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AVENTURA VERBAL Y EXPLORACIÓN DE LOS UNIVERSOS LEZAMIANOS

Por: Dante Castro Arrasco

 


Al cerrar Paradiso después de una profunda y gozosa lectura, nos hacemos siempre la pregunta: ¿Qué clase de lector esperaba tener José Lezama Lima? Aquel lector piadoso a la veneración de los cánones clásicos impuestos por la crítica y los estudios estructurales del género, rechazaría de primera impresión las herejías por él impuestas. Si todo lo que tocaba el misterioso Midas cubano se convertía en poesía, ¿qué puede esperar el lector inadvertido de esta novela que no se subordina a los parámetros de la especie?

Confieso que me propuse leer Paradiso en mi adolescencia y descubrí que mis limitaciones de lector bisoño se estrellaban abruptamente con lo abigarrado de su prosa poética, así como con la invisible muralla cultural que me separaba del barroquismo intemporal y despiadado de sus imágenes expresivas. Siendo admirador de los logros del “boom” sesentista, no encontraba correspondencia entre los representantes de éste deslumbramiento generacional con su tardío contemporáneo (contemporanizado por fuerza de la crítica) Lezama Lima. Hubo que madurar al fuego de lecturas más exigentes y bruñir el aprendizaje de las infinitas potencialidades del lenguaje literario, para apreciar toda la libérrima batería de recursos lezamianos.

Göethe intentó en su momento abreviar las distancias entre el filósofo y el poeta, conflicto agudizado en un siglo de renuncias al neoclasicismo. Aquel germano iniciador de un pre-romanticismo iconoclasta, propone la fundación de una estética nueva cuando escribía el Werther, pero llegado a la plenitud madura se enfrenta al desafío de encontrar términos de coexistencia simbiótica entre filosofía y literatura, por ejemplo cuando escribe el Fausto. El lector que tiende a una actitud discriminadora e insobornable, renuncia subconscientemente a la obra narrativa que invade los predios privados de la poesía o a la metafísica que tienta expresarse a través de la literatura. Incluso puede aceptar conscientemente la carga extraliteraria en cualquier novela, siempre que el autor respete las prerrogativas básicas del género. En el caso de Paradiso, esa distancia es abreviada intencionalmente y de forma arbitraria, por ello podemos explicarnos que no haya gozado del aprecio del lector masivo.

En cuanto a la relación contenido-forma, Paradiso es una autobiografía simbólica o “autobiografía creadora”, porque la historia cede en importancia frente a la verdadera intencionalidad del autor: narrar la fábula en función del ejercicio arbitrario de artificios verbales pergeñados con indiscutible maestría de poeta. Es así como sus acrobacias verbales, nos remiten a un código hermético que Lezama comparte con sus personajes y únicamente con el receptor cómplice que suscribe el pacto tácito que le propone. Lezama irónicamente no tiene intención de contar, sino de recrear a través de imágenes sugerentes aquello que puede estar más allá de los límites espacio-temporales que son inherentes a toda novela. El tiempo, como categoría y como instrumento narrativo, le interesa a Lezama en tanto esté respaldado por la poiesis o creación. El demiurgo se satisface y se inunda de plenitud vital con la metaforización del universo evocado en el relato. La expansión del lenguaje mediante una poética integradora de complejos niveles, es el único objetivo que considero válido ante las deficiencias secuenciales o espacio-temporales de la crónica familiar o del relato autobiográfico.

En los capítulos iniciales, la historia de José Cemí parece más un pretexto introductorio a otras historias de ámbito familiar o social. El horror del asma y de los lamparones que le enrronchan el cuerpo, la alarma de Baldovina, de Zoar y de Truni, los sirvientes, quedan rezagados para dar pie a la descripción de la casa, de las costumbres gastronómicas y de la imagen idealizada del padre. Lo que alarma a los sirvientes no perjudica a la pasmosa indiferencia de los padres que llegan del teatro y se conforman con la explicación inacabada de Baldovina, quien “con los ojos abiertos a toda creencia, hablaba sin encontrar palabras, del remedio que necesitaba la criatura abandonada”. Paradógicamente la historia nos devolverá al padre en el cap.VI como sumamente preocupado por la enfermedad del hijo, enseñándole a nadar con métodos brutales y luego intentando una absurda curación mediante su inmersión en agua fría. La descripción gastronómica ocupa considerable espacio, como si la exquisitez culinaria fuese el eje central de la vida doméstica. Pero veamos la evocación íntima sobre el hogar que él mismo nos refiere:

"Yo veía en la casa grande del Campamento, la llegada del invierno. La cocina, el comedor y los dormitorios se sutilizaban más en las diferencias, su silencio sonaba más hacia adentro, la conversación se hacía más susurrante. Mi abuela nos visitaba con más frecuencia. Los preparativos para la visita eran muy extensos y cuidadosos, parecía que nos iba a acompañar por todo el invierno, pero ya al día siguiente en el desayuno, la oíamos decir: no me gusta abandonar la casa de Prado, usando la palabra con que una reina se refiere a que un castillo ha sido abandonado [...]. Pasaba yo el resto del día en la tristeza de esa despedida. Recorría con excesiva lentitud cada una de las piezas de la casa. Marchaba despaciosamente de la sala al traspatio y allí veía colgados los cubrecamas que iba a inaugurar el invierno. Alguien se acercaba y con largos ramajes comenzaba a golpear los paños. El polvo golpeado se trocaba en un chisporroteo que agrandaba o desaparecía los rostros que asomaban en el paño hasta que el ramaje los borraba. Me gustaba en los neblinosos días invernales contemplar esos rostros que sólo mi imago proyectaba, que después desaparecían como estornudando por el polvillo. [...] La casa ofrecía no tan sólo esa esperada metamorfosis, sino una continuada maravilla oculta. El cuarto de estudio del coronel. Mesas con planos y diseños, panoplias, títulos, condecoraciones, esferas armilares, proyecciones de Mercator. [...] De esa pieza, desván, biblioteca, descanso para lo errante, iría desovillando la magia que he percibido siempre en toda la morada del hombre". (J.L.L., "Confluencias", Las eras imaginarias, Ed. Fundamentos, Madrid, 1971, pp. 185, 187-188)

José Cemí adquiere corporeidad a medida que los siguientes capítulos le conceden un rol de mayores dimensiones. En el segundo capítulo es el niño que pintarrajea una pared de barrio marginal y al ser sorprendido, es llevado al interior de él. Pero igual que con el ataque de asma y los lamparones, el personaje se queda suspendido en el aire para dar paso a la descripción de los habitantes y sus costumbres. Se integra plenamente a la historia cuando compone la tríada amical Fronesis-Foción-Cemí, mejor graficada desde el cap. IX, para luego recuperar el rol subalterno de testigo ocular en escenarios y episodios dominados por otros personajes. Cada capítulo que se inicia con fuerza centrípeta desde José Cemí, no retorna a él, sino que escapa de su presencia, como escamoteándola hacia círculos extra-céntricos distantes al personaje.

Otro componente notable de la historia es la sensación desoladora, desde la escena primera en que el asma y los lamparones inquietan más a la servidumbre que a sus padres, hasta la sucesión de decesos familiares, comenzando por el padre fallecido a los 33 años, tal como sucediera con el padre del Lezama, hasta la muerte de la abuela y por último la muerte de Oppiano Licario, el maestro. La disolución de la tríada Fronesis-Foción-Cemí también puede interpretarse en este sentido y aplicarse a la soledad en sus últimos años:

"Yo vivo con más soledad de la que he vivido toda mi vida. Soledad y más soledad. Una sóla alegría secreta me decide, no he procurado el dolor, nadie ha sufrido por mí. Toda mi vida he tenido una suprema delicadeza, una cantidad de dolor que me fue asignada por el destino, la he masticado en la sucesión de mis días" (enero); "Mi vida ha sido toda un hilo continuo, ha seguido siempre la misma línea. No creo haber hecho nada que pueda traer odio o venganza, si esos hechos se engendran es por viejos odios de resentimiento que nadie puede evitar. En mi tierra he sufrido hasta el desgarramiento, he trabajado, he hecho poesía. En los dominios de la expresión y del intelecto he trabajado en una zona donde no hay dualismo, donde los hombres no se separan. No he oficiado nunca en los altares del odio, he creído siempre que Dios, lo bello y el amanecer, pueden unir a los hombres. Por eso trabajé en mi patria, por eso hice poesía". (febrero) (Cartas, pp. 141 y 143)

Es necesario recalcar que la soledad a que alude en cartas se desenvuelve en compañía de admiradores incondicionales y devotos que lo protegen; que están dispuestos a explicar por vericuetos bizantinos las aparentes contradicciones del Maestro con las exigencias de un nuevo orden. Por lo tanto, Lezama alude a la soledad infinita en que queda sumergido después de las principales pérdidas familiares y de los amigos que desaparecieron desde su juventud, tal como queda esbozado en Paradiso.

Mi vida transcurrió entre dos momentos de alucinación: yo acababa de cumplir ocho años cuando mi padre contrajo una gripe en Fort Barrancas, Pensacola, y se murió de esa enfermedad complicada con una pulmonía (...) Tenía mi padre al morir treinta y tres años. El estaba en el centro de mi vida y su muerte me dio el sentido de lo que yo llamaría el latido de la ausencia. (...) La muerte de mi padre me alucinó desde niño, esa ausencia me hizo hipersensible a la presencia de la imagen (...) La muerte de mi madre, el 12 de setiembre de 1964, me vuelve a alucinar de nuevo”.

El deceso materno, como en el caso de Vallejo, afectará al narrador al extremo de explicarlo en una célebre frase: “...la vejez de un hombre comienza el día de la muerte de su madre” (cap. VII de Paradiso) El fallecimiento de la madre sobreviene después de la salida de Cuba de sus hermanas, agravando ya en la madurez la imborrable muerte del padre en su infancia, sino trágico de su vida. “Llega la hora de la suma y catársis de Paradiso y del matrimonio consolador, pero la oleada de la desolación (a la que siempre, junto con su poderosa alegría creadora, fue propenso) lo va penetrando con la fatalidad de aquellas pérdidas, a la que se añade la muerte de la hermana mayor, y con otras azarosas pesadumbres” (Cintio Vitier)

Con mayor vitalidad narrativa se desenvuelve el personaje en la polémica escolástica acerca de la culpa redentora, del juzgamiento de la voluptuosidad y del retorno a la primigenia inocencia. La homosexualidad de Foción atraído por Fronesis, no tiene comparación con la amistad ilustrada y pura de Cemí. En este caso concreto, la homosexualidad helénica del autor, limitada por vivir junto a su madre y su formación católica, tiene mucha familiaridad con el comportamiento mesurado de Cemí, absorto por los excesos de Foción.

Se yuxtaponen así la reflexión metafísica y el cuadro de familia; la digresión escolástica y los demonios autobiográficos; la epidérmica aprehensión por la escatología sincrética y el tenue protagonismo del narrador omnisciente que es a su vez autor y personaje. La yuxtaposición irreverentemente caótica, que elude ceñirse a la secuencialidad narrativa de las mejores novelas de los 60’, no encuentra racionalidad porque con esta última está querellada. Y en cambio está aquerenciada con la delectación hedonística del lenguaje; las palabras, más que signos convencionales destinados a la comunicación, se convierten en objetos cargados de expresión, intensamente ordenadas y potencializadas por el horror vacui del autor.

Ese regusto dionisiaco y voluptuoso que se complace en la deificación del significante, sólo es factible a través de un dominio pleno de la retórica, ajeno por completo a lo coloquial o popular. Un escritor “culto hasta el asombro”, como lo reconocen sus contemporáneos, pretende metaforizarlo todo porque entiende que la sublimación de la metáfora puede perennizar aquello que es fugaz e inaprensible en la conciencia de los hombres. La edenización del imperio de los sentidos merece para él una retórica sin pretensiones extra-estéticas, estrictamente imaginista y barroca, sin meta precisa fuera de la literatura. Así lo confesará en cartas personales:

"Partí de la poesía y estoy ahora en ese momento en que quisiera ahondar en esa encarnación o hipóstasis de las imágenes, en que su gravitación reobra sobre nosotros con sus claridades o con sus confusas claridades".

El rechazo al prosaísmo y a la coloquialidad verista se nota mejor en los diálogos increíblemente exhuberantes de sus personajes. La distinción entre clases sociales, estratos o procedencia étnica, son sugeridos o abiertamente explicados por el narrador. El diálogo, excesivamente contaminado de erudición, no hace distingos de ese tipo en Paradiso. Y cabe más de una reflexión acerca de la erudición ampulosa en sus personajes. Exhiben una sabiduría ociosa, sin objetivos prácticos, más por distracción o entretenimiento que al servicio de nobles ideales. La banalidad de una sabiduría hecha para el disfrute de los sentidos, adquiere rango poético mediante recursos de imagen y de metáforas en delirantes e íntimos coloquios. El valor ornamental de esta erudición que no es funcional ni sinónimo de especialización cognitiva, está anclado a la nostalgia por una libertad extravagante que presumo consideraba en riesgo: por ejemplo, resucitar una serie de arcaismos mediante suntuosa escritura, es también conjurar los peligros del verbo frente a los embates luctuosos de la modernidad. Pesa el juicio de los pragmáticos adoradores de la modernidad contra todo lo que resulta inútil y carente de función; entre otras cosas, la literatura, el arte y la cultura. La veneración erudita e ingenua de lo sensual por parte de los personajes, en consonancia con la emoción sibarítica del autor, resultaría reprobada por pragmáticos jueces ultramodernos. Como si él mismo pecara con sus personajes “afirmando la inutilidad del saber en aquellas latitudes del sopor del cocodrilo”.

El ideal lezamiano reclama “un ámbito precapitalista, en el que sobreviva milagrosamente el diálogo medieval entre los hombres, no corrompido por las leyes del mercado”. (Abel Prieto, “Apuntes para el proyecto utópico de Lezama”)

Veamos por ejemplo estas palabras que el padre de Cemí dirige a un embajador mexicano:

“El placer, que es para mí un momento en la claridad, presupone el diálogo. La alegría de la luz nos hace danzar en su rayo. Si para comer, por ejemplo, fuéramos retrocediendo en la sucesión de las galerías más secretas, tendríamos la tediosa y fría sensación del fragmento del vegetal que incorporamos, y el alón de perdiz rosada, sería una ilustración de zootecnia anatómica. Si no es por el diálogo nos invade la sensación de la fragmentaria vulgaridad de las cosas que comemos”

EL ESQUEMA UTÓPICO LEZAMIANO:

La presencia constante de “demonios bibliográficos” en Paradiso nos revelan al hombre de cultura pantagruélica, quien no duda en emparentar el culto gastronómico con la voracidad intelectual: “Lezama tenía un concepto nutricional y acrecedor de la lectura. Leer para él era una forma de escribir, y cuando escribía era como si intentara leer otro texto indescifrable” (Cintio Vitier, Casa de las Américas, N° 152, 1985).

El buen gusto para los placeres de la mesa, al igual que cultivar el buen gusto por la lectura, son hábitos que el autor invita a compartir con sus lectores. Este último placer del intelecto, lo propone a las nuevas generaciones mediante lo que él llama “Curso Délfico”. El Curso Délfico a que nos hace referencia en Oppiano Licario es en sí mismo una fórmula de educación para la lectura:

“Licario le transmitió a Cemí un conocer que él llamaba el Curso Délfico. (...) Licario tenía el convencimiento de un conocimiento oracular en el que cada libro fuera una revelación... (...) Cada libro debe ser una forma de revelación, como el libro que descifra el secreto de una vida. La primera parte del Curso Délfico se llamará Obertura palatal, tiene por finalidad encontrar y desarrollar el gusto en la persona”.

¿Sería esta la ruta que sugiere al anónimo lector de Paradiso, libro que -tomando sus palabras- “descifra el secreto de una vida”? Pienso que el lector idóneo de Paradiso es aquel que después de transitar la primera parte del Curso Délfico, haya desarrollado el suficiente gusto para apreciar sus bondades.

Igualmente sucede con su manifiesta apología de la gastronomía exquisita: “El habanero ha ido perdiendo gusto y gracia por la comida. Que el domingo no se come, que los planes, que el contrato con cocineros que sólo hacen el almuerzo, que las latas de conserva, todo ello ha contribuido a un olvido forzoso del buen yantar”. Y termina sentenciando: “La gastronomía y la cortesía son características de las viejas culturas”.

Si alguien todavía no lo advierte, estas precisiones operan en función del esquema utópico lezamiano. El arte culinario de Cuba se enfrenta, por vecindad y arbitraria influencia, a la invasión de la cultura del abrelatas yanki, tal como el hábito de lectura pugna con la amenaza de la anti-cultura, detritus de la modernización. El arte de la comunicación verbal, también es amenazado por la deshumanización capitalista; y la utopía lezamiana le opone, a este último mal, el universo de la metáfora y la imagen.

¿FUÉ LEZAMA LIMA UN POSTERGADO POR LA REVOLUCIÓN?

Será siempre una interrogante de los críticos e historiadores, hasta qué punto Lezama adhiere al nuevo régimen o hasta qué punto añora con nostalgia el pasado esplendor familiar; hasta qué punto reprueba el viejo régimen ironizándolo, del mismo modo contradictorio que idealiza incluso aquello que materialmente no tuvo.

Respondamos la interrogante:

Lezama Lima nace en 1910, así que cuando tenía apenas 31 años, con la ayuda de José Rodriguez Feo, funda la revista “Orígenes” alrededor de la cual y siempre bajo su dirigencia, se agrupan los poetas más relevantes de su generación. La obra de Lezama entonces es esencialmente poética. Esta obra, clave liminar de la literatura cubana contemporánea, fue llevada a cabo en medio de la indiferencia total de los distintos gobiernos de la isla. Tiene que pagar sus propias ediciones, trabajar en una sucesión de nimios empleos y realizar las acrobacias económicas requeridas a los poetas en una sociedad de libre empresa.

Después del triunfo de la Revolución, Lezama es nombrado director del Departamento de Literatura y Publicaciones del Consejo Nacional de Cultura. En 1961 escribe a su hermana Eloísa: “¿Te acuerdas cuando éramos niños, la angustia en los días postreros del mes, por el silbato del cartero, diosecillo mercurial de las cobranzas, que nos indicaba si entrábamos en el mes siguiente con el pie siniestro o con la dicha?” El poeta se refiere a los días aciagos de orfandad, cuando se muda la familia, en 1929, a la calle Trocadero 162, en La Habana Vieja, contando sólo con una insignificante pensión de viudez que cobraba mensualmente su madre. También en 1961 es designado uno de los seis vicepresidentes de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba, y Asesor del Centro Cubano de Investigaciones Literarias.

En 1963 Deja el Consejo Nacional de Cultura por la Biblioteca de la Sociedad Económica de Amigos del País. Trabaja con ahínco en Paradiso. Ese año, escribe a Eloísa: “Algunos ingenuos creen que son patriotas los que están fuera de Cuba y degenerados los que están dentro. Patriotas somos los que con el hambre, las colas, la escasez de todo, sufren y esperan”.

En 1968, Lezama ofrece una ponencia en el Congreso Cultural de La Habana, afirmando que: “El poeta se sacraliza en las eras imaginarias, cuya raíz es la Revolución”. Asumiendo que es condición de la utopía su naturaleza imaginaria, también es condición ineludible de la sacralización del poeta; tan simbólica como lo fue aquella conocida actitud de Lezama cuando la invasión frustrada de Playa Girón: el autor de Paradiso se exhibe en el techo de la casa portando una inútil pero simbólica escopeta de cazar perdices.

La Casa de las Américas le dedica en vida un volumen de la colección “Valoración múltiple” (Recopilación de textos sobre Lezama Lima) en 1970 y un disco de “Palabra de esta América” con poemas leídos por su propio autor; también, por decisión expresa de Aydée Santamaría, fundadora de la Casa, Lezama estuvo registrado hasta su muerte en la plantilla de trabajadores, permitiendo económicamente que continuara con su labor creadora.

Ya hemos afirmado que Lezama vive una soledad interior en compañía de admiradores que lo reconocen como gran maestro y que lo protegen. El conocimiento de la espinosa realidad que lo circunda, hace que Lezama declare a la revista argentina “Primera Plana”: “Pero a todo sobreviví y he de sobrevivir también a la muerte”. Esta sobrevivencia constituye un escándalo para los intelectuales cubanos del exilio, paradoja de la popularidad de su obra, más concretamente de Paradiso. Que su obra, -considerable por cualquier estética marxista, como barroca, minoritaria y decadente- haya recibido el impulso publicitario y la incorporación entusiasta de la Revolución constituía una herejía que ponía a prueba el dogma. Sería como si el gobierno soviético de esos años distribuyera gratuitamente a sus ciudadanos las obras de Nabokov. Se sumaría a la paradoja un escritor barroco de distinto cuño: Alejo Carpentier; no así Guillermo Cabrera Infante, quien optó por el exilio.

Su boda con María Luisa Bautista, quien acompañó a su madre y a sus hermanas, no es suficiente para aplacar las críticas soterradas a su condición de homosexual y católico practicante. Roberto Fernández Retamar, presidente de la Casa de las Américas, aclara con hidalguía el origen de estos ataques:

“Cuando hablamos del respeto con que su tarea y su persona fueron rodeados a partir de 1959 por la Revolución Cubana -preludios del reconocimiento mundial de su obra- no es posible eludir varios hechos. En primer lugar, que supuestamente a nombre de la Revolución Lezama fue pronto objeto de ataques groseros, que a veces no eran sino continuación de ataques previos y se reiteraron en una inolvidable noche de 1971. Quienes los lanzaron, son hoy enemigos feroces de la Revolución tras cuya máscara se escondían, sembrando la confusión...” (Revista Casa de las Américas N° 152, 1985)

La publicación de Paradiso en 1966 viene a rubricar un esfuerzo de consecuencia consigo mismo, elaborado desde “Muerte de Narciso” (1937) y la publicación de fragmentos de esta gran novela a partir de 1949 en la revista “Orígenes”. El título de la novela ha sido objeto de especulaciones interesadas respecto a la añoranza del esplendor perdido y de regresión utópica al ayer de la Revolución Cubana. Pero a nosotros se nos presentan tres posibilidades:

a.- Recordar el paraíso perdido de la infancia-adolescencia, destruido por la muerte del padre, del tío, de la abuela y la dispersión de los amigos.

b.- Encontrar el camino al paraíso celestial mediante la redención del pecado carnal, tal como se sugiere en la polémica escolástica entre Fronesis, Foción y Cemí en el cap. IX°

c.- Tomar la definición de Paul Válery, citado por José Lezama Lima: “Cuando definió la poesía, lo hizo diciendo que era el paraíso del lenguaje”. (Valoración Múltiple, pág. 65)

Confieso que prefiero la tercera, sin rechazar las dos anteriores. Lezama Lima opina en Recopilación de Textos, pág.24:

“Mi obra de poesía y ensayo, mi conversación de todos los días se esclarece en esta parte de la obra. Yo diría que no por la calidad tan solo, sino como un hecho fatal. Usando de maneras expresivas que me son muy queridas yo diría que la metáfora de mi poesía, de mis ensayos, de mi conversación, avanza hacia la imagen de Paradiso, pero al converger en este punto adquiere como una imagen de fuerzas inversa y esclarece lo que yo he podido hacer. Trabajando en la niebla y en la oscuridad, y aun dentro del caos, sentía que mi obra tenía un logo secreto, una marcha que era un destino. Pero esta obra (...) no es un disfrute de cosas adquiridas, sino un rito, una aventura. Presenta el aspecto sagrado de la aventura total del hombre”.

Paradiso es una obra que escapa a las sentencias decepcionantes de la crítica fragmentaria y subalterna porque es algo que literariamente puede sobrevivir por sí mismo a diferentes lecturas, sin esperar explicaciones. Está hecha con el desenfado y la audacia de los “libros-testamento”, para los cuales la inmensa variedad de lecturas a que puedan ser sometidos son tan incompletas como los intentos de dominar lo inasible. Es una obra de auténtica filiación poética que dispone a su autor a pasar merecidamente a la posteridad. Cuatro años antes de su fallecimiento (9 de agosto de 1976) en 1972 le otorgan en Mallorca el Premio Maldoror de poesía, y en Italia premian Paradiso por ser la mejor obra hispanoamericana traducida al italiano. Él comentará en carta: “Pero ya todas estas cosas, ¿qué nos importan?”.

Cierro esta ponencia con muchas cosas que se nos quedan en el tintero y que pueden formar parte de otras tertulias, tal como el análisis del barroquismo lezamiano y sus novedosos aportes a los recursos de imagen y metáfora, retratando a Lezama Lima mediante una de sus citas más brillantes:

"¿Lo que más admiro en un escritor? Que maneje fuerzas que lo arrebaten, que parezcan que van a destruirlo. Que se apodere de ese reto y disuelva la resistencia. Que destruya el lenguaje y que cree el lenguaje. Que durante el día no tenga pasado y por la noche sea milenario. Que le guste la granada, que nunca ha probado, y que le guste la guayaba que prueba todos los días. Que se acerque a las cosas por apetito y que se aleje por repugnancia".