CENTROAMERICA

Raíces autoritarias y brotes democráticos

Una exploración por los dos últimos siglos de la historia centroamericana muestra que el problema esencial de la región ha sido posponer rupturas cuando eran necesarias o hacer del cambio algo inacabado y parcial.

Por: Víctor Hugo Acuña Ortega

En 1929, tras su primera visita a Costa Rica, Víctor Raúl Haya de la torre intentó describir y razonar, en un artículo que publicó en el Diario del Salvador, lo que denominó una curiosidad aguda e inquieta que le había dejado el encuentro con ese país. Según Haya de la Torre, en Costa Rica había encontrado una democracia agrario campesina, cuya existencia le había sido explicada en razón de la ausencia de indígenas por el General Jorge Volio, polémico y polifacético político costarricense fundador del socializante Partido Reformista.

Las eventuales implicaciones racistas de tal interpretación no fueron ajenas al líder peruano. De esta manera, precisó la tesis de Volio indicando que la ausencia o insignificancia del indio no permite el conflicto que crea la resistencia. Sobre la base de este personaje ausente - coincidían ambos líderes - se levanta la pequeña propiedad y sobre ésta, la democracia agrario campesina. Es conocido que la explicación de la particularidad de Costa Rica en función de supuestas características de su estructura agraria ha llegado a convertirse en una especie de sentido común de legos y expertos, propios y extraños, y es interesante constatar la longevidad y persistencia de esta explicación.

Dos décadas atrás, en 1910, Paul Cherington, instructor del Postgrado en Administración de Negocios de la Universidad de Harvard, remitía oficiosamente al Departamento de Estado sus impresiones sobre el régimen del Presidente de Guatemala, Manuel Estrada Cabrera. En su opinión, el poder del Señor Presidente carecía de limitaciones constitucionales eficaces, de tal modo que por medio de decretos ejecutivos se podían modificar impuestos, contraer préstamos, otorgar o anular concesiones, devaluar la moneda, cerrar carreteras y mandar a cualquier ciudadano a prisión o incluso a la eternidad. Para el profesor de Harvard, este régimen, aparentemente constitucional, era en realidad un tipo de absolutismo.

En 1922, desde su exilio en México, el Dr. Julio Bianchi, dirigente del Partido Unionista de Guatemala, artífice de la caída de Estrada Cabrera dos años antes, suministraba, de nuevo oficiosamente, al Departamento de Estado un diagnóstico y un remedio de los males políticos de Centroamérica. La enfermedad del istmo, según Bianchi, radicaba en que las Constituciones inspiraban veneración, pero no conllevaban la obligación de su obediencia. En esta parte del mundo, gobierno significaba Poder Ejecutivo, y Poder Ejecutivo, Presidente de la República. Así, el Presidente era el gobierno. Para Bianchi, la base del despotismo en el istmo era la ignorancia de la mayoría del pueblo y para su erradicación proponía excluir del derecho al sufragio a la población analfabeta y, en consonancia con su ideología, aunque no necesariamente con su diagnóstico, proponía la unión de Centroamérica en una Federación.

Desde hace más de un siglo observadores de adentro y de afuera han intentado formular explicaciones y soluciones a los problemas políticos centroamericanos. Para tal menester han acudido a la comparación entre Costa Rica y los otros países: las deficiencias políticas costarricenses han sido disimuladas por las taras de los otros. Han apelado a los más diversos factores, desde los climáticos y raciales hasta los que se refieren a cuestiones institucionales o de orden económico y social, para construir sus diagnósticos y curaciones.

Emprenderemos una tarea parecida, aunque cautelosa y modesta en cuanto a los remedios, dubitativa y prudente en cuanto al diagnóstico, orientada a la búsqueda de los condicionantes históricos. O, si se prefiere, de los factores de largo plazo, responsables de que en la región los esfuerzos de reforma y democratización hayan sido más bien frágiles y fugaces, mientras que los sistemas autoritarios se han mostrado durables y recurrentes.

Democracia y reformas abortadas

Partimos del supuesto de que es necesario intentar buscar la racionalidad o las determinaciones del autoritarismo y de la dictadura que han dominado la historia política de la región desde 1821. En tal sentido, estimamos que se requiere establecer cuáles han sido las bases sociales de esos regímenes políticos y sus formas de legitimación.

Por otro lado, postulamos que se debe recordar y, en consecuencia, explicar que ha habido también coyunturas abortadas de democratización y reforma en otras etapas de la historia de la región. Fracasos que pueden servir como base empírica para identificar las condiciones que han hecho inviable el desarrollo democrático, con la excepción de Costa Rica. Estos dos postulados intentan poner entre paréntesis ideas comúnmente aceptadas sobre la exclusión política de los sistemas oligárquicos de la región y sugieren que es necesario especificar en qué consiste la exclusión de la que tanto se habla. El recordatorio de pasados procesos democráticos malogrados puede ser útil para el estudio del presente, que con frecuencia obnubila por su aparente novedad.

Una mirada crítica sobre el autoritarismo en Centroamérica, que haga de él un objeto de estudio y no un tema de diatriba, y un balance de la democracia que distinga entre los deseos y las realidades, son base de estas reflexiones.

Continuidad de las clases dominantes

Según se puede leer en el Acta del 15 de septiembre de 1821, la Independencia de Centroamérica fue proclamada por las élites y notables de la ciudad de Guatemala y algunos de las otras provincias del Reino para prevenir las consecuencias que serían temibles en el caso de que la proclamase de hecho el mismo pueblo. En esta zona de América la emancipación política no llegó tras una guerra de independencia o algún otro tipo de ruptura o discontinuidad colonial y tuvo más bien un carácter preventivo, una especie de autogolpe, frente a cualquier potencial ardor popular. En 1821 ni hubo derrocamiento de viejas autoridades ni desplazamientos al interior de los grupos dominantes. En ese sentido, el Antiguo Régimen permaneció en pie.

En aquella coyuntura parece haberse manifestado por primera vez una característica de larga duración de la historia política y social de los países centroamericanos del período republicano: la continuidad política y cultural de sus clases dominantes. Esta afirmación parece no tener mucho sentido viendo cómo, tras la Independencia, la región entró en una infinita espiral de guerras civiles y perturbaciones políticas. Pero, precisamente, el problema de Centroamérica es que tuvo muchas asonadas y cuartelazos, pero nunca, al menos hasta la pasada década, verdaderas revoluciones. En este aspecto, no puede ser mayor el contraste de la región con un México que ha tenido al menos dos grandes rupturas revolucionarias, en 1810 y en 1910.

Las querellas localistas, las montoneras, las intrigas y las conspiraciones que dominaron la mayor parte del siglo XIX centroamericano fueron conflictos en los cuales ningún grupo fue derrotado o eliminado de manera definitiva. Las conocidas disputas entre liberales y conservadores presentan típicamente la característica de pleitos entre clases dominantes divididas por aparentes motivos ideológicos y en la realidad divididas por cuestiones de lealtades sociales localmente segmentadas y por intereses materiales particulares. Esta continuidad, en términos de intereses y valores, es bien sintetizada por Pérez Brignoli cuando afirma que los estados del Istmo son tan hijos del credo liberal como herederos de la restauración conservadora.

Las investigaciones más recientes sobre la historia del siglo XIX nos han obligado a revisar nuestras ideas sobre las llamadas Reformas Liberales de finales del siglo pa- sado. Ahora es claro que algunos de los procesos de promoción del modelo agroexportador asociados a esas Reformas fueron iniciados por los gobiernos conservadores, de manera que la Reforma Liberal antes que un turning point fue la culminación de un proceso anterior. De igual modo, es claro que los conservadores no fueron excluidos del nuevo proyecto sino que se asociaron a él sin resistencia y con el beneplácito de sus enemigos ideo- lógicos liberales. Así, para Woodward, después de 1850 operó en Guatemala un proceso de fusión de los liberales y los conservadores bajo el manto de la ideología liberal, en su versión positiva, y del proyecto agroexportador.

Esta fundamental continuidad es observable también en el caso costarricense, fenómeno que además favoreció un inicio cafetalero más temprano. En suma, el despegue del nuevo modelo de crecimiento no requirió de una rearticulación en profundidad de las clases dominantes centroamericanas y las Reformas Liberales representaron más un reacomodo que una ruptura en su seno.

Ni fuerza ni interés ni necesidad de cambiar

La continuidad tampoco fue alterada por los procesos de industrialización y modernización económica que vivió la región a partir de la década de 1950. De ningún modo hubo un desplazamiento de las viejos grupos sociales que habían florecido con la actividad cafetalera. Y aunque es cierto que sería inadecuado desconocer los procesos de ascenso de las clases medias hacia sectores del empresariado o el fenómeno de Somoza y sus tendencias monopólicas dentro de la élite nicaragüense, lo que interesa subrayar es que los recién llegados tendían a integrarse al sector dominante y a respetar las normas y valores que éste había establecido en sus relaciones con el Estado y con las clases subalternas.

Los nuevos grupos empresariales que aparecieron después de 1960 tenían interés en el éxito del modelo agroexportador y se sentían muy a gusto con las formas de relación que los llamados grupos oligárquicos habían conformado históricamente con el poder estatal y las clases populares. Los grupos emergentes tuvieron una capacidad reducida para cambiar el estilo de desarrollo y las reglas del juego previamente impuestos por la llamada oligarquía. Hay dos reglas de oro en la historia de estas élites: los ricos ni pagan impuestos, ni se exceden en concesiones hacia los pobres.

La continuidad de las clases dominantes centroamericanas desde los tiempos de la Independencia ha permitido que haya persistido una cultura política basada en el despotismo, el militarismo, la alienación y la deferencia. Los grupos ascendentes surgidos en los dos últimos siglos y que se han integrado a las clases dominantes no han tenido la fuerza, el interés o la necesidad de introducir nuevos valores, normas de conducta y principios en la cultura política existente. Un ejemplo: muchos inmigrantes que han venido al istmo huyendo de regímenes despóticos en sus países de origen, han aceptado y aprovechado, como empresarios y sin mucho remordimiento, las formas de coacción extraeconómica que han prevalecido en algunas regiones del campo centroamericano. También los inversionistas extranjeros de los enclaves han sabido rentabilizar al máximo el arcaismo de la cultura política de las élites locales, obteniendo privilegios en el régimen concesionario y participando en conjuras y manipulaciones de los conflictos entre facciones políticas rivales.

Costa Rica: 1948 y Nicaragua: 1979

Posiblemente, la particularidad del desarrollo costarricense radica en que, por su debilidad relativa, la clase dominante que se formó en el siglo XIX tuvo que ir integrando los actores, los valores y las prácticas de una política más moderna, que impulsaban sectores rurales y urbanos de las clases medias y populares. Este proceso se vio acelerado por la guerra civil de 1948 y sus consecuencias, que produjeron una discontinuidad dentro de la clase dominante, en el sentido de una disminución del poder de los grupos cafetaleros y el ascenso de nuevos sectores que trajeron nuevos valores e ideologías políticas. Después de 1948 hubo una mesocratización de las clases dominantes.

Aún no está claro si la Revolución Sandinista - la experiencia política más radical en toda la historia regional - haya implicado una profunda reconstrucción de la clase dominante nicaragüense, aparte de la liquidación del clan somocista. Tampoco es unívoco su aporte a la modernización de la cultura política de ese país, pues esa revolución, como todas las del siglo XX, fue autoritaria y su término, tras la derrota electoral de 1990, con la irónicamente llamada piñata - el reparto entre algunos líderes revolucionarios de bienes públicos procedentes de las expropiaciones a los somocistas - recuerda las formas más arcaicas de patrimonialismo estatal.

Hay que tener en cuenta que dentro de la cultura política compartida por los grupos dominantes, siempre ha habido una subestimación de lo político como regla y como práctica, ya que ha persistido la idea de que existen principios metasociales, a los cuales se debe subordinar cualquier proclamado ordenamiento constitucional o jurídico. Según las épocas, estos criterios metahistóricos han sido el progreso, la industrialización, el desarrollo, la revolución. En períodos más recientes, la seguridad nacional o el ajuste estructural.

Detrás de la inestabilidad constante en la política centroamericana subyace en la larga duración la continuidad de redes familiares, negocios, culturas y mentalidades, que ha caracterizado la evolución de sus clases dominantes, permanencia que sería un factor clave en la longevidad del autoritarismo y en los fracasos de los intentos de democratización.

Discontinuidad de las instituciones políticas

Según MacPherson, lo que cree la gente acerca de un sistema político no es ajeno a éste sino que forma parte de él. Esas creencias, cualquiera sea la manera en que se formen, determinan efectivamente los límites y las posibilidades de evolución del sistema. La circunstancia de que las creencias constituyen un factor condicionante del sistema político es clave para entender la historia de América Latina en general, y la de América Central en particular. Diversos autores han señalado que las élites políticas latinoamericanas del siglo pasado, comenzando por sus más destacados próceres, como Simón Bolívar, tenían la creencia de que el colonialismo español había dejado una doble herencia de absolutismo en el gobierno y de carencia de virtudes ciudadanas en el conjunto de la población, lo que no posibilitaba la fundación de un régimen republicano democrático y hacía inevitable la fórmula autoritaria. Se estimaba que el pueblo real, no el ideal de los textos constitucionales, aún no estaba preparado para ser libre.

La idea de una democracia pospuesta o postergada porque la gente aún no estaba preparada para hacer uso pleno de sus derechos ciudadanos, se complementaba adecuadamente con el supuesto de la existencia de metas supremas a alcanzar, frente a las cuales todo se debía sacrificar. Este fue el caso del consenso alcanzado entre liberales y conservadores en Centroamérica alrededor de la consigna de Orden y Progreso, tan bien simbolizada por el ferrocarril.

Es significativa una anécdota de la política costarricense: a inicios de su gobierno dictatorial el General Tomás Guardia fue a visitar al calabozo a un tipógrafo y periodista que había mandado a encarcelar por haber impreso una proclama sediciosa en su contra. Para responder a las críticas expresadas en la proclama le espetó, de manera sintética y brutal, que la Constitución vendría en la trompa de la locomotora". No hay duda que los dictadores liberales centroamericanos fueron duchos en la enunciación de frases lapidarias. Así, en 1898, en los albores de su larga dictadura, Estrada Cabrera le dijo a Francisco Lainfiesta, político y escritor liberal guatemalteco: Mi propósito es el de gobernar con la ley, a menos que juzgue necesario apartarme de ella.

Sobre la base de estos principios metasociales, ha parecido normal e irremediable la existencia de dictaduras transitorias, de constituciones que no fuesen camisas de fuerza sino jaulas con barras de seda dotadas con puertas anchas para suspender las garantías individuales, y la práctica que el ensayista costarricense Mario Sancho denominó torcer gentilmente el brazo de la ley.

En condiciones en que palabra y realidad iban por caminos divergentes, la teatralidad y la dimensión farsesca de las ideologías e instituciones políticas en Centroamérica eran naturales. Se rendía culto a las formas y se pagaba tributo a la retórica, pero lo importante pasaba por otra parte. Nada más representativo del carácter etéreo de las instituciones políticas que los procesos electorales, que siempre fueron ficción y representación.

Sentido teatral de la política

Antes de cada elección, Estrada Cabrera hacía fundar sus famosos clubes liberales para que le rogasen le hiciese a la nación el favor de reelegirse. La unanimidad que se alcanzaba era tal que en 1898 obtuvo más votos que el número total de electores registrados en Guatemala. La dinastía Somoza fue prolija en este tipo de escenificaciones, en donde el voto se conseguía no con terror, sino con guaro y otras golosinas. Los Somoza fueron capaces en varias oportunidades de tener presidentes-marionetas mientras conservaban el control de la Guardia Nacional.

En la misma Costa Rica, hasta 1948 los comicios tenían un importante componente ficticio. El fraude electoral no era una anomalía ni una violación a las reglas de la competencia política sino, por el contrario, un recurso legítimo y normal aceptado por todos los contendientes, a pesar de su retórica en sentido opuesto. Reaparece aquí la suposición de que el pueblo no está maduro para gobernarse, de modo que el fraude es legítimo y necesario. La institucionalidad republicana debe ser dirigida y protegida de un electorado, fácil víctima de su ignorancia y de las manipulaciones del clero. Así fue como el liberal Rafael Iglesias, quien gobernó Costa Rica con mano férrea entre 1894 y 1902, acabó con el Partido Unión Católica. En su autobiografía, Iglesias justifica esa lógica despótica ilustrada de manera elocuente: Cuando un pueblo se dementiza al grado de atentar contra el tesoro acumulado de sus instituciones libres, cualquiera que tenga en sus manos los medios de salvar esas instituciones está en el deber de proceder y de imponerse a todos.

Alianzas donde las ideologías cuentan poco

Esta lógica autoritaria ilustrada daba fundamento a lo que podríamos llamar una lógica continuista partidaria o puramente reeleccionaria. El conservador nicaragüense Pedro Joaquín Cuadra Chamorro expresó esta perspectiva con claridad e ingenuidad en el prólogo con que publicó en 1912 un fragmento del diario íntimo de su coterráneo, el periodista, político y escritor Enrique Guzmán: El conservatismo nicaragüense se mostró siempre en su gestión política celoso guardián de la propia libertad y de la ajena, y llegaron nuestros padres, en su amor a los principios, a la peligrosa exageración de preferir reclamar su aplicación por medio de las armas antes que, obligados por imperiosa necesidad histórica, rendir en apariencias acatamiento a la violación de un principio secundario como es en la república el de la alternabilidad en el poder.

De esta manera, las instituciones políticas representativas han servido sólo de manera muy parcial para canalizar los conflictos y para codificar las reglas de conducta entre los actores políticos. Guardia, Barrios y Zelaya fueron los padres de las Constituciones liberales de sus respectivos países, Costa Rica, Guatemala y Nicaragua, pero ninguno de ellos se atuvo a su mandato mientras fueron gobernantes. Un destacado historiador francés, tomando prestado el término del prócer mexicano Lucas Alemán, denomina este fenómeno regímenes de ficción democrática y señala que el concepto de representación política en la Hispanoamérica del siglo XIX debe ser entendido también en el sentido teatral de representación. El pueblo soberano sólo puede existir como ente simbólico, no como un poder efectivo.

En complemento con este carácter evanescente de las instituciones que, como en el mito de Sísifo, nunca terminan de consolidarse porque viven en un eterno recomienzo, se ha señalado un fenómeno ideológico interesante: el frecuente cambio de bando o de partido por parte de los líderes políticos y la formación de alianzas que en términos puramente ideológicos parecen contra natura. Como si las ideas políticas constituyeran apenas un referente lejano y meramente indicativo del comportamiento real de los actores en la arena política.

Este cinismo u oportunismo de las élites dirigentes es posiblemente resultado de que para ellas son más importantes los vínculos de parentesco y las lealtades personales que las afinidades ideológicas. El guatemalteco Lorenzo Montúfar, el más destacado ideólogo liberal centroamericano del siglo pasado, cuenta una anécdota reveladora: en 1848 el gobierno conservador ordenó encarcelarlo y el oficial encargado de esa misión, en lugar de prenderlo, le ayudó a esconderse. Una anécdota similar acontecida en 1903 es narrada por el caudillo conservador nicaragüense Emiliano Chamorro: un caballeroso y generoso adversario que venía a capturarlo le permitió visitar a su padrastro en su lecho de moribundo y luego lo dejó huir.

Tenemos también dos testimonios de presidentes de Costa Rica que resultan muy representativos del significado relativo de las ideologías políticas. En 1921, Julio Acosta (1920-1924) afirmó que en Costa Rica existía de hecho el bolchevismo pues en el país dominaba la pequeña propiedad, mientras que León Cortés (1936-1940) dijo con toda naturalidad al final de los años 30 en un Mensaje Presidencial que los costarricenses vivían un socialismo sano y confortable.

Regla de oro: los ricos no pagan impuestos

La falta de consolidación de las instituciones políticas tiene aspectos éticos y también materiales. Desde los tiempos de la República Federal (1824-1838), los poderes públicos centrales de los distintos países centroamericanos han estado crónicamente endeudados y carentes de recursos financieros. Hasta mediados del siglo XX las principales rentas de los estados centroamericanos fueron los derechos aduaneros y los ingresos provenientes de monopolios como el de la destilación de alcohol. Una regla de oro que ha imperado es que los ricos no pagan impuestos, lo que fue agravado por las dadivosas políticas concesionarias de los Estados centroamericanos hacia las empresas de inversión extranjera en las economías de enclave y más recientemente, en la industrialización dependiente.

La fragilidad moral y material de las instituciones políticas está vinculada con la circunstancia de que éstas se encuentran débilmente separadas de los intereses de los grupos dominantes. El régimen somocista fue un caso extremo de este contubernio pero, incluso en un país como Costa Rica, en donde parece que las instituciones políticas han sido menos endebles y más autónomas en relación con los otros países de la región, José Figueres Ferrer, tras triunfar en la guerra civil de 1948, nacionalizó la banca, en parte por la dependencia y subordinación financiera que el Estado padecía frente a las instituciones bancarias privadas.

El crecimiento y multiplicación de las instituciones estatales es un fenómeno relativamente reciente en la historia centroamericana, data de apenas hace medio siglo. Incluso este desarrollo reciente es relativo y varía según los distintos países. En este sentido, la única institución que puede considerarse antigua dentro del aparato del Estado es, por supuesto, la fuerza armada. En el siglo XIX, aparte de las aduanas, la institución más visible y permanente es el ejército, cuya profesionalización fue uno de los aspectos de las Reformas Liberales del último tercio del siglo XIX.

No obstante, debe quedar claro que los modernos ejércitos centroamericanos son una creación del siglo XX en la que ha estado presente, directa o indirectamente, la mano de los Estados Unidos. En sentido estricto, hasta el inicio de la Segunda Guerra Mundial ejércitos propiamente constituidos existieron solamente en Guatemala y El Salvador y en opinión de los expertos militares estadounidenses, el mejor era el salvadoreño. En Nicaragua, la ocupación de los Estados Unidos y las disputas armadas entre liberales y conservadores llevaron a la creación de la Guardia Nacional a final de los años 20 y en Honduras, la política caudillista y la debilidad del Estado atrasó la formación de un Ejército moderno hasta la época de la dictadura de Tiburcio Carías Andino (1933-1948).

La peculiar situación de la institución militar en Costa Rica ha variado históricamente. En el período anterior a las Reformas Liberales, las instituciones militares o las bandas armadas dirigidas por caudillos no tuvieron presencia significativa alguna, una diferencia importante en relación con los otros países centroamericanos y con la norma en el caso latinoamericano. Con posterioridad, el Estado Liberal tuvo como principal institución al Ejército. Pero conviene señalar que, en comparación con los otros países centroamericanos, Costa Rica mostró en este período un patrón más equilibrado de gastos militares, de educación y de fomento. Al finalizar la Primera Guerra Mundial, por factores de tipo geopolítico y por la evolución política interna, el ejército entró en decadencia. En 1922, el Departamento de Estado reconocía que este país había abandonado voluntariamente su ejército, que estaba siendo sustituido por una guardia civil. En 1931, el agregado militar de los Estados Unidos en San José informaba que Costa Rica había abolido prácticamente el ejército desde hacía algunos años. Es en esta óptica que debemos situar la formal abolición de esta institución, decretada por Figueres algunos meses después de la finalización de la guerra civil de 1948.

Integración sementada de las clases subalternas en el sistema político En los Estados del istmo han predominado las funciones coercitivas sobre las de legitimación. La máxima del ideario liberal de educar al soberano ha sido poco practicada, salvo en Costa Rica, en donde hacia 1930 casi el 70% de la población era alfabeta. Si aceptamos que la era del caudillismo dejó hasta nuestros días marcas indelebles dentro de la cultura política de América Latina, tenemos que decir que la ausencia de esta tendencia es una de las claves de la particularidad del desarrollo político de Costa Rica.

Una de las claves para la comprensión de la naturaleza de los sistemas políticos centroamericanos es la situación social y política en que se encuentran las clases subalternas del campo. Quizás la diferencia fundamental entre Costa Rica y los otros países centroamericanos radica no en la pequeña propiedad en la producción cafetalera, sino en que desde finales del siglo XVIII los campesinos costarricenses han sido libres, en el sentido de que no han estado sometidos a formas de coacción extraeconómica de servidumbre. Sus vínculos con los sectores dominantes de su sociedad han sido principalmente de tipo mercantil y sus relaciones con el Estado se han fundamentado en bajos niveles de represión y de expoliación.

En los otros países centroamericanos ha persistido durante los últimos dos siglos una cultura de violencia que tiene por base distintas formas de coacción extraeconómica en las relaciones de producción. De esta forma, las clases dominantes han considerado normal y legítimo un trato de desprecio hacia los indios, peones y campesinos. Una manera de aquilatar este fenómeno sería intentar medir el nivel de represión con que normalmente han sido tratados los movimientos sociales de la población rural. Hay una antigua constante, presente en los genocidios de los tiempos recientes y en la matanza de El Salvador en 1932: en la historia ístmica la masacre es una tragedia que siempre acontece en el campo y es la expresión del pavor que padecen las élites altas, las clases medias y los ladinos frente a los encrespamientos del mar de indios.

Curiosamente, la altivez de las clases dominantes hacia el indio, los ladinos y los sectores medios ha tenido como contrapartida entre todos estos grupos sociales una gran obsecuencia con el foráneo. Todos estos grupos viven una profunda alienación respecto de su propio entorno natural, histórico, social y cultural. Este llamado síndrome del homeless mind parece ser un rasgo característico entre estos sectores desde por lo menos hace más de un siglo y es posible que tenga su origen en los códigos de discriminación étnica elaborados en el período colonial.

Un agudo observador extranjero comparaba a El Salvador con Costa Rica a principios del siglo XX y señalaba que en ambos países imperaba el orden, con la diferencia de que en El Salvador su fundamento era la violencia, mientras que en Costa Rica era la paz o si se prefiere, el consentimiento. No puede decirse que El Salvador es, inherentemente, un país pacífico en el mismo sentido en que esto es verdad para Costa Rica. El gobierno no se mantiene ni por respeto popular a la autoridad ni por la voluntad del pueblo, sino por la fuerza, decía Munro en 1918.

No obstante, sería totalmente inexacto considerar que el único trato que vincula a la población rural subalterna con los sectores dominantes y el Estado sea la represión. También han existido relaciones de deferencia y paternalismo entre las oligarquías y las clases populares rurales. En este sentido, tal vez lo correcto sea plantear el problema no en términos de exclusión - en el sentido de que estos grupos se ubicarían fuera del sistema político - sino en términos de integración vertical bajo formas tradicionales de dominación política: clientelismo, compadrazgo y cooptación.

Indígenas y campesinos: no sólo carne de cañón

Existiría una consciente postura segregacionista del Estado y de las élites, según la cual las formas modernas de integración de las clases subalternas al sistema político se usan con los sectores populares y los grupos medios de tipo urbano, mientras que las lealtades políticas tradicionales - tejidas en relaciones con las instituciones de las comunidades rurales: cofradías, gobiernos locales y cabildos de indios - se aplican en el mundo rural. Esto es lo que denominamos integración segmentada de las clases subalternas al sistema político.

Las pruebas se pueden multiplicar. Los líderes indígenas que participaron en la rebelión de 1932 habían tenido históricamente relaciones muy estrechas con los gobiernos de la dinastía salvadoreña de los Meléndez-Quiñónez (1913-1927). Durante la mayor parte de su mandato (1931-1944), el dictador Jorge Ubico gozó del apoyo de los indígenas guatemaltecos y también es conocida la estrecha relación que mantenía Estrada Cabrera con los indios momostecos. En Guatemala, esta política de cooptación y clientelismo frente a los indios y la población rural fue inventada por el caudillo Rafael Carrera a finales de 1830 y luego fue seguida por todos los otros dictadores liberales. En síntesis, debe abandonarse la idea de que los dictadores y los regímenes autoritarios carecían de formas de legitimación y que su único recurso político era el simple ejercicio de la violencia y el terror.

Las guerras civiles recurrentes del siglo pasado se hicieron con la participación de sectores campesinos e indígenas que eran algo más que carne de cañón. Esto es cierto en Nicaragua con los indios de Matagalpa, que eran temibles combatientes, y en El Salvador en el período 1860-90 con los indios de Cojutepeque, encabezados por el caudillo José María Rivas. En la fase formativa de los Estados nacionales las clases subalternas en general y la población rural en especial jugaron un papel fundamental: es imposible entender la existencia de los caudillos sin reconocer la presencia de la movilización armada de estos grupos de indios y campesinos.

Liberales: política tradicional + reformas modernas

Contrariamente de lo que con frecuencia se piensa, la participación de estos sujetos sociales no puede ser vista en meros términos de manipulación de los de arriba sobre los de abajo. Sería más útil proponer que los grupos subalternos participaban en estos conflictos con su agenda propia. Tal vez el elemento central de esa agenda era la resistencia ante la intromisión del naciente Estado en la vida de las comunidades rurales, en especial bajo la forma de imposiciones fiscales. Este aspecto levantisco de las masas rurales, estimulado por las disputas entre las élites, es relevante en la Nicaragua de la primera mitad del siglo XIX.

Obviamente, hubo un cambio a partir de 1870, con el inicio de las Reformas Liberales, cuando la política caudillista entró en declive y el poder central se consolidó, pero eso no significa que los dictadores liberales no tuviesen políticas paternalistas hacia los indios y campesinos. No en vano los críticos ilustrados del autoritarismo creían que los dictadores tenían por base social a los sectores rurales. En cualquiera de sus etapas, no podemos comprender e interpretar la historia política de Centroamérica sin estudiar cómo eran las relaciones sociales y políticas entre la población rural subalterna y la clase política, los militares y el Estado.

El contraste entre política tradicional en el campo y política moderna en el mundo urbano se expresa claramente en la conducta de los liberales frente a los sectores obreros y artesanales. Estos grupos sociales fueron convocados por los liberales para que participaran, bajo parámetros bien definidos, en sus ficciones democráticas de aparente competencia electoral. Ellos fueron también sus primeros interlocutores populares en su proyecto de creación de una identidad nacional. Esta estrategia de seducción de la llamada clase obrera, con el fin de integrarla de manera segmentada al sistema político, fue típica del período liberal y sólo cambió con los procesos de radicalización obrera de los años 20. En opinión de uno de sus cercanos colaboradores, fue bien deliberada en el caso del dictador guatemalteco Justo Rufino Barrios (1873-1885): La señora de Barrios había tenido su primer alumbramiento el 23 de junio de 1875. La niña que dio a luz fue bautizada con el nombre de Helena y Barrios quiso que la apadrinase el honrado artesano, sastre de profesión, don Francisco Quezada y la esposa de éste, doña Ambrosia Q. de Quezada, ambos de condición humilde y laboriosa. Al elegir para sus compadres a los esposos Quezada, don Rufino quiso dar muestra de sus sentimientos democráticos..."

La plebeyización de la política moderna y su articulación en un discurso de identidad nacional penetró a las clases subalternas por la vía del mundo laboral urbano. En algunos casos esta difusión parece haber tenido muchas dificultades para extenderse hacia el mundo rural. En este sentido, una manera de medir el nivel de apertura y modernidad de los sistemas políticos del istmo es determinar su grado de éxito en la forja de la identidad nacional y no es casual que en Costa Rica se haya formado una fuerte identidad nacional.

La idea de lo que era un ciudadano difería si se trataba de los sectores populares rurales o si se trataba de los sectores populares urbanos. Aquí radica la particularidad costarricense, pues en este país los grupos de farmers cafetaleros adquirieron gran visibilidad social y política desde fines del siglo pasado y fueron claves en el desarrollo de la participación política de las clases subalternas, en los procesos de democratización y reforma y en la construcción de la nación como comunidad imaginada.

La conceptualización de la política en Centroamérica hasta 1979, en términos de exclusión como sinónimo de marginación de las clases subalternas, muestra su carácter inadecuado si se repasan las complejas y contradictorias relaciones que mantuvo Somoza el viejo con el movimiento obrero-artesanal. En la década de los 40 el dictador tuvo un proyecto típicamente populista de integración subordinada y tutelada de estos sectores sociales, con el propósito de convertirlos en base social de su régimen, proyecto al que estos sectores prestaron, por supuesto, oídos.

Clases medias: la nueva clave

La participación política de las clases subalternas, fuese por vías modernas o tradicionales, tenía límites precisos. Al final de la década de los 20, los obreros urbanos centroamericanos adoptaron ideologías radicales y trataron de acercarse a los sectores populares rurales para organizarlos y movilizarlos. En ese intento fueron reprimidos y sus agrupaciones fueron liquidadas por los regímenes autoritarios surgidos a inicios de los años 30. Tampoco el renacimiento del movimiento obrero urbano de los experimentos reformistas de los años 40 logró desarrollarse frente a la ofensiva contrarrevolucionaria de los primeros años de la Guerra Fría.

Una constante del desarrollo político centroamericano ha sido que los Estados y las llamadas oligarquías no han consentido nunca la organización autónoma de las clases subalternas en movimientos sociales o en partidos. La diferencia entre lo urbano y lo rural ha radicado en que en el mundo urbano fue tolerada la organización gremial tutelada, mientras que en el mundo rural ninguna forma de asociación secular o moderna ha sido considerada legítima.

Hay que reconocer que cuando empezó a surgir la organización social en el campo en las décadas del 60 y el 70, el Estado y los sectores dominantes, con el fin de modernizar los mecanismos de control social de la población rural, intentaron apoyar formas tuteladas de organización popular, desde el cooperativismo hasta agrupaciones más claramente contrainsurgentes, promovidas y controladas por el ejército y los militares: las patrullas de autodefensa civil entre los indígenas de Guatemala y ORDEN en El Salvador. También fue a partir de los años 50 que los obreros bananeros pudieron consolidar sus sindicatos en países como Honduras y Costa Rica.

Desde fines de los años 20, cuando los sectores obrero-artesanales se tornaron menos confiables a causa del anarquismo y del comunismo, el autoritarismo empezó a ver en las clases medias su potencial sustituto. Las Guardias Cívicas creadas en El Salvador en 1932 para terminar la limpieza del comunismo iniciada con la matanza reclutaron a muchos de sus fervorosos miembros entre los sectores medios. No obstante, estas capas medias actuaron como libertadoras en la caída de las dictaduras centroamericanas de la década del 40. Un aspecto clave de la historia reciente de Centroamérica es que entre los sectores medios se reclutan tanto a abanderados de la lucha revolucionaria como a partidarios del estado terrorista. Con la excepción de Costa Rica, las clases medias nunca han terminado de expresar su adhesión clara y definitiva a un proyecto democrático y de modernización del sistema político. Como parece mostrarlo la experiencia histórica latinoamericana, la adhesión y la participación de las clases medias en los procesos de reforma y democratización es un factor clave para que estos procesos resulten exitosos y también duraderos.

Una de las claves de la evolución política centroamericana es el permanente desencuentro entre los sectores medios y las clases populares. Ambos se han mirado con mutua desconfianza. Los sectores reformistas de las clases medias miran con frecuencia a la población rural y a los propios sectores obreros urbanos como demasiado dóciles y complacientes ante los sectores oligárquicos. Este desencuentro parece haber sido una de las causas de la derrota del proyecto reformista guatemalteco en 1954. Como dijo el ex-Presidente de México Lázaro Cárdenas, Guatemala hizo una revolución urbana en un país rural.

La indiada: servil o irredenta

Las clases medias y sus voceros terminan asumiendo patrones de conducta similares a los de los sectores dominantes frente a las clases populares. Una creencia extrema es la que ve en la indiada al sirviente natural de la dictadura. Su contrapartida es la idea de que la gente de abajo sólo entiende a palos, prejuicios todos que dan legitimidad a las distintas dimensiones del autoritarismo y del elitismo político.

El problema del desarrollo político en la región radica en que han predominado las formas tradicionales de colección de lealtad política en un marco de cultura de la violencia. Un sistema político democrático no se puede establecer cuando de la mayoría de la población se espera un comportamiento deferente hacia sus superiores y cuando se la mira más como obstáculo que como sujeto principal del funcionamiento de las instituciones políticas.

Tanto en la derecha como en la izquierda ha existido siempre el prejuicio iluminista según el cual la gente común y corriente nunca se encuentra suficientemente preparada para pensar y para decidir por sí misma. A esto hay que agregar que todas las élites políticas, conservadoras, liberales, reformistas, neoliberales o revolucionarias, siempre han estimado que existen metas sociales superiores más importantes que cualquier otra consideración, como es la que considera lo que la gente común y corriente realmente piensa, quiere o necesita.

1940-1970: desgastes y rupturas

En 1921, el Diario del Salvador publicó un editorial con el título Los agitadores en Centroamérica. El texto proponía una sugerente periodización de la historia política del istmo. Indicaba que en tiempos lejanos, que por fortuna ya no volverán, los caudillos militares producían constantes inquietudes y trastornos en los distintos países de la región. Felizmente, tales caudillos cayeron en total descrédito pues los centroamericanos habían optado por el camino del orden y el progreso. No obstante, según el respetable periódico de San Salvador, en tiempos recientes había aparecido una nueva plaga, la de los agitadores, descritos en el editorial como unos cuantos a quienes se les han indigestado lecturas bol-sheviquistas de libros traducidos a la diabla del ruso.

El editorialista tenía razón al percibir que con la llegada de la década de los 20 se había iniciado un proceso de agitación social en la región. Tampoco se equivocaba cuando recordaba que tras la Independencia, la historia política de Centroamérica estuvo dominada por las disputas entre caudillos liberales y conservadores, querellas que apenas se fueron apagando al finalizar el siglo XIX. Pero no era exacto al pretender que el caudillismo ya había desaparecido, puesto que en ese momento seguía vigente en Nicaragua y en Honduras.

Si decidimos viajar hacia atrás en el tiempo debemos reconocer que en 1978-79, con el inicio de las guerras y revoluciones, la región entró en una nueva etapa de su historia. Pareció agotarse una estructura, un modelo de relaciones sociales y políticas, que se había intentado cambiar en los años 40, sin éxito, salvo en Costa Rica, y que provenía de la época de las Reformas Liberales de fines del siglo XIX. Previo a este período, yacía esa época de los caudillos, inaugurada en los años de la Independencia y la Federación y ya enterrada para siempre según el editorialista del periódico salvadoreño.

En cada una de estas etapas los sectores subalternos rurales y urbanos han estado presentes ejerciendo presiones y procesando determinaciones, como hombres de armas al lado de los caudillos, como leales amigos de los dictadores prestos a servir en sus farsas electorales o en sus fuerzas represivas y policiales, y también como resistentes frente a las exacciones de ladinos, burócratas y terratenientes y, a medida que fue avanzando el siglo XX, como abanderados de la reforma social y de los derechos democráticos. Igualmente, a lo largo de estas etapas la mayoría de las clases dominantes permanecieron atadas a su cultura de despotismo y deferencia y a su juego de ficciones democráticas.

El papel de Estados Unidos

Entre 1940 y 1970 hubo amplios signos del desgaste de esta estructura, así como hubo intentos de democratización y reforma. Pero la adhesión al pasado persistió, ahora fortalecida por la influencia de factores externos: los intereses estratégicos de los Estados Unidos en la región.

Deliberadamente, no hemos incluido los factores externos en nuestro análisis porque creemos que la dialéctica autoritarismo-democracia en el istmo ha sido principalmente resultado de factores internos. Cuando los Estados Unidos establecieron su hegemonía sobre la región a fines del siglo pasado, ésta ya llevaba un buen trecho perfeccionando sus formas de gobierno despótico. También convendría indicar, para dar un ejemplo, que durante los años 20 los funcionarios del Departamento de Estado, preocupados por la seguridad del canal de Panamá, diseñaron distintas estrategias para establecer en la región protectorados desmilitarizados establecidos sobre la base de estados sanos financieramente y con gobernantes que serían escogidos en procesos electorales realmente competitivos.

La potencia imperial estaba convencida que bajo su tutela se podía conducir a nuestros países hacia un régimen democrático. Evidentemente, el plan fracasó y no sólo por las torpezas y las contradicciones estadounidenses. Para jugar al absurdo: quizás si no hubiesen existido Sandino, Moncada, Chamorro y Somoza, Nicaragua se habría convertido en un protectorado con un régimen electoral competitivo y confiable. En otras palabras, los factores externos no son un demiurgo capaz de mover a su antojo estructuras internas arraigadas en la larga duración. Esto ha sido cierto hasta hoy, aunque no sepamos, dadas las características del mundo actual, si lo seguirá siendo en el futuro.

Despotismo y democracia: etapas

El despotismo centroamericano ha pasado por tres etapas: la de los caudillos y sus montoneras contra un Estado casi inexistente, la del liberalismo de los dictadores guiados por el lema Orden y Progreso y, tras el interludio reformista posterior al fin de la Segunda Guerra Mundial, la de las dictaduras militares desarrollistas.

Es también posible discernir las principales coyunturas de democratización en la historia centroamericana. Ya en el siglo pasado hubo intentos que fueron efímeros. Por ejemplo, en El Salvador en 1885, con la revolución populista del liberal Francisco Menéndez, y en Costa Rica con las jornadas del 7 de noviembre de 1889, cuando un levantamiento popular logró hacer respetar al gobierno la victoria electoral de la oposición. La caída de Estrada Cabrera en 1920 y el gobierno del Partido Unionista, extendido hasta diciembre de 1921, fueron otra coyuntura similar en Guatemala.

Las coyunturas democratizadoras de mayor amplitud se ubican avanzando el siglo XX. La primera oleada importante de apertura, que afectó a casi todo el istmo, se ubica en el segundo quinquenio de la década de los 20 y se cierra con el ascenso de las dictaduras en el contexto de la depresión de los años 30.

Su máxima expresión fue el gobierno de Pío Romero Bosque (1927-1931) en El Salvador, que intentó sinceramente abrir y hacer más competitivo el sistema político de ese país. La segunda oleada llegó al final de la Segunda Guerra Mundial y su mejor exponente fue la década revolucionaria guatemalteca, abortada por la intervención de los Estados Unidos en 1954.

La última etapa es la que se inició después de 1979 en un contexto de revolución, guerra y contrainsurgencia. Desde la perspectiva de la larga duración, la lógica de los procesos de reforma y democratización en Centroamérica se puede sintetizar diciendo que, mientras en Costa Rica los intentos han tenido un carácter acumulativo, en los otros países centroamericanos, hasta la década pasada, siempre fueron espasmódicos y abortivos.

Los decenios de los 80 y los 90 representan una etapa de discontinuidad en la historia centroamericana de los dos últimos siglos. La revolución y la guerra pueden ser consideradas como expresión del agotamiento de algunas de las estructuras que habían persistido secularmente.

Lo nuevo: irrupción de campesinos e indígenas

Dentro de las rupturas de las dos últimas décadas se pueden señalar varias. En primer lugar, parece haber ocurrido un fenómeno de cambio entre las clases dominantes como resultado de que los militares se han convertido en un sector poderoso de esa clase, con intereses autónomos y con una base económica propia. Tal parece ser el caso en Guatemala y Honduras.

En Nicaragua, la tradicional unidad de las clases dominantes parece haber quedado fracturada tras el fin de la Revolución Sandinista. Algunos análisis recientes no admiten esta discontinuidad e insisten en la perennidad de las clases dominantes del istmo en términos familiares y genealógicos, aunque reconocen que los grupos dominantes manifiestan en la actualidad algunas tendencias a modernizarse en el plano político.

Entre las clases subalternas, el cambio más significativo, antes y durante los años de revolución y guerra, ha sido la independización de las clases populares rurales de las redes tradicionales de segregación ciudadana, violencia y captación paternalista. Si hay algo nuevo en la historia reciente de Centroamérica es el ingreso del campesinado y los indígenas a las formas de la política moderna, desde las más institucionales hasta las más radicales como la lucha armada. Sin duda, puede afirmarse que las revoluciones de la década de los 80 fueron en primera instancia rebeliones campesinas e indígenas. Esto es válido también para la contra nicaragüense.

Finalmente, la tradicional teatralidad del marco institucional se agotó también en los años que precedieron al desencadenamiento revolucionario. Una causa de la insurgencia salvadoreña fueron los sucesivos fraudes electorales de los años 70. Tal vez el nuevo significado que parecen otorgarle los distintos grupos sociales a las instituciones y a las normas del juego democrático esté representado en el sorpresivo resultado de las elecciones nicaragüenses de 1990.

País político - país social: dos velocidades

Sin embargo, una vez establecido el marco institucional, han surgido problemas de gobernabilidad. La democracia aparece demasiado distante de la vida cotidiana y de la dinámica de la sociedad civil. Es como si el país político y el país social caminaran a velocidades distintas, lo que se traduce en un ascenso de la apatía política, en particular frente a los procesos electorales, como fue el caso de El Salvador en las elecciones de 1994.

Una exploración por los dos últimos siglos de la historia centroamericana muestra que el problema esencial de la región ha radicado en oponer y posponer rupturas claves cuando éstas eran necesarias, o hacer del cambio algo parcial e inacabado. Un siglo después del ascenso del liberalismo en la región, apenas se comienzan a descubrir las virtudes de la competencia política democrática y aún es prematuro afirmar que este descubrimiento se traducirá en instituciones duraderas.

FIN

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