D. H. Lawrence



¿No quieres subir?


- ¿No quieres subir? – dijo – . Aquí tienes una bujía – indicó, con un gesto rápido, la bujía que ardía sobre la mesa.

Ella obedeció y tomó la vela, y él contempló la curva de sus caderas, mientras Constanza empezó a subir las escaleras.
Fue una noche extraordinaria de pasión sensual; ella estuvo un poco asustada casi a pesar suyo, y, sin embargo, traspasada por penetrantes estremecimientos de sensualidad, diferentes, más agudos, más terribles que los estremecimientos de ternura, pero, al mismo tiempo, más deseables. Aunque un poco temerosa, no se opuso a nada, y una sensualidad sin freno y sin vergüenza la sacudió hasta el fondo de sí misma, la despojó de sus últimos velos e hizo de ella una mujer nueva. Eso no era verdaderamente el amor. No era tampoco voluptuosidad. Era una sensualidad aguda y ardiente como el fuego, y que transformaba el alma en yesca.
Y ese fuego quemaba y destruía las vergüenzas más profundas, las más viejas vergüenzas, en los lugares más secretos. Le costó a Constanza dejar a su amante usar de ella a su antojo. Fue una cosa pasiva, una esclava, una esclava física. Y sin embargo, la pasión la pulía con su fuego consumidor y, cuando esa llama sensual pasó estrechamente por sus entrañas y su pecho, creyó realmente que iba a morir. ¡Pero qué punzante, qué maravillosa muerte!
Se había preguntado a menudo lo que quiso decir Abelardo cuando escribía que en su último año de amor, Eloisa y él habían pasado todas las pruebas y todos los refinamientos de la pasión... La misma cosa, mil años antes; diez mil años antes... La misma sobre los vasos griegos, en todas partes. ¡Los refinamientos de la pasión, las extravagancias de la sensualidad! Y era necesario, necesario siempre para quemar y destruir las falsas vergüenzas y para difundir en pureza al grosero mineral del cuerpo.
¡Qué no experimentó ella en el transcurso de esa breve noche de verano! Había creído que una mujer se moría de vergüenza; en lugar de eso era la vergüenza la muerta. La vergüenza es miedo, la profunda vergüenza orgánica, el antiguo miedo físico que se agazapaba en las raíces mismas del cuerpo y que no puede ser destruido más que por el fuego sensual. En fin, ella había sido despertada y batida por la batería fálica del hombre; ella se encontraba en el corazón mismo de su ser.

D. H. Lawrence, 1885-1930. Célebre autor de El amante de Lady Chatterley.


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