BIOGRAFIAS

Ramón Oquelí

Palabras tiernas y verdaderas
(Fragmento)

Durante el siglo pasado, la poesía en Honduras existió en forma de maltrato a la misma. Predominó la versificación ramplona, aduladora y denostadora de las figuras políticas de turno, el meloso canto a la patria o la trillada endecha amorosa. En 1875 nace en la Villa de Concepción, población unida a Tegucigalpa (pero con aire distinto), Juan Ramón Molina. Después, la villa sería conocida exclusivamente como Comayagüela, Tegucigalpa como “La Capital” y Molina, despreciado generalmente en vida, se convirtió en héroe artístico.

Por la persistencia de un grupo de fieles admiradores, está próxima la inauguración de un bello monumento a su memoria, obra de Mario Zamora Alcántara, de origen danlideño. Dicho homenaje es más que merecido, porque Juan Ramón ha sido después de la Virgen de Suyapa y Morazán, piedra angular de la veneración de sus paisanos, uno de los escasos soportes de su identidad. Pero posiblemente en el futuro, Molina será recordado más como riguroso prosista, como periodista de exquisita gracia y fuerte garra. Su poesía con escasas excepciones, “Vino tinto” por ejemplo, adolece de excesiva grandilocuencia.

En la segunda década del siglo actual (Molina murió en 1908), surge la poesía con sensibilidad moderna. Inspirándose en Comayagua o en Antigua Guatemala, Ramón Ortega escribe “El amor errante”, que representa el ‘despunte’ de la poesía actual. Contribuyen a ella, Alfonso Guillén Zelaya, Clementina Suárez, Martín Paz, Rafael Paz Paredes, Constantino Suasnávar, Medardo Mejía y Oscar Castañeda Batres, quienes pudieron haber dejado una excelente y externa obra poética, pero sus vidas se derramaron en otros menesteres: la docencia, la divulgación artística, la bohemia, el periodismo, la política, las leyes. Es hasta 1951 que se produce otro gran hito: la publicación de “Color Naval 2” de Jaime Fontana, el primer gran poemario con cierta unidad temática y de estilo. Coincide su aparición con la modernización del país, descrita con gran perspicacia en el propio inicio por Arturo Mejía Nieto en “Cartas asuncenas”.

Según don Eliseo Pérez Cadalso, Rafael Heliodoro Valle fue quien dio el espaldazo decisivo para que Fontana, quien tardó en mostrar la joya que tímida y secretamente preparaba, fuera conocido como vate de altos quilates (lamentablemente fue el autor de un solo libro) a su vez, el poeta marcalino dio a conocer a Jorge Federico Travieso (nacido en Atlántida) y éste alentó los primeros pasos de Oscar Acosta Zeledón. Por lo visto, aquí donde tanto se improvisa, en la rama poética por lo menos, se perfila cierto hilo de continuidad. Angela Valle, Pompeyo del Valle, Antonio José Rivas, Nelson Merren, José Adán Castelar, aportarán piezas fundamentales para el afianzamiento de un quehacer poético serio, muy respetable. En 1968 y 1971, el yoreño Roberto Sosa logra en ambos lados del Atlántico, el reconocimiento internacional para lo que Ramón Ortega había iniciado.

Ortega, que murió enajenado, un año antes que el pintor Pablo Zelaya Sierra, y a quien se recuerda principalmente por ese grave atentado contra el buen gusto llamado “Verdades amargas”, que seguramente él no escribió, logró en catorce versos una penetrante evocación de su mundo íntimo y del exterior. Urbanismo, arquitectura, lo blanco y la oscuridad, el paseo nocturno, las flores, el arte textil, y los cristales, el movimiento, el silencio, la muerte, la soledad, la conversación, el murmullo, la nostalgia colonial, el rendimiento caballeroso, la ofrenda amorosa, religión, tristeza, hosquedad, angustia y lo apenas entrevisto. Un prodigio de poema que merece ser recreado desde la pintura, la música, o el cine si fuera posible.

Después de esta espléndida iniciación y de la fundación posterior de nuestra mejor poesía, han aparecido nuevos valores que reafirman e innovan la incipiente tradición. Aunque tampoco se detiene la espantosa avalancha de la versificación a troche y moche, que ya mereció la saludable y demoledora crítica de Daniel Laínez en su imponderable “Manicomio”, ya se va volviendo indispensable delimitar quienes “son”, quienes “Podrán llegar” y los que es difícil que lo logren, por carecer de uno desde los tres requisitos indispensables para que surja el milagro de un poema: talento poético, técnica y voz personal. Para “poner coto al disparate antes que se propase demasiado”, como decía Charles Snow, se hace necesario aplicar el viejo adagio: zapatero a tus zapatos, que puede ampliarse: cirujano a tu bisturí, abogado a tus pleitos. A no ser, como también ocurre excepcionalmente, que alguien inscrito en un colegio profesional, sea admitido a la vez dentro de las grandes ligas poéticas.

Tomado de Gente y situaciones (1990–99) Editorial Universitaria, Tegucigalpa, 2001.

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