Site hosted by Angelfire.com: Build your free website today!

El frájil corazón de un poeta.



Conocí a Margarita ayer. Estaba parada en la esquina de un parque, con el brazo derecho abrazaba un poste obscuro,
verde creo y de metal. Tenía un largo vestido blanco, botones en línea al centro y flores rojas y diminutas por
estampado. Sus pies marciales se alineaban a la perfección con todo su cuerpo, iban cubiertos con zapatillas blancas
también y de bajo tacón.

No habló, no dije nada; sólo nos miramos durante toda la mañana…

-¿Más café?
-Gracias.

Bebí. Desde mis labios cayó una gota sobre las hojas que tenía sobre la pequeña mesilla redonda. A Margarita le
salpicaron las zapatillas con agua lodosa.

Quería saber más de ella, quería saberlo todo.

La tarde había caído desde el cielo como una pluma arrullada por el viento suave. Llegué a casa y miré al teléfono
callado. Recordé a Arturo deseando que llamara, quería escucharlo decir "felicidades". El teléfono se mantuvo
dormido; me odié por saberme culpable del silencio, nuestra amistad viviendo en otra ciudad hacía todo más difícil.

Desperté al día siguiente pensando en Margarita. Luego de un breve desayuno dominical fui a buscarla en los parques;
pero no habían postes verdes ni esquinas tan poéticas como la de ella.

Desilusionado comencé a caminar de regreso a casa por las grandes avenidas. Los repetidos letreros luminosos de “metro”
me incitaban a bajar. Accedí. Terminado el veloz proceso dinero-boleto abordé el peculiar, pero eficiente, trenesillo.
Al momento de sentarme la vi. Estaba ahí, sentada al lado de una máquina expendedora, en una triste banca de metal. El
atuendo era el mismo; las manos sobre las piernas, los pies seguían juntos y la mirada al frente, hacia mí. Inmóvil la
escena, como en un cuadro.
Y mientras el metro se despedía del lugar conmigo adentro, la pintura cobró vida: ella saludaba a un hombre joven que
llegaba. Para el mundo un sujeto con el mejor de los aspectos; del más terrible para mí.

Quise gritarle; pero la gente que estaba a mi alrededor no hubiera entendido. Preferí hundirme en mi trabajo y seguí
escribiendo, seguí pensando en Margarita.

-Es que, sonrió al verlo- dije en voz alta unos minutos más tarde mientras escribía.
-…Lunático…- desperté.


-- * --

Margarita se hacía cada vez más parte de mi vida. Llenó primero los espacios vacíos y poco a poco fue desplazando cosas
tan inevitables como el café de cada día. Podría escribir su nombre en cada oración de la historia de mi vida sin que me
pareciera una molesta repetición… Margarita.
Margarita había dejado de mirarme, comenzó a ir a los parques por las mañanas y a los lujosos cafés de las grandes
avenidas por las que un día la busqué; cada vez se definía más a sí misma, se hacía independiente y llegué a pensar
que ya no me necesitaba: Margarita había dejado de mirarme. Iba siempre acompañada del hombre aquel que apareció en el metro;
yo no sabía aún quien era, pero ya comenzaba a odiarlo; en cambio, Margarita parecía quererlo cada vez más. Comencé a
pensar que él era una creación de Margarita y no mía.

El gato entró por la ventana, logró llegar ahí sin que su correa de cascabeles dejara respirar una sola nota. Viéndome
fijamente, rozó con su sigilosa cadera felina el violetero lleno de agua y falto de flores que estaba en mi escritorio:
Movimiento, caída, agua, escritorio, hojas… Corrí sin poder evitar el derrame.

-Toma, cúbrete- dijo él mientras corría con Margarita de la mano, buscando un techo dónde resguardarse de la lluvia.
Él tomó a Margarita entre sus brazos al mismo tiempo que la frotaba con su abrigo tan suave y tibio.

Sonó el timbre. Tras la puerta estaba la agradable visita de Julia. Ella vivía en el edificio desde antes que yo, conocía
cada apartamento y sus detalles; sólo yo conocía el suyo.

Julia lloraba lágrimas ocultas para evitar causar lástima, buscaba aliento y no compasión.

-¡Se fue!- me dijo –no ha regresado desde ayer en la mañana.
-¿Y la policía?
-Nada saben

Pobre Julia, su hija y única compañía la había abandonado siguiendo el ejemplo de su padre. El motivo libraba de culpas a
la pequeña Andrea. Ahora, el salario de Julia sería suficiente.

-¿Por qué no lo noté? Estúpido trabajo. ¿Por qué irse sin decir cosa alguna?
-Porque no la hubieras dejado irse- contesté, interrumpiendo el autointerrogatorio- porque el cariño fue tanto y las
salidas tan pocas; porque… Por lo mismo que yo me fui de casa -escupí de golpe- La historia la conoces, no quiero
recordar detalles.
Callamos. Bebimos, también lloramos algunas de esas lágrimas de Julia que no poseen color, ni transparencia o sonido
alguno; sólo se escuchaba el bélico choque entre taza, té y cuchara. El gato ronroneaba.

La tarde había llegado una vez más, lenta y perezosa. Julia había llorado lo suficiente y partió. Por fin tendría tiempo
para Margarita.
Esta vez decidí que no habría diálogo: Él la besaba. La sangre en mi cabeza, mareo y náusea. Creí desfallecer, quise
pedir ayuda; pero mi boca era un desierto, solitario y seco. No pude más, ¡Margarita era mía!

-Estúpido Francisco. No. Federico, sería Federico.- Me dije mientras mi corazón gritaba agonizante.


-- * --

Una habitación obscura. Una cama y un escritorio. La ventana abierta y las cortinas ondeantes, cientos de hojas escritas
volando. Un gato que ronronea junto al cuerpo inerte de un escritor asesinado por Francisco. Perdón, por Federico.

Guillermo Rendón