llamó y le dijo: “Hermana Ondina, me doy cuenta de lo que está pasando en su vida, qué pena que su esposo camine en pasos extraviados, no pierda su fe en el Señor”.

Llegó un tiempo en que don Mauricio se levantaba a las tres de la mañana y se iba para la casa de su amante. Los celos le comían el corazón, le habían dicho que Leticia se encerraba con un hombre joven en la casa, llevaba camiseada una pistola para matar a su rival, pero nunca logró encontrarlo.

Doña Ondina, por su parte, se entregó completamente en alma y corazón a Jesucristo, asistía con más regularidad a la Catedral, ayudaba en el aseo, ordenaba las velas, daba consejos a las muchachas y a los jóvenes y todo el mundo llegó a quererla intensamente. Sabían del problema y jamás le dijeron una palabra más sobre ese asunto tan delicado. Una noche don Mauricio, que había dejado de beber licor, le hizo un reclamo: “Vos ya no te llevas en esta casa, ¿por qué no pasas tu cama y tus cosas a la Iglesia? Sólo zampada ahí creyendo que te vas hacer santa, jajajajajajajaja. ¿Dónde está tu Dios? ¿Dónde?

La señora lo quedó mirando seriamente: “No seas blasfemo Mauricio, hasta el respeto a Dios has perdido por esa mujer, sos vos el que deberías de pasar tus cosas a la casa de esa mujer. ¡Qué barbaridad! Sos un blasfemo, nunca debe hablarse en contra de Dios”. El hombre enardecido le gritó amenazadoramente: “No te quiebro la cara porque de veras, pero ¿dónde está tu Dios para que te defienda? ¿Dónde?”.

Fue entonces que ocurrió algo que marcó la vida de aquel hombre para siempre. Detrás de doña Ondina vio que aparecía una luz y en medio de ella la figura de Jesús. Cayó de rodillas, doña Ondina no sabía por qué, el hombre lloró y lloró. Cuando logró levantarse dijo: “Quiero ir a la Iglesia Ondina, quiero pedir perdón”.

Al día siguiente, y sin que se supiera la razón, la amante de don Mauricio abandonó la ciudad. Una mañana durante la misa él contó desde el púlpito la experiencia divina en su propia casa. La Biblia dice que el principio de la sabiduría es el temor a Jehová.

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  • (**Fuente: Diario La Prensa.)