Site hosted by Angelfire.com: Build your free website today!

 

 

 

 

 

 

MOMENTOS CON MI ABUELO

por FRANCISCO-MANUEL NÁCHER LÓPEZ

 

 

Reservados todos los derechos.

Prohibida la reproducción, total o parcial, por cualquier medio, sin la autorización escrita del autor.

Ó Francisco-Manuel Nácher López.

Inscrito en el Registro de la Propiedad Intelectual con los nº M. 54.384/85-1.997.

 

 

 

A la memoria de mi abuelo Paco, el

hombre más bueno y más profundo

que he conocido.

 

 

 

ÍNDICE

I.- Mi abuelo (a modo de Prólogo)

II.- La piedra rota

III.- La bicicleta

IV.- El último número

V.- El refugio

VI.- El nuevo

VII.- El niño que robó

VIII.- El examen copiado

IX.- El ojo morado

X.- El parchís

XI.- No ir al colegio

XII.- La colección de cromos

XIII.- El miedo

XIV.- La pedrea

XV.- Los malhechores

XVI.- La mentira

XVII.- La máscara

XVIII.- Hacer algo bueno

XIX.- La limosna

XX.- El pozo negro

XXI.- El argumento

XXII.- La frente, alta

XXIII.- La memoria

XXIV.- El primer duro

XXV.- Amanecer

XXVI.- La propia aventura

XXVII.- Las gafas

 

XXVIII.- Los cuatro yoes

XXIX.- La salud

XXX.- Mi abuela Salvadora

XXXI.- El quid pro quo

XXXII.- Mariposa

XXXIII.- La perspectiva

XXXIV.- Las vacaciones rotas

XXXV.- Los apodos

XXXVI.- Las bromas del destino

XXXVII.- La última lección

 

 

 

* * *

 

 

 

I.- MI ABUELO

(A MODO DE PRÓLOGO)

Me ha cabido la inmensa suerte de tener un abuelo irrepetible. Como mi madre era hija única, sus padres vivieron con nosotros desde que yo, el primogénito, nací, seguido de una niña dos años menor. De modo que, durante toda mi niñez y mi adolescencia, no concibo ni recuerdo ningún momento importante de mi vida, triste o alegre, intenso o relajado, emotivo o racional, sin la presencia, la asistencia, la ayuda o el consejo y el sostén de mi abuelo.

La guerra civil trajo, entre sus tristes consecuencias de odios, envidias y rencores, la encarcelación y condena a muerte de mi padre - denunciado falsamente desde la otra zona por un compañero que deseaba su destino como funcionario; ¡así de mezquinos son a veces los hombres! - que estuvo seis años en la cárcel - los clave de mi vida, de los 11 a los 17 años - hasta que pudo aclararse debidamente la gran injusticia con él y con su familia cometida. Su rehabilitación como funcionario, sin embargo, sólo se pudo lograr veintiocho años después, siendo reintegrado al puesto del que nunca debió ser desposeído, e indemnizado con todos sus derechos pasivos. Pero, durante su obligada ausencia, aquellos sus años de privación de libertad, hubo mi abuelo de desempeñar el papel de padre además del suyo propio, ya que mi madre tuvo que ponerse a trabajar, para mantenernos a todos, dedicando casi veinte horas al día a hacer jerseys para niños, que luego trataba de malvender a alguna tienda. Experimentamos muchas penalidades durante muchos años. Me consta que mi madre y mis abuelos pasaron hambre para que mi hermana y yo pudiésemos comer. Pero nunca oí a mi abuelo quejarse de nada ni hablar mal de nadie ni criticar ni murmurar ni perder la esperanza y la ilusión y la alegría. Como no tenía trabajo ni podía encontrarlo, debido a su edad y, sobre todo, a su precaria salud, todas las mañanas salía de casa con un saquito del pan vacío y doblado en el bolsillo y regresaba a mediodía con algo: Una col, unos nabos, unas patatas, unos boniatos, unas habas, unas judías tiernas, unos higos frescos... Nunca supimos cómo lo conseguía, pero sí que, cuando mayor era la necesidad, mayor era su fe. Y siempre le dio resultado. Él decía que había mucha gente buena en el mundo y que la gente buena estaba esperando estos momentos difíciles para hacer el bien.

Mi abuelo no fue un hombre de estudios. Había sido molinero. Molinero de arroz. Dueño, con sus seis hermanos y hermanas (tres hembras y tres varones), de un enorme molino, llamado ‘’de la Esperanza’’, situado en Benicalap - antiguo municipio convertido ya en barrio de la capital cuando yo nací - y atravesado por la acequia de Moncada que, en su tiempo, accionó la maquinaria.

El Molino era un edificio enorme, de planta aproximadamente cuadrada, de unos cincuenta metros de lado, con varios pisos y niveles ya que, a la energía hidráulica inicial se añadió, en su día, la del carbón, con su chimenea tipo fábrica, de más de veinte metros de altura, y luego, la eléctrica. Era un espacio ideal para jugar al escondite. Había cientos de rincones, de cuartuchos llenos de telarañas y de polvo, de escaleras y desniveles, de ventanas interiores inesperadas, de armarios misteriosos y oscuros, de tinieblas, de penumbras, de montones de arroz descascarillado, de arroz semidescascarillado, de arroz entero, de arroz troceado, de arroz integral, de cascarilla de arroz... hasta de gorgojos. Aún me estremezco al recordar la primera vez que entré en aquel habitáculo en el que, a medida que iban cayendo por un tubo procedente del piso superior, formaban un bulto negro en la penumbra de la habitación, que cubría su cuarta parte, amontonándose sobre un rincón casi hasta el techo. Yo, pensando que se trataría de arroz o alguno de sus subproductos, tomé un puñado del montón y... ¡noté cómo todo aquello se movía en mi mano!. Tardé un momento, dada la oscuridad reinante y lo inesperado de la situación, en darme cuenta de que aquello no podía ser otra cosa que bichos vivos. Gorgojos, claro. Pero ese tiempo que me demoré en arrojarlo asqueado, hizo que la sensación se grabase en mi memoria con una fuerza y una claridad extraordinarias.

En ese Molino y viviendo y participando de sus sucesivas ampliaciones y transformaciones, vivió y creció mi abuelo. Él y dos de sus hermanos eran los que llevaban la parte activa del negocio. Esos dos hermanos, Salvador y José María, habitaban con sus familias en el propio edificio del molino. Mi abuelo, de nombre Francisco y al que todos llamaban Paco, vivía muy cerca, en una casa de mi abuela, con fachada delantera al Camino de Burjasot y posterior al Camino de Paterna, junto a un Bar que hacía chaflán a ambas vías y que se llamaba ‘’La Parreta’’. En esa casa, que aún está milagrosamente en pie, nació mi abuela, nació mi madre y nacimos mi hermana y yo. El cuarto hermano, Vicente, así como su hermana María, residían en Valencia. Sus otras dos hermanas, Trini y Teresa, habían fallecido cuando yo nací, ésta última, víctima del propio molino, cuando tenía dieciocho años, al enganchársele un vástago vertical giratorio en el vestido, y destrozarla con su vertiginoso giro, contra el resto de la maquinaria. Mi abuelo me explicó con lágrimas en los ojos aquello, un día que quise conocer esa habitación, desde entonces maldita y protegida con mil parapetos.

Cuando nací yo, y mis abuelos se vinieron a vivir con mis padres y conmigo, quedaron en el Molino los otros dos hermanos. Pero, acabada la guerra, el gestor encargado de tramitar las documentaciones para obtener los cupos de molienda que permitiesen funcionar legalmente el molino y que, por cierto, era un pariente lejano, cayó en la tentación de vender dichos cupos y quedarse el dinero, dejando en la ruina a sus parientes propietarios. El Molino, pues, quedó parado y se fue convirtiendo en una especie de edificio fantasma en el que malvivían el tío José María con su familia, y la viuda del tío Salvador. Por fin, hubo que malvenderlo y hoy, sobre aquel terreno y sobre el enorme jardín con palmeras y huerta e higueras inmensas, atravesado por una inmensa acequia, se yerguen bloques de viviendas, ignorantes de todas las vivencias que su solar conserva en la memoria.

Yo sólo estuve en el Molino algunas veces, de visita, antes de acabar la guerra del 36. Pero, cuando ésta terminó y a mi padre se lo llevaron una noche y nos echaron de la casa (mi padre, como Perito Agrícola del Estado trabajaba en la Estación de Investigaciones Fitopatológicas en Burjasot y en ella tenía asignada una vivienda, en la que transcurrieron siete años de mi vida) y nos quedamos en la calle y sin nada, no hubo más remedio que alojarnos en el Molino, en casa de la tía Trinidad, donde estuvimos dos años. En ese tiempo lo recorrí de cabo a rabo, lo conocí, lo dominé, jugué, me escondí, lo investigué y escuché de mi abuelo miles de anécdotas y de historias de cuando era joven y se cargaba un saco de cien kilos con una mano y trabajaba de sol a sol, respirando polvo continuamente, pero enriqueciéndose él mismo, sin saberlo, mediante su contacto permanente con los carreteros que traían el arroz a molturar desde los distintos puntos productores, junto con los sucedidos, anécdotas, historias y leyendas de la provincia, y los que, procedentes de toda España, se lo llevaban a sus distintos lugares de origen. A Madrid, con buenos caballos, me decía mi abuelo, se llegaba en una semana.

Mi abuelo, pues, como he dicho, no fue un hombre de estudios. Pero era un verdadero adicto de la lectura. Recuerdo que, cuando ya estaba muy viejo y la memoria reciente le fallaba, leía con deleite las obras que se publicaban en la colección Novelas y Cuentos, que difundía las creaciones más célebres de la literatura universal. Teníamos en casa, entre otros muchísimos libros, cuarenta o cincuenta ejemplares de esa colección y mi abuelo leía y leía. Un día me di cuenta de que tenía ante los ojos una obra que le había visto leer algunos meses atrás y se lo dije. Él, con su sonrisa y su buen humor habituales, me dijo: ‘’Ya lo sé. Cuando termino una, la pongo debajo del montón y cuando le llega de nuevo el turno, como ya la he olvidado, la leo otra vez y la vuelvo a disfrutar.’’ Así era mi abuelo. Podía haberse quejado de lo triste que era perder la memoria, pero él prefería siempre ver el lado jocoso y alegre y sacarle el partido posible.

Manejaba el lápiz con una habilidad extraordinaria y, jugando, nos hacía retratos a mi hermana y a mí, y nos dibujaba caballos y toros y mariposas... De cualquier cascote de yeso de cualquier obra, tallaba con su navaja bustos de romanos, con su casco y su cimera, o de nosotros mismos. Era tal su habilidad que a mi hermana, sin más herramienta que aquella navaja, le hizo, de madera, una casa de muñecas de tres pisos y una torre, con todas sus tejas y detalles exteriores y todos sus muebles en el interior... Por supuesto, en casa no entró nunca un electricista ni un fontanero ni un carpintero ni un pintor ni un persianero ni un cerrajero ni un albañil... y yo fui siempre su aprendiz. Y me ha venido muy bien, a lo largo de mi vida, lo que aprendí junto a mi abuelo, también en estos menesteres.

Era alto. Medía un metro ochenta y cinco centímetros, lo cual, en su época, lo convertía casi en un gigante. Pero su verdadera grandeza no residía en su estatura. Estaba en su alma: Era un hombre bueno, íntegramente bueno, sencillo, discreto, simpático, alegre, optimista, gran psicólogo, agradeciendo cada minuto de vida, creyente sin aspavientos, sin beatería, sin presunciones, sin fanatismos... Cuanto a más distancia lo evoco, más se agiganta su figura.

Era delgado, lo que lo hacía parecer aún más alto. Comía poco. Sólo lo necesario. Era siempre parco en palabras, excepto con mi hermana y conmigo. Sus piernas nos parecían larguísimas. Y sentarnos en sus rodillas era para nosotros un verdadero deleite. ¡Las rodillas del abuelito! (Que así lo llamábamos). Unas rodillas altísimas, cómodas, acogedoras... Durante los años de nuestra infancia, para mi hermana y para mí, las rodillas del abuelo fueron nuestra salita de estar. Encaramados allí nos sentíamos seguros, queridos, arropados, alegres, sabios, buenos, y todo era sencillo y hermoso. Desde allí, desde aquella seguridad total, según nos sentáramos para observar algo o para conversar con él, mirábamos al mundo o mirábamos a sus ojos, que siempre nos dijeron la verdad.

Me relató una vez que, una nave inmensa, aneja al Molino y en la que anteriormente su tío (el Molino lo heredaron mi abuelo y sus hermanos de un hermano de su padre, soltero, al quedar huérfanos de padre y madre a muy corta edad y convertirse el tío en su tutor y padre) había criado cientos de cerdos, la alquilaba todos los años, cuando sus sobrinos eran aún pequeños, a una trupe de artistas de circo que llegaba a Valencia para actuar durante algunos meses. Allí vivían los artistas con sus animales amaestrados y sus fieras, y allí practicaban y ensayaban durante todo ese tiempo. Hay que imaginarse lo que para los siete hermanos pequeños, en plena niñez y adolescencia, sin la vigilancia de una madre ni de un padre, debió representar el encontrarse todos los años con aquellos amigos tan poco convencionales, que les enseñaban a dar saltos mortales, a caminar sobre la cuerda floja, a montar a caballo, a no temer el trapecio, a domar leones, a hacer payasadas... más de un tobillo y de un brazo hubo que escayolar como consecuencia de tales prácticas. Mi abuelo recordaba aquellos años como una especie de paraíso en el que habían sido felices, sobre todo él, que era el pequeño. Esa compañía, me decía mi abuelo, les enriqueció en todos los sentidos. Fue como un soplo de aire fresco anual, que suplía la falta de una familia normal y les traía noticias del mundo exterior, desconocido pero tentador para aquellos niños y jóvenes metidos en el Molino. Mi abuelo me contó que, seguramente por el gusanillo que aquellos amigos le habían despertado de niño, una vez en que le tocaron doscientas pesetas en la lotería cuando tenía diez y ocho años, se fue en barco a Barcelona, donde estuvo una semana, lo cual fue para él y para toda la familia un gran acontecimiento.

Mi abuelo tenía la facultad de ser adulto con los adultos y niño con los niños. Ni mi hermana ni yo lo vimos nunca como un ‘’mayor’’. Fue siempre uno de nosotros, con el que no cabían disimulos, ni secretos. Con él jugábamos hasta hartarnos, sin que nunca manifestase síntomas de cansancio. Disfrutaba más que nosotros. Él me enseñó a boxear, a jugar al ajedrez, al tres en raya, a bailar la jota valenciana, a cantar ‘’albaes’’; me transmitió las historias que los ciegos iban en su juventud cantando por las esquinas, las leyendas de Valencia, las anécdotas, los refranes; me cantó las zarzuelas más antiguas... todo un mundo de vivencias, de historia pequeña pero grandísima, que me hizo ir echando raíces en mi tierra y ser consciente de quién era y adónde pertenecía.

Mi abuelo nos habló siempre en castellano. Con mi abuela, es decir, entre ellos, hablaban valenciano, pero con mis padres y con nosotros, siempre castellano.

Quizá chocará al lector este hecho, pero tiene su explicación que, por considerar interesante, incluso para comprender la historia actual de España, y aunque exige una digresión, voy a exponer a continuación:

Siempre, en todos los pueblos se ha producido y se sigue produciendo el mismo fenómeno: Que la clase media tiende a imitar a las clases más pudientes, en un esfuerzo inconsciente e inútil por subir en la escala social.

Pues bien, la clase acomodada valenciana, eminentemente constituída por terratenientes que tenían sus tierras cedidas en arriendo, vivía en Madrid, ya que en Valencia no había industria que exigiese su presencia física; y, por tanto, hablaba castellano; a diferencia de la clase alta catalana por ejemplo que, por ser industrial, debía permanecer al frente de sus fábricas en Cataluña y hablaba, como era lógico, el idioma local. Eso explica la distinta consideración cultural y literaria de las lenguas de ambas regiones, y su distinta ansia de autonomía, obra siempre de los pudientes.

La clase media valenciana y residente en la capital, que era bilingüe, en ese aludido afán inconsciente por subir un escalón, a principios de siglo decidió, al parecer unánimemente, como si se tratase de un movimiento biológico - y quizás lo fuera - que había llegado el momento de enseñar a la siguiente generación sólo el castellano, relegando el valenciano como lengua popular e inferior. Y todos ellos se dedicaron a hablar la primera con sus hijos, aunque entre ellos continuaron usando la vernácula. Mis padres, por ejemplo, pertenecieron a esa generación a la que no se le habló el valenciano en casa y, curiosamente, aunque lo entendían a la perfección, casi todos resultaron incapaces de hablarlo con soltura. Yo, que aprendí el valenciano de oírselo hablar a mis abuelos y a mis tíos, sufrí lo mío cuando, convertido en abogado, comencé a recibir clientes de los pueblos aledaños a Valencia, cuya lengua era y sigue siendo el valenciano, aunque todos ellos sean bilingües.

Aquella educación con seis hermanos mayores, en un Molino enorme, con un huerto enorme, con una acequia enorme, en contacto con la naturaleza y con gentes de otras zonas hizo, como he dicho, que mi abuelo madurase mucho por dentro. De modo que, cuando le llegó la hora de ser abuelo, estaba preparado, maravillosamente preparado. No en ciencia, sino en lo importante, en lo profundo, en lo elemental. Tenía una especial habilidad para separar la hojarasca que tanto nos engaña, y llegar al fondo de los asuntos. Y sabía enseñarnos a hacerlo. Con frecuencia vienen a mi memoria aquellos anocheceres en que, con los deberes del colegio hechos, la cena cocinándose, frío en la calle y todos en casa, hablábamos y conocíamos la vida y la historia de nuestros parientes y amigos o jugábamos al parchís o a la brisca o, mientras yo leía, escuchaba una y otra vez la voz de mi abuelo entrando a comprar en la tienda imaginaria de mi hermana: ‘’Buenas. Buenas. ¿Qué desea?. Deme medio kilo de carne.’’ Mi hermana pesaba unos trocitos de periódico en una báscula diminuta y decía: ‘’Aquí tiene, medio kilo. ¿Cuanto vale?. Dos reales. Tome, dos reales. Gracias. Adiós. Adiós ’’. Y, al minuto, a petición de mi hermana, incansable cuando de jugar a ‘’comprar y vender’’ se trataba: ‘’Buenos días. Buenos días. ¿Qué desea?. Dos kilos de cerezas...’’ Nunca se declaró cansado. Él jugaba como nosotros, no con nosotros. Por eso nos gustaba jugar con él.

Mi abuelo llegó a ser como una parte de mi vida. Yo no concebía vivir sin él. Cuando murió, se me rompió algo muy adentro. Y sé que él sintió la separación como yo. Y diré por qué lo sé:

Como consecuencia de los muchos años en el Molino respirando polvo de todas clases, mi abuelo padecía una bronquitis crónica que cada invierno degeneraba en una pulmonía o en una bronconeumonía (términos médicos de entonces).

Cuando tuvo la última, estuvo postrado en cama más de un mes. Aún me aterra pensar en la cantidad de cataplasmas de harina de linaza con mostaza (para que picase más) que, literalmente ardiendo, soportó estoicamente en su pecho y en su espalda durante horas y horas. De él siempre salía la misma frase: ‘’No os preocupéis.’’

Recuerdo que, por entonces - fines del año 47 - había llegado a España la penicilina como una especie de curalotodo y, naturalmente, se le recetó una serie interminable de inyecciones, interminables también. Y digo esto porque venían en frascos con una emulsión de aceite tan denso que hacían falta a veces horas para hacerlo pasar por la aguja. Hasta el punto de que, mi padre, mi madre y yo nos teníamos que turnar para una sola inyección, ya que los dedos se nos cansaban ante la presión que había que hacer. Supongo que le debió resultar sumamente doloroso, pero nunca lo supimos. El abuelo dijo siempre lo mismo: ‘’No os preocupéis. Vosotros poned la inyección. El dolor es cosa mía.’’

Cuando aquella bronconeumonía progresó sin remedio, mi abuelo perdió el conocimiento. Quedó boca arriba en su cama, respirando cada vez con menos frecuencia. Estuvo así varios días, quizás cuatro o cinco. Su espiración parecía siempre que iba a ser la última, pero siempre también, al cabo de un minuto o de dos, volvía a inspirar y, largo tiempo después, a espirar de nuevo.

En esta situación se encontraba un domingo a mediados de enero de 1.948. La casa estaba llena de parientes y amigos que, conocida la situación, habían venido a estar con nosotros. Habían ido sentándose por la casa, llenándola toda. Toda menos la habitación de mi abuelo, que mi padre quiso siempre conservar despejada de visitas. Yo me quedé con él. No podía dejarlo. No había visto nunca morirse a nadie, ni me había enfrentado a la muerte de un ser querido. Hasta diría que, a pesar de lo que estaba ocurriendo y lo que las visitas presagiaban, aún no me había planteado, no estaba mentalizado para la muerte de mi abuelo.

Por eso cuando, inesperadamente, presentí algo nuevo, no sé si en su respiración o en su rostro, tomé su mano derecha en las mías y le dije: ‘’Abuelito, soy yo. Estoy contigo’’. Sentí que su mano, una mano grande, fuerte, de molinero, una mano que tanto me había acariciado, que tantas veces había comparado con la mía juntando las palmas de ambas, que nunca jamás me había pegado, aquella mano tan familiar, aquella mano tan entrañable, oprimió las mías, dándome a entender que me había oído y que, como siempre, estábamos juntos. Yo le seguí hablando. Le dije que no me separaría de él, que me quedaría allí, con su mano en las mías, hasta que se curase y abriese los ojos. Mi abuelo inspiró de nuevo lentamente. Luego me oprimió las manos varias veces y espiró suave y profundamente. Supe que aquellos apretones de mano habían sido su despedida. Y, sin poderlo evitar, me eché a llorar. Le pedí a Dios con toda mi alma que se me llevase a mí, pero no a mi abuelo, pues yo no podía concebir el mundo sin él. Él debía seguir en el mundo para hacerlo bonito y alegre y luminoso... Su mano, suavemente fue aflojándose hasta que quedó inerte entre las mías. ¡Qué terrible sensación de impotencia!. Lo miré y vi cómo, pausadamente, se fue encogiendo, como si se concentrase todo él en su corazón y en su cabeza, lo que tantas veces nos había aconsejado hacer en la vida. Así nos separamos.

Han pasado muchos años, hasta el punto de que yo ya soy abuelo. Pero no transcurre un día sin que me proponga parecerme a él, aunque sea en una mínima proporción. Sigue formando parte de mi vida. Mucho de lo que pueda haber en mí de bueno, se lo debo a él.

Por eso, porque creo que algunas de sus enseñanzas son dignas de ser divulgadas para beneficio de muchos, y en homenaje a aquel abuelo irrepetible, es por lo que he decidido relatar aquí algunos de los innumerables momentos únicos que junto a él viví. No seguiré para ello ningún orden cronológico, con lo cual no perderán su espontaneidad, su carácter de escenas normales de unas vidas normales. Están tan grabados en mi memoria, tan formando parte de mí mismo que surgirán, estoy seguro, como las cerezas de un cesto, enganchados unos en otros mediante asociaciones de todo tipo y, aunque lo que escriba sea sólo una recreación de los diálogos originales, puedo asegurar que no se alejarán por ello un ápice de la verdad.

 

 

 

* * *

 

 

II.- LA PIEDRA ROTA

Mi hermana, que andaría entonces por los siete años, había reunido varias piedras blancas de grava, casi redondas, que le habían llamado la atención entre las que un carro había descargado en la calle para una obra próxima.

Era por la tarde, antes de cenar; jugaba ella con las piedrecillas cuando, inesperadamente, una de ellas se le cayó al suelo y se partió en dos. Inmediatamente se escucharon sus sollozos. Mi abuelo la cogió en brazos, la sentó en sus rodillas y le dijo:

- No llores. No llores, porque ahora la piedrecita es más bonita que antes.

Mi hermana interrumpió sus gemidos sorprendida y, con los ojos anegados en lágrimas, abrió la mano y contempló las dos mitades. Yo, intrigado, me acerqué a mirarlas también.

- Vamos a ver, ¿por qué has elegido estas piedras y no otras del montón? - le preguntó a mi hermana.

- Porque eran más bonitas. - dijo entre balbuceos.

- ¿Y por qué eran más bonitas?

- Porque brillaban.

- ¿Y no ves que la que está rota es ahora más bonita? - dijo mi abuelo

- No - contestó ella - está rota - y de nuevo arrancó a llorar.

- Mírala bien. No está rota. Lo que pasa es que quiere enseñarnos algo.

Los dos miramos a mi abuelo, intrigados.

- ¿Qué quiere enseñarnos? - dije yo.

- Miradla bien. Tomad un trozo cada uno. - yo me apresuré a arrebatar uno de la mano de mi hermana, que mantenía la palma aún abierta.

- Mirad bien los dos trozos. ¿Qué veis?

- Nada.

- Nada.

- ¿Nada? Abrid los ojos. - nosotros volvimos a mirar cada cual su mitad.

- ¿No veis nada? ¿No veis que ahora brilla mucho más?

- Sí, por donde se ha roto brilla mucho - dije yo, mientras mi hermana asentía con la cabeza.

- ¿Y qué es más bonito, el trozo que ahora brilla tanto o la parte de fuera que se veía antes?

- Lo que brilla más - dijo mi hermana rápidamente.

Mi abuelo nos dejó mirar bien. A la luz de la lámpara del comedor, los cristales de carbonato cálcico del mármol, de que estaba formada la piedra, brillaban como gemas.

- ¿Y cómo brilla?

- A puntitos.

- Exacto. A puntitos. Pero, ¿todos los puntitos brillan igual?

- No.

- ¿No?

- No. Si muevo la piedra, unas veces brillan unos y otras otros.

- ¿Pero todos brillan?

- Sí.

- ¿Y las demás piedras, las que no se han roto, no brillan así?

- No. Sólo un poco.

- ¿Y por dentro pensáis que brillarán?

- Sí - dije yo.

- No sé - dijo mi hermana al mismo tiempo.

- Bueno - exclamó mi abuelo - tendremos que romper otra, a ver si brilla por dentro también o sólo le pasaba a la primera, ¿no?

- Sí - respondimos los dos, ilusionados con el experimento.

Mi abuelo tomó otra de las piedrecillas y la dejó caer al suelo. La piedra se partió en tres trozos. Mi hermana y yo nos apresuramos a tomar uno cada uno y a mirar si brillaba la parte recién rota.

- ¿Brilla? - preguntó mi abuelo.

- Sí. Brilla como la otra.

- Entonces, ¿qué pensáis: que todas las piedras brillan por dentro o que no?

- Que sí - dijimos al unísono.

- ¿Y por qué pensáis que brillarán sólo por dentro, y por fuera no?

- No lo sé - empezó a decir mi hermana.

- Porque están sucias - argüí yo.

- ¿Pensáis que estas piedras siempre han sido así?

- Sí.

- No sé.

- Pues no. Antes, hace muchos, muchísimos años, fueron una roca muy grande en la cima de un monte muy alto. Pero un día la lluvia socavó la tierra que había debajo de ella y la hizo caer rodando por la ladera. En esa caída chocó con las otras rocas y se rompió en pedazos más pequeños y todos los pedazos cayeron al río que corría al pie de la montaña. Allí, las crecidas de muchas primaveras las fueron empujando y se fueron rompiendo más y más, hasta que los trozos, ya pequeños, empezaron a ser arrastrados más deprisa por las aguas y a chocar contra las demás piedras del fondo del río. Las aristas, los ángulos, las partes salientes se fueron desgastando con el roce y, poco a poco, se fueron haciendo redondas. Por eso a estas piedras se las llama ‘’cantos rodados’’, porque son la consecuencia de haber rodado mucho.

Nosotros escuchábamos boquiabiertos, imaginando la gran roca desplomándose desde lo alto y fragmentándose; y las piedrecillas rodando río abajo...

- Pero, ¿por qué no brillan casi por fuera? - acabé preguntando.

- Porque, para brillar es preciso que los cristalitos que las forman, los puntitos que decís vosotros, estén enteros y puedan reflejar la luz en los espejitos que en realidad son. Si los espejitos que están en la parte de fuera se rompen, como consecuencia de chocar con otras piedras, no pueden brillar. Pero los de dentro, como no están rotos, siguen brillando. ¿Lo comprendéis?

- Sí. - dijimos.

- ¿Veis como ahora son más bonitas que antes? Antes casi no brillaban y ahora brillan mucho. Y antes no sabíais que brillaban por dentro y ahora sí que lo sabéis.

- Sí - dijimos los dos con satisfacción, mirando los trozos de piedra.

- Pero - añadí yo - ¿qué es lo que la piedra nos quería enseñar?

- Fijaos en lo que os voy a decir y lo comprenderéis.

Nosotros aguzamos el oído. Sabíamos por experiencia que ahora venía algo importante.

- Todas las piedras brillan mucho por dentro cuando les da la luz, y casi nada por fuera aunque les dé mucha luz. Y algunas no brillan nada por fuera. Ahora sabemos por qué. Pero lo que no sabéis es que a nosotros también nos pasa lo mismo.

- ¿A nosotros?

- Sí. A todos los hombres.

- ¿Que brillamos por dentro? - preguntó, incrédula, mi hermana.

- Todos.

Mi hermana y yo nos reímos de buena gana.

- Nadie brilla - dijimos.

- Muy poca gente brilla por fuera. Pero por dentro, todos.

- Yo no he visto brillar a nadie por fuera - me apresuré a decir.

- Claro que lo has visto. Lo que pasa es que el brillo de las personas no es como el brillo de los cristales.

- ¿Y cómo es?

- Distinto. Por ejemplo, ¿no habéis visto una niña guapa?.

- Sí.

- Pues ese es su brillo por fuera. ¿Y no habéis visto un hombre bueno?

- Sí.

- Pues ese es su brillo por fuera. ¿Y no habéis visto un niño simpático?

- Sí.

- Pues ese es su brillo por fuera.

- Sí, pero - argüí yo, futuro abogado - si una niña es fea o un hombre es malo o un niño es antipático, ¿qué pasa?

- Que en ese puntito no brillarán porque ese espejito está roto. Pero ¿y si la niña fea es buena? ¿No le brillará ese puntito? ¿O si el niño antipático es guapo, no le brillará ese puntito? ¿O si el hombre malo es simpático, no le brillará ese puntito?

- Sí - respondimos pensativos.

- Y eso en cuanto a la parte exterior pero, por dentro, ¿qué conclusión sacáis?

Los dos nos quedamos pensando muy seriamente. Ante nuestro prolongado silencio, mi abuelo nos ayudó:

- Si todas las piedras brillan por dentro...

- Que todos los hombres brillan por dentro - dije emocionado.

- ¡Exacto! Todos los hombres brillan por dentro.

- ¿Y para ver cómo brillan hay que romperlos como a las piedras? - preguntó riéndose mi hermana.

- No. Eso sólo sirve para las piedras. Para los hombres hay que hacer otra cosa.

- ¿Qué?

- Saberlos mirar por dentro, lo mismo que hemos inclinado y movido las piedras rotas para ver su brillo. Pero hay un problema.

- ¿Que problema?

- Que, para que los hombres se dejen mirar por dentro es precisa una cosa.

- ¿Cuál?

- Que nosotros brillemos por fuera.

- Pero, - alegué - los hombres no se caen al río ni chocan con los otros hombres, ni se rompen, ni se desgastan como las piedras. Entonces, ¿por qué no brillan por fuera?

- Sí. Los hombres, como las piedras, también chocan con otros hombres y se desgastan y se deforman y acaban no brillando por fuera.

- ¿Los hombres se deforman? ¿Y cómo se quedan?

- ¿No tenéis amiguitos que no son buenos, que dicen mentiras, que pegan a otros, que no estudian o que son desobedientes?

- Sí.

- Y esos niños hacen daño a otros con su comportamiento, ¿verdad?

- Sí.

- Pues en el momento de hacer daño a otros niños, les rompen los espejitos de fuera porque esos niños, desde entonces, tienen miedo de que se lo vuelvan a hacer y, cuando hablan o juegan con otros niños, como los espejitos se les han roto, pues no brillan. Y, cuando uno se hace mayor, si ha tenido muchos problemas con otros niños, sin darse cuenta, ya no brilla por fuera, aunque por dentro siga brillando porque desea ser buen amigo y estudiar y aprender y no decir mentiras...

Mi hermana y yo permanecimos en silencio, reflexionando sobre aquello. Aunque éramos aún niños, estábamos acostumbrados a lo profundo de las palabras de nuestro abuelo y asimilábamos con avidez sus ideas.

- Por eso - continuó - cuando tratéis o juguéis o habléis con alguien, aunque por fuera no brille y os parezca feo o antipático o engreído o egoísta, pensad que eso se debe al desgaste que ha sufrido pero que, por dentro, tiene los mismos cristalitos que vosotros y le brillan igual. Además, aunque sea poquito, todo el mundo brilla algo. Recuerda - le dijo a mi hermana - que tú has elegido las piedrecitas porque eran las que más brillaban, ¿no?

- Sí.

- Pensad, pues, que a toda persona le brilla algún puntito. Buscadlo hasta que lo encontréis y fijaos en él y no en los que no brillan aún porque la luz no les da bien. Porque, lo mismo que las piedrecitas de la nena (así llamábamos a mi hermana) proceden todas de una misma roca muy grande, o sea, son hermanas, también todos los hombres son hermanos y, por tanto, muy parecidos por dentro, aunque por fuera no se parezcan.

Tras un momento más de silencio y asimilación, mi hermana inquirió, positiva:

- ¿Nosotros brillamos, abuelito?

- Claro. Vosotros sois buenos. Y brilláis. Brilláis por dentro y por fuera. Y si seguís siendo buenos, brillaréis siempre y los demás lo verán y os querrán y serán buenos con vosotros y, cuando estén con vosotros, brillarán también.

- ¿Y si no somos buenos, no brillaremos?

- Por dentro, sí. Pero nadie lo verá. Tenéis que brillar por fuera y para eso habéis de ser buenos, aunque los demás sean malos. Porque si vosotros miráis siempre dentro de los demás, sabiendo que por dentro brillan, aunque por fuera no brillen porque tienen miedo de ser buenos, brillaréis y vuestro brillo saldrá al exterior y esos niños que tienen miedo dejarán de tenerlo cuando estén con vosotros y brillarán también y se harán buenos...

Aún siento la vibración de felicidad, de paz, de perfección, de protección, de seguridad que quedó flotando en el ambiente y en nuestros corazones.

 

 

 

* * *

 

 

III.- LA BICICLETA

Tendría yo los doce años cuando mi abuela paterna, que vivía en Madrid, me regaló una bicicleta. Yo, hacía ya tiempo que soñaba con tener una pero, por un lado la tuberculosis que había padecido dos años antes y que me impedía el esfuerzo físico violento y, por otro, la penuria económica de la familia, habían convertido mi sueño en eso... un sueño. Por lo tanto, el regalo de mi abuela fue como algo llovido del cielo que agradecí intensamente.

Pero ocurrió que, mientras yo me dedicaba a chocar contra todos los árboles del jardín, que se empeñaban en ponerse delante de mi bicicleta, a mi primo Vicentín, dos años mayor que yo, y que también vivía en el mismo edificio que nosotros porque su padre, hermano del mío, era igualmente Perito Agrícola allí, le regalaron otra bicicleta, pero ésta con dos ruedas pequeñas adosadas a la posterior de aquélla, de modo que él no se caía y yo estaba siempre en el suelo. Días después, claro, cuando yo ya sabía dirigir la bicicleta y mi primo tuvo que aprender a ir sobre dos únicas ruedas, la situación se invirtió. Pero yo me voy a referir a la intervención de mi abuelo durante esos días en que yo, a pesar de su ayuda, sujetándome por detrás del sillín para arrancar, iba directo contra los árboles.

Tras un porrazo considerable, le dije a mi abuelo que prefería la bicicleta de mi primo. Que la mía no me gustaba porque siempre se caía y chocaba contra todo.

Mi abuelo, pensativo, me indicó que bajase de la bicicleta y nos sentamos en un banco del jardín.

- Hace unos días - me dijo - soñabas con una bicicleta, ¿no?

- Sí - le dije.

- ¿Y ya no la quieres?

- No.

- ¿Por qué?

- Porque no es buena. Me caigo. Y Vicentín, no.

- ¿Y, si Vicentín no tuviera bicicleta, te gustaría la tuya?

Aquello me pilló de improviso. No me lo había planteado. Pero no tuve más remedio que decir:

- Sí.

- Pues es dos veces una pena.

Yo, todo intrigado, me apresuré a preguntar:

- ¿Por qué?

- Porque serías feliz y así no lo eres. Y porque es muy triste que todo lo que tanta gente ha trabajado para que tú tuvieras una bicicleta, sólo sirva para que tú no la quieras.

Yo no alcanzaba a seguir las palabras de mi abuelo. ¿Dónde estaba esa gente de que me hablaba? ¿Y qué trabajo habían hecho para mí? No pude evitar preguntarle:

- ¿Qué gente?

- ¿Tú crees que las bicicletas caen del cielo como la lluvia?

- No.

- Pues vamos a pensar un poquito. ¿Qué crees tú que hace falta para fabricar una bicicleta?

- Metal - dije yo, tras una leve vacilación.

- Bueno... sí. Pero, ¿el metal se fabrica solo?

- No.

- ¿Y la bicicleta se inventa sola?

- No.

- Piensa un poco y dime qué clase de personas piensas tú que se necesitan para hacer una bicicleta, contando desde el principio.

Aquello ya era uno de los desafíos típicos de mi abuelo que tanto me gustaban, así que agucé la inteligencia y comencé:

- Un inventor.

- Muy bien. ¿Y quien más?

- Mineros que saquen el metal de la mina.

- ¿Y?.

- Fundidores que hagan el tubo.

- ¿Y?

- Los que doblan los tubos y hacen la bicicleta.

- Bueno, ¿ya está?

- No. Un pintor que la pinte... - y ahí me quedé atascado.

- ¿Y los neumáticos?

- ¡Ah, sí! - dije. - Un campo de árboles de caucho y hombres que lo recojan y una fábrica que haga la goma y alguien que le dé la forma de rueda y...

- ¿Y los faros?

- Bueno, hace falta una fábrica de cristal.

- ¿Y antes?

- Arena. Y la fábrica y los trabajadores que hacen el cristal.

- ¿Y el sillín?

- El sillín... Hace falta un animal . Que lo maten, que le quiten la piel, que la sequen, que hagan el sillín, que lo pinten...

- ¿Y todas esas piezas se juntan ellas solas para formar la bicicleta?

- No... todos tienen que vender lo que han hecho a una fábrica de bicicletas. Y allí han de fabricarla juntando las piezas.

- ¿Y ya está?

- Bueno, luego hay que llevarla a la tienda y la tienda ha de vendérsela a la abuela. Y luego alguien ha de traerla desde Madrid aquí.

- ¿Y antes de todo eso? - preguntó mi abuelo.

- ¿Antes? - respondí sorprendido.

- ¿Piensas que los mineros que sacaron de la mina el mineral de hierro para tu bicicleta fueron los primeros del mundo y nacieron sabiendo trabajar en la mina?.

- No.

- ¿Entonces?

- Bueno, antes que ellos hubo muchos mineros...

- ¿Y?

En un instante comprendí lo que pretendía mi abuelo y me sumergí en un mundo inimaginado:

- Y les enseñaron. Pero antes hubo otros que enseñaron a ésos. Y antes otros... - me quedé pensativo un momento - y así hasta que lleguemos al que descubrió que el hierro salía de aquel mineral.

- ¿Piensas que sería un hombre solo?

- Bueno, no. Serían muchos: Uno que se dio cuenta primero y luego muchos que inventaron el sistema para hacer mucho hierro y lo enseñaron a otros y...

- ¿Y qué pasa con las pinturas y con el cristal del faro y con la piel del sillín?

- Pues lo mismo - contesté abrumado. Ante mí desfilaban centenares, miles de hombres empeñados en pensar, investigar, descubrir y trabajar para hacer mi bicicleta - que ha habido muchos trabajando durante mucho tiempo.

- Bien - dijo mi abuelo satisfecho.- En total, ¿cuántas personas calculas, poco más o menos?

- No sé. Muchísimas. Miles, muchos miles..

- ¿Y cómo te imaginas a esas personas que han hecho posible tu bicicleta?

- Pues, personas normales. Personas que trabajan en un sitio y que su trabajo es hacer lo que sea.

- ¿Piensas que serán ricas o pobres?

- La mayor parte pobres, porque serán trabajadores.

- ¿Y tendrán familias?

- ¡Claro!. Tendrán mujer e hijos.

- ¿Y tendrán bicicletas?

- A lo mejor, no.

- ¿Y, si ellos no hubieran hecho su trabajo, tú tendrías tu bicicleta?

- No.

- Luego todos ellos, desde el principio, fíjate bien, desde el principio, han trabajado para ti, ¿no?

- Sí.

- Quizá les hubiera gustado más descansar o pasear o estar con sus hijos. Pero han trabajado para ti. Claro que necesitaban trabajar para poder comer ellos y sus familias. Pero eso no cambia nada, ¿no? Lo cierto es que gracias a ellos tú tienes bicicleta y ellos seguramente no.

- Sí.

- ¿Y de tu abuela qué me dices? A ella no le sobra el dinero. Pero se ha sacrificado para que tú tuvieras la bicicleta, ¿no?

- Sí. - dije, visualizando a mi abuela Salvadora y agradeciéndole el sacrificio.

- ¿Te parece, pues, correcto que, después de tanto trabajo y después de haber llegado la bicicleta a tus manos, tú digas que no la quieres porque no te atreves a aprender a montarla o porque te parezca mejor la de tu primo? ¿Qué crees que pensarían todos los que han hecho posible que la tengas, si supiesen que todo su esfuerzo fue en vano y que su trabajo no te gusta?

Yo estaba confuso. En un instante comprendí lo interdependientes que somos unos de otros, lo que nos necesitamos, lo importante que cada cual es, lo maravilloso de esa conexión misteriosa que nos relaciona de modo inevitable con gente que no conocemos ni conoceremos nunca, pero que nos resulta necesaria, de gente que se sacrifica, se esfuerza, se cansa, en beneficio nuestro, aunque nosotros no nos demos cuenta...

- La bicicleta de Vicentín - prosiguió mi abuelo - la han hecho otras personas para él y a ellas deberá agradecérsela. Tú tienes la tuya que, pensando en tanta gente que se sacrificó por ti, debes agradecer profundamente. Aprende a montar así y, cuando aprendas, aunque te cueste algún coscorrón, no te volverás a caer nunca. Por otra parte, piensa que todos somos importantes, necesarios, para que el mundo funcione y que, cuando hacemos algo, por pequeño e insignificante que parezca, influímos en todo el universo, que ya nunca vuelve a ser el de antes...

Desde aquel momento mi bicicleta me pareció la cosa más maravillosa del mundo. Y hasta la cuidé más, pensando en todos los esfuerzos que había costado a tanta gente que, sin conocerme de nada, había hecho posible algo que yo deseaba intensamente. Y aprendí que todo tiene un precio, su precio justo, que hay que pagar en esfuerzo. Y que todo lo que tenemos, aunque lo creamos nuestro, se lo debemos siempre a otros. Y comprendí la importancia de cada uno de nuestros actos, cuyas consecuencias pueden llegar a lugares y a tiempos remotísimos e influir, positiva o negativamente, en vidas jamás imaginadas. Mi abuelo, sin darle importancia, acababa de enunciar para mí el tan celebrado hoy ‘’Efecto Mariposa’’.

 

* * *

 

IV.- EL ÚLTIMO NÚMERO

Debía yo estar por los ocho años. Era en plena guerra civil y, debido a ello, y a causa de los bombardeos, no íbamos colegio. Eso nos retrasó dos años en cuanto a la ciencia, aunque lo ganamos todo en horas para jugar y familiarizarnos con la naturaleza.

Yo empezaba mi día, tras el desayuno, bajando al jardín de ‘’la Granja’’, el Centro de Investigaciones Fitopatológicas en el que vivíamos y en el que trabajaba mi padre. El jardín en cuestión, anejo al enorme edificio de tres pisos de laboratorios, despachos y viviendas, era un cuadrado inmenso de un kilómetro de lado, en parte tapiado y en parte vallado con una alta y resistente tela metálica. En él se realizaban toda clase de cultivos experimentales y se estudiaban las plagas y sus remedios. Y allí había un insectario enorme, el mejor de Europa, decían, en el que yo pasaba horas y horas. Eso y la amistad que mantuve con la Srta. Quilis, entomóloga encargada del mismo, hizo que naciese y se desarrollase allí mi amor por la naturaleza. Gran parte de mi jornada la pasaba en el insectario, aprendiendo a preparar los insectos para su conservación o cazándolos en el jardín, cazamariposas en ristre. La bañera de casa, llena casi siempre de renacuajos, sanguijuelas, sapos y lagartijas me supuso más de una regañina de mi madre, sobresaltada, en mi opinión en exceso, por la presencia allí de los inocentes bichos.

Había llegado a un acuerdo con la Srta. Quilis: Si el espécimen que yo le llevaba era normalito, ella me regalaba para mi colección otro ejemplar ya preparado, con su alfiler y todo. Si era poco corriente, yo tenía la posibilidad de conseguir varias piezas, para mí valiosas. Sólo Dios sabe cuántos alacranes cebolleros, cuántos escorpiones, cuantas sanguijuelas, cuántos renacuajos de sapo, cuántas larvas de libélula, cuántas luciérnagas cacé, llevé al insectario y estudié con aquella mujer que amaba a los niños tanto como a los animales... hasta un día tuve la suerte de capturar una mariposa enorme, de unos veinte centímetros que, llevada al insectario, resultó ser un ejemplar americano que, seguramente, había llegado en un barco a Valencia en forma de crisálida y había eclosionado allí. Esta mariposa se convirtió en el ejemplar más notable del departamento de lepidópteros del insectario.

Todo aquello se desmanteló años después. Pero aún me reservaba la vida una agradable sorpresa sobre este asunto: Cuando, ya convertido en padre, un fin de semana visité Onda, la ciudad de los azulejos, me sorprendió gratamente el enterarme de que disponía de un insectario completísimo y, naturalmente, hacia él me encaminé con mi familia. Y, cuál no sería mi sorpresa al leer a la entrada que aquel insectario procedía ¡de la Granja Agrícola de Burjasot! Me apresuré hacia el departamento de los lepidópteros y no tardé en encontrar, como pieza sobresaliente, aquella enorme mariposa que yo cacé treinta y cinco años antes y cuya especial característica, además de su gran tamaño, consistía en que su reverso era más vistoso que su anverso, por lo que se exhibió siempre al revés. Supongo que allí seguirá, aunque han pasado otros buenos veintiséis años.

Expongo todo esto porque el amor por la naturaleza, con su carga permanente de observación, investigación, experimentación y reflexión, me la inculcó también mi abuelo con su original visión de la vida y del mundo.

Mi existencia, pues, se desarrollaba de un modo idílico, ya que el resto del día jugaba con mis primos a todo lo imaginable, desde escondernos en las inmensas y múltiples instalaciones (cuadras, insectario, almacenes, depósitos de maquinaria agrícola, cámaras frigoríficas enormes, observatorio meteorológico, estercoleros, pinar, naranjales, acequia - que atravesaba el jardín transversalmente y que era una fuente de emociones y de bichos y de sustos, ya que todos caímos alguna vez en ella - macizos de arizónicas encerrando hermosas plantaciones de flores bellísimas, balsa de azulejo valenciano llena de peces rojos y con un surtidor que refrescaba las tardes cálidas de verano...), hasta jugar a la peonza, a las canicas, al ‘’despullat’’ (juego de cartas larguísimo y que reservábamos para los días de lluvia), a la ‘’esclafitola’’, que se jugaba con barro de arcilla, formando cuencos o tazones cuyo fondo frotábamos hasta dejarlo finísimo y, luego, invirtiéndolo en la mano, estrellarlo contra el suelo; la parte que se rompía del suelo del cuenco por la presión del aire, debía ser tapada por los demás con su propio barro. El juego duraba hasta que uno se quedaba con todo el ‘’material’’. Claro que este juego exigía una gran provisión de saliva, pues a base de ella íbamos conservando el barro húmedo y podíamos conseguir aquel fondo tan fino que se abría en un gran agujero nada más chocar el cuenco contra el suelo... Cuando recuerdo aquello me convenzo de que somos sobrevivientes de una severa selección natural.

Aquella vida nos resultaba maravillosa. Sin embargo, los mayores, - me refiero a nuestros padres, los de mis cuatro primos que vivían allí mismo, los de mis tres primas, hijas de una hermana de mi padre, refugiadas de Madrid huyendo del hambre y de los bombardeos, y los porteros del edificio - no opinaban así y decidieron que, aunque no hubiera colegio, teníamos que aprender algo para estar preparados cuando todo cambiase. De modo que contrataron los servicios de una señora muy seria que venía a cada casa a enseñarnos a leer, a escribir y a contar. Años después supe que se trataba de una monja de claustro, exclaustrada por la guerra y, por tanto, de riguroso incógnito.

Esta profesora se me ha borrado de la memoria. Sólo recuerdo de su actuación algo que quisiera relatar porque en ello intervino mi abuelo y eso sí que se me quedó grabado para siempre.

Yo, que iba un poco más adelantado que mi hermana por ser mayor, cuando hube aprendido las letras, tuve que aprender los números. Una vez comprendido el mecanismo del sistema de numeración decimal, que me pareció muy sencillo y racional, y dominados los nombres de las unidades más frecuentes, la profesora me puso unos deberes que consistían en que escribiese, separados por un guión, todos los números desde el uno hasta el cien.

Andaba yo luchando con la relación, cuando se me acercó mi abuelo y me preguntó en qué consistía el ejercicio. Yo se lo expliqué. Y él me dijo:

- Cuando termines, jugaremos a algo con los números.

Aquello me hizo apresurarme para acabar pronto ya que, cuando mi abuelo decía algo así, se avecinaba alguna cosa interesante. Así que, apenas acabado mi trabajo, me fui a su lado y se lo dije.

- Estupendo. Entonces, ¿jugamos a algo nuevo?

- Sí - respondí con ilusión.

- Pues vamos a ver. Tú ya sabes escribir los números, uno detrás de otro, ¿no?

- Sí, - dije con satisfacción - y ya casi sé sumar.

- Bueno, pues vamos a escribir al número más grande que podamos.

Yo me quedé un momento perplejo. Imaginé el número mil y lo escribí.

- ¿Ese es el número más grande?

- Creo que sí.

- ¿No le puedes añadir uno?

- Sí.

- ¿Y qué resulta?

- Mil uno.

- Entonces no es el más grande, ¿no?

- No - replique. E, inmediatamente dije:

- El mil dos.

- ¿Y al mil dos le puedes añadir uno más?

- Sí.

- ¿Entonces?

Aquello se complicaba. Mi cabeza empezó a convertirse en un avispero. Pensé en el dos mil. Pero aún le podía añadir otro. En el tres mil. Y me ocurría lo mismo. Por fin, con un gesto de triunfo dije:

- Un millón.

- Caramba, sí que es grande. Pero, ¿tú crees que es el más grande? ¿No le puedes añadir uno?.

- Quedé derrotado. ¿Cómo podía ser aquello? ¿Es que no iba a encontrar el número más grande?

- Cien millones. Mil millones. Cien mil millones - fui exclamando, mientras se me fundían los plomos mentales. Se me estaba derrumbando algo que hasta entonces me había parecido sólido y bien cimentado.

- ¿Cien mil millones y uno...? - dijo mi abuelo.

- Cien mil millones uno - descubrí angustiado. Y quedé en silencio, quieto, aunque mi cabeza hervía de cifras, de posibilidades, de hipótesis... por fin exclamé:

- ¿Pero es que no hay un número mayor que todos los demás?

- ¿A ti qué te parece?

- Que no.

- Entonces será que no lo hay.

- Pero eso no puede ser. Tiene que haber un final... - pero mientras decía esto, mi mente se iba dando cuenta de que siempre podría añadir una unidad a cualquier número que imaginase y que, por tanto, ¡el número máximo no existía!

- No existe un número mayor que todo - dije por fin con cierto desgarro en mi interior, pues aquel descubrimiento había roto definitivamente algo en un mundo que yo consideraba cerrado y concreto y exacto y calculado al detalle. ¿Qué iba a pasar ahora?

- No - dijo mi abuelo - no existe el número máximo. El número máximo es el infinito, es decir, el número sin fin.

- Pero, ¿cómo puede haber algo sin fin?

- Ya lo ves.

- ¿Y hay más cosas sin fin? - pregunté alarmado y temeroso.

- Algunas. Algunas más, sí.

- ¿Cuáles?

- Por ejemplo, el universo. Dicen los sabios que está continuamente creciendo a la velocidad de la luz.

- ¿Siempre?

- Eso dicen.

- ¿Entonces nunca acabará de crecer?

- No se sabe.

El concepto de infinito era tan nuevo para mí que me resistía a funcionar con él, a admitir que hubiese algo que yo no pudiese dominar, ni siquiera mentalmente.

- ¿Y qué otra cosa hay?

- Dios.

- ¿Dios?

- Sí. Dios.

- ¿Y quién es Dios?

- El que lo ha hecho todo.

- ¿A nosotros también?

- A nosotros y al mundo y a las plantas y a los minerales y a los animales y a las nubes y a todo lo que existe. Por eso es infinito.

- ¿Por eso es infinito?

- Si Dios lo ha hecho todo, también habrá hecho los números, ¿no?

- Sí, claro.

- Entonces habrá hecho ese número infinito que no acaba nunca y habrá hecho el universo que crece sin fin y habrá hecho el tiempo, que sigue y sigue sin interrupción y habrá hecho la vida, que no se agota y está en todos los seres que mueren pero que tienen hijos que les suceden, y habrá hecho el pensamiento que ¿dónde termina?...

No he podido olvidar el intensísimo estremecimiento que me produjo aquel encuentro inesperado con el infinito y con Dios. De aquel modo tan sencillo y tan efectivo logró mi abuelo que, en una época en la que no se podía hablar de Dios, yo lo conociese y lo admirase y lo admitiese como algo superior, real, perfecto e infinito.

 

 

 

* * *

 

 

V.- EL REFUGIO

Durante la guerra, sobre todo los dos últimos años, los bombardeos de la ciudad de Valencia y sus alrededores, de día y de noche, se hicieron cada vez más frecuentes. Prácticamente todas las noches, a eso de la una, se oían las sirenas y todo el mundo corría a cobijarse en los refugios.

Al principio, los refugios, todos improvisados, eran los huecos de las escaleras, los sótanos, los trasteros, etc. Pero, cuando se vieron los efectos de las bombas en las casas, la gente empezó a darse cuenta de que aquellos lugares no ofrecían auténtica protección y comenzaron a excavarse verdaderos refugios antiaéreos, unos túneles profundos y largos, de fácil acceso y con capacidad para los vecinos que en ellos debían cobijarse.

En la Granja, el primer año, apenas sonaban las sirenas, mis padres, mis abuelos y mi tía Paca, - hermana de mi padre que había venido a nuestra casa con sus tres hijas huyendo de los bombardeos y el hambre de Madrid - nos sacaban de la cama, nos ponían alguna prenda de abrigo encima y, a toda velocidad, aún medio dormidos, nos arrastraban escaleras abajo hasta el refugio, que estaba en una cámara de desinfección, en pleno jardín, a lo menos trescientos metros del edificio en que vivíamos. Allí nos reuníamos las cuatro familias que lo habitábamos: La de mi tío Vicente, hermano de mi padre, con su mujer, su suegra y sus cuatro hijos; la del director de la Estación Naranjera - otro de los departamentos de investigación fitopatológica - con su esposa y sus dos hijos; la de los porteros de edificio con su hijo; y nosotros: Mis padres, mi abuela, mi tía, mis tres primas, mi hermana y yo.

Nos apiñábamos todos en un cuartucho de unos nueve metros cuadrados. Los niños, cuyas edades oscilaban entre los tres años - dos de mis primas, por cierto, gemelas - y los diez de mi primo Vicentín - el mayor de mi tío - llorábamos, algunos berreábamos, nos quejábamos de frío, de sueño, de hambre, etc. Aquello era un martirio cada noche. Los hombres, ordinariamente, se quedaban fuera, en la puerta, preparados para entrar, pero observando el juego de los reflectores y escuchando el ruído de los motores, de las batallas aéreas entre bombarderos y cazas, y de las bombas.

Los dos últimos años bajábamos ya al refugio ‘’de verdad’’, donde nos encontrábamos con algunas decenas de vecinos de las casas próximas. Pero a este refugio ya accedíamos por una puerta que se abrió debajo de la escalera de la vivienda de mis tíos, que estaba en el mismo patio de entrada del edificio principal, a diferencia de la nuestra que se encontraba en el tercer piso. Tenía, además, previsoramente, otra salida al jardín. Ni que decir tiene que, durante el día, ese refugio constituyó un lugar de juegos excelente y nos lo conocíamos como la palma de la mano, incluso sin luz - dos o tres bombillas de 25 watios a lo largo de todo el recorrido - ya que de día la desconectaban para evitar gastos y disgustos con nuestros juegos.

He dicho que a los refugios bajábamos todos, de buena o de mala gana - aún me parece ver a mi prima Lilí, de tres años, llorando, paralizada por el miedo y contestando a la voz de su madre de ‘’corre’’, con su media lengua: ‘’no pero’’ (no puedo). Todas las noches había alguien de tomarla en brazos y llevársela. Lo cierto es que aquello era un batiburrillo diario y, en pleno sueño, un sobresalto siempre inesperado. Para nuestros padres era, además, la incertidumbre sobre lo que podría pasar y el peligro potencial que todos corríamos hasta que las sirenas sonaban de nuevo y podíamos volver a la cama.

Al refugio, como he dicho, bajábamos siempre todos. Todos menos mi abuelo. Él, después de ayudar a levantarnos y abrigarnos se quedaba tranquilamente en la cama. Siempre se negó a bajar, a pesar de los ruegos de mi madre y de mi abuela.

Un día yo, impresionado por aquella su actitud, en uno de esos momentos en que estábamos juntos y charlábamos de todo, le pregunté:

- Abuelito, ¿por que tú no bajas al refugio nunca?

- ¿Para qué? - me respondió.

- Para que no te maten.

- Yo no tengo miedo de que me maten.

Aquella frase retumbó en mi cerebro como un mazazo. Era algo nuevo. Yo veía a todos correr presa de los nervios, gritar, apresurarse hacia el refugio; hasta había visto cómo algunos vecinos se empujaban desconsideradamente para entrar los primeros. Y daba por sentado que todos lo hacían porque tenían miedo a morir. Sin embargo, mi abuelo me acababa de decir que él no lo temía. Tardé unos momentos en reaccionar.

- Pero, ¿y si te matan?

- Pues me moriré.

- ¿Y nada más?

- Nada más.

- ¿Y por qué corremos todos?

- Porque tenéis miedo a que os maten.

Me quedé un tanto perplejo. Realmente no me había planteado si tenía miedo o no a morir. Yo corría porque mis padres me decían que corriese mientras despertaban y abrigaban a mi hermana y a mis primas. Pero no había considerado nunca si tenía miedo o no a que me mataran de un bombazo. En ese momento, cuando lo pensé, decidí que no me gustaría. Yo sabía lo que era morirse, pues cazaba insectos y ranas y toda clase de pequeños animales y, con demasiada frecuencia, su historia en mis manos terminaba con la muerte. Y sabía que cuando uno se muere deja de estar, deja de moverse, de respirar, de ser él. Decidí, por tanto, que a mí sí que me daba miedo y que seguiría bajando al refugio. Pero, por otro lado, me intrigaba por qué mi abuelo no pensaba lo mismo. Por eso insistí:

- Pero, abuelito, ¿por qué no tienes miedo?

- Verás. Yo ya soy mayor. Ya he sido niño como tú, he sido joven, he sido hombre, he trabajado, me he casado, he tenido una hija, que es tu mamá, he tenido nietos, que sois tu hermana y tú, he vivido muchos años, ya no puedo trabajar, mis pulmones sabes que no están muy fuertes... ¿quieres decirme qué otra cosa puedo hacer verdaderamente interesante para mí o para alguien?

Yo me quedé de nuevo pensando. Me imaginé a mi abuelo de niño, de joven, de adulto, de padre de familia, etc. Y, por más que pensé, no pude decirle más que:

- Estar con nosotros. ¿No es interesante para ti el estar con nosotros?

- Claro que sí. Es lo más interesante. Pero tú sabes que eso no puede durar siempre.

- ¿Por qué? - pregunté alarmado.

- Porque los hombres llega un momento en que nos tenemos que morir de viejos. Y eso suele ocurrir cuando uno ha hecho ya todo lo que tenía que hacer en la vida.

- ¿Y tú ya lo has hecho todo?

- Supongo que sí. Sólo me queda estar con vosotros mientras pueda. Y ayudaros en lo que pueda. Pero eso yo lo considero ya como un regalo.

- ¿Y por eso no tienes miedo?

- Por eso. ¿Tú qué crees que es mejor?, ¿morir en la cama, tranquilo y bien calentito, o morir en el refugio, con frío y todo asustado?

- En la cama.

- Entonces, ¿para qué he de bajar al refugio? Tú sí, porque tienes que vivir aún tu vida. Y la nena y todos los demás. Pero yo no. Yo ya la he vivido.

- ¿Pero no tienes miedo? - Yo no acababa de comprender aquello de morirse que, cada vez me asustaba más.

- No. Ninguno. Mira: Yo he tratado siempre de ser bueno, he ayudado a los que he podido, he aprendido lo que tenía que aprender, he agradecido lo que he recibido, mi conciencia no me remuerde en nada, estoy en paz con todo el mundo. Por tanto, ¿para qué el miedo? ¿Y por qué? ¿Es que evitaría morirme si tuviese miedo?

- No - respondí, reconociendo que tenía razón.

- ¿Y sería más feliz o más desgraciado el tiempo que me quede de vida, teniendo miedo?

- Más desgraciado.

- Entonces ¿para qué me serviría tener miedo e irme al refugio corriendo?

- Para nada. Pero, podría ocurrir que, mientras estamos todos en el refugio, cayera una bomba en la casa y te matara.

- Claro que podría ocurrir. ¿Y qué? Ya te he dicho que no tengo miedo. El momento y el modo en que hemos de morir no está en nuestra mano, sino en la de Dios. Por tanto, ¿para qué me he de preocupar? Él decidirá. Estoy en sus manos y, por tanto, nada temo.

En cuanto a que no temía a la muerte y se sabía y se sentía en las manos de Dios y, por tanto, era inmune al miedo, lo pude comprobar años después, cuando le llegó su hora: El día antes de entrar en coma, pidió que avisásemos a un sacerdote para recibir los Santos Sacramentos. Vino el sacerdote, entró en su habitación y los dejamos solos un rato. Cuando se fue, entré de nuevo a ver a mi abuelo. Nunca había visto ni he vuelto a ver un rostro tan resplandeciente como el suyo en aquel momento, ni con una sensación tan auténtica y tan total de paz y de felicidad.

Aquella actitud de mi abuelo ante los bombardeos, aquella afirmación de no temer a la muerte y la constatación de que era cierto, me marcaron para siempre y me enseñaron la lección de que la muerte es una amiga, si hemos vivido la vida con amor.

Ya soy abuelo, como él lo era entonces y he intentado vivir mi vida, como él y, cuando recuerdo aquellas palabras y aquel comportamiento a la hora de la verdad, me siento tranquilo y en las manos amorosas de mi Hacedor. Y estoy seguro de que esa indiferencia ante lo inevitable, esa tranquilidad, esa serenidad, esa comprensión de los procesos naturales y esa certeza de saberme parte de un todo armónico y perfecto, se la debo casi toda a mi abuelo.

 

* * *

 

VI.- EL NUEVO

Yo debía andar por los once años cuando me subí una tarde a las rodillas de mi abuelo y le dije:

- Tengo un problema.

- ¿Qué problema? - me respondió.

- Hay un compañero de clase que ha llegado nuevo y no sé si hacerme amigo de él o no.

- ¿Por qué?

- Porque los demás dicen que es antipático y no hablan con él ni juegan con él...

- ¿Y cuál es tu opinión?

- No lo sé.

- Pues ya veo dónde está tu problema, en que no tienes opinión.

- ¿Y qué tengo que hacer?.

- Hacerte una. Sin tener opinión no se puede ni se debe hacer nada. Necesitas rápidamente una opinión.

- ¿Y cómo la hago?

- Vamos a ver... Es un asunto difícil.

- ¿Por qué?

- Me has dicho que los demás no lo quieren, ¿no?

- Sí.

- O sea, que ellos ya tienen todos su opinión.

- Sí.

- ¿Y no sabes cómo la han conseguido?

- Bueno... sí. Miguel Blasco dijo que era un antipático y, como es el que manda porque es mayor, pues todos dicen lo mismo.

- O sea, que realmente el único que tiene opinión formada es Miguel Blasco, ¿no?

- Sí.

- ¿Y te parece una buena opinión?

- No sé. Yo aún no he hablado con el nuevo.

- Pero, ¿te parece un buen sistema que con la opinión de uno, aunque sea mayor, baste para que todos hagan lo que él dice?

- No. Por eso te pregunto.

- Y yo me alegro de que me preguntes, porque eso demuestra que tú no eres como los demás.

- ¿No soy como los demás?

- No. Los demás le han hecho caso a Miguel Blasco. Tú, en cambio, me has consultado. ¿Te das cuenta de la diferencia?

- Sí.

- ¿Y por qué crees que me has consultado?

- No lo sé.

- Pues yo sí que lo sé.

- ¿Por qué?

- Sólo puede haber dos motivos.

- ¿Dos? ¿Cuáles?

- O porque no estás de acuerdo con la opinión de Miguel, o porque no estás dispuesto a aceptar lo que él diga sólo porque él lo diga. ¿Cuál de los dos es tu motivo?

- No lo sé... el primero. No... el segundo. No sé.

- Es igual. En los dos casos me alegra que seas así.

- ¿Por qué?

- Porque, si no estás de acuerdo con la opinión de Miguel es porque a ti el nuevo compañero no te ha parecido tan antipático y, aunque no te hayas dado cuenta, tú ya tienes tu propia opinión y no te parece bien abandonarla para adoptar otra que no coincide con ella.

- Sí. A mí no me parece antipático. Tendré que tratarlo un poco para saberlo.

- Piensa, además, en cómo te sentirías y te comportarías tú si llegaras de nuevo a una clase extraña y los demás niños te recibiesen con hostilidad.

- Claro. A lo mejor es un buen chico pero está asustado...

- Pero, si el motivo de tu consulta es el segundo, también me gusta. Más aún.

- ¿Por qué más?

- Porque eso significa que no aceptas a ciegas lo que dicen los otros, aunque sean mayores y tengan más fuerza. Por eso no quieres aceptar lo que dice Miguel, sólo porque él lo diga.

- ¿Y eso es bueno?

- Sí. Muy bueno. Mira: En el mundo hay muchos hombres pero, en el fondo, sólo hay dos clases: Los que les gusta pensar y los que no les gusta pensar.

- Pero todos los hombres piensan, ¿no?

- En lo importante, no. Los que yo digo que piensan son los que estudian los asuntos y, cuando los conocen, forman una opinión y entonces la comunican a los que no les gusta pensar y éstos se dejan llevar y, sin conocer bien por qué, defienden una opinión que no es suya, ni saben si es buena o mala y, como tus compañeros de clase, adaptan su conducta a esa opinión ajena. Con lo cual, sin darse cuenta, están siendo manejados por los que les gusta pensar.

- Sí. Ahora lo veo más claro.

- Por tanto, en tu clase están, por un lado Miguel, que ha formado una opinión; luego, están los otros que, sin pensar por su cuenta o por miedo a Miguel o por evitarse problemas, que viene a ser lo mismo, le hacen caso y no juegan con el nuevo; y luego estás tú, que no te convence esa manera de actuar.

- Sí. A mí no me convence. ¿Por qué yo no voy a poder jugar con el nuevo si a mí me apetece? ¿Sólo porque Miguel lo diga?

- ¿Ves como ya tenías formada una opinión sin saberlo?

- Sí.

- Pues por eso me alegro. En la vida has de tratar siempre de tener tu propia opinión sobre todas las cosas. Debes profundizar en los asuntos, meditarlos, comprenderlos, llegar al fondo y formar una opinión tuya y firme. Entonces verás como la mayor parte te siguen, porque son de los que no les gusta pensar. Y, si eres bueno, confiarán en ti.

- ¿Y los otros?

- Los otros serán los que piensan, como tú. Pero son siempre pocos. Y entonces se tratará de que ellos te convenzan a ti de que tienen razón, o tú a ellos de que tu postura es la correcta. Y, si estudias los asuntos bien, como te he dicho, tu opinión prevalecerá.

- ¿Y si no?

- Pues significará que ellos han pensado o investigado mejor que tú y tendrás que reconocer que tienen razón y aprender de ellos. Pero nunca, nunca, aceptes una opinión o adoptes una postura en la vida sin tener formada tu propia composición y aunque todos lo hagan. Y, a su vez, formada tu propia opinión, aunque nadie la comparta, debes mantenerla... hasta que alguien te convenza de que estás equivocado. Porque tú debes estar siempre dispuesto a convencer a los demás, pero también a dejarte convencer. Sólo así serás un líder.

- ¿Qué es un líder?

- Un líder es uno que piensa y, por tanto, al que siguen los que no piensan.

- ¿Y yo para qué quiero que me sigan?

- No es que debas querer que te sigan. Es que, si piensas, serás un líder sin quererlo y los que no piensan te seguirán, quieras tú o no. Y, si eres bueno, los llevarás por el buen camino. Y, si no, los llevarás por el camino equivocado. Y será responsabilidad tuya. ¿Quién crees tú que ha hecho avanzar la Humanidad a lo largo de los tiempos? ¿Quién ha hecho los descubrimientos y quién ha escrito las obras célebres y quién ha construído los grandes monumentos? ¿Los que han pensado o los que no han pensado?

- Los que han pensado.

- ¿Y qué han hecho los demás?

- Seguirlos.

- Y aprender de ellos, ¿no?

- Sí.

- Pues los que han pensado son los líderes. Y es siempre mucho mejor ser líder que ser del montón. Si eres líder sabrás en todo momento lo que quieres, cómo lo quieres, por qué, para qué, qué consecuencias puede tener, qué querrás luego, etc. Si no eres líder, no sabrás nunca por qué haces lo que estás haciendo ni qué harás en el futuro ni para qué... eso lo sabrán sólo los que hayan pensado por ti. Así que, cuando en la vida te sorprendas haciendo o defendiendo algo sin tener una opinión clara y tuya sobre el asunto, asústate, frena y estúdialo.

¡Cuántas veces en mi ya larga vida me he recordado a mí mismo, encaramado aquel día en las rodillas de mi abuelo y elucubrando sobre Miguel Blasco y el resto de la clase! En tantos años como han transcurrido he tropezado con algunos Migueles Blasco; pero la mayor parte de las personas que he conocido han pertenecido al otro grupo, al de los manejados sin saberlo...

Y cada vez me he maravillado más de la gran madurez de aquel abuelo, molinero, filósofo... y líder.

 

 

* * *

 

VII.- EL NIÑO QUE ROBÓ

Una tarde, cuando rondaba yo los catorce años, llegué a casa sobresaltado. Acababa de enterarme de que habían despedido del colegio a un compañero por robar a otro una estilográfica.

Para mí aquello fue traumático: Por un lado, el que aquel amigo, que siempre me había parecido un buen chico, hubiese robado; después, la reacción del colegio; y, por último, como mi mundo terminaba en las paredes de mi hogar y de mi escuela, me preocupó qué haría el pobre Antonio con su vida... Así que, apenas entré en casa, le conté a mi abuelo lo sucedido. Él se quedó un momento pensativo. Luego me dijo:

- ¿Y qué piensas tú de todo eso?

Esa era la manera que tenía de hacernos pensar. Yo contesté, aún impresionado:

- ¿De qué?

- ¿Qué piensas del robo?

- Que no está bien.

- ¿Por qué?

- Porque la estilográfica era de Juan.

- ¿Pero ese es el motivo de que esté mal quitársela?

- Sí, claro.

- A ver. Profundiza un poco. Prescinde de Juan y de Antonio. Piensa en la norma general, en la base.

- ¿La base?

- Sí. ¿Por qué crees tú que está mal robar? Tiene que haber algún motivo, ¿no?

- Claro. Porque cada uno tiene lo suyo y es suyo y... - dije, ya con más claridad de ideas - si todos nos vamos quitando unos a otros las cosas, el mundo sería un lío, ¿no?

- Sí. Pero, vamos más al fondo aún. Piensa y dime qué ves.

Yo me quedé en silencio, pensando. Por más esfuerzos que hacía no conseguía ver nada ‘’más en el fondo’’.

- Yo no veo nada más.

- ¿Tú crees que esa pluma la tenía Juan por casualidad?

- No. Se la había regalado su padre porque el mes pasado sacó muy buenas notas.

- Luego, esa estilográfica tenía una doble finalidad: Que Juan la disfrutase como premio merecido, y que le sirviese de incentivo para estudiar, ¿no?

- Sí.

- ¿Y qué pasa si a Juan se le priva de ese premio merecido y ese incentivo?

- Que se le quita algo que se ha ganado y que debe disfrutar.

- Exacto. Mira: La vida nos da a cada uno lo que nos conviene, lo que necesitamos y lo que merecemos. Y, si alguien nos lo quita, nos está quitando una posibilidad de vida, un medio legítimo y merecido para actuar, un instrumento necesario para hacer lo que debemos hacer y llegar adonde debemos llegar... ¿lo comprendes?

- Sí... Pero hay quien merecería tener cosas y la vida no se las da.

- Eso desde tu punto de vista. Pero la vida, o sea, Dios, sabe bastante más que nosotros.

- Claro.

- Fíjate siempre en tres cosas muy importantes: Que todo tiene una causa y que toda causa produce un efecto; que somos libres y podemos hacer el bien y el mal; y que todo lo que hacemos, bueno o malo, un día u otro, vuelve a nosotros, que somos sus autores.

- ¿Eso siempre?

- Siempre. Son leyes de la naturaleza. Lo mismo que, si tiras una piedra al aire, la Ley de la Gravedad hace que caiga otra vez, y si comes demasiado, la Ley de la Digestión hace que te siente mal, y si no estudias, la Ley de la Sabiduría hace que no aprendas, si haces daño a alguien, bien quitándole algo suyo que él necesita o merece, o lastimándole el cuerpo o insultándolo, las leyes naturales hacen que las consecuencias de esos actos llegue un día en que recaigan sobre ti. ¿Comprendes ahora por qué unos tienen unas cosas y otros no?.

- Sí. Porque los que no las tienen es porque no las han merecido y los que las tienen, sí.

- Pero ten en cuenta también que hay otra ley natural que nos dice que, si tenemos algo, aunque lo hayamos merecido, debemos ayudar a los que tienen menos, y compartir lo nuestro porque, si no lo hacemos así, estaremos haciendo mal uso de lo que tenemos, ya que el mundo es de todos por igual y los más listos han de ayudar a los más torpes y los más ricos a los más pobres. ¿Lo entiendes?

- Sí. - respondí maravillado.

- ¿Y comprendes ahora por qué está mal robar?

- Sí. Porque le quitas al otro lo suyo, lo que se ha ganado, y porque recaerán sobre ti las consecuencias del robo.

- Ya lo has visto. Ese niño robó y ¿cuáles han sido las consecuencias?

- Que lo han expulsado.

- ¿Nada más?

- Que habrá sentido mucha vergüenza... y - ante la mirada expectante de mi abuelo, agucé la mente - no volverá a robar... y nosotros, los compañeros de clase hemos aprendido también que no se debe robar.

- Muy bien. Vamos pues ahora a recapacitar sobre la actuación del colegio. ¿Qué ha hecho?

- Despedirlo.

- ¿Te parece bien?

- No sé. Era buen estudiante. A lo mejor tuvo un momento de ...

- ¿A ti te parece que en un colegio con tantos alumnos se puede pasar por alto una cosa así? ¿Qué piensas que ocurriría en el futuro si no hubiesen expulsado a ese compañero?

- Que, a lo mejor, otros hubieran robado otras cosas porque no había castigo.

- Sí. Es muy triste tener que castigar. Pero un colegio es un centro, precisamente para enseñar, y no sólo han de enseñar a estudiar, sino otra cosa aún más importante...

- ¿Cuál?

- A hacer buen uso de la libertad. Tu compañero era libre de robar la estilográfica o no. Y, usando su libertad, la robó. Por eso el colegio, para enseñarle que debió usar su libertad precisamente no robando pudiéndolo hacer, lo ha despedido. La lección, pues, ha sido para él y para vosotros todos, ¿no?

- Sí.

- ¿Te das cuenta ahora de lo que te decía antes? Toda causa produce su efecto: Le ha quitado la pluma a otro y se ha visto privado de ella. Podemos usar la libertad para hacer el bien o para hacer el mal y lo que hagamos recaerá sobre nosotros: La ha usado para hacer el mal y le han caído encima la vergüenza y la expulsión.

- ¿Entonces, abuelito, nadie puede desobedecer las leyes naturales?

- Sí. Todos podemos. Pero si lo hacemos no estaremos observando las reglas del juego de la vida y, por tanto, estaremos jugando mal y, aunque creamos que, de momento, nos hemos burlado del reglamento, más pronto o más tarde, la ley nos saldrá al encuentro y nos pillará desprevenidos.

Miles de veces me he examinado y he examinado a los demás a la luz de aquellas sencillas palabras y ni una sola he visto que fallaran. Son leyes naturales, como decía mi abuelo. Y las leyes naturales no fallan nunca. Pueden tardar más o menos en producir sus efectos, pero no fallan... ni olvidan.

 

* * *

 

VIII.- EL EXAMEN COPIADO

Yo había copiado en un examen por primera vez en mi vida. Y, como no me pillaron y no era mal estudiante, mi nota fue muy buena.

Un día lo comenté, muy ufano, ante mi abuelo. Éste me miró sin decir nada, pero yo leí en su mirada la promesa de una próxima conversación, a las que era tan aficionado y que tanto bien me han hecho, aunque esta vez, adobada con cierto sentimiento de desaprobación.

En efecto. Aquella noche, antes de la cena, me preguntó:

- ¿Has dicho que copiaste en un examen?

- Sí - respondí, fingiendo satisfacción pero con un poco de vergüenza.

- ¿Y estás muy contento?

Yo, que realmente no lo estaba, porque algo en mi interior me reprochaba haberlo hecho, emprendí una huída hacia delante y le respondí:

- Sí.

- Entonces, vamos a pensar un poco juntos.

Aquellas palabras siempre presagiaban una especie de excursión por mundos sugestivos, aunque en este caso me temía que no me iba a ir muy bien. Mi hermana, tan ávida como yo de lo que se avecinaba, se encaramó en sus rodillas, mientras yo me sentaba a su lado.

- Vamos a pensar sobre dos cosas muy importantes. ¿De acuerdo?

- Sí - respondimos a una.

- Pues... vamos a ver: ¿para qué estudias? - me preguntó a mí que, en aquella época debería andar por el segundo curso del bachillerato y por los doce años.

- Porque hay que ir al colegio y estudiar - se adelantó mi hermana.

- Porque todos tienen que estudiar - dije yo.

- No. Yo no he preguntado por qué, sino para qué. ¿Para qué estudias? - me repitió mirándome.

- Para aprender cosas

- ¿Y para qué piensas tú que hay que aprender cosas?

- Para cuando seamos mayores - dijo mi hermana.

- Para trabajar de mayores - argüí yo.

- ¿Y si llegáis a mayores y no sabéis las cosas que tendríais que saber, ¿qué pasará?

Los dos nos quedamos pensando.

- Que no sabremos hacer nada - aseguró mi hermana.

- Que no tendremos trabajo - avancé yo.

- ¿Y, si no tenéis trabajo, qué pasará?

- Que no ganaremos dinero.

- ¿Y si no podéis ganar dinero, qué pasará?

- Que no tendremos dinero - dijo, con lógica, mi hermana.

- Que no podremos comer... - descubrí yo - ni comprar ropa... ni tener casa... - aquello me iba pareciendo verdaderamente serio.

- Entonces, ¿qué pensáis que es mejor, estudiar o no estudiar?

- Estudiar - dijimos los dos, convencidos.

- Sin embargo, tú no has estudiado - me dijo.

- Sí. Sí que he estudiado. Pero algunas cosas no me las sabía bien y...

- Y, en vez de estudiarlas bien, has preferido copiarlas, ¿no?

- Sí.

- O sea, que has engañado al profesor y éste te ha puesto una buena nota.

- Sí.

- Pero, si tú, en vez de estudiar esas cosas que has de estudiar, las copias en el examen, no las sabrás nunca.

- No - tuve que aceptar.

- Entonces, aunque tú ahora creas que has engañado al profesor, ¿a quién habrás engañado realmente?

Yo me quedé muy serio. Después de lo que habíamos hablado hasta entonces, lo tenía claro:

- A mí - respondí.

- ¿Y te parece una actitud muy inteligente, como para estar orgulloso?

- No - dije avergonzado - pero hay muchos que copian.

- ¿Hay muchos que copian?

- Sí - dije con cierto aire triunfal.

- Pues cuánto tonto hay en tu clase, ¿no?

- Sí - no tuve más remedio que admitir.

- Además, tú crees que porque muchos niños hagan una cosa, eso ya es motivo suficiente para que la hagas tú también?

Yo me quedé sin saber qué responder. Estaba claro que lo importante era si esa cosa era buena o era mala, no si la hacían muchos o no. Hasta aquel momento no había comprendido el asunto con claridad. Así que dije:

- No.

- ¿Qué será, pues, lo que no debes hacer?

- Lo que esté mal.

- ¿Aunque lo hagan muchos o incluso todos?

- Sí. - ahora lo veía diáfanamente.

No puedo por menos de asombrarme aún hoy aquella facilidad de mi abuelo para ponernos delante las verdades más importantes como la cosa más natural del mundo.

- Bueno - continuó - ya hemos visto que copiar es engañarte a ti mismo y, por lo tanto, es malo. Y que, como es malo, no lo debes hacer aunque otros lo hagan, ¿no?

- Sí - contestamos los dos.

- Pero, vamos a ver, ¿cuando copiabas te escondías o lo disimulabas?

- Sí.

- ¿Por que?

- Porque estaba prohibido. Lo dijo el profesor. Que al que pillara copiando, lo suspendería.

- ¿Y por qué crees que hubo otros que no copiaron? - pregunto, cambiando de tercio.

- Porque no saben copiar - respondí con cierta esperanza..

-¿No ves ninguna otra posibilidad?

Me quedé reflexionando...

- Porque se lo sabían - respondí, aunque me dolió reconocer que otros habían estudiado y yo no.

- ¿Y ninguna otra?

- Sí: - dije, acordándome de los que no copiaban por miedo a ser descubiertos y castigados - El miedo al castigo.

- ¿Y a ti cuál te parece mejor motivo para no copiar, el miedo al castigo o el saber que es malo copiar?

- El saber que es malo.

- De acuerdo. Pero, fijémonos ahora: ¿el castigo de dónde viene?

- Del profesor.

- O sea, de fuera, ¿no?

- Sí.

- ¿Y de dónde viene el saber que es malo copiar?

- De mí, porque hemos visto que es engañarme a mí mismo.

- O sea, que viene de dentro, ¿no?

- Sí.

- Pues tenlo siempre presente.

- ¿El qué? - pregunté algo confuso.

- Que la ley, el saber lo que está bien y lo que está mal, ha de venir de dentro. Que nunca, nunca debes dejar de hacer algo sólo por miedo al castigo, sino porque tú sabes que es malo. Y, como lo sabes, no lo haces. ¿Lo entiendes?

- Sí - resumí - Que, cuando haga algo sepa que es bueno, y por eso lo haga, y que no haga lo malo porque es malo, y no por miedo a que me pillen y me castiguen.

- Estupendo. Después de todo esto, ¿te sientes muy orgulloso de haber copiado y haber engañado al profesor o, mejor dicho, a ti mismo?

- No. - concluí.

En el aire quedó flotando un perfume de sabiduría, de propósito firme de atender a los motivos internos y no a las causas externas.

Miles de veces en mi vida, en momentos importantes y aún importantísimos, ante tentaciones fuertes que trataban de confundirme, y conductas ajenas equivocadas, aquellas palabras de mi abuelo me han ayudado a seguir la línea recta. Y nunca me he tenido que arrepentir.

Durante años de ejercicio de la abogacía he reflexionado innumerables veces sobre lo hermoso que sería el mundo si los hombres no actuasen bien por miedo al castigo, sino por amor a la verdad, a la justicia, a lo correcto... si la ley, como decía mi abuelo, estuviera dentro de nosotros y no fuera, en los códigos.

Ah, y nunca más en mi vida, aunque estudié tres carreras, volví a copiar. Siempre preferí estudiar a tiempo. Gracias, una vez más, a mi abuelo.

 

 

 

* * *

 

 

 

IX.- EL OJO MORADO

Aquel día llegué a casa con un ojo morado. Un compañero de clase me había dado un puñetazo. Mi abuelo, al verme, me preguntó:

- ¿Qué te ha pasado?

- Que me he pegado con un compañero.

- ¿Y por qué?

- Porque es mayor - respondí evasivo.

- Eso no es un motivo. ¿Qué le has hecho tú antes?

- Yo no le he hecho nada - dije, echándome a llorar a causa de mi orgullo herido - pero se lo haré.

- ¿Qué le harás?

- No lo sé, pero le haré algo que le duela mucho - respondí entre sollozos, pero firmemente decidido.

Mi abuelo me dejó desahogarme. Después me levantó en sus brazos y me sentó en sus rodillas.

- Vamos a ver eso - dijo ,¿por qué quieres vengarte?

- Porque me ha pegado y yo no le había hecho nada.

- ¿Nada?

- Sólo me reí cuando resbaló y se cayó.

- Bueno, a lo mejor la próxima vez que se caiga no te ríes - dijo mi abuelo. Aquello me hizo inmediatamente pensar. Imaginé a mi agresor resbalando y cayéndose de nuevo y ya no me vi riéndome de él. Pero no quise reconocerlo. Mi abuelo prosiguió:

- Así que tú vas a hacerle algo a él?

- Sí - dije, ya con menos convicción, pues intuía que iba por mal camino.

- Pero, ¿algo bueno o algo malo?

Yo no respondí. ¿Qué iba a decir si me di cuenta enseguida de que lo que pensaba hacerle era claramente malo? Mi abuelo siguió:

- ¿Y, cuando tú le hagas eso, qué piensas que hará él?

Aquello no me lo había planteado. Era tal mi deseo de venganza que sólo había pensado en satisfacer mi amor propio. Pero estaba claro que el otro seguiría siendo mayor y más fuerte que yo y que, por tanto, yo llevaría siempre las de perder. Había, pues, medio previsto mi venganza, pero en absoluto su respuesta.

- No lo sé - dije con franqueza.

- ¿A ti qué te parece? Si te ha pegado porque te has reído de él, ¿crees que se quedará quieto si le haces algo malo?

- No - tuve que admitir.

- O sea, que lo más probable es que te pegue otra vez, ¿no?

- Sí.

- ¿Y qué harás tú luego? ¿Vengarte otra vez?

Aquello lo comprendí enseguida. No tenía sentido.

- No.

- ¿Por qué no?

- Porque luego él me pegará otra vez y...

- Entonces, ¿cómo y cuándo piensas que terminará el asunto?

Me quedé en silencio. Comprendía que mi venganza me iba a proporcionar una satisfacción muy pequeña, así que dije:

- No lo sé.

- Vamos a pensar otro poco.

- Bueno - dije indefenso.

- ¿Tú crees que has hecho bien riéndote de él al caerse?

- No - reconocí.

- Si tú te hubieras caído y él se hubiese reído de ti, ¿te hubieras enfadado?

- Sí.

- Entonces reconoces que has sido tú el que ha empezado la guerra, ¿no?

- Sí.

- Luego él tenía dos posibilidades.

- No sé - dije desorientado - ¿dos posibilidades?

- Sí, ¿no crees?

Yo que, entretanto me había apresurado a reflexionar, dije rápidamente:

- Pegarme.

- ¿Y qué otra?

- No pegarme.

- Exacto, ¿a ti qué te hubiera parecido más correcto? No te pregunto qué te hubiera gustado más porque sé que hubieras preferido que no te pegara. Pero, ¿cuál de las dos cosas es mejor?

Después del razonamiento hecho y, ante la cadena de agravios y venganzas, lo tuve claro:

- No pegarme.

- Muy bien. Pero te pegó.

- Sí.

- E hizo mal.

- Sí.

- Fíjate: Tú pudiste no reírte de él cuando se cayó, pero preferiste obrar mal y reírte, ¿no?

- Sí.

- Esa risa tuya violentó su orgullo, su amor propio, se vio ridículo y entonces, ante esa violencia tuya, él respondió violentamente y te pegó, ¿no?

- Sí.

- Pudo no pegarte, pudo no vengarse. Pudo haberse reído contigo y no hubiera pasado nada. Pero prefirió pegarte, ¿no?

- Sí.

- Y tú, una vez recibido el golpe, pudiste escoger también entre vengarte o no vengarte. Pero te hiciste el propósito de vengarte con otro acto violento, ¿no?

- Sí.

- Y, si tú lo hicieras, ya me has dicho que, seguramente, aunque sería libre de no hacerlo, él te volvería a pegar, ¿no?

- Sí.

- ¿Y qué deduces de todo eso?

Yo me quedé en silencio. En mi cabeza iba haciéndose claro algo, me iba surgiendo la certeza de que todo aquel proceso encerraba alguna cosa obvia y valiosa, que debía estar muy a la vista, pero... y, al fin, lo descubrí: Vi que eran dos las cosas que había claras. Traté de ordenar mis pensamientos y, con satisfacción interior, dije:

- Que los dos somos libres de vengarnos o no.

- ¿Algo más? - ¡mi abuelo también había visto las dos cosas!

- Que la violencia produce violencia.

- ¿Algo más?

Me quedé sin aliento. ¡Mi abuelo había visto tres cosas claras! Me concentré y, finalmente, se hizo la luz:

- Que uno de los dos ha de terminar.

- ¿Cómo?

- No vengándose.

- ¿Y quién ha de ser ése? ¿El más inteligente o el más tonto?

Me había cazado. Y tenía razón, como siempre. Yo, por supuesto, me consideraba más inteligente que mi agresor, todo fuerza bruta pero, si era yo el inteligente, tendría que renunciar a la venganza. Y, si no era el inteligente, entonces yo mismo tendría que llamarme tonto. Estaba claro:

- El más inteligente.

¡Cuán distinta sería la historia de la Humanidad si todos los hombres hubieran tenido un abuelo como el mío!.

 

 

 

* * *

 

X.- EL PARCHÍS

Mi abuelo, en sus conversaciones con nosotros, aludía frecuentemente a lo que él llamaba las leyes naturales. Yo iba formándome una idea sobre ellas pero, un día quise aclarar definitivamente el asunto y, mientras él, mi hermana y yo jugábamos una partida de parchís, le espeté:

- Abuelito, ¿qué son las leyes naturales?

Él me miró un momento, un tanto sorprendido por la pregunta y luego, como sin darle importancia, dijo:

- Son como el reglamento de la vida.

- ¿El reglamento? - pregunté sorprendido. -¿Es que la vida tiene reglamento?

- Sí.

- ¿Como si fuera un juego? ¿Como el parchís?

- Exactamente. Como el parchís.

Mi hermana y yo nos reímos. Yo me imaginé a todos los hombres del mundo con una ficha de parchís en una mano y un dado en la otra. Me estaba preguntando cómo se podría hacer ‘’puente’’ en el juego de la vida cuando mi abuelo interrumpió mis elucubraciones:

- El parchís tiene un reglamento, ¿no?

- Seguramente, sí... No sé - dije, mientras mi hermana me miraba.

- Claro que lo tiene. Si no tuviese reglamento no podríamos jugar. El que inventó el parchís tuvo necesidad de crear un reglamento, unas reglas para que todos, al jugar las observen, las cumplan...

Yo comencé a ver claro. Era lógico...

- ¿No lo comprendes? - me preguntó.

- Sí... Hay que saber cómo se come una ficha...

- Exacto. Y hay que comer sólo de esa manera, y hay que contar veinte, y para sacar ficha hay que tener un cinco y al llegar casa se cuentan diez y si hay puente, no se puede pasar...

Comprendí al instante lo que era un reglamento. Y estaba clarísimo que sin él no existiría el parchís.

- ¿Tú crees - dijo mi abuelo - que si todos los que juegan al parchís no conocieran las mismas reglas y las respetasen se podría jugar?

- No. Ya me había dado cuenta - dije con cierta satisfacción.

- Es más, ¿ese juego sería el parchís?

- No. Sería otro juego - dije convencido.

- O sea, que el parchís, para ser parchís, ha de tener un reglamento obligatorio para todos los que quieran jugar, ¿no?

- Sí.

- Pues con la vida ocurre igual. Y con todas las cosas de la naturaleza: Que necesitan un reglamento para funcionar bien, unas reglas que todos han de observar, y esas reglas son las leyes naturales.

- ¿Y hemos de aprenderlo, para vivir, como aprendemos el reglamento del parchís?.

- ¡Claro!. Para vivir bien, sí. Ésa es la labor de los hombres: Aprender el reglamento de la vida.

- ¿Y cómo se aprende?

- Unas reglas se aprenden en casa, otras en el colegio, otras de mayores...

- Pero, ¿quién las enseña? ¿Nosotros sabemos alguna?

- ¡Por supuesto! Sabéis ya muchas.

Mi hermana y yo nos miramos con orgullo, pero también con sorpresa.

- ¿Cuáles? - inquirimos los dos.

- Sabéis que hay que ser buenos, que hay que estudiar, que no hay que ser violentos, que no hay que ser glotones, que hay que ayudar a los que necesitan ayuda, que no hay que ser egoístas, que hay que pensar siempre antes de hacer algo, que si os equivocáis debéis saber reconocerlo y aprender para la próxima vez, que si hacéis daño a alguien tenéis que pedirle perdón y no volverlo a hacer, que si os hacen daño debéis saber perdonar y no vengaros...

- ¿Todo eso - interrumpí - son reglas del reglamento de la vida?

- Sí. Y muchas más.

- ¿Sobre qué?

- Bueno, los sabios están continuamente investigando para descubrir nuevas leyes naturales porque, cada vez que descubren una, podemos cumplirla y si la cumplimos podemos vivir mejor...

- ¿Pero hay muchas? - pregunté abrumado.

- Muchísimas. Unas rigen la materia y le dicen cómo se ha de comportar; por ejemplo, le dicen al agua que ha de caer siempre y que ha de llenar los vasos y los lagos y el mar. Otras rigen el cuerpo humano y le dicen, por ejemplo, lo que tiene que hacer, cuando comemos, para asimilar los alimentos. Otras rigen las emociones y les dicen, por ejemplo, que han de ser breves. Otras rigen el pensamiento y le dicen, por ejemplo, que lo que es mentira no puede ser verdad, ni lo bueno puede ser malo, ni lo verdadero, falso. Otras rigen los números y les dicen, por ejemplo, que dos y dos siempre han de ser cuatro... sí, hay muchas, muchísimas leyes naturales.

Mi hermana y yo nos quedamos en silencio Yo estaba impresionado. Aquello era como una revelación, como conocer el secreto del funcionamiento de todo. Mi corazón palpitaba fuerte. Pensé qué ocurriría si, un día, el agua desobedeciese las leyes naturales y empezase a salirse del mar y a inundarlo todo. Y si los números empezasen a sumar mal... Era algo impresionante. ¡Y tan claro! Pero, a poco de pensar - mi abuelo nos dejaba siempre rumiar cualquier nuevo hallazgo - empecé a tener la sensación de que faltaba algo, de que aquello no estaba completo. Me concentré. Prescindí de todo otro pensamiento y, al fin, salió:

- Pero, abuelito, tú has dicho, y es verdad, que si no se saben todas las reglas del parchís, no se puede jugar...

- Se puede jugar, pero mal. Imagínate que nosotros no conociéramos los tres las mismas reglas, ¿qué pasaría si nos pusiéramos a jugar?

- Que sería un lío - respondí pensativo.

- ¿Y lo pasaríamos bien, queriendo los tres ganar aplicando cada uno sus reglas?

- No.

- Pues lo mismo pasa con la vida.

- ¿Entonces, si no conocemos todas las reglas de la vida no podemos vivir? - concluí triunfante y asustado al mismo tiempo.

- Exacto.

- Pero estamos viviendo...

Claro que vivimos - dijo mi abuelo riéndose. Pero estamos jugando al parchís sin conocer ni obedecer todos las mismas reglas.

- ¿Entonces ‘’jugamos’’ mal? - inquirí intrigado y sabiendo que mi ‘’jugar’’ equivalía a ‘’vivir’’.

- ¡Y tan mal! ¿Te parece que es vivir bien el que haya guerras continuamente, el que haya pobres que no pueden comer y ricos a los que les sobra, el que haya robos y abusos y agresiones, o el que tengamos que encerrarnos en cárceles o el que nos pongamos enfermos o el que haya egoísmo y avaricia y odio y envidia?

- No - dije abrumado.

- ¿Y por qué crees que los hombres hacen todo eso?

- ¿Porque no conocen las reglas? - respondí tímidamente.

- Claro. Cada uno juega con unas reglas distintas y todos quieren ganar. Si todos obedeciesen las mismas reglas, el mundo sería mucho mejor.

- Pero - quise profundizar - ¿es preciso aprender tantísimas leyes?

- Realmente, no. Porque el inventor del universo y de la vida y, por tanto, el autor de su reglamento, nos dio un truco para no tener que estudiarlas todas y, sin embargo, cumplirlas todas, aunque no las conozcamos.

Aquello me resultó verdaderamente sorprendente e interesante. ¿Cómo iba a ser posible que, sin estudiar todas las leyes naturales las cumpliésemos todas? Así que pregunté:

- ¿Y conoces ese truco?

- Sí.

- ¿Y cuál es?

- Es muy sencillo. Es sólo una regla. Pero que, si la cumples, es lo mismo que si las cumplieses todas.

- ¿Y cómo es? - pregunté impaciente.

- Te la voy a decir. No la olvides nunca. Dice así: Pórtate siempre con los demás como a ti te gustaría que los demás se portasen contigo.

Un inmenso silencio nos rodeó. Los tres nos sumergimos en nuestros pensamientos. Yo, al principio, no alcancé a ver que aquello fuera tan importante. Pero, a medida que me hice reflexiones, fui convenciéndome de que era, en verdad, un truco estupendo. Porque, si cada uno se comportase con los demás como le gustaría que los demás se comportasen con él, ¿quién robaría, quién haría la guerra, quién mataría, quién insultaría, quién agredería, quién envidiaría...? ¿Y, a quién?

Verdaderamente aquella conversación con mi abuelo cayó en el fondo de mi alma con un peso específico definitivo. Y, a lo largo de toda mi vida he admirado la grandeza verdaderamente divina de esa única regla para la vida.

 

 

 

* * *

 

 

XI.- NO IR AL COLEGIO

Yo ya tendría los quince años y empezaba a mirar el mundo con ojos de adolescente. Observando , pues, que algunos compañeros de clase habían abandonado los estudios para ponerse a trabajar y, encima, presumían de disponer de algún dinero ‘’suyo’’ los fines de semana, todo ello adobado con lo atractivo que resultaba a esa edad no tener que estudiar, me hizo decir un día, durante la comida de mediodía, que lo había pensado y preferiría no seguir los estudios y ponerme a trabajar.

En el comedor se hizo el silencio. Mi madre miró con angustia a mi abuelo - mi padre estaba aún en la cárcel como consecuencia de las denuncias falsas, durante la guerra, de un compañero envidioso - que cambió de conversación con gran habilidad.

Pero, más tarde, del modo que sólo él sabía hacerlo, me dijo que nos sentáramos a hablar. Y así lo hicimos.

- Así que - comenzó - has pensado dejar los estudios.

- Sí.

- Pero, ¿estás decidido?

- Sí - respondí, aunque eso precisamente no me lo había planteado.

- ¿Y qué vas a hacer?

- Trabajar.

- Ya, ya. Pero, ¿en qué?

- No lo sé.

- ¿No lo sabes y ya te has decidido? ¿Tú qué sabes hacer?

- No sé... pero otros compañeros de la clase se han puesto a trabajar y...

- ¿Y qué hacen?

- Uno es botones en un banco; otro trabaja en la limonería de sus padres repartiendo cajas de gaseosa con el carro; otro se ha ido a trabajar en el campo con su familia...

- Ah, está muy bien - dijo. Y añadió:

- ¿Y qué piensas tú que harán dentro de tres años?

Yo me quedé estupefacto con aquella pregunta. Lo lógico era que tres años después siguieran haciendo lo mismo. Así que respondí:

- Lo mismo.

- Para entonces tú ya serías bachiller y podrías entrar en la universidad.

Yo callé. Por momentos presentía que la mía era una batalla perdida. La realidad era que aquello de tener dinero propio y no tener que ir al colegio y estudiar, me había sugestionado. Mi abuelo, ante mi silencio, continuó:

- ¿Y qué piensas que harán cinco o seis años después?

No tuve más remedio que responder:

- Lo mismo.

- Pues, para entonces, tú ya podrías ser médico o abogado o ingeniero o arquitecto o profesor o...

- Sí - dije.

Mi firmeza se iba desmoronando. Imaginé a mi amigo Juanito, dentro de unos años, sentado a la barra del carro, junto al caballo, repartiendo cajas de refrescos por las casas, pasando frío y calor; y vi a mi amigo Alberto repartiendo cartas y haciendo recados para otros que, precisamente eran los que habían seguido estudiando; y a mi amigo Rafael, cavando la tierra de sol a sol, cansado de doblar el espinazo... Y me vi a mí mismo, convertido en un médico famoso, con mucha clientela, respetado por todos, curando enfermos y operando en un hospital... Aquello no tenía duda. Mi abuelo aprovechó mi silencio:

- ¿Y no preferirías, dentro de ocho años ser un abogado o un ingeniero o algo así, con un futuro asegurado y cada vez mejor, en vez de repartir cajas de gaseosa montado en un carro o algo parecido?

- Sí. Pero es que - argüí como último recurso y ya sin convencimiento - así traería dinero a casa para ayudar...

- Mira, hijo: La mayor ayuda que puedes prestarnos a todos es estudiar. Tanto los papás como los abuelitos esperamos mucho de ti. Tenemos la ilusión de que seas un hombre cultivado, y nuestra obligación es proporcionarte los medios para ello. Por eso, lo mejor que puedes hacer ahora es estudiar. Tú estudia tu bachillerato. Y, cuando lo hayas terminado y seas alguien, entonces podrás decidir qué es lo que quieres hacer con tu vida; y, si quieres ponerte a trabajar, lo haces. Aunque, mi consejo siempre será que sigas estudiando y que curses una carrera, la que quieras. Si estás haciendo tu bachillerato con la beca que cada año te ganas, ¿por qué no vas a ser capaz de hacer lo mismo, si es preciso, en la universidad? - Y concluyó:

- ¿Tú no lo ves así?

- Sí - tuve que admitir.

- De todos modos, hay algo que quiero que tengas claro en tu vida.

Yo me preparé para una de las maravillosamente profundas observaciones de mi abuelo.

- ¿Qué? - pregunté.

- Antes de contestarte, quisiera saber cuál es tu decisión, ahora que has reflexionado un poco.

Yo lo tenía ya tan claro que no dudé:

- Seguir estudiando.

- Muy bien. Entonces te diré que la idea de dejar los estudios era fruto de una emoción.

- ¿De una emoción?

- Sí. No la habías reflexionado, como hemos hecho luego, ¿verdad?

- No.

- Era sólo algo atractivo, un cambio, un disponer de algún dinerillo para caprichos, un hacerte un poco el hombre, un salir al mundo, un dejar el colegio y su disciplina, un no tener que estudiar ni que examinarte cada trimestre... Pero no habías pensado qué futuro te preparabas en uno y otro caso.

- No. No lo había pensado.

-¿Ves la diferencia?

- ¿Entre qué? - pregunté perdido.

- Entre la emoción y el razonamiento.

- ¿Entre la emoción y el razonamiento? ¿Qué quieres decir?

- ¿Qué diferencia ves entre una decisión tomada emocionalmente y otra tomada reflexivamente?

De momento, me quedé perplejo. ¿Qué diferencia habría? Aquello, como todos los maravillosos acertijos que mi abuelo me planteaba, era algo que me gustaba, que me obligaba a forzar la inteligencia, a manejar preguntas, a buscar respuestas, a encontrar soluciones. Pero, en aquel caso, no veía la respuesta. Me concentré. Comparé. Volví a comparar y, al fin, se hizo la luz en mi mente:

- Que la decisión basada en la emoción no dura y la basada en la razón, sí.

- ¿Y por qué crees tú que será eso?

- Porque, al haberla razonado, uno está convencido, sabe lo que quiere y por qué y entonces la decisión es más firme.

- ¿Y la otra?

- La otra no se ha razonado y por eso, cuando se razona, se abandona y se cambia de opinión.

- ¿Podrías decirlo con otras palabras?

- Sí - dije, ya embalado -: Que la emoción es pasajera y, por tanto, lo que se basa en ella, también lo es. Pero la verdad es permanente y si se ha basado en ella una decisión, se mantendrá porque la verdad no cambia. - yo mismo me quedé asombrado de mi claridad.

- ¿Ves ahora qué peligro corrías al estar a punto de decidir tu futuro basado en una emoción que se ha disipado con sólo pensar un poco?

- Sí.

- ¿Qué imaginas que pensarán esos amigos que se han puesto a trabajar cuando, dentro de unos años, tú seas un médico o un abogado o un arquitecto y ellos sigan haciendo lo que hacen ahora?

- Seguramente pensarán que se equivocaron con su decisión.

- Yo también lo creo. Pero no porque esos trabajos sean despreciables o inferiores o menos necesarios, que no lo son, sino porque, si estudias, te cultivarás más y eso sí que es importante para tu propia evolución como ser humano. Por tanto, no tomes nunca una decisión llevado por el deseo, la pasión o el sentimiento, porque esos fenómenos son siempre pasajeros y lo que hoy te parece blanco, mañana te parecerá negro. Tú analiza, piensa, reflexiona siempre antes de tomar una decisión, porque entonces lo blanco seguirá siempre siendo blanco.

Una vez más, la perspicacia de mi abuelo había hecho diana en mi carácter en formación.

Y, ¡cuántos errores , cuantas desgracias, cuántos desastres he visto en la vida, nacidos de decisiones tomadas en estado emocional!

Por supuesto, cuando terminé mi bachillerato, decidí seguir estudiando y me matriculé en la Facultad de Derecho. Gracias a mi abuelo.

 

 

 

* * *

 

 

 

XII.- LA COLECCIÓN DE CROMOS

Con grandes esfuerzos y con la colaboración de toda la familia, yo había logrado completar la colección de cromos de Nestlé.

Aún estaban rehaciéndose todos mis allegados del esfuerzo y la tensión a que yo los había sometido para completar la colección, cuando empecé a urgirles para que me ayudasen a reunir otra.

En esta tesitura, mi abuelo consideró conveniente hablarme del asunto. Así que una tarde, durante una partida de brisca, inició el tema:

- ¿Así que ahora quieres coleccionar otros cromos?

- Sí - respondí con satisfacción.

- ¿Y para qué?

La pregunta me pilló desprevenido. ¿Para qué la quería? No me lo había planteado nunca. Sencillamente, la quería. Pero, ¿para qué? Sólo se me ocurrió decir:

- Para tenerla.

- ¿Y para qué quieres tenerla?

Estaba claro que no había resuelto nada con aquella respuesta. Así que me puse a pensar para qué quería yo los cromos.

- Para verlos.

- ¿Y ya has visto la colección que completaste?

- Sí - dije inseguro.

- ¿Todos?

- Bueno... todos no.

- ¿Tú para qué crees que sirven los cromos?

- Para coleccionarlos.

- Eso está bien desde el punto de vista del que los vende, porque le interesa que le compren los chocolatines. Pero, desde tu punto de vista, ¿qué pretendes al coleccionarlos?

- Llenar el álbum - dije evasivo.

- Pero, ¿para qué?. Todo en la vida tiene una finalidad, una utilidad.

- Para tenerlos.

- Me parece que no te estás concentrando suficientemente. Vamos a ver. ¿A ti el tenerlos qué beneficio te reporta?

- ¿Beneficio? Ninguno.

- Veámoslo de otra manera: ¿Qué contienen los cromos?

- Dibujos de animales, de lugares, de monumentos y de muchas cosas.

- ¿Y tú para qué crees que les ponen esos dibujos y no los dejan en blanco?

- Para que los niños los miren.

- ¿Y para qué quieren que los miren?

- Para que aprendan cosas.

- Estupendo. Por eso, seguramente, en el álbum, junto al cromo, hay una explicación del dibujo, ¿no?

- Sí.

- ¿Y tú has leído y te sabes ya todas las explicaciones de todos los cromos de la colección que tienes completa?

- No - tuve que reconocer.

- ¿Y ya quieres otra?

Comprendí enseguida que aquello no tenía sentido. Mi abuelo continuó:

- ¿Y cuando hayas completado la segunda colección, querrás otra?

Si había ocurrido ahora, lo lógico era que siguiera ocurriendo, por lo que respondí:

- Sí.

- ¿Y para qué?

- Para tenerlas.

- Pero, el tenerlas sin aprender nada de ellas, ¿te hace más listo o más sabio o más hombre o más algo?

- No - reconocí.

- O sea, que tú eres el mismo ahora que antes de tener la colección, ¿no?

- Sí.

- Pues, ¿para qué te ha servido? ¿Sólo para tenerla?

Mi cabeza bullía. Me parecía tan insensato procurarme cosas para no usarlas ni aprovecharlas, por el mero hecho de tenerlas, que no acababa de comprender cómo había caído en aquella tontería. Mi abuelo, como siempre, me dejó pensar. Al fin me dijo:

- ¿Distingues ya las dos cosas que están en juego?

Yo lo miré, seguí pensando y, sin verlo claro, respondí:

- No.

- ¿No ves que una cosas es ‘’tener’’ y otra muy distinta es ‘’ser’’?

¡Claro, aquello era lo que yo no acababa de ver!

- Sí.

- Si tienes esa colección o muchas o incluso todas las colecciones del mundo y no te sirven para ser mejor que antes, ¿para qué las quieres?

- Sólo para tenerlas - respondí desilusionado de mi actuación.

- ¿A ti qué te parece que es más importante, lo que tengas o lo que seas?

- Lo que sea.

- ¿Y lo que adquieras añadirá algo a tu ser?

- No. Sólo añadirá posesiones.

- Pero las posesiones que no te hacen mejor, que no sirven para hacerte aprender, ¿para qué sirven?

- Para nada.

- Entonces, qué es lo que lógicamente has de hacer con tu recién completada colección?

- Estudiarla.

- Exacto. Hacerla útil, sacarle partido en beneficio de tu propia formación y como compensación a la tensión con que nos has tenido a todos para ayudarte a completarla, ¿no? - añadió sonriendo.

- Sí.

- ¿Te parece, pues, oportuno o correcto o, siquiera lógico que quieras ya reunir otra colección?

- No.

- Distingue siempre, pues, entre el tener y el ser. Y no olvides que lo verdaderamente importante es el ser, cómo seas, qué pienses, cómo te comportes, y no lo que tengas, porque lo que tengas lo podrás perder, te lo pueden quitar o se puede quemar, pero lo que seas, eso nadie te lo podrá arrebatar y, además, te servirá para aprender a ser mejor y a saber más cada vez. ¿Estás de acuerdo?

- Sí. Lo he comprendido todo.

- Pues ten en cuenta también que la mayor parte de la gente cree que lo más importante es tener y se pasa la vida trabajando y esforzándose y haciendo daño al prójimo para conseguir tener más cosas o más dinero, es igual. Pero, a pesar de eso, cuanto más tienen, más quieren Y, además, siguen siendo los mismos de siempre, sólo que con más problemas, porque han de preocuparse de conseguir más y de defender lo que tienen y no les queda tiempo ni para disfrutarlo ni para darse cuenta de que son desgraciados tontamente. Tú míralos siempre desde lejos y ríete de ellos, pero no caigas nunca en su error. Lo que se tiene es para aprovecharlo, no para amontonarlo. Porque lo que tú amontonas y te sobra, no te quepa duda de que le falta a alguien en algún lugar del mundo.

¿Habrá que insistir sobre el problema de nuestra sociedad que, en su escalada de falta de reflexión, ha llegado ya al ‘’tanto tienes, tanto vales’’? Mi abuelo, una vez más, supo avisarme a tiempo. Y siempre se lo he agradecido.

 

 

 

* * *

 

 

XIII.- EL MIEDO

Fue el año treinta y ocho. La guerra civil estaba en su mitad. Yo, que ese año cumplía los diez, había contraído a los siete una tuberculosis pulmonar. Como, a pesar de los cuidados de mi madre y de mi abuela, no mejoraba, mi padre decidió internarme en un sanatorio antituberculoso infantil que se había instalado en Busot, un pueblecito de Alicante. Con ello, además de recibir asistencia médica especializada, podría comer con regularidad y estaría a salvo de los bombardeos diarios de Valencia.

De mi estancia allí lo recuerdo prácticamente todo, pues era la primera vez en mi vida que me veía fuera del ámbito familiar y, para mí, fue dolorosísimo. Pero sólo relataré algunas cosas que pugnan por prevalecer en mi memoria y salir ahora a la luz.

Recuerdo que, al llegar, fui despojado de mi ropa y se me dio un uniforme que me venía grande y a cuyo pantalón le faltaba el cinturón. De modo que me pasé varios días teniendo que sujetarme los pantalones con la mano cada vez que tenía que caminar. Hasta que llegó el jueves, día de paseo. Para entonces yo ya me había enterado de que con esparto, que crecía silvestre en el pinar por donde íbamos a pasear, se podía, trenzándolo, hacer un cinturón. Así que hasta que llegó el primer jueves, tomé clases de trenzado de otros compañeros que habían ya pasado por mi problema. Y desde ese jueves pude definitivamente caminar sin trabas. Claro que lo que tenía que caminar era mínimo, pues nos pasábamos casi todo el día tumbados a la sombra de los enormes pinos del jardín, con las manos bajo el cogote y cubiertos con una ligera manta.

La jornada comenzaba con el desayuno, consistente todos los días en un tazón de arroz con leche. A mediodía, tras una sopa y un pequeño trozo de carne de caballo, volvía a aparecer el arroz con leche. Y, tras la cena - un hervido de patatas y acelgas y una loncha de pescado - nos volvíamos a encontrar con él. Y así durante los tres meses que allí pasé. De modo que, gustándome toda clase de arroces, he tardado más de cuarenta años en volver a probar el arroz con leche.

El sanatorio era precioso. Antes de la guerra había sido un balneario de lujo. Era un edificio enorme, de varios pisos, muy largo, con un jardín inmenso, con piscinas, pistas de tenis, etc. Cuando yo lo habité, estaba dividido en tres secciones: Una, la nuestra, la más poblada, formada por los enfermos no graves; otra, constituída por los que habían contraído la sarna y llevaban las manos amarillas, debido al azufre que se empleaba para combatir el ácaro; y la tercera, era la de los graves. Nunca olvidaré el día en que un buen amigo que allí hice, y del que sólo supe que se llamaba Enrique, me dijo que su hermano, que estaba en esta tercera sección, y al que yo no había siquiera visto, pues estábamos incomunicados, había muerto aquella noche. Aún se me encoge el ánimo al recordar aquellos momentos. Ignoro quiénes eran sus padres ni dónde estaban, ni si se habían enterado de la muerte de su hijo, ni si habían sido víctimas de la guerra. Lo que tengo grabado en mi mente son dos niños, mi amigo Enrique y yo, con las frentes apoyadas en el cristal de una ventana del segundo piso, que daba a la fachada principal, viendo cómo cargaban en un camión una diminuta caja de madera de pino, y se la llevaban, no supimos dónde, como si de una mercancía sin importancia se tratase. Los dos nos pusimos a llorar. Algo se rompió dentro de mí, que no se ha reparado nunca. ¡Qué soledad tan terrible! Desde aquel momento odié la guerra y a los que la propugnan. Ninguna guerra justificará jamás tanto dolor.

Por cierto, en contra de lo que mis padres imaginaron que iba a ocurrir, los bombardeos llegaron también a Alicante y desde allí, tumbados en las hamacas, puesto que no había refugio ni lugar en que ocultarnos todos, oíamos las explosiones de las bombas que caían sobre la población civil próxima, temiendo siempre que uno de los bombarderos se desviase de su ruta y descargase su mercancía de muerte sobre nosotros.

Un día, luego supe que alarmados por las cartas que de mí recibían, y por los bombardeos de Alicante - que sólo dista en línea recta unos veinte kilómetros de Busot - mis padres se presentaron inesperadamente a recogerme, en un coche de alquiler. Aquello fue una verdadera sorpresa, agradabilísima, que me permitía liberarme del martirio de las horas de reposo y del arroz con leche, y volver al mundo de los míos. Sin embargo, cuando el coche, ya en plena carretera, pasó por la curva de debajo del jardín y vi a todos mis compañeros en sus hamacas, paradógicamente, lloré con desconsuelo. Sabía que nunca más volvería a verlos y que sus vidas seguirían rumbos distintos. ¿Acabarían curándose? ¿Morirían, como el hermano de mi amigo, solos, abandonados de todos, sin una muestra de cariño de nadie?

Muchos años después, cuando ya fui padre, quise un día visitar con mi familia el sanatorio, convertido entonces en residencia. Y allí estuve, recorriéndolo y recordando cada rincón y cada vivencia y cada compañero. Fue muy emocionante para mí. Pero se lo debía.

Para mayor sorpresa mía resultó que el coche no nos llevaba a casa, a Burjasot, a la querida Granja, sino a un pueblo de Murcia llamado Caravaca y allí se reunirían con nosotros mi hermana y mis abuelos. Un compañero de mi padre era de aquella zona y, ante el problema que suponían los bombardeos, encontró una casa para que, junto con la familia de otro compañero, pasásemos los tres meses de verano. Allí cumplí yo los diez años.

El edificio en que nos instalamos era en realidad un chalet muy grande, llamado Villa Jacoba, de forma cuadrada, con planta baja y piso, y rodeado de jardín tapiado. Los dueños eran un matrimonio, ya mayor y sin hijos: Don Cristóbal y doña Gloria. Vivía con ellos la madre de doña Gloria, una anciana de ochenta y tantos años, a la que vi siempre de lejos, en el fondo de una habitación siempre en penumbra, sentada en una silla de ruedas, y a la que nos enteramos, no sé cómo, de que le faltaba una pierna. Don Cristóbal había sufrido una rara dolencia que le había dejado la boca un poco torcida. Doña Gloria era delgada, alta, con el pelo blanquísimo recogido en un moño y vestida siempre de negro. Tenían una sirvienta, que no salía de la cocina, delgadísima, siempre de gris oscuro y que nunca hablaba. La casa, muy bien montada, tenía en la planta baja un gran salón central presidido por una magnífica mesa de billar. A ambos lados estaban las habitaciones que ocupaban los dueños. Al fondo, a la izquierda, estaba la cocina y, a la derecha, nacía una amplia escalinata con peldaños de madera, que hacía dos giros a la izquierda, formando dos amplios rellanos, hasta desembocar en el piso en el que nos instalamos las dos familias de ‘’evacuados’’. Los escalones crujían al pisarlos, cada uno con su gemido especial, lo cual para nosotros, no acostumbrados a las escaleras de madera, prácticamente desconocidas en Valencia, resultaba nuevo y misterioso y hasta siniestro. En el primer rellano había un enorme reloj de pie, con un gran péndulo incansable, terminado en un brillante sol que, como un ojo misterioso, nos vigilaba permanentemente, mirando a derecha e izquierda, mientras lanzaba su eterno tic tac, sólo interrumpido por unas campanadas lentas, maliciosamente lentas, profundas y amenazadoras. El amplio hueco de la escalera estaba coronado por una lámpara, que colgaba del techo del piso en que vivíamos, formada por una enorme águila disecada, con las alas desplegadas, que se cernía permanentemente sobre nosotros y que, con sospechosa frecuencia, alguna misteriosa corriente de aire, hacía oscilar amenazadoramente.

Con todos estos ingredientes, los cuatro niños que habitábamos la casa - la familia Serna tenía dos varones de nuestra edad (Pepito y Rafa)- estábamos un poco atemorizados, no ya por lo que objetivamente allí viéramos, sino porque nosotros mismos lo comentábamos y lo incrementábamos y nos impresionábamos.

La casa ofrecía, además, un problema para nosotros importante, y era que la luz de la planta baja sólo se podía encender desde una de las habitaciones de los dueños, a las cuales nosotros, lógicamente, no teníamos acceso; y las de la escalera y de nuestro piso, sólo se podían activar desde arriba.

En esa tesitura - debió ser el primer o segundo domingo de estar allí - anunciaron que habría cine en el pueblo. Y nuestras madres - los padres habían vuelto a Valencia, a su trabajo, nada más dejarnos instalados - vieron la posibilidad de proporcionarnos una distracción distinta de la de jugar en el jardín. Así que fuimos todos al cine con gran alegría.

La película que proyectaron fue, nada menos, que ‘’La momia’’, la primera de terror que veíamos en nuestra vida. Ni que decir tiene que salimos del cine, ya anochecido, cogidos todos de la mano, viendo momias por todas las esquinas, hasta llegar a casa.

Cuando lo hicimos, comprobamos que los dueños no estaban en ella, así que mi madre abrió la puerta principal y me ordenó encender la luz de la escalera para que pudiesen subir todos, que se quedaron esperando en el jardín. Lógicamente, me aterroricé pensando en la escalera habladora, el reloj vigilante y, sobre todo, el águila misteriosa. Me negué, por tanto a hacerlo. Pero mi madre no admitió nunca negativas ni desobediencias, así que me lo volvió a ordenar y yo no tuve más remedio que obedecer. Comencé a caminar a tientas por el gran salón para alcanzar la mesa de billar, pero, al pasar por la puerta de la habitación de la inválida me pareció oír un ruido y temí ver aparecer a la anciana en su silla de ruedas, así que me apresuré hasta el billar, lo bordeé, llegué al pie de la escalera y comencé a subir, completamente a oscuras. Los escalones me amenazaron más siniestros que nunca. Yo temía llegar al rellano del reloj, pues ya me imaginaba a la momia, al acecho, ocupando el rincón y desplegando sus brazos para asirme al pasar a su lado. Llegué al rellano. No, allí estaba el reloj, pues yo escuchaba su tic tac muy de cerca. Y, en ese momento, sonó una campanada. Recibí tal impacto, que bajé las escaleras a la mayor velocidad que creo haber alcanzado en toda mi vida, y aparecí en el portal con los pelos de punta. Todos se rieron, aunque en las risas de los otros tres niños vi un enorme terror a recibir la orden de subir en mi lugar. Pero no. Mi madre me hizo volver a intentarlo diciéndome que era un hombre y los hombres no tienen miedo. Hice de tripas corazón y esta vez logré llegar arriba y encender la luz que, instantáneamente, hizo desaparecer, a la vez, el misterio de la casa y mi terrible miedo.

Todo hubiera quedado así si mi abuelo no se hubiera percatado de que no debía ocurrir de ese modo. Así que, después de cenar, cuando mi hermana se restregaba los ojos soñolienta, me tomó en sus brazos y me sentó en sus rodillas, como acostumbraba hacer. Una vez allí, me dijo:

- ¿Tú sabes lo que es el miedo?

Me quedé sin saber qué decir. Nunca se me había ocurrido definir el miedo. Era una cosa que se siente y...

- Algo que te entra y te asusta.

- ¿Te entra?

- Sí - dije muy convencido.

- ¿Por dónde te entra?

- No lo sé.

- Pero, ¿es que el miedo está fuera?

Aquello me hizo pensar. ¿Cómo iba a estar fuera? ¡Yo no lo había visto nunca! Sólo lo había sentido, y muy de veras. Pero...

- No lo sé. A lo mejor, no.

- Entonces, ¿dónde piensas que está?

- ¿Dentro? - pregunté tímidamente, pues la posibilidad de que estuviera dentro de mí me asustaba mucho más que la de que estuviera fuera. Si era algo externo, quizá pudiese evitar la próxima vez que intentara entrar, pero si ya lo tenía dentro, estaba perdido.

- ¿Ahora tienes miedo?

- No.

- ¿Te daría miedo bajar ahora a la puerta de la calle y volver a subir?

- No.

- ¿Y si estuviéramos a oscuras, te daría miedo?

- Sí.

- ¿Y cuál es la diferencia?

- La luz.

- Pero, ¿la luz cambia el emplazamiento o la forma de las cosas?

- No.

- ¿Todo es igual con luz que sin luz?

- Sí.

- O sea, que, tanto si hay luz como si no, la escalera cruje y el reloj da la hora y el águila se mueve en el techo, ¿no?

- Sí - tuve que admitir con sinceridad. ¿Cómo lo sabía mi abuelo?.

- Entonces, si no cambia nada, si nada se mueve, si todo sigue igual, tanto si hay luz como si no, ¿de dónde sale el miedo?

Estaba claro. El miedo salía de mí mismo. Así que respondí:

- De mí.

- Pero, ¿tú lo tienes dentro? ¿No me has dicho que ahora no tienes miedo?

- Sí.

- Luego, no está dentro de ti. ¿Tú no has notado que, cuanto más piensas en lo que te asusta, más miedo tienes?

- Sí.

- Entonces, ¿de dónde sale el miedo?

Tras un momento de reflexión, vi la respuesta:

- Lo hago yo. Yo mismo me hago el miedo.

- Pues, si te lo haces tú, también te será posible no hacértelo, ¿no?

- Seguramente, sí. - dije esperanzado.

- ¿Tú no te has dado cuenta de que, si cuando tienes hambre piensas en que tienes hambre, te entra más, y cuando tienes sed y lo piensas muchas veces, la sed aumenta?

- Sí - dije riendo, ya relajado.

- Pues es lo mismo.

- ¿Entonces qué tengo que hacer? ¿No pensar que tengo miedo?

- Primero, comprender que el miedo no existe, que es sólo una emoción, y que las cosas no cambian porque no haya luz, sino que cambia tu capacidad de verlas. Y eso ya lo has comprendido, ¿no?

- Sí.

- Pues luego, la próxima vez, si tienes un principio de miedo, piensa que es una tontería, que todas las cosas son como cuando hay luz y que no quieres sentir miedo.

- Pero, abuelito, ¿por qué los mayores no tenéis miedo?

- Los que no tienen miedo es porque ya han descubierto que es una tontería, una cosa inútil que nos hacemos nosotros mismos, o porque se lo ha explicado alguien, como yo estoy haciendo contigo. Pero no creas que sólo por hacerse uno mayor se pierde el miedo. Hay muchos, muchísimos mayores que tienen miedo y lo pasan muy mal toda la vida. Incluso podría decirse que todos tienen miedo a los demás. Pero sólo porque no han profundizado en el asunto o porque nadie les ha hecho profundizar. ¿Lo tienes claro?

- Sí. Y sé que nunca más tendré miedo.

He de añadir que, hacia finales de verano, estando nosotros aún en Villa Jacoba, falleció la anciana inválida, que había dado su nombre a la casa en sus años de juventud. Y, por segunda vez en poco tiempo, vi cómo se cargaba en un camión una caja de pino y desaparecía en el horizonte.

A fuer de sincero he de añadir que don Cristóbal González - o Martínez, que de eso no estoy cierto - y con el que muchos años después mantuve relaciones epistolares, lo mismo que doña Gloria, eran personas encantadoras. Él era un conocido abogado en la comarca. Y, haciendo gala de su encanto, durante aquellos tres meses inolvidables en su casa, nos enseñó a los tres varoncitos, como él decía, a jugar al billar (enseñanza que me vino muy bien cuando, muchos años después, durante la carrera de Derecho, hacíamos algunos fuchina a la hora del de Derecho Canónico, para ir a jugar a la Sala de Armas), cosa que hacíamos todos los días, mediada la tarde, porque yo debía reposar dos horas después de cada comida. Él fue también quien, gran filatélico, me hizo despertar el gusanillo de los sellos, que no me ha abandonado nunca. ¡Es curioso cómo, sin pretenderlo y hasta sin siquiera darnos cuenta, influímos en las vidas de los demás, a veces de un modo definitivo!

Por supuesto, nunca jamás en mi vida volví a tener miedo.

¡Ah!, la misteriosa sirvienta resultó ser una monja de claustro allí escondida. Lógicamente, nuestros padres lo sabían todo, pero no podían decírnoslo, dado el peligro que podía suponer cualquier indiscreción por nuestra parte.

 

 

* * *

 

XIV.- LA PEDREA

Corría el verano del treinta y ocho. Yo acababa de cumplir los diez años, lo cual me hacía sentirme, en cierto modo, ‘’mayor’’. Estábamos pasando el verano, como he explicado en el capítulo anterior, en Caravaca, un hermoso pueblo de Murcia. Era en plena guerra civil y las propagandas de uno y otro bando, una en las calles y la otra por las noches, en secreto, en la radio de las casas, hacían que los niños nos viéramos, sin que nadie fuera consciente de ello, influenciados por la violencia y la necesidad de confrontación explícita que toda guerra lleva escondida.

Nosotros, los dos hermanos Serna. - Pepito y Rafa - mi hermana y yo, no salíamos nunca solos, por prohibición expresa de nuestros padres, más allá de las tapias que limitaban el jardín de Villa Jacoba, donde vivíamos. Así que ignorábamos que los niños del pueblo ya conocían la llegada de cuatro forasteros. En aquella época, y aún durante muchos años después, en toda España, el ser forastero en un pueblo era para los nativos una prueba suficiente de no se sabe qué culpabilidad, de modo que todos se consideraban con derecho y algunos hasta obligados, a insultar, a maltratar y hasta a agredir al ‘’intruso’’.

Y ocurrió que un buen día, ya no recuerdo por qué motivo, la puerta del jardín quedó abierta y los cuatro, naturalmente, sentimos la irreprimible necesidad de ver el exterior, de explorar solos las afueras, así que salimos a la calle. Estaba desierta, pues eran las cuatro o las cinco de la tarde y hacía el calor propio del verano en aquella comarca, que es mucho. Eso nos dio ánimos para cruzarla y llegar hasta una gran fuente circular de piedra que había en el centro de la plaza en la que nuestra casa se encontraba... Poco más pudimos hacer porque, de repente, de detrás de los gruesos troncos de dos o tres plátanos de sombra enormes entre los que bordeaban la plaza, comenzaron a llegarnos piedras, lanzadas por una pandilla de niños del pueblo, al tiempo que nos gritaban insultos sin cuento

Nosotros habíamos salido del jardín con ánimo de ver, sin molestar a nadie. Incluso yo recuerdo que me había pasado por el pensamiento la posibilidad de hacer algún amigo ‘’del otro lado de la frontera’’. De modo que aquella agresión injustificada, traicionera y violenta, nos molestó profundamente y no supimos qué hacer. Afortunadamente, uno de nuestros deportes favoritos durante casi todo el día y durante los paseos al campo con nuestras familias, consistía en tirar piedras. De modo que nos habíamos convertido en bastante expertos, tanto en las distancias alcanzadas como en la puntería. Así que, no pudiendo regresar a casa porque los ‘’nativos’’ nos habían cortado la retirada, no tuvimos más remedio que aceptar la batalla y hacer frente al ‘‘enemigo’’. Y comenzamos, nosotros también, aprovechando que la plaza no estaba asfaltada y había suficiente material, a tirar piedras a aquellos niños que no conocíamos de nada y contra los que nada teníamos. Ellos eran siete u ocho, aproximadamente de nuestra edad. Pero nuestras piedras iban bien dirigidas y con fuerza, así que, ellos tras los árboles y nosotros tras el pretil de la fuente, resistimos durante un buen rato, sin que la batalla se decidiera en uno u otro sentido.

Todo ello me dio tiempo a pensar - siempre he tenido el vicio de pensar, y muy deprisa, en los momentos importantes - en lo ilógico de la situación. ¿Por qué nos tenían que agredir?. ¿No hubiera sido más natural que hablásemos y que jugásemos juntos? Y me indignó que no tuviesen en cuenta que entre nosotros estaba mi hermana, dos años menor que yo, que era una chica, al fin y al cabo; lo cual aumentaba la indignidad del ataque y robustecía nuestra justificación para defendernos duramente. Así que, convencido interiormente de lo justo de nuestra defensa, pensé en tirar cerca de aquellos niños, para asustarlos. Mi indignación, sin embargo, fue en aumento al ver que la lluvia de piedras venía ya de distintos puntos porque nuestros contrincantes iban abriéndose para rodearnos en medio de la plaza. Así que mi resolución de tirar para asustar, se transformó en la de tirar a dar en el cuerpo de nuestros antagonistas. Y di en el blanco, aunque no del todo: Uno de nuestros agresores se retiró con una pedrada mía en la mano; otro se fue cojeando con una herida en la pantorrilla... aquello iba bien. Entonces vi cómo una enorme piedra pasaba rozando la cabeza de mi hermana y mi rabia se desató: Vi a uno de mis enemigos, me fijé en el centro de su frente y disparé con toda mi alma para darle allí... De repente, sentí un golpe en la frente, oí un ruído nuevo, como si algo se rompiese o se abriese o se cascase, y mis ojos se me llenaron de sangre. Tenía una buena brecha en la frente. Los ‘’enemigos’’ al ver aquello, llenos de miedo a las represalias, se dieron a la fuga, y nosotros pudimos entrar de nuevo en el jardín de donde no volvimos ya nunca a salir solos.

La herida no fue grave, pero sí muy escandalosa, como ocurre con las que se producen en la frente. Pero aún tengo la cicatriz de aquella pedrada que me atizó un desconocido que nunca sabré quién es ni él quién soy yo, ni ninguno de los dos, por qué ocurrió todo. Tengo la cicatriz en la frente... y en la conciencia.

Aquella noche mi abuelo se sentó junto a mí en la habitación que, entre las que se habían asignado a mi familia, hacía de salón, y me dijo:

- ¿Cómo tienes la herida?

- Bien - respondí - ya no me duele.

Hay que recordar que, en aquellos tiempos, a las heridas se les ponía alcohol o tintura de yodo, que siempre dolían mucho más que la herida que trataban de desinfectar.

- Bueno - dijo - es una buena lección. Y, además, muy rápida.

- ¿Qué quieres decir, abuelito? ¿Una lección para quién? ¿Y por qué muy rápida?

- Para ti, por supuesto.

- ¿Para mí? ¿Y los demás qué?

- Los demás habrán recibido también su lección, la apropiada a su actuación. Y si no la han recibido, la recibirán. A ti lo que debe preocuparte es tu lección.

- ¿Y qué lección es ésa? - dije contrariado, pues estaba seguro de no haber hecho nada reprochable.

- La de no odiar; la de no devolver mal por mal.

¿Y qué teníamos que hacer? ¿Dejarnos matar?

- No. No se trata de eso. Por supuesto, no os hubieran matado, la prueba está en que, cuando vieron lo que te había ocurrido, se fueron y se acabó la guerra.

- Sí, pero yo no sabía eso entonces.

- No, no lo sabías. Pero tuviste la posibilidad de ¿cómo te lo diría?, no desear hacer daño. Y, sin embargo, lo deseaste, ¿no? ¿A que deseaste pegarle a alguien y hacerle daño?

Por mi memoria pasaron aquellos momentos en que deseé realmente herir, primero en el cuerpo y, luego en la cabeza a mis enemigos, y tiré mis piedras con esa intención, aunque sólo les di en la mano y en la pierna. ¿Cómo demonios sabía siempre mi abuelo lo que yo pensaba?

- Sí, lo deseé - dije. Pero es que podían herir a la nena - alegué como justificación - y eso me indignó.

- Y fue una indignación justa. Pero no te daba pie para desear herir a nadie. Tu deseo es lo que hizo distinto tu comportamiento del de los demás. Tú deseaste herir y ¿qué pasó? Pues que resultaste herido tú, y precisamente en la cabeza, donde tú deseabas herir. ¿No fue así?

- Sí - dije empezando a comprender.

- Pero, fíjate, las leyes naturales unas veces actúan enseguida y otras veces, por razones que desconocemos, tardan años en actuar; lo que sí sabemos es que no olvidan y siempre hacen que cualquier acción vuelva a su autor. Por eso te he dicho que la lección fue rápida.

- ¿Y la lección de los demás? - pregunté no conforme con ese modo de proceder de las leyes naturales.

- Supongo que alguno la recibiría al ver el resultado de la pelea: Tu herida en la frente con una cicatriz para toda la vida. Otros, si no aprendieron esa lección, a lo mejor seguirán así y se convertirán en agresores y en gente insociable y la vida les hará recibir lecciones mucho más graves que hoy a ti. No somos nosotros quiénes para juzgar la actuación de Dios ni el reglamento que ha establecido para su obra. Él es el autor y, por tanto, sabe hacer las cosas. Y siempre las hace de la manera más beneficiosa para nosotros, aunque no nos lo parezca. Pero si se ha apresurado a enseñarte esta lección, es buena señal.

- ¿Buena señal? - pregunté tocándome la venda que rodeaba mi cabeza.

- ¡Claro!. Eso significa que Él cree que con esta pequeña lección tendrás bastane y no volverás a desear hacer daño a nadie y, por tanto, no lo harás conscientemente. Y, por tanto, no te convertirás en un insociable o un delincuente cuando seas mayor. Y, por tanto - insistió por tercera vez - no tendrás que recibir de mayor una lección mucho más importante y trágica. ¿Has comprendido bien esta lección?

- Sí: Que, si deseo hacer o hago daño a alguien, ese daño me vendrá a mí - resumí.

- Exacto. En física se dice que a toda acción corresponde una reacción igual y opuesta. Por eso, cuando botas una pelota contra el suelo, ésta lo golpea y vuelve a tu mano. Y con los pensamientos y los deseos ocurre lo mismo, con la que se llama Ley de Acción y Reacción: Si tú envías un deseo o un pensamiento o cometes un acto perjudicial para alguien, ese deseo o ese pensamiento o el efecto de ese acto volverá a ti, tarde o temprano, y te perjudicará con la misma intensidad con que deseabas perjudicar al otro. O más, si lo has repetido o si, habiendo vuelto a ti, no has aprendido la lección. Lo que pasa es que los pensamientos y los deseos y hasta los actos, aunque vuelven siempre, tardan más que la pelota en volver. Por eso te he dicho que tu lección te ha venido muy rápida, de lo cual me alegro. Y debes alegrarte tú también.

A lo largo de la vida he visto montones de gente agresiva que, aparentemente han triunfado gracias a esa agresividad. Pero que siempre, sin excepción, han terminado siendo víctimas de ella... o de sus consecuencias, que es lo mismo. Y cada vez que eso he visto, he dado gracias a mi abuelo por haberme abierto los ojos a tiempo.

 

 

* * *

 

XV - LOS MALHECHORES

Aquello conmocionó a todo el barrio de la calle de Sagunto, en el que a la sazón vivíamos. Era por el año cuarenta y tres o cuarenta y cuatro y yo contaba quince o dieciséis años: La policía acababa de detener a una banda de malhechores que había atracado, hacía un año, una oficina bancaria del barrio, llevándose una gran cantidad de dinero.

Todo se había descubierto, según se contaba, porque uno de los atracadores, considerando que se le había dado menos parte de la que le correspondía en el botín, denunció a sus compinches. Con lo que toda la banda acabó en la cárcel.

Yo le daba vueltas al asunto, que me había impresionado. Y me llamó la atención el modo tan ilógico en que había terminado. Así que, en la primera ocasión que tuve le pregunté a mi abuelo:

- Abuelito, ¿tú entiendes el resultado del asunto del banco?

- Sí, claro, ¿por qué?

Mi hermana se apresuró a acomodarse en sus rodillas para no perderse ni una palabra.

- ¿Tú comprendes - dije yo - que uno denuncie a los demás para acabar él también en la cárcel?

- Sí.

- Pues yo no.

- Ni yo tampoco - terció mi hermana.

- El que ha denunciado era tonto - continué - porque él ya se podía imaginar que lo iban a meter en la cárcel con los otros y, por lo tanto, hubiera sido mejor para él quedarse con lo que tenía y vivir tranquilo, ¿no?

- Desde tu punto de vista, sí.

- ¿Y desde su punto de vista, no?

- No, porque de otro modo no los hubiera denunciado.

- Sí, claro. Pero ¿por qué lo ha hecho?

- Todo obedece a una ley natural, aunque ellos no lo sepan.

- ¿Y qué dice esa ley natural?

- Pues dice, sencillamente, que el mal se destruye a sí mismo.

- No lo entiendo.

- Ni yo - terció mi hermana.

- Lo entenderéis enseguida. Los dos sabéis lo que es el egoísmo, ¿no?

- Sí. Cuando uno lo quiere todo para él - dijo mi hermana.

- El egoísmo es no pensar en los demás - tercié yo.

- Muy bien. El egoísta piensa en sí mismo por encima de todo y de todos. Por tanto los demás no le importan o le importan menos.

- Sí - dijimos los dos.

- ¿Y sabéis lo que es el amor?

- Cuando se quiere a alguien - exclamó mi hermana sonriendo.

- El amor es pensar en otro antes que en ti - definí yo.

- Exacto. El amor quiere lo mejor para la persona amada, incluso delante de uno mismo.

- Sí - coincidimos.

- Pues ¿qué pensáis que siente un ladrón cuando se reúne con otros ladrones para atracar un banco? ¿Egoísmo o amor?

- Egoísmo - respondimos.

- O sea, que si todos los de la banda actúan por egoísmo, todos piensan primero en ellos y luego en los demás, ¿no?

- Sí.

Aquello iba tomando forma. Me gustaba.

- Se juntarán, pues, formando una banda y colaborarán para realizar el atraco porque uno sólo no puede hacerlo y se necesitan unos a otros, ¿no es eso?

- Sí.

Yo iba viendo claridad rápidamente.

- Pero, si todos piensan primero en ellos y luego en los demás, ¿estarán de acuerdo con el reparto que se haga, sabiendo que los demás tienen algo que les gustaría tener?

No. Es lógico. - dijimos.

- ¿Y cada uno de ellos estará seguro alguna vez de que los demás no lo delatarán?

- No - contesté emocionado - cada uno estará siempre temiendo la denuncia de todos los otros.

- ¿Por qué? - quiso recalcar mi abuelo.

- Porque no se guían por el amor, sino por el egoísmo.

- O sea, que todos estarán descontentos y temerosos, mientras haya otro que pueda denunciarlos, con lo cual no disfrutarán de su dinero.

- Sí - dijimos convencidos.

- Y, si eso sigue mucho tiempo y la policía profundiza en sus investigaciones y se ven acosados y uno imagina la posibilidad de declararlo todo con la esperanza de que no le condenen, ¿qué hará?

- Denunciar a sus compañeros antes de que ellos le denuncien a él - concluí, mientras mi hermana afirmaba con la cabeza.

- Pues eso es lo que ha ocurrido. Pero sólo a causa del egoísmo.

Mi cabeza bullía. Aquello era un hallazgo inmenso. Estaba claro que si uno es egoísta no puede ser feliz. Y, en cambio, si ama, como lo que desea es la felicidad del que ama, hará todo lo posible por hacerlo feliz porque así será él feliz también.

- Ahora comprendo por qué ha ocurrido.

- Y yo - añadió mi hermana.

- Tened presente siempre que, además de lo que os he dicho de que el mal se destruye a sí mismo, el bien se suma a sí mismo. Por eso el mal puede tenerse a raya en el mundo. Si no fuera por esa ley, los hombres ya se habrían matado todos unos a otros hace muchos siglos. Siempre en la vida veréis cómo el mal acaba destruyéndose y disminuye, y el bien, el verdadero bien, se aglutina y aumenta. Que los malos nunca colaboran sino para sacar su tajada, mientras que los buenos colaboran siempre para hacer el bien a otros. Que el egoísmo es excluyente, mientras que el amor es incluyente. Que los malos se odian, mientras que los buenos se aman.

¡Y vaya si lo he visto! Y lo sigo viendo. Y cada vez recuerdo aquella conversación, aparentemente intrascendente, entre un anciano molinero de arroz y sus nietos, ansiosos de comprender la vida que se les venía rápidamente encima.

 

* * *

 

 

XVI.- LA MENTIRA

La guerra estaba a punto de terminar. Era febrero del treinta y nueve. Nosotros, los niños que vivíamos en la Granja, no notábamos ningún cambio. Jugábamos en aquel inmenso jardín, prácticamente todo el día, y los problemas de los mayores no nos afectaban: Si había carne de burro, comíamos carne de burro; si sólo lentejas, pues lentejas. Nuestro único trabajo era jugar. No éramos conscientes de lo que ocurría al otro lado de la tapia del jardín.

Sí notábamos un cambio, precisamente relacionado con la tapia, aunque para explicarlo será necesaria una pequeña digresión.

La tapia estaba formada, en parte, por una alta pared de obra coronada de trozos de vidrio, y el resto, por una alambrada muy sólida, de unos tres metros, protegida interiormente por una arizónica densísima, de manera que nos resultaba imposible ver el exterior.

Uno de nuestros juegos preferidos - para los chicos, claro - era el del ‘’manos arriba’’. Consistía en dividirnos en dos bandos y, tras concedernos un tiempo prudencial, durante el que cada cual debía esconderse o camuflarse donde y como creyese oportuno, buscarnos, unos a otros, cautelosamente. Al ver a un contrario, había que gritar, apuntándole ‘’arriba las manos’’, con lo cual ese enemigo quedaba fuera de combate y con la prohibición absoluta - que observábamos - de no delatar el escondite o los movimientos de ningún contrario a los de su grupo aún ‘’con vida’’. Este juego, en un paraje como aquél, de forma cuadrada y con un kilómetro de lado, con edificios varios (cuadras, insectarios, cámaras y jaulas de desinfección, oficinas, cocheras, laboratorios, comedores, vestuarios, almacenes de maquinaria, gallineros, un pinar inmenso, naranjales, invernaderos, etc.), nos permitía escondernos en los lugares más inverosímiles y reptar y camuflarnos y hacer durar el juego horas enteras, habida cuenta de que éramos bastantes niños y que por las tardes, como centro oficial que era, quedaba desierto y a nuestra merced, salvo los despachos, que se cerraban, y las viviendas particulares.

Lógicamente, cada uno de nosotros teníamos nuestra pistola o nuestro revólver, según los gustos, y que al principio consistía simplemente en el dedo índice de la mano derecha aunque, poco a poco, fue transformándose en armas simuladas de madera que nosotros mismos nos fabricábamos.

Pero ocurrió que, al aproximarse el final de la guerra, mucha gente del pueblo que disponía de algún arma, empezaba a temer ser descubierto y, para desembarazarse de ella, lógicamente, no había en toda la contornada mejor posibilidad que, durante la noche, tirarla al otro lado de la tapia de la Granja. Claro que, en ese lado estábamos nosotros y pronto nos dimos cuenta del fenómeno; así que todas las mañanas nuestro primer trabajo consistía en hacer un recorrido completo de toda la tapia, por nuestro lado, para recoger armas de todo tipo.

En poco tiempo llegamos a tener decenas de pistolas de todos los calibres y marcas, revólveres, fusiles, bombas de mano y, sobre todo, munición, miles de cartuchos de todos los tamaños, llenos de pólvora y con su balín correspondiente. Hasta el punto de que una de nuestras distracciones preferidas consistía en encender una hoguera en un rincón del pinar, fuera de las miradas de los mayores, rodearla de grandes piedras lisas que formaran una especie de cabaña encerrando en su interior el fuego y, luego, ir tirando a éste cartucho tras cartucho, sobre todo de fusil. El fuego hacía que se disparasen con gran estrépito y las balas rompiesen las piedras en mil pedazos. Cuando ahora lo pienso, imagino que nuestros ángeles de la guarda debían estar horrorizados. ¡Y nuestros padres, entretanto, convencidos de que, dentro del recinto, perfectamente protegido por la tapia, no corríamos ningún peligro!

Alguna vez se nos dijo por nuestros padres, enterados de que aparecían armas en las calles y plazas por los lugares más inesperados que, si viéramos un arma o un proyectil, lo avisásemos enseguida a un mayor para que lo denunciase a la policía y que, sobre todo, no lo tocásemos. Algún tiempo después, todos los padres nos preguntaron reiteradamente si habíamos visto alguna pistola o revólver o munición y todos, cada uno en su casa, y como consecuencia de habernos juramentado para no decir nada, habíamos asegurado que nada de ello habíamos visto.

De ese modo estuvimos jugando durante varias semanas al ‘’manos arriba’’ con armas de verdad. Yo recuerdo que tenía un revólver pequeño, con cachas de nácar, que era una preciosidad,

El arsenal lo guardábamos en una de las cuadras, en un cuartucho olvidado y oscuro en el que no se entraba nunca.

Ocurrió, sin embargo, que alguien, nunca supimos quién, si niño o adulto, descubrió y denunció el depósito, y la policía hizo su aparición, registró las cuadras y encontró el alijo. El revuelo fue considerable. Nuestros padres lamentaron haber estado tan tranquilos con tantas armas tan cerca de sus hijos. La policía culpó al cuadrero, un pobre hombre, que toda la vida había vivido allí, con un comportamiento ejemplar, y al que detuvieron y estaban a punto de expulsar de su trabajo y de su casa, aunque él alegaba ser totalmente inocente.

De todo esto nos enteramos por nuestros padres y comenzó a remordernos la conciencia. De modo que yo pensé recurrir a mi abuelo para pedirle consejo. Así que, haciendo de tripas corazón, aproveché un momento en que se encontraba en el jardín y le dije sin más:

- Abuelito, ¿por qué han detenido a Francisco?.

- Porque dicen que era él el que tenía las armas que la policía encontró.

- ¿Y tú crees que ha sido él? - pregunté para tantear el terreno.

- No. Francisco es una bellísima persona, incapaz de hacer una cosa así. Estoy seguro de que ni siquiera sabe manejar un arma. Tiene que haber alguien, verdaderamente malo que, viendo lo que el pobre está pasando, no sea capaz de hablar y aclarar el asunto.

- Pero, abuelito, si alguien dijera que ha sido él, ¿qué le pasaría?

- Depende. Tendría que explicar por qué almacenaba las armas y para qué y, según lo que dijera, la ley haría una cosa u otra. Pero, para esa persona sería mucho mejor que lo dijese ahora que cuando hayan condenado a Francisco.

- ¿Por qué?

- Porque así demostraría que no es tan malo, ya que trata de evitar que se condene a un inocente. Pero, si espera a que lo descubran, el castigo será mucho peor.

- ¿Y qué castigo le pueden poner?

- No lo sé. Yo no conozco la ley. Pero has de comprender que no es lógico que la gente vaya acumulando armas sin un motivo determinado. Y ese motivo no puede ser muy bueno, pues las armas sólo sirven para matar.

Este diálogo se me clavó en el alma. Imaginé al pobre Francisco, siempre tan simpático y tan juguetón con nosotros, dejándonos hacer lo que queríamos, incluso en su casa y con sus cosas, cargado de cadenas y atado al muro de un calabozo en tinieblas. Y a su mujer, la pobre Amparo, que tanto nos quería y que nos traía pastas de su pueblo, siempre que volvía de visitar a los suyos, llorando desconsolada y sin poder hacer nada por sacar a su marido de aquella situación con la que no tenía ninguna relación. Y algo me hizo hablar con mis primos y con los amigos y convencerlos de que debíamos decir la verdad. Hubo grandes miedos y grandes dudas pero prevaleció la honradez. Lo teníamos claro: No queríamos toda la vida tener en la conciencia el peso de la desgracia de Francisco y su mujer. Así que, ni corto ni perezoso, fui a mi abuelo y le dije toda la verdad.

Mi abuelo se quedó muy sorprendido. Me hizo repetirle toda la historia, los recorridos diarios por la tapia, los juegos, las hogueras explosivas, y le hice que me acompañara a dar una vuelta - era por la mañana y, lógicamente, estando el asunto como estaba, no habíamos hecho el recorrido - durante la cual encontramos varias pistolas y muchos cartuchos que mi abuelo no quiso que tocáramos. Acto seguido, me subió a casa, le dijo a mi madre que no me dejase bajar al jardín hasta que él regresase, y se fue a hablar con mi padre a la oficina y, los dos juntos, a la comisaría. Así se aclaró el misterio del alijo de armas. Todos los de la pandilla tuvimos que declarar, uno a uno, primero ante la policía y luego ante nuestros respectivos padres. Y sufrir el castigo correspondiente, tanto por nuestra mentira como por nuestra desobediencia.

Por supuesto, y con gran alegría de todos, especialmente de los niños que vimos aligerada nuestra conciencia, Francisco fue puesto en libertad y reintegrado a su trabajo.

Pasados unos días, mi abuelo me sentó en sus rodillas y me dijo:

- ¿Has sacado alguna enseñanza de todo lo que ha pasado?

- No.

- ¿No has pensado sobre todo ello?

- Sí.

- ¿Cuál crees tú que fue el origen de todo?

- No sé... la primera pistola que encontramos.

- No - dijo mi abuelo tajante.

Yo intuí que aquello era importante y que, por tanto, tendría que aguzar mis recursos mentales. Así que me concentré, recordé, deduje... y, por fin, exclamé satisfecho:

- El desobedecer.

- En parte, sí - replicó. Pero, vamos a ver, ¿cuántas veces te hemos preguntado los papás y yo si habíais visto algún arma o alguna bala?

- Muchas.

- ¿Y qué has contestado siempre?

- Que no habíamos visto ninguna.

- ¿Y eso cómo se llama?

- Mentira.

- Exacto. Mentira. Y sobre ella quería hablarte, porque es importantísimo que sepas que la mentira es, a la vez, asesina y suicida.

- ¿Asesina?

- Sí. Fíjate qué a punto ha estado el pobre Francisco de ir a la cárcel por una serie de años o, incluso de ser fusilado, por almacenar armas, lo cual está prohibido y castigado con grandes penas, sobre todo en tiempo de guerra.

- Sí - dije comprendiendo.

- Vuestra mentira ha estado a punto de destrozar toda una vida de honradez y de trabajo. Porque si no se hubiera aclarado todo, y aunque Francisco hubiera salido de la cárcel, nadie en el futuro se hubiera fiado de él, ni le hubiera dado trabajo. Y eso, para mí, hubiera sido como un asesinato. ¿A ti qué te parece?

- Que sí - dije muy seriamente, comprendiendo la enormidad de nuestro error.

- Pero es que, además, la mentira es suicida.

- ¿Suicida? ¿Que se mata a ella misma?

- Sí.

- ¿Cómo? - pregunté intrigado.

- Hasta ahora, los papás de todos los niños del grupo y los abuelitos, nos fiábamos de vosotros, teníamos plena confianza en vosotros, estábamos seguros de que nos decíais la verdad y de que obedecíais y de que se os podía dejar jugar en el jardín sin ninguna vigilancia. ¿Qué piensas tú que va a pasar ahora? ¿Qué medidas tendrán que tomar los papás de todos, ya que saben que no se pueden fiar de sus hijos?

Me aterroricé. Nos vi confinados en casa permanentemente o vigilados estrechamente durante nuestros juegos, sin alegría, sin libertad, sin la espontaneidad que hasta entonces había presidido nuestras actuaciones en grupo. Ante mi silencio, mi abuelo continuó:

- Casi nadie lo sabe. Pero tú tenlo presente siempre tal y como yo te lo digo: La mentira es asesina y suicida. Siempre, sin excepciones. Así que no mientas nunca y huye de los mentirosos como de la peste. Es uno de los defectos o, mejor uno de los vicios más nefastos que existen y que más daño hace a todo el mundo.

Pocos meses después de aquello pudimos experimentar en nuestra propia carne lo que la mentira podía hacer, ya que, como he dicho en otro capítulo, un compañero de mi padre, envidioso del destino que tenía en la Granja y deseándolo para sí, aprovechando que estaba en la parte vencedora de la guerra, lo denunció imputándole una serie de delitos, todos mentira, que estuvieron a punto de hacer que a mi padre lo fusilaran.

Veinte años después, precisamente el año cincuenta y nueve, mi padre - del que me siento tan orgulloso como de mi abuelo - regresó a casa muy contento, tras asistir a la comida de hermandad que todos los peritos agrícolas celebraban - y siguen celebrando - anualmente el día se San Isidro Labrador. Durante la cena supimos a qué se debía su alegría. De repente dijo, como sin darle importancia:

- Hoy he sabido de dónde salieron todas las cosas que me imputaron y por las que casi me matan.

Nos quedamos todos con la boca abierta, mirándolo. Él continuó:

- He estado sentado al lado de un compañero, llamado Benavides, al que no había visto desde que estudiábamos la carrera. Y, durante la comida, al contarnos cómo nos ha ido a cada uno de nosotros, me ha dicho que fue él quien, desde la otra zona y porque deseaba mi puesto en la Granja, había vertido contra mí todas las denuncias que provocaron todo lo que hemos pasado. Que su conciencia le remordía y que, al verme, había decidido sentarse a mi lado y decírmelo.

Yo, que no había alcanzado la madurez suficiente, a pesar de lo que yo pensaba desde mis treinta y un años recién cumplidos, le dije:

- Supongo que le habrás partido la cara. Es lo menos que se merece.

Mi padre me miró sorprendido y, con cierta tristeza, me respondió:

- No. Le he dado un abrazo y le he dicho que no se preocupase, porque todo estaba perdonado y olvidado.

Pocos años después nos dijo mi padre que se había enterado de que el compañero Benavides había muerto loco.

Sí. Siempre que me he topado con la mentira he podido comprobar que, como decía mi abuelo, verdaderamente, es asesina y suicida.

 

 

 

* * *

 

 

XVII.- LA MÁSCARA

Estábamos en cuarto curso del bachillerato, que entonces duraba siete años. Y ocurrió que, durante el examen de latín - que entonces se estudiaba durante los siete cursos - vi cómo un compañero que estaba sentado delante de mí, le pidió ayuda al que estaba a su izquierda, que era el empollón de la clase. Éste, tras hacerse de rogar, le pasó por fin un papel que el primero copió ávidamente.

Días después, me confesó el que había copiado - y al que suspendieron - que lo que le había pasado el empollón - cuyo ejercicio había obtenido sobresaliente - estaba lleno de errores.

Aquello me hizo pensar. Por supuesto, el empollón tenía siempre el afán de ser el primero, de destacar en todo. Pero, hasta entonces, yo había pensado que lo hacía honestamente, sin atropellar, sin dañar. Aquel incidente me impactó, de modo que, al llegar a casa, se lo comenté a mi abuelo.

- Sí - me dijo - tú no te lo habías imaginado porque tú no llevas máscara.

- ¿Máscara? ¿Es que los demás llevan máscara?

- Casi todos.

- ¿Qué quieres decir?

- Que, desgraciadamente, la mayor parte de la gente se dejan casi siempre llevar por el egoísmo, es decir, por poner sus intereses por delante de los de los demás. Y, como eso está mal y su conciencia se lo reprocha y, además, los otros, que también saben que está mal, lo podrían notar, se dedican a fingir que son mejores de lo que en realidad son, con lo cual, se habitúan a actuar representando un personaje distinto de su propia personalidad; de modo que llega un momento en que ya no saben distinguir, y muchos hasta acaban creyendo que ellos son la máscara.

- ¿Tú crees?

- Seguro. Ya lo irás viendo. ¿Qué crees que le ha pasado el empollón?

- No sé. No lo comprendo.

- Pues, sencillamente, que es un egoísta. Que es incapaz de compartir. Que, no obstante, no puede negarle a un compañero un pequeño favor y, por tanto, le pasa el papel. Pero, como tampoco puede consentir que el examen del compañero resulte tan bueno como el suyo, antes de pasarle el papel, figura en él algunos errores. ¿No ves la máscara?

- Sí. Quiere pasar por bueno, pero en realidad es malo.

- Pero el compañero defraudado se ha dado cuenta, ¿no?

. Sí.

Y te lo ha dicho a ti.

- Sí.

- Y supongo que lo habrá dicho a otros.

- Quizá.

- ¿Y qué beneficio habrá obtenido realmente el empollón al final, cuando los compañeros dejen de confiar en él?

- Ninguno. Bueno, tendrá muy buenas notas, pero ningún buen amigo.

- Exacto. Has dado en el clavo. Este chico irá solo por la vida. Será el primero. Pero pagando por ello un precio muy alto: La soledad. Todo por empeñarse en llevar la máscara de bueno y actuar como malo.

- ¿Y qué tendría que hacer?

- Actuar tal como es. Los disgustos y los roces producidos por su carácter egoísta irían corrigiéndole y acabaría siendo un chico listo y, además bueno. Así será solamente un chico listo, pero malo y solo.

Me quedé pensando. Imaginé al empollón cuando fuera mayor, solo, sin amigos, creyéndose muy listo pero siendo, en realidad, corto de visión. Y desgraciado. Mi abuelo concluyó:

- Fíjate siempre en la gente que conozcas y trata de averiguar cuál es su máscara. Hay quienes, como tu compañero, la llevan de buenos y son malos; y hay quienes la llevan de malos y, sin embargo, son buenos y les da vergüenza manifestarse quizás porque se han criado en un ambiente en el que ser bueno no estaba bien visto; y hay quienes llevan máscara de listos y son tontos y quienes la llevan de tontos y son listos y quienes, siendo riquísimos, se ponen máscara de pobres vi viceversa... hay máscaras para todos los gustos.

- ¿Y cuál es la mejor?

- ¿La mejor? Ninguna. Tú sé tú. Trata de ser bueno y sélo en la medida de tus fuerzas. Y si fallas, aprende la lección y sigue intentándolo. Y si quieres ser algo, esfuérzate por conseguirlo y lo conseguirás, pero no caigas en la vulgaridad de ponerte una máscara. Porque no engañarás a nadie sino a ti mismo.

Aquel compañero que ya entonces se puso la máscara de bueno sin serlo, hoy día es un solitario al que la vida ha golpeado duro. Espero que haya aprendido la inutilidad de las máscaras. El que copió es hoy un abuelo feliz, que ha llevado una vida llena de amigos, de alegrías y de satisfacciones.

Tenía razón, pues, una vez más, mi abuelo. Me he preocupado, a lo largo de los años, de averiguar la máscara que cada una de las personas con las que he tratado se ha puesto, y puedo asegurar que resulta un entretenimiento tristemente distraído: Es rarísimo encontrar a alguien que no se haya provisto de una, aunque sea mínima la transformación que le proporcione. Pero hay algunas personas que no usan máscara, que se muestran tal cual son. Y ésas son maravillosas.

 

 

* * *

 

XVIII.- HACER ALGO BUENO

Era una familia modelo, formada por la madre y dos hijos, el mayor, Pepico, estaba cojo, debido a la parálisis infantil que le afectó de pequeño, y andaba inclinándose a cada paso del lado izquierdo, hasta apoyar la mano en su rodilla; el segundo, Paquito, era simpático, alegre, buen amigo, sin fisuras, de los que mi abuelo decía que no llevan máscara. Padecía de tuberculosis, enfermedad muy extendida entonces por todo el país, especialmente entre los niños. Su padre, al que no conocí, era peón de albañil y estaba en la cárcel por causa de la guerra civil. No tenían medios ni formación. Pepico era un año mayor que yo, y Paquito, uno menor. Curiosamente, llevaban el mismo apellido que nosotros, no muy corriente pero tampoco desconocido en Valencia, de modo que el pequeño y yo nos llamábamos exactamente igual y eso nos hacía sentirnos más próximos. Dada su precariedad económica, la madre, la Sra. Asunción, se dedicaba sin descanso a lavar pisos en las casas que solicitaban sus servicios. Bien entendido que entonces, por no haberse aún inventado la fregona, los pisos se lavaban de rodillas. Mi madre, más de una vez, movida a compasión por su situación, peor aún que la nuestra, contrató esporádicamente sus servicios.

He de hacer un inciso para abundar en la opinión de mi abuelo en el sentido de que en el mundo hay mucha gente buena, que no quiere aparecer como tal, pero que sabe acudir en ayuda de los que la necesitan, en el momento oportuno. Lo digo porque en aquella época en que mi padre estaba en la cárcel y no había más ingresos que los que mi madre obtenía y las frutas y verduras que mi abuelo conseguía Dios sabe dónde, todos los meses, llamaba a nuestra puerta un joven, para nosotros desconocido, que nos entregaba un sobre cerrado en el que había no recuerdo qué cantidad, pero que nos venía muy bien para equilibrar la economía. Nunca quiso decirnos quién le enviaba ni de dónde venía. ¿Era un amigo? ¿Un conocido? ¿El propio denunciante falso de mi padre, que quería acallar así los gritos de su conciencia? ¿Un desconocido que aprovechaba la oportunidad para hacer el bien? Nunca lo supimos. Simplemente dábamos gracias a Dios cada vez que el sobre llegaba, y mi abuela, recuerdo, rezaba por aquella alma buena. Porque estas cosas ocurren y hacen que uno no pierda del todo la fe en los hombres.

Decía que, a veces, la Sra. Asunción venía a lavar el piso de nuestra casa que, a la sazón era la cuarta puerta del número doce de la calle Ciento veintidós del Plano, actualmente, Padre Urbano, una travesía de la Calle de Sagunto, poco antes de llegar al colegio de los salesianos. En ese colegio, en el internado, aunque yo era externo, estudiaba yo el bachillerato, gracias a una beca que obtenía, mediante examen, cada año. Los hijos de la Sra. Asunción estudiaban en el externado, que impartía, gratuítamente, cultura general. Pero, aunque no coincidíamos en clase, sí lo hacíamos en las horas libres y durante las vacaciones, ya que ellos vivían precisamente frente al colegio.

Y ocurrió que Paquito, una noche, murió de modo fulminante e inesperado. Su velatorio, su misa corpore insepulto celebrada en la iglesia del colegio y su entierro, me conmocionaron profundamente. Aún veo a Pepico, subido al primer taxi que tomaba en su vida, para ir al cementerio, llorando desconsoladamente, y a la Sra. Asunción, curtida ya por las desgracias, sentada a su lado, ausente de todo y de todos y en comunión con su pequeño, cuya salud tantos sobresaltos le había dado y que ya no tendría, de mayor, que luchar más en un mundo hostil y despiadado. Lo cierto es que la inesperada muerte de aquel amigo dejó un vacío que no conseguimos ya llenar con nada.

Esto ocurrió poco después de la detención por la policía de la banda de atracadores a que me he referido en otro capítulo. Y unos cuatro años antes de que mi abuelo nos dejase para siempre, como también he relatado antes.

Lo cierto es que yo acudí a mi abuelo en busca de aclaraciones profundas. No podía comprender por qué Paquito tenía que morirse y por qué, por ejemplo, yo no. Así que le pregunté abiertamente:

- Abuelito, ¿tú por qué crees que ha muerto Paquito?

- Seguramente porque ya había hecho lo que vino a hacer - me respondió.

Yo quedé sorprendido ante tan inesperada respuesta. ¿Qué podía haber hecho de importante el pobre Paquito, si no tuvo tiempo ni siquiera de terminar el colegio? Totalmente desorientado, pregunté:

- ¿Y qué es lo que ha hecho de importante?

- Depende de lo que tú consideres importante.

- Importante es algo que los demás puedan usar o admiren, ¿no?

- Sí. Eso es importante. Pero hay otras cosas mucho más importantes que casi nadie ve.

- ¿Qué cosas?

- ¿Qué te parece sonreír?

- ¿Sonreír?

- Sí. ¿Crees que es fácil ir por la vida sonriendo a todos y queriendo a todos y no viendo malicia en nadie y no sintiéndose ofendido ni perjudicado por nadie, como hacía Paquito?

¡Era cierto!. Paquito era así. Y mi abuelo se había dado cuenta. Mientras que yo, aunque lo había apreciado y por eso había buscado y cultivado su amistad, no había concretado la causa de mi inclinación hacia él.

- Es verdad.

- ¿Qué piensas tú que es más importante, hacer algo de lo que todos se admiren y comenten los periódicos, o mitigar día a día y hora a hora con una sonrisa y con un cariño, sin flaquezas, las desgracias que su madre ha tenido que vivir?

Me quedé pensativo. Recordé a Paquito en su casa, como lo había visto muchas veces, en su pobrísima casa, alegre, sonriendo siempre, haciendo carantoñas a su madre que fingía rechazarlas aunque se veía a las claras que la hacían feliz...

- Tienes razón... Pero, ¿por qué ha tenido que morirse? ¿No habría podido seguir haciendo feliz a su madre toda la vida?

- ¿Y qué es toda la vida? ¿Cuándo termina?

- Bueno, unos años más...

- Verás: Todos, antes de nacer, tenemos unos motivos determinados para venir al mundo y unas cosas que hacer. Siempre buenas. Y las vemos con mucha claridad. Pero luego, al nacer, se nos olvidan y no nos quedan más que unos recuerdos muy difusos, unas tendencias, unos gustos y, eso sí, una voluntad. Esa voluntad es la que ha de hacer que cumplamos aquello que queríamos hacer, que era bueno. Unos, como Paquito, lo consiguen. Otros como, por ejemplo, los atracadores que detuvieron el otro día, no lo logran.

- ¿Entonces tú crees que esos atracadores vinieron al mundo a hacer algo bueno?

- Sin ninguna duda. Nadie nace para hacer el mal. Todos nacemos para hacer el bien. Lo que ocurre es que los atracadores no habían desarrollado su voluntad lo suficiente y, en vez de seguir sus impulsos internos, sus propósitos originarios, eso que a ti te impide robar o matar no sabes por qué, se dejaron llevar por los atractivos del otro sendero, el del mínimo esfuerzo, el de buscar lo cómodo, lo agradable, lo fácil, rechazando el sacrificio que supone estudiar o decir no a tiempo.

- ¿Entonces no eran malos?

- Nadie es malo. ¿Es que crees que no tendrán madre y padre y hermanos? ¿Es que crees que no querrán a sus hijos, si los tienen, o a sus amigos de la infancia o a su perro? ¿Es que crees que, porque hayan atracado un banco, ya son malos para siempre en todo lo que hagan? No. Rotundamente, no. Por eso hay que considerarlos como unos hermanos que se han equivocado de camino y si, como consecuencia de ello, no es posible que vivan en medio de la sociedad, habrá que mantenerlos separados, es decir, en la cárcel, hasta que se den cuenta de su error y rectifiquen, y la sociedad pueda recuperarlos como ciudadanos normales, que para eso es la cárcel. Pero nadie es intrínsecamente malo. Todos, como te he dicho, nacemos para hacer algo bueno. Sin excepciones.

- ¿Nosotros también?

- Por supuesto.

- ¿Y cómo hemos de averiguar lo que queríamos hacer, lo que decidimos hacer antes de nacer?

- Eso hay que tratar de recordarlo poco a poco, haciendo lo bueno, pensando, reflexionando, meditando, diciendo no, cuando supones que te vas por al lado malo... así, poco a poco vas viendo claro tu camino.

- Pero, ¿y los demás?

- A los demás, si actúas correctamente y practicas con ellos el bien y la rectitud y la honestidad y la fidelidad y la colaboración y la comprensión y la tolerancia y el amor, les vas ayudando a recordar qué querían hacer aquí y puedes hacerles un gran favor a ellos mismos y a la humanidad, ya que les evitarás así el daño que, de no haber recordado, hubieran producido.

¡Qué profundidades había alcanzado mi abuelo!. Era un pozo sin fondo, lleno a rebosar de sabiduría. Pero sabiduría verdadera, de la que cala, de la que le marca a uno para siempre, de la que cambia una sociedad sin que ella misma se dé cuenta. Nunca he dudado de que mi abuelo tuvo siempre claro para qué había nacido, porque en ningún momento, en ninguna situación, dejó de hacer, como él decía, ‘’algo bueno’’.

 

 

 

* * *

 

 

XIX.- LA LIMOSNA

Yo había cumplido los quince años. Ya podía - pensaba yo - tener ideas propias como los mayores. Y sucedió que un día, recién llegado del colegio, le pregunté a mi abuelo sobre un tema que había tratado con un compañero de clase:

- Abuelito, ¿es bueno dar limosna?

- En principio, es bueno dar al que te pide. ¿Por qué lo preguntas?

Mi hermana, que estaba haciendo sus deberes, barruntando lo que se aproximaba, se apresuró a acercarse para escuchar e intervenir.

- Es que - dije yo - José Luis dice que no le da limosna a ese pobre que pide en al puerta de la iglesia porque, luego va y se lo bebe.

- ¿Y a ti qué te parece? - preguntó mi abuelo.

Tras corta meditación, respondí:

- No sé... si se lo bebe...

- Me parece que te estás perdiendo en tu razonamiento. - me dijo mi abuelo - Vamos a empezar de nuevo. La religión, los Evangelios, que ya conoces, ¿no dicen que debes dar al que te pide?

- Sí, - respondí - pero...

- No hay pero - me interrumpió.

- Pero, abuelito, - terció mi hermana - si yo me sacrifico, me privo de algo para darle una limosna y luego él se lo gasta en vino, no tiene gracia.

- No. No tiene gracia, pero para él. Empecemos otra vez desde el principio. - dijo mi abuelo - Y añadió:

- ¿Estáis de acuerdo en que hay que dar al que nos pide?

- Sí. - dijimos.

- Y, si dais algo a alguien, una vez que se lo habéis dado, ¿de quién es?

- Del otro. - respondí.

- ¿Y ese otro puede hacer lo que quiera con lo suyo?

- Sí. - me vi obligado a responder.

- ¿Entonces, por qué os tiene que preocupar lo que él haga con lo suyo? De eso tendrá que responder él que, tanto si se lo gasta en vino como si no, recogerá el resultado de su actuación.

- ¿Entonces...? - empezó a decir mi hermana.

- ¿Qué es lo que a vosotros os debe preocupar cuando alguien os pide una limosna?

Los dos nos quedamos pensando. Yo comencé a comprender: ¿qué me importaba a mí lo que el otro hiciese con lo suyo? Y, si lo que yo le he dado es suyo... lo que me he de plantear es...

- Si le damos o no la limosna. - dije.

- Eso es. Ése es vuestro problema: Atender o no atender una llamada de auxilio. Si la atendéis, habréis hecho una buena obra y os sentiréis mejor. Si no, no os quepa duda de que os sentiréis mal. Algo dentro de vosotros os reprochará haber dejado pasar una ocasión de hacer algo bueno. Ocasión que ya nunca volverá.

- ¿Nunca? - preguntó impresionada mi hermana.

- Ésa, nunca. Podrán presentarse otras, pero ésa ya no. Y eso es triste, muy triste. - tras un breve silencio, continuó: - Pero hay una cosa interesante en este tema.

- ¿Cuál? - nos apresuramos a inquirir los dos.

- ¿Para vosotros, en qué consiste dar limosna?

- En dar dinero a alguien que te lo pide. - terció mi hermana.

- Sí y no. - respondió mi abuelo.

- ¿No es eso? - pregunté intrigado.

- Sí y no. Sí, porque dais dinero a quien os lo pide. Desde el punto de vista material, es correcto. Pero, ¿y desde el punto de vista interno?

- ¿Cuál es el punto de vista interno? - quise saber.

- ¿Es lo mismo - me repreguntó mi abuelo - dar simplemente el dinero, que acompañarlo de una sonrisa, un deseo de satisfacer una necesidad, un sentimiento de compasión, de caridad, de amor hacia la persona que os pide y con ello os brinda una ocasión única, como hemos visto, de hacer el bien?

- No. - respondimos los dos, pensativos.

Y se hizo el silencio acostumbrado tras cada descubrimiento de algo importante, tras el hallazgo, como acabamos llamándolo, de ‘’alguna perla escondida’’ en medio de la hojarasca de las palabras, las ideas y las emociones.

- La limosna, - prosiguió mi abuelo - no lo olvidéis nunca, no consiste en ‘’dar’’ sino en ‘’darse’’. Algo de vosotros, algo de lo mejor de vosotros debe siempre acompañar al dinero que deis. Si no, el efecto sobre vosotros y sobre el que lo recibe no será el mismo. Se interrumpió un instante y luego prosiguió:

- ¿Os habéis puesto alguna vez en el sitio del que pide limosna?

Yo me di cuenta de que nunca lo había hecho. Me había siempre parecido normal que los mendigos pidiesen. Pero aquello...

- No. - dije abrumado, imaginándome a mí en la calle, tendiendo la mano a los viandantes.

- Pues conviene que lo imaginéis. - dijo. Y siguió: - Pedir no es nada fácil ni agradable, os lo aseguro. Es infinitamente más agradable dar que recibir. Siempre. El que recibe se siente humillado, rebajado, desplazado, fracasado con relación al que le da, que se siente fuerte y seguro y elevado con relación al primero. Y la más elemental elegancia moral inclina a compensar esa incomodidad interna, esa vergüenza, con un poco de comprensión y de amor, un dar a entender que tú podrías estar en el lugar del otro, que lo comprendes y deseas compartir y mitigar su dolor. La vida da muchas vueltas. Muchas. Y no sabemos si alguna vez tendremos que pedir limosna. Y, ¿qué pensaríais entonces vosotros, si la persona a la que pidierais no os diese lo que podía daros porque pensase que ibais a hacer un uso de lo que os diera, para ella inadecuado? ¿Lo veis claro?

- Sí. - repusimos.

- Si os piden, dad. Lo otro son sólo excusas para no dar, que nada tienen que ver con el hecho principal, que es vuestro deseo de ayudar y el bien que ello hace. Y, sobre todo, aprovechad la ocasión que se os ha puesto en el camino.

¡Qué claro y qué fácil lo hacía todo mi abuelo! Luego, se nos quedó mirando y dijo:

- Hay una cosa parecida, muy corriente, y que convendría que la hablásemos.

- ¿Qué es? - dijo mi hermana, ansiosa de abordar el nuevo tema.

- ¿Algo parecido? - inquirí yo.

- Sí. - dijo - algo parecido. ¿Veis alguna diferencia entre dar una limosna y hacer un favor?

- Sí. - dijo mi hermana.

- No. - aseguré yo.

- ¿Sí y no? - terció mi abuelo sonriendo.

- Al dar limosna, - arguyó mi hermana - das dinero y al hacer un favor, no, luego son diferentes.

- Pero, en el fondo, es lo mismo. - contraataqué yo.

- Los dos tenéis razón - concluyó mi abuelo - porque, en el fondo, dar una limosna es también hacer un favor, y al revés. Pero yo iba a destacar un matiz especial: La limosna se da y ahí acaba la historia. Pero, cuando se hace un favor a alguien, generalmente, se espera que lo agradezca.

- Es que es lógico. - dijo mi hermana rápidamente.

- Pensadlo bien, - replicó mi abuelo - pensadlo bien.

Nos quedamos pensando. A poco, ya vi claro que estábamos en el mismo supuesto que antes con la limosna: Condicionábamos nuestra actuación a la posible actuación del otro. Mi abuelo interrumpió mis reflexiones preguntando:

- ¿En qué dirección va el favor?

- En dirección al que lo recibe. - dijimos.

- ¿Y ahí acaba?

La pregunta tenía su miga. Tras pensarlo, me aventuré:

- Es que, si se espera que vuelva, si se espera el agradecimiento, entonces... - y ahí me quedé.

Silencio. Por fin lo vi con claridad y concluí:

- Entonces es un intercambio, una especie de contrato, ¿no? Ya no es un favor.

- Exacto. - dijo mi abuelo - El favor, lo mismo que la limosna, ha de ser gratuíto, incondicional. Porque si no, no son ni limosna ni favor.

- Claro. - dijimos ambos.

- Y entonces - concluyó mi abuelo - la limosna y el favor bajan de categoría, desde el cielo hasta el mercado. Ya les hemos puesto un precio que los desnaturaliza. De ayuda desinteresada, pasan a ser un simple trueque.

- ¿Y la gratitud?. ¿No es una obligación?. - quiso saber mi hermana.

- Sí, claro que lo es. Y muy importante. - respondió mi abuelo - Pero es una obligación del que recibe la limosna o el favor y, por tanto, no debe preocupar a nadie más.

¡Cuántas veces en la vida he vuelto a oír el argumento del ‘’se lo beberá’’ o ‘’se drogará’’ o ‘’le haces daño dándole’’ o ‘’le fomentas el vicio’’. Y siempre he recordado aquellas palabras tan sabias de mi abuelo!

¡Y cuántas veces he oído a personas, supuestamente evolucionadas y bienintencionadas, quejarse de la ingratitud de aquellos a los que habían favorecido de algún modo! Y he levantado mi corazón agradecido a mi abuelo por haberme abierto los ojos a tiempo.

 

 

 

* * *

 

 

XX.- EL POZO NEGRO

Debió ser por el mes de marzo del tercer año de guerra, porque vivíamos aún en La Granja de Burjasot. En el inmenso jardín en el que yo, prácticamente, pasaba todo el día, y al que me he referido en varias ocasiones, junto al paseo que lo atravesaba por su centro, paralelo a la fachada, y en el punto en que se cruzaba perpendicularmente con el largo andén que discurría desde el edificio principal hasta el fondo del jardín, que lindaba ya con Benimamet, el pueblo próximo, en uno de los ángulos que ese cruce formaba, había un observatorio meteorológico, en el cual yo jugaba frecuentemente, imaginando ser un sabio que manejaba mil instrumentos misteriosos.

Detrás del observatorio había un recinto rectangular, de unos diez por cinco metros, formado por una pared de ladrillo de medio metro de altura, pavimentado también de ladrillo y cerrado por todas partes, salvo por el centro de uno de sus lados mayores, en el que se interrumpía el muro unos dos metros, dejando lo que aparentemente era una puerta. No lo era, sin embargo porque, ocupando toda su anchura, pero por la parte de fuera, había, a ras del suelo, un pozo cuadrado, con el brocal de ladrillo, de dos metros de lado.

Aquel recinto rectangular era el estercolero. El lugar a donde iban a parar las basuras y los desperdicios de todas las viviendas, oficinas, cuadras y jardines. Allí se amontonaban, allí recibían las lluvias y el sol, y se iban descomponiendo y dando lugar a una masa informe que, no recuerdo con qué periodicidad, se cargaba en carros y se esparcía sobre la tierra de los campos y jardines de La Granja, a modo de abono. Aún me parece ver el humo que, se elevaba lentamente desde el estercolero hacia lo alto, sobre todo las mañanas frías del invierno. Y no he podido olvidar el calorcito tan agradable que nos subía por todo el cuerpo cuando, encaramados al enorme montón de más de dos metros de altura, nos quedábamos quietos, como las lagartijas al sol.

Todas las aguas de lluvia y los jugos y líquidos derivados de la descomposición de toda aquella materia orgánica, rezumaban continuamente, formando una corriente lenta, semilíquida y negra, que se escurría hasta desembocar en el pozo cuadrado.

El pozo, he de reconocerlo, me fascinaba. Pasaba horas y horas arrodillado en sus bordes, observándolo con curiosidad y asco al mismo tiempo. Nunca supe qué profundidad tenía. Posiblemente no más de medio metro. Pero a mí entonces me parecía que llegaba hasta el mismo centro de la Tierra. Sus aguas eran siempre negras o, mejor, marrón oscuro. Con apariencia espesa pero, sin embargo, fluídas. De su fondo, de vez en cuando, brotaban inesperadamente grandes burbujas que se rompían con un ruído característico al llegar a la superficie. Intermitentemente, aparecían en la superficie, para sumergirse de nuevo en las tinieblas, grandes gusanos blancos y larvas enormes, de color ocre, de forma siniestra y vida misteriosa. Su superficie, en algunas épocas, bullía de vida, ocupada por miles de larvas de mosquito que pugnaban por salir a respirar y luego cabeceaban para ganar las profundidades de nuevo.

Para mí aquel pozo era - y sigue siéndolo - el símbolo de lo siniestro, lo infernal, lo terrorífico, pero también lo desconocido, y por ello me subyugó.

Un día, paseando con mi abuelo por el andén central, llegamos a la altura del estercolero y quise enseñarle toda la vida que bullía en aquel pozo negro. Llegados a su borde, nos quedamos contemplándolo. Cientos de larvas de mosquito hacían que la superficie pareciese hervir. A poco, el agua se removió e hizo su aparición una especie de monstruo blanco, como un enorme gusano anillado, sin cabeza ni cola que, tras arquearse varias veces ante nosotros, se hundió de nuevo en los abismos. Misteriosas burbujas agitaban las aguas por el lugar más inesperado... Yo, resumiendo mi sentir tras todas las horas de observación en mi haber, dije:

- Es horrible, ¿verdad?

- Sí, es horrible. Pero no del todo. - respondió mi abuelo.

- A mí me parece horrible. Meterse en esas aguas negras, llenas de bichos raros y de trampas y de... uaggg. - terminé con un escalofrío.

- ¿Y qué pensarías si fueses uno de esos animales que viven ahí?. - me preguntó inesperadamente.

¡Qué idea!. Pero, ¿qué pensaría? - me pregunté.

- Seguramente... me gustaría. - dije con asco.

- Claro que te gustaría. Sería tu mundo. El único mundo que conocerías.

Me quedé un momento pensando. Tenía razón.

- Pero, ¡qué mundo tan triste! - no pude por menos de exclamar.

- ¿Triste por qué?

- Porque es un mundo que sale de la basura, que vive en la basura, en lo negro, en lo feo, en lo sucio, en lo maloliente... es un mundo horrible. - concluí.

- ¿Y de qué vives tú? ¿Tú sabes qué se hace con esta basura?

- Sí. Se reparte por los campos.

- ¿Y qué pasa con ella?

- Que sirve de abono para las plantas.

- ¿Y quién se come las verduras y las frutas?

- ¡Nosotros!

- ¿Qué diferencia hay, pues, realmente?

- Ninguna. Porque todos comemos basura. - respondí convencido, pero desilusionado, frustrado, asombrado de mis propias palabras.

- Fíjate cómo, de lo que parece muerto, surge la vida de nuevo. Fíjate en que la vida nunca muere; puede morir la materia, el cuerpo, pero la vida, el espíritu, no. La materia cambiará de forma, de apariencia, hasta de función, pero siempre servirá de soporte a la vida.

Era asombroso: Lo que nadie quería, lo que todos tiraban, lo que parecía muerto estaba, sin embargo, lleno de vida. Mi abuelo continuó:

- Hasta el agua de este pozo, el extracto de todo lo descompuesto y de lo más repugnante permite que miles de seres puedan vivir y alimentarse y ser felices.

Se me iba así haciendo claro que el mundo todo, el universo todo, está vivo, que cada partícula lleva vida dentro y que, al margen de nuestras apreciaciones y nuestras observaciones y hasta de nuestras reacciones, hay planes superiores a nuestra comprensión, que hacen que todos trabajen para todos, que nada quede olvidado, que cada cosa tenga su importancia y su finalidad y su utilidad... Mientras todo esto se me grababa en la mente, mi abuelo prosiguió:

- Y esto ocurre a todos los niveles.

- ¿Qué quieres decir?

- Quiero decir que el mal no existe, que no es más que una etapa en el desarrollo del bien, una apreciación nuestra.

- No te entiendo, abuelito.

- Verás. Esta agua negra que rezuma el estiércol es para nosotros repugnante. No la beberíamos por nada del mundo, ¿verdad? Ni nos bañaríamos en ella a ningún precio. Para nosotros es la representación de lo más desagradable y siniestro. Pero, para los que en ella viven, no. Para ellos es un agua maravillosa, que contiene alimentos que les permiten crecer y vivir y evolucionar.

Yo le seguía atentamente. Tras una breve pausa, continuó:

- ¿Has visto lo que sale de todos estos bichos que viven aquí?

Yo hice memoria... sí, una vez había visto crisálidas adosadas al borde, sobre la superficie negra, así que respondí:

- Sí. He visto crisálidas. ¿Qué sale de ellas?

- Salen escarabajos. Unos escarabajos grandes y de un azul metálico precioso. Lo sé porque, de niño, los vi salir de sus crisálidas.

- Esos sí que los conozco, - respondí ilusionado - porque los he cazado muchas veces y los tengo en mi colección.

- ¿A que cuando los cazaste no te imaginaste que provenían de este pozo o de otro parecido?

- No. Me parecieron bonitos. Son bonitos.

- ¿Ves como todo es relativo, cómo lo que hoy nos parece feo y malo, mañana nos parece bonito y bueno? Todo depende del momento en que lo miremos. ¿Has visto los escarabajos peloteros?

- Sí. Y los he seguido muchas veces.

- ¿Y qué hacen?

- Recoger boñigas de caballo y hacer bolitas y empujarlas para hacerlas más grandes.

- ¿Y qué más? ¿Lo sabes?

- Sí. Ponen sus huevos allí y luego sus hijos se comen la bola y pueden crecer. - respondí - Me lo ha explicado la Srta. Quilis.

- Exacto. Es otro caso en el que se ve claro que de una cosa sucia y repugnante, sale de nuevo la vida. Siempre es igual, incluso con los hombres.

- ¿A qué te refieres, abuelito?

- A que, el hombre aparentemente más malvado, más degenerado, no es más que un pozo como éste, en el que están las semillas de cosas que luego resultarán maravillosas.

- ¿Qué cosas? - pregunté no muy convencido.

- Todas las cosas maravillosas que hacemos los hombres. ¿Tú crees que los sabios y los santos y todos los grandes hombres no tuvieron también dentro su pozo negro, lleno de cosas feas? Todos lo tenemos.

- ¿Nosotros también? - pregunté alarmado.

- Nosotros también. Nadie es perfecto. ¿Tú nunca has dicho una mentira, ni has desobedecido nunca a los papás, ni has insultado a un amigo cuando te has enfadado con él, por ejemplo? Pues ése es tu pozo negro.

- Sí. - confesé contrito. Y luego, curioso, pregunté:

- ¿Y qué pasará con mi pozo?. ¿Qué saldrá de él?

- Si te das cuenta pronto de que lo tienes y de que es feo, y no te gusta tenerlo, empezarás a no decir mentiras y a ser obediente y a respetar a los demás y, entonces, de tu pozo negro empezarán a salir insectos brillantes, de colores, que zumbarán alegres por tu interior, en forma de alegría, felicidad y amistad.

- ¿Y si no? - pregunté angustiado.

- Si no, tu pozo negro seguirá ahí y, aunque a ti te parezca bonito, sólo producirá bichos feos y repulsivos y tú no serás feliz. Pero, tarde o temprano, te darás cuenta de lo feo que es y reaccionarás y, desde ese momento, empezarás a escuchar los zumbidos de los insectos bonitos de tu alma…

El sol de primavera se detuvo; los insectos dejaron de aletear; los pájaros callaron; el silencio se hizo total... tan sólo alcancé a oír el gorgoteo de unas burbujas, al reventar en el aire limpio de la primavera, tras un viaje misterioso desde las profundidades insondables del pozo negro.

Desde aquel día, he procurado observar mi pozo negro y tratar de reducirlo y verlo desde el punto de vista positivo. Y he mirado el pozo negro de los demás imaginando la vida maravillosa que, a pesar de todas las apariencias, tiene almacenada en su interior.

 

 

* * *

 

XXI.- EL ARGUMENTO

Contaría yo alrededor de los dieciocho años. Era domingo por la tarde, antes de cenar. Recuerdo que estaba, muy interesado, leyendo Macbeth cuando mi abuelo se colocó a mi lado y me preguntó:

- ¿Qué lees?

- Macbeth. - le dije.

- Una obra maravillosa. Un clásico estupendo. ¿Lo entiendes?

- Hasta ahora, sí. - le dije.

- Mi hermana, oído avizor, abandonó sus labores y se aproximó, husmeando algo interesante. Mi abuelo entró en materia:

- ¿Encuentras algún personaje sobrante?

- ¿Sobrante? No. - respondí sorprendido - ¿Qué quieres decir?

- Superfluo, que no haga falta. - dijo.

- ¿Por qué había de encontrarlo? - respondí extrañado.

- ¿No te ha llamado la atención - me dijo - que en ninguna novela ni en ninguna obra teatral ni en ninguna película aparezca nunca un personaje superfluo, ni una escena que no sirva para nada?

- No. - respondí asombrado - Pero, ¿para qué iban a poner personajes superfluos?

- Para nada. Por eso no se ponen. Pero, míralo al revés.

- ¿Cómo se mira eso al revés? - Pregunté perplejo.

- Si no hay personajes ni escenas innecesarios, quiere decir que los que hay son necesarios, ¿no? - preguntó con una sonrisa.

- Sí, claro.

- Y, si son necesarios, ¿qué quiere eso decir?

Ya estábamos en plena ebullición, la situación que a los tres tanto nos atraía. Estaba claro que cada personaje tenía algún papel necesario... al fin dije:

- Que cada personaje hace o dice o sugiere algo que es imprescindible.

- ¿Imprescindible para qué?

- Para que el argumento se desarrolle como el autor quiere que se desenvuelva. - respondí muy seguro.

- Exacto. O sea, que cada personaje lleva consigo un mensaje, más o menos importante o aparente, pero necesario para el desenlace final, ¿no?

- ¡Qué curioso!., - intervino mi hermana, riendo con alegría del hallazgo - ¡Claro! Porque, si no sirve para eso, el autor lo elimina y en paz.

- ¿Pensáis que la literatura dramática y las novelas tienen alguna finalidad? - preguntó inesperadamente mi abuelo.

Nos quedamos callados. La mente funcionaba deprisa. Surgieron mil respuestas:

- Ganar dinero. - sugirió mi hermana.

- Conseguir la fama. - añadí yo.

- ¿Algo más importante? - inquirió mi abuelo.

- Mostrar situaciones de la vida, de modo literariamente bello. - pensó mi hermana.

- ¿Algo más profundo? - insistió mi abuelo.

- Enseñarnos a vivir. - exploté yo, recopilando las ebulliciones de mi cerebro.

- ¡Ahí está la respuesta! - aceptó mi abuelo - Enseñarnos a vivir. A vivir bien se supone, ¿no?

- Sí. - coincidimos los dos.

- O sea, que todo autor, aún sin proponérselo, lo que hace es representar vidas, modos de vida, unos buenos y otros peores, mediante personajes, cada uno con su mensaje, y que conducen a un desenlace determinado, ¿no?

- Sí. - convinimos una vez más.

- Luego, ¿qué habrá que hacer cuando se lee una novela o se presencia una obra dramática?

Estaba claro. Así que dije:

- Sacar la lección correspondiente.

- Pero, ¿qué lección? - inquirió.

- ¿Qué lección? La de la obra. - respondí convincente.

- ¿La del autor? - insistió.

Aquello volvía a tener mucha enjundia. No tenía que ser necesariamente la del autor. Podría ser otra, pero...

- ¿La nuestra? - pregunté inseguro.

- Pero - terció mi hermana - si el autor pretende decirnos algo, eso es lo que tenemos que aprender, ¿no?

- El autor - dijo mi abuelo - es un hombre, que tiene su experiencia personal, su cultura, sus ideas, sus necesidades, sus problemas, sus preguntas sin respuesta... pero, ¿estás tú - preguntó dirigiéndose a mi hermana - en su misma situación? ¿O, por el contrario, tus circunstancias personales y, por tanto, los mensajes que recibas de los personajes y la interpretación que de ellos hagas, tendrán que ser necesariamente distintos de los del autor?

- Es verdad. - reconoció mi hermana.

- Resume, pues, la idea. - me pidió.

Yo traté de recordar el proceso y todo lo recién descubierto, y respondí:

- Que todo autor tiene un mensaje que dar; que, para ello, utiliza los personajes imprescindibles; que cada uno de ellos aporta algo al mensaje final; y que cada espectador debe sacar la enseñanza que más le interese de lo que cada personaje haga o diga y de la lección que el desenlace final contiene. ¿Qué te parece?

- Me parece muy bien - dijo mi abuelo. Y añadió sonriendo:

- Ahora que ya estamos embalados, ¿qué diferencia veis entre una obra literaria y la vida?

Volvíamos a la palestra. Mi abuelo era infatigable. Siempre empujándonos a pensar, a descubrir cosas ocultas del modo más sorprendente.

- ¿Qué diferencia hay? - repitió mi hermana para darse tiempo a pensar.

- Que una cosa es real y la otra, no. - avancé yo.

- ¿Y qué elementos comunes veis?

Nos quedamos de nuevo pensando. Mi hermana se adelantó:

- Que hay personajes.

- Y situaciones. - añadí.

- ¿Y qué más?

- Y un protagonista. - dije satisfecho.

- ¿Y nada más?

Nuevo silencio. ¿Qué habríamos olvidado? Mi abuelo, ante la falta de respuestas, preguntó:

- ¿La vida tiene argumento?

¡Aquello sí que era nuevo! ¿La vida, argumento? Pero, pensándolo mejor, ¿por qué no? Así que me atreví a decir:

- Supongo que sí. Si la literatura nos enseña a vivir... la vida ha de hacerlo más aún...

- ¿Habéis pensado qué es un argumento? - preguntó mi abuelo por sorpresa.

- Una trama, una historia que se va desarrollando hasta que llega a una situación problemática y luego acaba resolviéndose, bien o mal, según. - resumió mi hermana con gran premura.

- O sea, - replicó mi abuelo - que la vida tiene todos los elementos de la novela y el teatro, ¿no? ¿Y qué diferencia veis entre una y otros?

- Bueno, - me apresuré a decir - en la vida, el protagonista soy yo, es decir, soy el que decido y el que actúo, y en la literatura, es el autor.

- Y, además. - añadió mi hermana - el argumento es mi propia vida.

- Y el final es mi muerte. - rematé.

Nos quedamos en silencio una vez más, rumiando los recientes hallazgos. Mi abuelo reanudó el diálogo:

- Entonces, las personas que aparecen en nuestras vidas, ¿a qué equivalen en la obra literaria?

- A los personajes. - dijimos a la vez.

- ¿Y qué pensáis? ¿Que los personajes de la vida son necesarios como los de la literatura, o hay en la vida personajes superfluos, innecesarios?

¡Vaya pregunta! Aquello tenía verdadero calado. Mi hermana, tras un breve titubeo, se atrevió:

- Supongo que en la vida hay personajes superfluos.

- ¿Estás segura? - preguntó mi abuelo.

- Bueno, - dijo ella - segura, no. Pero parece lógico.

- ¿Por qué? ¿Quién es el autor del argumento de nuestra vida?

¡Otra pregunta para premio! Yo me atreví a responderla:

- En realidad, somos nosotros, pero lo vamos inventando a medida que se desarrolla.

- Según las circunstancias, ¿no? - inquirió mi abuelo - Según lo que sucede a tu alrededor, según el ambiente te lo va permitiendo, ¿no?

- Sí, claro. - tuve que responder.

- ¿Y quién hace el ambiente y las circunstancias y las casualidades y los problemas que has de enfrentar? ¿Quién hace que te toque la lotería o no? ¿O que te encuentres a un amigo que hace tiempo que no ves y te preste un favor o te diga algo que influya en tu vida? ¿O que quieras ver una película determinada y no haya entradas? ¿O que llueva cuando tenías pensado salir a pasear?... ¿Tú?

No. - respondí desarmado - Eso lo voy encontrando y lo voy resolviendo o sorteando.

- ¿Pero quién te va poniendo esas chinitas en el camino o, por el contrario, empujándote cuando dudas para que, digamos, te atengas al ‘’argumento’’ y llegues así al desenlace previsto?

- Supongo que Dios que, ahora lo veo, es el verdadero autor del argumento de mi vida. - admití sorprendido. Pero, - añadí enseguida - yo soy libre, luego...

- Luego, si te ajustas al guión que tú mismo imaginaste antes de nacer, todo te saldrá bien; pero si no, aparecerá algo, alguna circunstancia, alguna persona, que te harán cambiar de idea o de proyecto o de actitud, hasta que, eso sí, libremente, vuelvas a lo previsto. - dijo mi abuelo, sentencioso.

- Por otra parte, - añadió - ¿Tú haces las cosas porque sí o porque con ellas pretendes algo?

- Porque pretendo algo, lógicamente.

- ¿Y ese algo tiene algún objeto? - prosiguió - ¿No va siempre encaminado a que sirva de trampolín para alguna acción posterior más importante?

- Bien pensado, sí. - respondí.

- Y todo lo que haces en la vida, ¿crees que no tiene un fin determinado y último?

- Tener una familia y criarla y ser feliz con ella... - dijo mi hermana.

- Y aprender cosas y comportamientos... - añadí yo.

- ¿Y quién pensáis que es mejor argumentista, Dios o los literatos?

- Dios, por supuesto. - respondimos.

- Pues, si es mejor, y los que son peores no ponen en sus obras personajes ni escenas superfluos, ¿qué conclusión sacáis?

De nuevo a pensar y a ver claro. Me adelanté:

- Que los personajes de nuestra vida son tan necesarios como los literarios y tienen todos algo que ver con el desenlace final.

- ¿Y qué se deduce de ello? - insistió mi abuelo.

- Que hemos de descubrir qué enseñanza nos da cada persona que aparezca en nuestras vidas, porque todas tienen algo importante que decirnos o que enseñarnos. - dijo mi hermana.

- O qué enseñanza - añadí yo - le hemos de dar nosotros. Porque esa persona está también viviendo su propio argumento y para ella, nosotros somos sólo personajes necesarios de su drama, ¿no?

- Exacto. - respondió mi abuelo - Pues tenedlo siempre presente. Por eso los sabios, los verdaderos sabios, han dicho siempre que ‘’todos somos maestros y todos somos discípulos’’. Pero, - prosiguió - ¿qué más veis en esta conclusión?

Entonces me di cuenta de cómo nos había abierto los ojos. Pero los ojos del alma. Y comprendí que continuamente se nos está orientando en la vida para que cumplamos nuestros propósitos y para eso se nos envía a los parientes, a los amigos, a los conocidos y aún a los desconocidos, y las lecturas y las ideas, y las situaciones... cada uno con su mensaje.

- ¿Os dais cuenta - dijo entonces mi abuelo, interrumpiendo mis pensamientos, - de que el mundo es un conjunto maravilloso, un entramado de argumentos, de dramas personales, en los que unas veces somos protagonistas y otras meros comparsas, pero siempre necesarios y siempre con mensajes de ayuda, de aclaración y de empujón hacia la meta que cada uno se ha propuesto al venir a este mundo?

¡Qué maravillosa lección! ¡Qué perfección infinita! ¡Qué trabazón milagrosa era la vida toda, vista así! Gracias a aquellas ideas y a aquella conversación con mi abuelo, me ha sido relativamente fácil sobrellevar desgracias, minimizar roces y fricciones y agradecer los mensajes que, todos los que en mi vida han aparecido, traían para mí.

 

* * *

 

 

XXII.- LA FRENTE, ALTA

Andaba yo por los catorce años. Mi vida transcurría entre mi casa, en la calle 122 del Plano, como ya he dicho en otro momento, y mi colegio, a unos escasos cuatrocientos metros, al final de la calle de Sagunto, y al que, durante ocho años, uno de ingreso y siete de bachillerato, consideré como mi segundo hogar. Como también he dicho antes, cursaba mis estudios gracias a una beca que cada año tenía que ganarme con buenas calificaciones y un examen, en el pabellón del internado, aunque como alumno externo.

Y ocurrió que llegué a casa un día, a la salida del colegio, con un nudo en la boca del estómago. Sentía, a la vez, rabia, vergüenza, impotencia y ganas de llorar...

Mi abuelo, que me conocía perfectamente, apenas me vio llegar, se apresuró a preguntarme qué me ocurría. Yo me resistí a decirlo, porque no sabía qué sentimiento era el dominante. Al fin, y ante su insistencia, le dije:

- Un compañero de clase con el que he tenido un encontronazo jugando al fútbol en el recreo, me ha dicho que es lógico que yo juegue así pues, ¿qué se puede esperar del hijo de un presidiario?

- ¿Y tú qué has hecho? - me preguntó.

- Nada. - dije con indignación.

- Muy bien. - se limitó a decir.

Pero mi rabia, mi sentimiento de haber visto insultado a mi padre y de haber sido yo mismo injustamente tratado, estaba alcanzando en mí niveles insospechados. Yo conocía a mi padre, yo sabía lo bueno que era, yo sabía que estaba en la cárcel injustamente pero... ¿qué podía hacer? Sin poderme contener, me eché a llorar en el pecho de mi abuelo, que me rodeó tiernamente con sus brazos. Permanecimos así un buen rato; luego me ofreció su pañuelo para que me secase las lágrimas y me dijo:

- Hay que mirar el lado bueno.

Yo me rebele contra aquello:

- ¿Qué lado bueno?

- Lo tiene, aunque ahora no lo veas. Algún día lo comprenderás. Te está robusteciendo y aclarando las ideas sobre el mundo y los hombres. Pero vamos a hablar un poco.

Dejó pasar unos instantes y, por fin, me preguntó:

- ¿Tú qué idea tienes del papá?

- ¿El papá? - respondí sorprendido - Pues que es muy bueno y no se merece estar en la cárcel.

- Bien. - dijo - Eso es lo principal. Pero yo quiero añadirte que tu papá es el hombre más bueno que he conocido en mi vida.

Aquellas palabras fueron como una caricia que mitigó el dolor que me oprimía el corazón.

- Quiero que sepas - siguió - que tu padre ha sido y sigue siendo un hombre honesto, que sólo y siempre ha hecho el bien, aún a riesgo de su vida. Los dos erais aún muy pequeños cuando ocurrieron las cosas que os voy a contar. - añadió incluyendo a mi hermana, que había estado llorando en silencio al oírme, y que se aproximó, como siempre, para compartir lo que viniera - No sé si las conocéis pero, en todo caso, no habéis podido comprender su gran mérito, así que escuchadme, porque tenéis derecho a conocerlas y yo obligación de contároslas.

Mi abuelo se sentó, mi hermana se encaramó en sus rodillas, como siempre, y yo me acomodé a su lado. Y comenzó:

- Vuestro padre es un hombre bueno. Pero, no sólo bueno de palabra, sino de obras. - hizo una breve pausa como para ordenar sus ideas - Cuando estalló la guerra y empezaron a matar gente en todos los pueblos, el alcalde de Burjasot, que no se fiaba de los concejales de los distintos partidos, llamó a su lado, para que le asesorasen y le ayudasen a mantener el orden, a tres o cuatro hombres del pueblo, los más honestos, en su opinión. Y entre ellos estaba vuestro padre, que pronto destacó entre ellos por su defensa de la justicia, de la rectitud, del respeto a las ideas de todos, de la ley, de la concordia, del diálogo. Mientras él estuvo en ese grupo, en Burjasot no se asesinó a nadie. Sin embargo, a los quince días de irse, porque lo movilizaron, se cometió ya el primer asesinato, al que siguieron varios más. Durante aquellos días de barbarie y persecuciones, consiguió y les entregó personalmente salvoconductos y hasta ropas, a las monjas de los Hermanitos de los Pobres, de Burjasot, para que pudieran esconderse y salvar la vida. Y, pistola en mano, que le había arrebatado a un policía armado en el salón principal del ayuntamiento al oír un gran tumulto, vuestro padre, que en su vida había manejado un arma, se encaró con una muchedumbre de bárbaros vociferantes que atravesaban la plaza, camino de la ermita de San Roque, con el propósito de incendiarla. Él solo les hizo frente e hizo que desistiesen. Y la ermita de San Roque de Burjasot es la única iglesia en toda la provincia que no fue saqueada e incendiada.

Mi hermana y yo, que desconocíamos todo aquello, íbamos sintiéndonos orgullosos de nuestro padre. Era como si todos los agravios recibidos hubiesen disminuido de tamaño. Mi abuelo prosiguió:

- Cada hombre tiene su carácter, su formación, sus limitaciones y sus cobardías, sus ideales y sus frustraciones y, en la vida normal, todos disimulan sus puntos flacos. Estos años de guerra, sin embargo, han hecho que cada cual se mostrase como realmente era. Y vuestro padre ha dado la talla. Os lo puedo asegurar. Y ha sufrido muchos reveses y muchos desengaños. - hizo una pausa y siguió:

- Unos días antes de estallar la guerra, un ingeniero que los dos conocéis, que trabajaba en La Granja, le dijo al papá que él se iba ese día a Francia porque tenía miedo de lo que le pudiese ocurrir si se quedaba en España, y le rogó que, si pasaba algo, cuidase de su madre, que quedaba sola en su pueblo. El papá así se lo prometió. Y, durante toda la guerra, cada mes, la mitad del suelo del papá, fue a parar a la madre de aquel ingeniero. Por eso hemos pasado más hambre de la normal y hemos tenido que prescindir de determinadas cosas, aunque todos lo hicimos a gusto, para ayudar a esa señora, que no conocíamos de nada, pero era la madre de un amigo. Pero, cuando acabó la guerra y al papá se lo llevaron una noche y la mamá supo que ese ingeniero había entrado en Valencia vencedor y con autoridad y fue a pedirle ayuda, le respondió que lo sentía mucho pero que había jurado no ayudar a ningún rojo. Y no hizo nada por el papá. - se detuvo un momento - Pues bien, ¿cómo pensáis que reaccionó vuestro padre cuando lo supo? Su único comentario, desde la cárcel, fue: ‘’Pobre hombre, siempre ha sido un pusilánime’’.

Yo me sentía lleno de energía, rebosante de felicidad. Mi abuelo continuó:

- Poco antes de acabarse la guerra, vinieron a casa a comer tres amigos del papá. Yo estuve presente en una conversación que iniciaron esos amigos. Ellos le preguntaron qué pensaba hacer, si irse al extranjero o quedarse. Y, ¿sabéis lo que respondió vuestro padre? Pues dijo que él no tenía nada que ocultar ni nada de qué avergonzarse, que sólo había hecho todo el bien que le había sido posible y, por tanto, se quedaba y con la frente muy alta. Y añadió: ‘’No quiero que mis hijos puedan pensar un día que huí por miedo a afrontar las consecuencias de mis actos’’. Y se quedó. Otro de los tres, un médico de Almansa, una bellísima persona también, dijo lo mismo que vuestro padre y se quedó. Los otros dos se fueron al extranjero. Al médico supimos luego que lo habían detenido y fusilado. Y a vuestro padre poco faltó. Pero yo os puedo asegurar que, si siempre lo había querido como un hombre de bien, recto y valiente, desde aquel día me sentí orgulloso, profundamente orgulloso de mi hijo político. Y lo sigo estando.

Los corazones de mi hermana y mío volaron en aquel instante por los aires a reunirse con el de nuestro padre, aún en la prisión de San Miguel de los Reyes. Y estoy seguro de que él sintió en aquellos momentos una caricia, especialmente perfumada, con toda la admiración y el amor de sus hijos. Pero mi abuelo aún no había concluído:

- Vosotros recordáis que el tío Indalecio ha pasado los tres años de guerra en nuestra casa y por eso todos los domingos, la tía Delfina y las primas Conchín y Elisín han venido a visitarnos. Pero, ¿sabéis por qué estaba en casa? Porque, en cuanto la guerra empezó, unos energúmenos lo secuestraron y se lo llevaron a una checa. El papá pasó varios días buscándolo y, cuando averiguó dónde estaba, se presentó allí y, con grave riesgo de su vida, y era la segunda vez que lo hacía en pocos días, exigió al jefe de la checa, fingiendo una seguridad que no tenía pero que había que aparentar, la entrega del tío, y pudo así salvarlo de ser asesinado. Por eso estuvo escondido en casa. Y por eso, al terminar la guerra y detener al papá y echarnos de La Granja, fuimos primero a casa del tío Indalecio y luego al Molino, porque no teníamos casa y el tío nos quiso así pagar lo que vuestro padre había hecho por él.

Mi hermana y yo íbamos sintiéndonos cada vez más llenos de satisfacción. Estábamos conociendo a nuestro padre. De verdad. Por dentro. Mi abuelo siguió:

- Aquella señora que os enseñó a leer ¿os acordáis?, era una monja de incógnito, a la que el papá ayudaba para que pudiese comer. Durante toda la guerra, puedo asegurároslo, el papá no ha hizo otra cosa que ayudar a cuantos pudo, sin mirar sus ideas ni su parentesco ni su grado de amistad, sino sólo la necesidad en que se encontraban y la posibilidad que él tenía de ayudarles. Por eso, cuando detuvieron al papá, fueron muchas las personas, amigos, compañeros, vecinos y conocidos que se volcaron en su favor. Hubo por supuesto, quien no dio la talla y no se movió. Y hasta quien, habiendo sido compañero de vuestro abuelo Manuel y profesor del papá durante la carrera, y pasado la guerra en La Granja, trabajando codo con codo y día a día con él, cuando le preguntó el fiscal en el juicio que se le hizo al papá junto con otros once procesados, desconocidos para nosotros, si lo conocía, dijo que lo había visto alguna vez, pero que no podía decir nada sobre su forma de ser ni sobre sus actos.

Creo conveniente un inciso para hacer constar que este comportamiento en una persona tan próxima durante tanto tiempo me dolió de tal modo que, me quedó, he de reconocerlo, una leve duda sobre su verosimilitud. Hasta tal punto que, veinte años más tarde, aprovechando un viaje de mi padre a Madrid, lo acompañé y, juntos, visitamos a aquella persona que, al preguntarle yo si aquello era cierto, lleno de vergüenza y en presencia de su mujer, me confesó que sí, que era verdad, que el miedo le jugó una mala pasada y no se atrevió a ayudar en aquellos momentos a mi padre, al que sabía injustamente perseguido.

- Pero, en general, - siguió mi abuelo - todos hicieron lo que pudieron. Sin embargo, fue en vano. Nadie supo hasta el mismo día del juicio de qué acusaban al papá. Así que, aparte de ese profesor y compañero que todos esperábamos dijese la verdad y nos falló, la única persona que pudo y a la a la que dejaron intervenir, ya que habían prohibido que la mamá nombrase abogado y le asignaron uno de turno al que prohibieron también defenderlo y sólo lo autorizaron a pedir clemencia, fue la superiora de los Hermanitos de los Pobres de Burjasot que, dando ejemplo de entereza y honestidad, estuvo allí para decirle al tribunal que si ella y todas las demás monjas vivían aún era sólo gracias al papá. Pero no sirvió de nada. Otra acusación que le hicieron era la de haber estado en África sublevando kábilas. Y vosotros sabéis que el papá no ha estado nunca en África. Pero en ese momento no se podía demostrar. Todo el juicio no fue sino una sinrazón total. No sabemos de dónde pudo salir todo aquello. Lo cierto es que vuestro padre se mantuvo en su sitio y cuando, terminado el juicio, le preguntaron si tenía algo que alegar, dijo lo que tenía que decir, entre otras cosas: Que, a diferencia de muchos que se fueron, y regresaban ahora como héroes, él se quedó en su puesto e hizo, desde él, a costa de grandes riesgos y sacrificios, todo el bien que pudo; y que, próxima a concluír la guerra, y pudiendo haberse ido al extranjero, prefirió quedarse en España y en su puesto, porque no tenía nada de qué arrepentirse; y que todo aquello de lo que lo habían acusado era falso de raíz, pero no lo podía demostrar porque se acababa de enterar de qué se le acusaba. Fue inútil. Lo condenaron a muerte.

Nosotros seguíamos el relato con el corazón en un puño. Mi abuelo continuó aún:

- Hasta en la cárcel ha seguido ayudando. Tres veces se quedó sólo en su celda de la Cárcel Modelo, donde se apiñaban trece o catorce reclusos, porque todos sus compañeros habían sido llamados para ser fusilados. Recogió las últimas voluntades de los ejecutados y lloró con ellos y escuchó sus últimas confidencias y les dio valor y recibió sus pobres recuerdos, tales como un verso a la esposa lejana o un pensamiento de cariño hacia los hijos o un rosario de hilo de cáñamo, que aún guarda en su poder. Se convirtió en el confidente y el amigo de todos. Su ánimo no decayó en ningún momento y siempre tuvo la seguridad de que a él no lo matarían. Y así fue. Y, curiosamente, cuando todos perdíamos la esperanza, era él, el condenado a muerte, quien nos daba ánimos a los demás.

Como he relatado en otro capítulo, muchos años después supimos de dónde habían salido todas aquellas denuncias calumniosas. Pero cuando mi abuelo nos hablaba, nadie podía explicarse lo sucedido. Las consecuencias, sin embargo, las estábamos sufriendo todos entonces.

- Y fijaos: - prosiguió - cuando llegó a la cárcel de Monteolivete, a la vista del estado de infección de los allí recluídos, víctimas la mayor parte del tifus exantemático, el ‘’piojo verde’’ que dice la gente, le propuso al director de la prisión montar un servicio de desinfección y consiguió, no sólo allí, sino luego en las Torres de Cuarte y ahora en San Miguel de los Reyes, erradicar completamente la enfermedad. Y hoy día, gracias a vuestro padre, no existe ya en ninguna de las cárceles de Valencia.

Hizo otra pausa para contener la emoción y prosiguió:

- Ése es vuestro padre. Así que, como él dijo en aquella ocasión, la frente alta, hijos. Muy alta. Tenéis un padre único y nunca os sentiréis de él lo suficientemente orgullosos. Soportad, pues, lo que venga. ¿Qué importa? Ciegos los ha de haber, desgraciadamente, siempre. Pero no debéis caer en su juego. No los odiéis. No descendáis de nivel. No os pongáis a su altura. Perdonadlos de todo corazón. Ellos no ven más, pero vosotros, sí. Y, aunque parezca que ellos llevan razón, vosotros sabréis que no. Y eso os debe bastar. No os martiricéis por su causa. Bastante desgraciados son con ser así, tanto los denunciantes como los desagradecidos, los cobardes o los jueces. Vosotros cumplid siempre vuestra obligación, ayudad a todo el que podáis, perdonad al que os haga daño, tratad de comprender y disculpar a los demás... y no temáis. Porque, si actuáis así seréis inmunes, como vuestro padre, a todas las calumnias y a todos los insultos y a todas las injusticias.

Se detuvo un momento y prosiguió:

- Pero no penséis que sólo en un bando, en media España, se han dado casos como el de vuestro padre. Los españoles somos todos más o menos iguales, lo cual quiere decir que en las dos partes contendientes se han hecho barbaridades injustificables y en las dos partes ha habido personas valientes y buenas, pues ni la maldad ni la bondad son patrimonio de los partidos ni de los gobiernos. Son patrimonio sólo de los hombres, de cada hombre. Vosotros habéis tenido el privilegio de tener un padre ejemplar. Pero no es el único. Ni en esta zona ni en la otra. Tenedlo en cuenta y no generalicéis nunca, ni lo bueno ni lo malo, pues no sería justo.

¡Qué maravillosos me parecieron en aquel momento mi padre y mi abuelo! Pensé, y quizá acerté, que no conocería nunca a nadie como ellos. Y que yo era verdaderamente afortunado por tenerlos tan cerca a los dos. Y aquella frase, ‘’la frente alta’’, quedó retumbando en mis oídos, y aún sigue haciéndolo, como una especie de bandera, de exigencia, de razón de ser.

Desde aquel día han pasado muchos años y muchas cosas y he conocido a mucha gente y he visto traiciones y cobardías e injusticias flagrantes, pero también he visto hombres buenos, íntegros, incorruptibles, que hollaban el mismo sendero que entonces hollaba mi padre que, fiel a sí mismo, aún dedicó los últimos años de su vida, tras una jubilación bien ganada, a localizar y ayudar a todos los funcionarios que, expulsados como él después de la guerra, aún no habían logrado el reingreso en sus puesto, con el fin de que pudiesen disponer de la merecida pensión durante la vejez. En ese cometido le sorprendió la muerte.

Afortunadamente, la generación actual, la tercera ya desde aquélla, mira la guerra civil como un hecho casi prehistórico, pero un hecho al fin. Y hace bien. Aunque, no cabe duda de que, si hoy tenemos democracia y libertad, y hacemos lo posible por evitar las guerras y proliferan las ONGs y los ejércitos realizan misiones de paz, se debe a las lecciones tan duras que todos, sin excepción, aprendimos entonces y, sobre todo, a los que, con clara visión, supieron indicar el camino del futuro y nos enseñaron que, pase lo que pase, hay que resistir en el bien e intentar mantener siempre la conciencia limpia y la frente alta.

 

 

* * *

 

XXIII.- LA MEMORIA

Estábamos pasándolo mal. Era en plena postguerra. No había comida. Lo que se obtenía con la cartilla de racionamiento no bastaba. Y los que no teníamos campos propios ni dinero, no podíamos abastecernos en el mercado negro, bien provisto, y que entonces se llamaba ‘’estraperlo’’.

En casa, lo mejor que se conseguía, mi madre lo destinaba a la ‘’cesta’’ - una caja metálica de galletas en forma de cubo - que cada semana nos permitían remitir a mi padre, aunque no siempre llegara a su poder. Luego, a mi hermana y a mí. Y el resto, si lo había, a mis abuelos y a sí misma. De modo que el tema del hambre estaba con mucha frecuencia en nuestras conversaciones.

Recuerdo que, un día, después de haber cenado un trozo de pan de maíz tostado, que parecía un ladrillo de serrín, con una finísima loncha de dulce de membrillo sospechosamente negro, mi hermana, que tendría doce años, pues esta escena se desarrolló poco después de la relatada en el capítulo anterior, encaramada como siempre a las rodillas de mi abuelo, le preguntó:

- Abuelito, ¿por qué hay guerras?

Mi abuelo se quedó en silencio. Pareció descender a lo más profundo de su alma sabia y, tras un momento que a mí me pareció eterno, dijo:

- Son los síntomas de la adolescencia de la Humanidad.

Mi hermana y yo nos miramos con ojos de asombro.

- ¿Qué quiere decir eso? - pregunté intrigado.

- Bueno, - dijo - es un poco complejo. Veréis: El hombre, a lo largo de su vida, primero es un bebé que depende de los demás para todo; luego, un niño que empieza a hacer cosas por su cuenta; más tarde, un adolescente como vosotros, que se cree que lo sabe todo y actúa como si así fuera y, claro, comete muchos errores, que le enseñan el camino correcto; así que, cuando llega a la siguiente etapa, la madurez, ya sabe manejarse en la vida con cierta soltura; y, cuando alcanza la vejez, lo ve todo con más perspectiva, desde más lejos, con menos apasionamiento, y puede sacar y asimilar y transmitir a otros las lecciones que la existencia conlleva.

Mi hermana y yo, en silencio, seguíamos mentalmente las etapas descritas por mi abuelo, vislumbrando así una visión de conjunto, para nosotros aún desconocida. Él continuó:

- Sabéis que la evolución es un hecho. La iglesia aún no la admite, pero, tarde o temprano la tendrá que admitir. Y admitir la evolución quiere decir que la vida empezó en los seres unicelulares, cada uno con su conciencia particular y su proyecto de vida. Pero, en un momento determinado, y por causas que pertenecen al plan divino, varios de esos seres se unieron, con fines prácticos como la defensa, la supervivencia o la economía de los alimentos, y constituyeron un organismo compuesto, con más posibilidades de sobrevivir y durante más tiempo. Y, sin perjuicio de la conciencia individual y del plan de vida de cada una de sus células componentes, ese ser compuesto adquirió, a su vez, una conciencia y un proyecto de vida propios de una categoría superior.

Nosotros seguíamos embelesados aquella exposición tan nueva y tan sugestiva. E imaginábamos las distintas uniones de seres unicelulares, dando lugar a otros, cada vez mayores y más complejos...

- El hombre, - continuó mi abuelo - el cuerpo del hombre, no es más que un cúmulo de células vivas, cada una con su conciencia individual y su programa de vida determinado; pero todo el conjunto está impregnado por nuestra conciencia de seres humanos y nuestro proyecto de vida particular, muy superiores ambos a los de las células.

Se detuvo de nuevo. Nuestra expectación era máxima. A poco continuó:

- Ya os he expuesto las etapas por las que pasa el hombre a lo largo de su vida... Pero el proceso no termina ahí.

Yo no pude reprimirme y, temiendo que no siguiese, me apresuré a preguntar:

- ¿Y qué pasa luego?

- Pues pasa - respondió - que los hombres se unen, como antes las células, y forman razas y pueblos y ciudades y partidos políticos y equipos de fútbol y sociedades mercantiles, buscando siempre el modo ideal de sumar sus posibilidades individuales y constituir así un ser superior, más fuerte, más durable y más perfecto. Por eso cada raza se diferencia de las otras, y cada pueblo y cada ciudad y cada partido y cada equipo de fútbol y cada sociedad mercantil, y desarrollan una conciencia y un proyecto de vida diferentes de los de sus miembros, pero distintos también de los de los otros conjuntos de hombres...

- ¿Y cuándo terminará ese proceso? - no pude por menos de preguntar.

- Cuando toda la Humanidad se integre en un solo organismo, con una sola conciencia y un solo proyecto de vida. Entonces esa conciencia coincidirá con la conciencia de Dios y ese proyecto de vida, con el plan divino. Pero, hasta entonces, la Humanidad ha de pasar por todas las etapas por las que el hombre transita. Y ahora estamos en la adolescencia, la época en que uno cree saberlo todo aunque no sabe casi nada, y crea problemas y produce estropicios y sufre decepciones y hasta se hace daño a sí mismo... pero acaba aprendiendo y madurando. Por eso las guerras.

Aquello era verdaderamente aclaratorio y diáfano. Yo imaginaba a la Humanidad como un bebé y luego como un niño, y como un adolescente... Mi abuelo seguía:

- Porque las guerras no son más que una de esas trastadas que la Humanidad adolescente hace.

- ¿Es que hace otras? - pregunté alarmado.

- Claro. Como todos los adolescentes. Hace muchas. Por ejemplo, emborracharse, fumar, robar, explotar a los demás, ser orgullosa, egoísta, intransigente, fanática, ignorante... porque aún no se ha dado cuenta de que hay que juntarse todos en plan de igualdad para formar un todo mayor y más perfecto y más feliz, y que para eso todos somos igual de necesarios y de importantes. Pero los sufrimientos que las guerras producen, van logrando que los hombres aprendan y la Humanidad vaya adquiriendo conciencia de Humanidad, una conciencia superior a la de cada uno de los hombres que la compone.

- ¿Entonces, las guerras son para bien? - quiso saber mi hermana.

- Son para bien desde el punto de vista del conjunto, porque con ellas se aprende y se evoluciona. Pero los individuos sufren. Es como cuando te haces una herida y te ponen tintura de iodo para desinfectarla. ¿Qué ocurre?

- Que escuece mucho. - nos apresuramos a responder los dos que, a la sazón llevábamos las rodillas llenas de las consabidas costras.

- O sea, - añadió mi abuelo - que hay células que sufren. Pero esa desinfección, aunque algunas células sufran, es buena para el conjunto. Lo que no sería necesario es la herida, consecuencia de nuestra inexperiencia e ignorancia pero, una vez hecha, hay que curarla; como tampoco sería necesaria la guerra pero, una vez producida, hay que desinfectar las heridas. Y eso duele. Y, como todo en el mundo trabaja para el bien, y ya sabéis que eso es una ley natural, las lecciones que aprendemos del dolor que producen las heridas y las guerras, nos hacen acordarnos la próxima vez y no caer en el mismo error.

- Pero, ¿por qué hemos de sufrir nosotros? - era la pregunta lógica, que formuló mi hermana.

Mi abuelo pensó un momento y, enseguida respondió:

- Porque, en los momentos de peligro, cuando todo el mundo está desorientado y asustado, ha de haber siempre alguien que no pierda los nervios y señale el camino a los demás. Y, como todos están nerviosos y desorientados, hacen sufrir a esas personas persiguiéndolas, acusándolas, calumniándolas, atormentándolas y hasta matándolas. Luego, cuando pasa todo, cuando los nervios se tranquilizan, se dan cuenta de que aquél era el camino correcto y empiezan a caminar por él. Pero el mal ya está hecho.

Se detuvo un instante y siguió:

- Vuestro padre, como habréis deducido de lo que os conté hace unos días, es uno de esos que no pierden los nervios y ven las cosas claras, pero no pueden evitar que los demás no lo vean así y acaban siendo víctimas de los que no ven. Pero su ejemplo está ahí, y el de muchos otros de toda España, porque gente buena la hay en todas partes, y muchos, entre los que nos encontramos nosotros y todos los que han conocido y admirado al papá. Porque todos nos hemos dado cuenta de que el camino correcto para el progreso de la Humanidad es el que ellos nos han enseñado: El de la comprensión, el del diálogo, el de la colaboración, el de la defensa de lo justo, de la libertad, del respeto a los demás...

Nos habíamos elevado a alturas insospechadas. Ahora lo veíamos todo tan claro que ya no nos importaba nada lo que pudiera ocurrirnos, porque nos sabíamos en el buen camino. Mi abuelo nos dijo aún:

- Sabéis que la memoria es una de las facultades más importantes del ser humano. Sin memoria, un hombre ya no es un hombre. Es una piedra. Porque en la memoria almacenamos todas las lecciones que hemos aprendido. Todas. Y no nos es posible hablar de nada ni pensar en nada ni hacer nada, si no echamos antes mano de la memoria. O sea, que es importantísimo recordar. Es fundamental.

Hizo otra pausa y, con un suspiro, continuó:

- Pero recordar no quiere decir odiar ni guardar rencor a nadie. Por tanto, todo lo que ha ocurrido y está ocurriendo hemos de recordarlo, pero de ningún modo ha de servir para que odiemos o culpemos a otros. Nadie es perfecto. Nosotros tampoco. Con eso por delante, quiero añadiros que, como os he dicho, en las guerras se exacerba todo y sale a flote lo más bueno y lo más malo de cada uno, y todos debemos extraer de ello las oportunas lecciones.

Nueva pausa. Preció meditar un instante y, por fin, decidido, prosiguió:

- Voy a exponeros dos hechos, sucedidos en la Cárcel Modelo en el tiempo en que al papá estuvo allí condenado a muerte, y que me ha contado hace unos días, durante la última visita que le he hecho. Son dos historias tristes, pero reales. Una de ellas muestra el lado malo y la otra el lado bueno de los hombres. Vosotros sacaréis las lecciones correspondientes. Y no las olvidéis, porque son dos casos extremos, dos arquetipos.

Tomó aliento, pensó un poco, y comenzó:

- La mala es ésta: Todas las mañanas, llegaba de Capitanía la lista con los nombres de los que ese día debían ser fusilados. Los presos, en rigurosa formación, en el patio, debían escuchar los nombres, que se leían en voz alta y, a medida que eran nombrados, salir del puesto que ocupaban y formar una fila delante de todos, para luego tener que encaramarse a un camión y ser trasladados al lugar de la ejecución. Os podéis imaginar la terrible tensión que, cada mañana, existía en aquel patio durante la lectura de la ‘’saca’’, que así llamaban a la lista. Pues bien, durante unos meses, hubo un director de la prisión que, cuando ya se había terminado la lectura de la ‘’saca’’ y los que iban a ser ejecutados formaban ya la fila fatídica, se permitía cada día ‘’regalar’’ uno más, como él decía, de entre los que aún quedaban condenados a muerte y que habían suspirado con alivio al no verse incluídos en la lista recién leída para aquel día.

Mi hermana y yo nos quedamos petrificados de horror. Mi abuelo hizo una larga pausa y continuó:

- La historia buena es ésta: Había, condenados a muerte, dos hermanos gemelos idénticos, tan parecidos, que casi nadie era capaz de distinguirlos. Uno de ellos era casado y con hijos y el otro era soltero. Y ocurrió que, un día, el nombre del casado apareció en la lista. Inmediatamente, sin pensárselo dos veces, el hermano soltero se adelantó y se puso en la fila de la muerte. Pero el casado dio también un paso al frente y se puso a su lado, diciendo que el llamado era él y no su hermano. Y, durante unos minutos se produjo allí la más hermosa discusión de la historia humana, entre dos hermanos. Al final, fue ejecutado el casado.

Mi abuelo calló. Luego, suspirando profundamente, siguió:

- Extraed la lección de los dos casos. Ya podéis hacerlo solos. Pero pensad que casos como éstos se han dado a miles en toda España y se están dando en todo el mundo en la guerra actual - estábamos en plena segunda guerra mundial - y no son privativos de ninguna zona, ni partido ni grupo ni país ni creencia ni raza. En algún momento recuerdo haberos dicho que una guerra es algo terrible, que desata todas las pasiones y produce desgracias sin fin; pero también es una magnífica ocasión para hacer el bien, para ayudar al necesitado, dar refugio al perseguido, alimentar al hambriento, consolar al desesperado, sacrificarse y hasta correr riesgos por favorecer a los demás... De todas las guerras hay que aprender las lecciones correspondientes para, en el futuro, imitar unas cosas y evitar otras. Así es como avanza y se eleva la Humanidad. Con mucho dolor y mucho sacrificio. Pero también con mucha ilusión y mucho coraje. Y mucha memoria.

 

 

 

* * *

 

 

 

XXIV.- EL PRIMER DURO

Iba yo por los nueve años y, debido a la guerra en curso, mi único trabajo, prácticamente, como el de mi hermana, el de mis primos y primas y el de los hijos del director de la Estación Naranjera, era jugar sin interrupción en aquel inmenso jardín. Tal era nuestra resistencia a perder tiempo subiendo a casa para recoger la merienda que a mi madre se le ocurrió una idea ingeniosa: A la hora de merendar, sonaba desde la terraza de nuestra casa un silbato, con silbidos prolongados si era mi madre la que soplaba y cortitos y sin fuerza, que nos hacían reír, si era mi abuela. Nosotros, al oír el pito, acudíamos al pie de la terraza y, desde ella, descendían las meriendas en una cesta colgada de un hilo. Sólo así podíamos aprovechar todo el tiempo de que disponíamos en una ocupación tan digna y tan instructiva como jugar.

Nuestros padres, sin embargo, pensaron que sería bueno que tuviéramos alguna experiencia que nos enseñase lo que es el trabajo y lo que el dinero cuesta de ganar. Así que, todos de acuerdo, comenzaron a decirnos que había que realizar en el jardín, - nosotros llamábamos jardín a los dos jardines propiamente dichos que allí había, más a todos los campos de naranjos, de frutales, de verduras, de hortalizas y de tubérculos - un trabajo muy fácil y que, quien lo hiciera, podría ganarse nada menos que un duro en sólo dos días. Como era de esperar, nos intrigó el trabajo y ‘’conseguimos’’ que nos dijeran en qué consistía. Comprobamos así que sólo se trataba de recoger las hojas secas que se habían acumulado en gran cantidad en los alcorques circulares de los naranjos, y meterlas en grandes sacos de arpillera que luego serían transportados al estercolero por los peones fijos que en La Granja trabajaban todos los días.

La facilidad del trabajo, sumada al atractivo del duro por cabeza, que entonces era una fortuna, nos hizo pedir con insistencia a nuestros padres que nos dejaran llevarlo a cabo a los niños. Nuestros padres, lógicamente, se dejaron convencer, pero con dos condiciones: Que los dos días hiciésemos la jornada de ocho horas, cuatro por la mañana y cuatro por la tarde, y que terminásemos de limpiar todos los naranjos.

Las condiciones nos parecieron justas y, con gran ilusión de ganar dinero como los mayores y trabajar como ellos y hacer la misma jornada que ellos, empezamos el día convenido, a las nueve de la mañana.

Al principio resultó muy divertido y todos pusimos el mayor empeño en la empresa. Yo, en vista de la velocidad que llevábamos, hice mis cálculos y llegué a la conclusión de que podríamos cumplir con holgura el compromiso.

A media mañana, sin embargo, los más pequeños empezaron a aburrirse y a distraerse y a cansarse. Realmente, era fatigoso, incluso para los mayores, porque había que introducirse debajo de los naranjos cuyas ramas estaban a unos treinta centímetros del suelo; una vez allí, en cuclillas, había que recoger las hojas e ir metiéndolas en los sacos. Pero, debajo de las hojas había cardos y ortigas y hierbajos que pinchaban, e insectos de todo tipo, y barro, y siempre quedaban hojas, y los sacos nunca se llenaban, y había muchos naranjos y...

Por la tarde, los pequeños se negaron a trabajar, lo cual me obligó a rectificar mis cálculos iniciales y a empezar a asustarme. Aquella noche dormí como pocas veces lo he hecho, de cansado que estaba. Pero aún recuerdo que soñé con cientos, miles de alcorques llenos de hojas secas hasta los bordes.

A la mañana siguiente, sólo nos presentamos a trabajar mis primos Vicentín, Amparín y Dorita, más mi hermana y yo. El trabajo no cundió. Las chicas se cansaron y se fueron. Nos quedamos mi primo y yo, que éramos los mayores, y aún no habíamos hecho ni la cuarta parte del trabajo convenido. Me desmoroné. Pero seguí recogiendo hojas lo más deprisa que pude. A poco, se reincorporó mi hermana, arrepentida de su momentánea flaqueza, y los tres seguimos y seguimos. Pero llegó el anochecer y nos faltaba aún la mitad. Recuerdo la rabia que yo sentía de no poder cumplir mi compromiso. La noche cayó. Recibimos recado en el sentido de que ya era hora de dejarlo, pero nos negamos. Seguimos recogiendo hojas y hubiéramos estado haciéndolo toda la noche, a no ser que mi padre no hubiese aparecido para decirnos que, aunque no habíamos terminado, los tres nos merecíamos el duro por nuestro sentido de la responsabilidad.

Ese duro, esos dos duros de plata, los primeros que ganábamos en nuestra vida, se enmarcaron y se colgaron en nuestros respectivos dormitorios. Años después, cuando tuvimos que salir de la casa, y nos quedamos sin nada, hubo que sacarlos de sus marcos y gastarlos para poder comer.

Pero aún me parece escuchar, al día siguiente, las reflexiones de mi abuelo, que nunca perdió ocasión de ‘’formarnos por dentro’’, como él decía:

- ¿Qué os ha parecido el trabajo?

- Bien. - dije con satisfacción.

- ¿Pesado? - insistió.

- Sí.

- ¿Has pensado en la gente que tiene que hacer algo así todos los días de su vida para poder comer?

Yo no lo había pensado nunca, pero en ese momento sentí crecer mi respeto por los braceros que todos los días trabajaban en los campos de La Granja.

- ¿Te gustaría hacer ese trabajo cuando seas mayor?

Yo me horroricé. No. Decididamente, no. Yo deseaba hacer algo importante y así se lo dije:

- No. Yo haré cosas más importantes.

- ¿Más importantes? - me preguntó.

- Sí.- dije molesto.

- ¿Y qué cosas son ésas? - insistió.

- Bueno...otras cosas. - dije sin saber concretar.

- ¿Y por qué piensas que el trabajo del campo no es importante?

Me quedé pensando. Al fin encontré la respuesta:

- Porque es más importante hacer barcos, por ejemplo, o trenes o carreteras.

- ¿Y tú qué crees que comen todos los días los que hacen barcos y trenes y carreteras?

Me quedé sorprendido por la pregunta. ¡Era cierto! Mi abuelo aprovechó mi vacilación:

- No caigas en el error de considerar unos trabajos más importantes que otros ni, menos aún, más dignos que otros.

- ¿Por qué? - me defendí.

- Porque no lo son. Todos son igual de importantes e igual de dignos. La única diferencia está en el hombre que los realice.

Aquella afirmación me dejó perplejo. No comprendía lo que mi abuelo me quería decir. Así que le repliqué:

- ¿En los hombres? ¿Cómo puede ser?

- Sí. En la actitud de los hombres frente a su trabajo. Hay hombres que consideran que un trabajo no es digno de ellos y entonces se sienten desgraciados y lo hacen mal y, como lo hacen mal, nunca alcanzan la oportunidad de hacer otro que les guste más, y son toda la vida desgraciados. Y hay hombres que se esfuerzan por hacer bien el trabajo que tienen, sin avergonzarse de él, por lo que son felices y, como lo hacen bien, alcanzan la oportunidad de hacer otra cosa y siguen siendo felices toda la vida.

Yo no acababa de estar convencido. Así que dije:

- ¿Entonces, tú crees que es igual, por ejemplo, ser soldado que ser oficial?

Mi abuelo se me quedó mirando y me dijo, con cierto aire de reproche:

- Ahora estás confundiendo el trabajo con la responsabilidad y son dos cosas distintas.

Hizo una pausa y prosiguió:

- Vamos a pensar con tu ejemplo y lo comprenderás. Dime: ¿Tú crees que los soldados son necesarios para un ejercito?

Aquello era obvio, así que respondí:

- Sí. ¿Cómo iba a haber un ejército sin soldados?

- ¿Y los oficiales son necesarios?

- Supongo que también. - musité no muy seguro.

- ¿Igual de necesarios que los soldados? - insistió mi abuelo.

Aquello ya no estaba tan claro. Pero, tras forzar un poco el cerebro, hube de responder:

- Sí. Igual de necesarios. Porque un ejército sin nadie que los mande no sabe qué hacer.

- ¿Cuál es, pues, más necesario?

- Los dos igual. - fue mi inevitable respuesta.

- Y, si los dos son igual de necesarios, ¿cuál de los dos es más importante?

Mi abuelo era genial. Me iba llevando con suavidad a aclarar mis ideas y a distinguir lo que antes confundía. Tras pensármelo bien, dije:

- Igual de importantes.

- Un soldado, pues, - concluyó - no debe avergonzarse de ser soldado, porque es una pieza tan necesaria y tan importante como su oficial. ¿Estás de acuerdo?

- Sí.

El asunto iba estando claro. Pero aún no del todo. Ante mi cara de duda, mi abuelo continuó:

- Otra cosa es la responsabilidad.

- ¿La responsabilidad? - pregunté sorprendido.

Sí. El soldado responde de sus propios actos y sólo de ellos. En cambio, el oficial responde de sus propios actos y de los de cada uno de los soldados a su mando. Por tanto, su margen de responsabilidad es mucho mayor. Y por eso tiene autoridad y por eso manda y por eso también cobra más, pero no porque su trabajo sea más importante ni más digno que el de cada uno de sus soldados.

Aquello sí. Esa era la pieza que me faltaba. Entonces comprendí, y no la he olvidado nunca, la diferencia entre la importancia o la dignidad de una actividad y la responsabilidad que conlleva. Mi abuelo concluyó:

- Ten siempre en cuenta que es el hombre el que dignifica su trabajo. Y nunca al revés. Un trabajo aparentemente más modesto, hecho con dignidad, con esmero, con sentido del deber, vale mil veces más que un trabajo aparentemente más elevado, mal hecho. Mira siempre al hombre. Si es un hombre digno, su trabajo lo será también. Si no, cualquiera que sea su labor, resultará indigna.

¡Cuánta razón tenía mi abuelo! ¡Y cuántas vidas he visto tontamente frustradas por perseguirse puestos, aparentemente más dignos, y para los que no se estaba preparado, mientras con las ideas claras, hubieran podido ser vidas felices!.

 

* * *

  

XXV.- AMANECER

Mi hermana y yo, flanqueando a mi abuelo, sentados los tres en sendas sillas de enea, muy juntos, y arrebujados bajo una gruesa manta para protegernos del fresco relente, nos dispusimos, desde lo alto de la pequeña terraza que coronaba la entrada de la casita del tío Vicentorro, a presenciar la milagrosa representación, que los elementos iban a interpretar, para nosotros, del cósmico, eterno y diario drama del amanecer.

La inalterada línea del lejano horizonte separaba las dormidas aguas, de la límpida, cristalina y azulada bóveda celeste. Parecía como si todo se redujese a tres colores, a tres elementos. La lucha diaria entre la luz y las tinieblas se detuvo por un momento que pareció eterno. Repentinamente, decidida la pugna a favor de la primera, los ámbitos celestes se sonrojaron púdicamente, al sentirla circular, cálida y suave, por sus venas de cristal.

Con plena autoridad, con total poder, con inigualable majestad, el sol triunfante, apoyándose en la lejana línea del mar, se encaramó lentamente sobre ella, se asomó a la Tierra e, irguiéndose, recorriendo con su mirada anaranjada los dominios recién conquistados y, posándola sobre todos y cada uno de sus rincones, se nos mostró en todo su esplendor, llenando con su omnipresencia, tanto el límpido cielo como el dorado mar, la fresca tierra y nuestras atónitas retinas. Pareció vernos y, por un instante, concentrar sobre nosotros su divina atención y recorrernos por dentro y por fuera y luego, tras impregnarnos con su invisible rayo, dirigir aquélla sobre el resto de las criaturas y llenarlo todo con su propia vida. Nosotros, cual mariposas recién salidas de la crisálida, inmóviles, transportados en un inefable éxtasis, agitamos tímida y suavemente las alas del alma y nos saturamos de aquel polvo de oro que, de modo milagroso, iba llenándolo todo como una marea de amor. Permanecimos eternidades en silencio, mientras nuestras puertas y ventanas interiores se abrían a la luz.

Las sombras se cobijaron presurosas en sus guaridas invisibles y el mundo entero comenzó a arder. La impalpable brisa se despertó premiosa y comenzó, fresca y húmeda, a caminar hacia la aletargada costa. Las níveas gaviotas iniciaron su cotilleo y se desperezaron, trazando complicados dibujos sobre las purpúreas y tranquilas aguas que, acariciadas por los tibios dedos de la luz, iniciaban tímidas avanzadillas hacia la playa, en forma de apenas perceptibles olas, que acabaron de despertar a las aún adormiladas y blanquísimas arenas. Había nacido el nuevo día.

Nos hallábamos en un inenarrable estado de letargo, del cual nada nos inclinaba a despertar. Acabábamos de experimentar intensamente el estado de suave postración exterior y de aceleración interna, que nos permite cada día seguir viviendo. Por un instante, fue como si conociéramos todos secretos de la naturaleza; como si, fundidos en todo, fuésemos sólo uno, un uno inmenso; como si, identificados con la luz, lo llenásemos todo de nosotros y todo nos llenase y, en ese mágico intercambio, creciésemos de modo imposible, hasta hacernos uno con Dios. Llenos de milagro, vibrando al unísono con cuanto nos rodeaba, volvió a nosotros la conciencia y pudimos hacer profundamente propia aquella experiencia única.

Como obedeciendo a una consigna conocida, un rumor sordo se elevó, creciente, a los aires, desde la ciudad próxima. Era la suma de miles, de millones de pequeños ruídos, roces, bostezos, susurros, suspiros, pasos, que se fueron multiplicando, al tiempo que elevaban su diapasón, hasta convertirse en ruído. Un ruído siempre igual y siempre diferente. La nota clave de Valencia.

La humilde casita del tío Vicentorro relumbraba como un palacio de cuento. Y nosotros tres, relumbrábamos con ella y sentíamos que la luz de aquel día era una luz optimista, purísima, aún no polucionada por el dolor ni la tristeza de los hombres. Una luz que transportaba vida, color, alegría, ilusión y amor. Y también, interrogantes, posibilidades, promesas y futuro. No hubo palabras. Eran, en realidad, innecesarias. Porque nuestras almas y el sol habían iniciado un diálogo de amor que no las necesitaba. Fue una comunión total e irrepetible.

Por fin, mi abuelo, rompiendo con un susurro el mágico hechizo, exclamó:

- Todo hombre debería presenciar, con el recogimiento debido, por lo menos un amanecer en su vida. El mundo todo cambiaría para bien.

En verdad, he visto luego, a lo largo de los años, muchos otros amaneceres. En la mar, en la montaña, en la ciudad, en el desierto, en los hielos perpetuos... pero ninguno ha sido capaz de borrar de mi memoria aquel especial amanecer. Porque aquél fue un amanecer ‘’de encargo,’’ sólo para nosotros. Yo pensé entonces que, de algún modo misterioso, mi abuelo lo había preparado con todo cariño y esmero para que pudiésemos, recogidos en nosotros mismos pero en comunión los tres, percibir toda la belleza, la magnificencia, la sencillez, y el amor que los fenómenos naturales contienen y nos muestran cada día. Aquella mañana aprendí que hay una manera especial de mirar, una postura particular ante la naturaleza, un modo de ver el mundo, que la mayor parte de los hombres no conocen, y ello les hace pasar por la vida sin ver y sin oír y sin siquiera respirar como deberían de hacerlo.

Mi abuelo había pedido al tío Vicentorro, hijo de su hermana Trini, que le prestase su casita de la playa una noche. Y nos había propuesto que pasáramos los tres esa noche juntos allí. Ni que decir tiene que recibimos la oferta con saltos de alegría y, durante los días que precedieron al convenido, elucubramos sobre lo que cenaríamos, cómo nos alumbraríamos, cómo dormiríamos, qué haríamos...

Mi madre nos preparó cena y desayuno y, poco después de la comida de mediodía, pues el viaje, aunque no muy largo, exigía tiempo, salimos los tres de nuestra casa en la calle 122 del Plano y, tras recorrer toda la calle de Sagunto, para ahorrarnos así los diez céntimos que costaba el tranvía, llegamos al río y torcimos a la izquierda, rebasando la iglesia de Santa Mónica, hasta alcanzar la estación de los ferrocarriles eléctricos. Desde allí, un vagón de color ocre oscuro nos condujo hasta la estación de la Malvarrosa, una de las playas de Valencia, precisamente donde Joaquín Sorolla, el célebre pintor valenciano, el pintor de la luz, tenía también una casita, y de dónde extraía la inspiración para sus luminosos lienzos.

Era primavera, seguramente junio, y yo estaba a punto de cumplir los trece años. La playa estaba casi desierta cuando llegamos, ya que entonces aún no había nacido la moda de las vacaciones en el mar y los baños de sol. Había sido un día luminoso, uno de esos días que sólo se pueden dar en Valencia y que, llenándolo todo de luz, hacen sonreír el corazón de modo que la vida parece más hermosa y más agradable y más fácil.

Paseamos por la playa con los pies descalzos, - máxima ilusión de cualquier niño que se aproxima a la orilla del mar - y buscamos y recogimos susurrantes caracolas y nacaradas pechinas que entusiasmaron a mi hermana, y plumas de calamar que me llenaron de curiosidad. Vimos romperse las suaves olas en la orilla y convertirse en un larguísimo encaje que parecía adornar la costa entera. Y esperamos a que las estrellas apareciesen en el cielo y lo llenasen de guiños de colores. Luego, ya en casa, encendimos una lámpara de carburo, - aún me parece sentir en mis mucosas su olor tan especial - cenamos nuestros respectivos entrepanes y nos acostamos, con la advertencia de mi abuelo de que al día siguiente nos despertaría muy temprano porque teníamos que ver amanecer. Y, cuando parecía que acabábamos de acostarnos, la voz de mi abuelo nos despertó; nos vestimos deprisa y subimos a la terraza, sobre la planta, desde la que se dominaba prácticamente todo el Golfo de Valencia. Allí, en pleno éxtasis, vivimos el amanecer que da comienzo a este capítulo y que para mí ha sido, desde entonces, el prototipo, el modelo, el ideal, el amanecer de los amaneceres.

Mi abuelo, embargado aún por tantas y tan maravillosas sensaciones, exclamó con seriedad:

- Acabáis de presenciar cómo se mantiene la vida sobre la Tierra.

- ¿La vida? - preguntó mi hermana extrañada.

- ¿De dónde pensáis que viene la vida? - respondió mi abuelo.,

Aquella pregunta nos sorprendió. ¿La vida? ¿De dónde podría venir? Hasta aquel momento me había parecido que la vida era algo normal, natural, espontáneo, que estaba ahí y... Pero, claro, ¿de dónde venía? Nos quedamos en blanco. Mi abuelo se dio cuenta de nuestra perplejidad e insistió:

- ¿Cuánto pensáis que duraría la vida sobre la Tierra si el sol se apagase?

De nuevo la pregunta inesperada. ¿Cuánto podría durar? Imaginé qué ocurriría si, un día, el sol no saliese y desapareciese del cielo. Fue horroroso: La Tierra quedaría a oscuras pero, además, se enfriaría rápidamente. Se enfriaría tanto que las plantas y los animales y los hombres morirían irremisiblemente. ¡Y la vida desaparecería de la faz de la Tierra en un abrir y cerrar de ojos! Así que respondí:

- Nada. Nos moriríamos todos. Y las plantas, y los animales.

Mi hermana abrió los ojos asustada.

- Tú lo has dicho: Nada. - respondió mi abuelo - Porque la vida la recibimos todos del sol. O, mejor aún, la compartimos con el sol.

- ¿Es que el sol está vivo? - pregunté asombrado.

- El sol es la vida. Todas las religiones, de todos los pueblos, han adorado, de un modo u otro, al sol.

- ¿Entonces, el sol es Dios? - musité tímidamente.

- El sol es la parte de Dios que los hombres podemos ver. Él lo anima todo, lo transforma todo, lo empuja todo, lo hace todo posible... Vivimos en él, en su luz, en su vibración, en su arrullo. Y nos calienta y nos acaricia y nos alimenta y nos ayuda a vivir con su calor, su luminosidad y su amor. Él sale para todos, se reparte cada día entre todos. Luego, unos lo aprovechan mejor y otros peor.

Estas palabras nos hicieron regresar al estado de trance en el que habíamos sentido el amor del sol en lo profundo de nuestro ser. Mi abuelo continuó:

- Hubo, varios siglos antes de Cristo, un rey en Egipto, un faraón, que, seguramente tras presenciar un amanecer como el que nosotros hemos presenciado hoy, compuso un célebre Himno al Sol, como creador y sustentador de la vida; el propio Cristo dijo muy claramente de sí mismo: ‘’Yo soy la luz del mundo’’; San Juan , en su Evangelio, afirmó que ‘’Dios es luz’’; San Pablo lo llamó ‘’sol de justicia’’ y aseguró que ‘’en Él vivimos, nos movemos y tenemos nuestro ser’’. Y, varios siglos después de Cristo, un santo muy especial, precisamente nuestro santo, - dijo mirándome y sonriendo - San Francisco de Asís, volvió a componer un Himno al Sol, en el que dice que ‘’lleva la significación de Dios’’. Porque el sol, además de enviarnos su luz y su calor, nos envía permanentemente otras vibraciones, que los ojos no ven ni el tacto percibe, pero el alma sí. Y esas vibraciones, que todos recibimos, que todos los seres vivos asimilamos para vivir, además de darnos la vida, su vida, nos proporcionan amor y comprensión y aspiración espiritual, y refuerzan nuestro lado bueno y nos inspiran. Hay épocas del año en que esas vibraciones son más intensas y las notamos más, como cuando, por Navidad, sentimos la necesidad de regalar algo a los demás en prueba de amor, y nos parece querer a todos; o cuando, por Pascua, nos apetece vestirnos de colores, como las flores, y cantar, como los pajarillos, y bailar y sentir la vida que lo llena todo a raudales...

Mi hermana y yo seguíamos flotando en una especie de nube sonrosada y vaporosa. Nuestros pensamientos eran irrelevantes. Sólo el corazón servía en aquellos momentos, y se esponjaba, se agrandaba, alcanzaba, feliz, tal tamaño, que lo abarcaba todo. Mi abuelo nos volvió a sacar de aquel dulce letargo:

- He querido que vivieseis, de verdad, con toda su intensidad, un amanecer. Y creo que lo habéis hecho.

- Sí. - respondí. - Y ha sido maravilloso.

- A mí me ha emocionado muchísimo. - añadió mi hermana.

- Recordadlo, pues, Y repetidlo siempre que podáis. Valencia tiene la inmensa suerte de poder presenciar casi a diario estos amaneceres, cada uno de ellos único. Y, además, y esto lo sé por los carreteros que traían el arroz al Molino desde la zona de la Albufera, hay un punto en la carretera que va a Cullera por la costa, antes de llegar a la Isla del Palmar, desde el que las puestas de sol son inenarrablemente bellas. No he podido comprobarlo pero lo creo, porque la gente no miente en estas cosas.

Tras una breve pausa, continuó:

- ¿Habéis observado el silencio tan especial que acompaña al amanecer?

- Sí. - respondimos a dúo - ¿Por qué se produce?

- Es el silencio del respeto, de la comprensión, de la identificación, del amor. Es un momento en que cualquier ruído, cualquier palabra, sobrarían. Es un momento de recogimiento, de bienvenida, de alegría interior. Y ese momento mágico se repite también cada día con cada puesta de sol.

La vida, curiosamente, muchos años después, me deparó dos grandes satisfacciones: La primera, la de poseer un apartamento junto al mar, en la planta duodécima, la última, de un complejo residencial, construído por una empresa de la que fui directivo. Desde su terraza, presencié con arrobamiento cientos de amaneceres maravillosos que me hicieron recordar siempre aquel primer amanecer de mi existencia consciente. Y la segunda, la de, al trasladarme desde Valencia al apartamento, cada atardecer de verano, concluida la jornada laboral, poderme detener decenas de veces, en aquel punto que nos indicó mi abuelo y extasiarme con las puestas de sol, que plasmé y tengo almacenadas en otras tantas irrepetibles diapositivas, comprobando así, una vez más, que mi abuelo tenía razón. Porque en ese momento el lago entero y todas sus criaturas arden, pletóricos, en todos los matices imaginables entre el oro y el púrpura, mientras el sol se despide amoroso, entregándoles el calor y la vida que aún le quedan. Y todo tiembla, y se detiene y se ensimisma; y se repite el misterioso silencio de la mañana; y una vibración de respeto, de adoración y de esperanza, se eleva interminable y luminosa, mientras la luz se apaga, desde la Tierra hasta los aún encendidos cielos.

Mi abuelo prosiguió:

- Si os acostumbráis a ver más allá de lo que los ojos ven, descubriréis asombrosas maravillas y vibraréis al unísono con la naturaleza y con las flores y con los animales...

- ¿Más allá de lo que los ojos ven? ¿Y cómo se hace eso, abuelito? - preguntó mi hermana con curiosidad.

- ¿No habéis visto hoy más allá de lo que los ojos ven? - se limitó mi abuelo a responder.

- Sí. - contestamos convencidos los dos.

- Pues así. Abrid los ojos del alma y veréis lo que hay detrás de las cosas. Lo mismo que nosotros no somos nuestro cuerpo, sino que lo habitamos, lo usamos, pero nuestro verdadero yo está en otra dimensión, en otro mundo superior, así ocurre con los animales y las plantas y aún con las piedras. En realidad, todo está lleno de vida. Todo es vida.

Nosotros escuchábamos en silencio. Aquella maravillosamente suave sensación de paz, de arrobamiento, de plenitud que poco antes habíamos experimentado al recibir las amorosas caricias de los tibios rayos del sol, volvía a embargarnos y a transportarnos... Mi abuelo seguía:

- Lo mismo que nuestros pensamientos no son materiales, pero se plasman en la materia, todo lo que existe ha sido antes pensamiento y se ha ido concretando en cuanto nos rodea; lo mismo que el vapor de agua que forma una nube se convierte en purísima lluvia que, impregnando la tierra, la penetra y profundiza en sus entrañas donde produce, escurriéndose gota a gota, oníricos paisajes compuestos por estalactitas y estalagmitas; lo mismo que el capullo de rosa se va desplegando misteriosamente hasta mostrar al exterior lo que antes era secreto e inaccesible y hasta inexistente; lo mismo que el arco iris adorna el firmamento materializando vibraciones antes no perceptibles; o el gusano de seda, encerrado en su dorado capullo, de modo incomprensible y oculto, se transforma en blanca mariposa; o el renacuajo en rana; o el niño en hombre y en anciano, todo, absolutamente todo, se mueve, avanza, evoluciona, progresa, gracias a la vida que lo impregna en cada instante. Porque la vida es movimiento, cambio, avance callado y ordenado. Y cada cosa tiene vida y todo está lleno de vida. Y esa vida que anida en todo es la que debéis acostumbraros a ver con los ojos del alma. Porque está ahí, siempre está ahí, frente a vosotros, en vosotros, y sólo espera que la veáis, que la sintáis, que la compartáis, que la comprendáis y que os dejéis guiar por ella...

Aunque mi abuelo hubiera hablado durante siglos, nosotros lo hubiéramos seguido escuchando, arrobados, en silencio, sin apenas respirar, identificados con él y con toda la Creación, y comprendiendo, sintiendo, viendo con claridad meridiana que todo es uno, que sólo las apariencias nos hacen percibir distingos y creernos al margen del conjunto al que, sin embargo, pertenecemos.

La voz de mi abuelo, como un inefable cántico interior, continuaba:

- La vida os llevará a multitud de situaciones, os hará relacionaros con infinidad de personas y os obligará a hacer proyectos y a esforzaros por alcanzar las metas que os hayáis propuesto; porque la vida, Dios, es eso, un empuje, una suave mano que, amorosa pero persistentemente, nos impulsa inevitablemente hacia el más y el mejor. Sentid siempre el calor de esa mano, dejáos llevar por ella y poned vuestro empeño en, cualquiera que sea el problema o la elección que debáis tomar, no alejaros de la ruta hacia la que inexorablemente ella os empujará: La del amor. Bien quisiera yo recorrer ese camino por vosotros y evitaros así los tropiezos y las tristezas que, indudablemente, os acosarán a veces. Pero son vuestras vidas y sois vosotros y sólo vosotros, quienes tenéis que vivirlas y resolverlas. Y lo único que a mí me cabe hacer es aconsejaros, orientaros y desearos, con todo mi amor, una feliz travesía.

Nuestras almas estaban llenas de luz. Recuerdo que, en aquel instante deseé que nos quedáramos allí para siempre, juntos, arrebujados bajo la misma manta, con nuestras almas unidas, muy unidas y felices...

La voz susurrante de mi abuelo, sin embargo, seguía:

- Mirad en los hombres siempre su parte interna, la que no se ve, y comprobaréis que es hermosa. Y todos la tienen. Y buscad en todo, el aspecto positivo, que está en todas las cosas. Y no caigáis nunca en la tentación de hacer caso de las apariencias. Fijáos cómo el sol alumbra a todos por igual, sin importarle si son buenos o malos, ricos o pobres, blancos o negros, creyentes o ateos... y miradlos vosotros también así. Todos para él son iguales y tienen el mismo valor y los mismos derechos. Y deben tenerlos también para vosotros. Haced, pues, vosotros como el sol, y amad a todos, sin preocuparos lo que piensen, digan o hagan. Dejaos guiar por la mano de Dios, la mano del amor, y seréis felices.

Mi abuelo enmudeció. Nosotros, pasados unos instantes de asimilación, comenzamos a rebullir y acabamos abriendo los ojos a un día esplendoroso: El mar, enrojecido por el sol, que ya había iniciado su ascenso, se movía nervioso a nuestros pies. Las gaviotas habían incrementado el atrevimiento de sus vuelos y elevado el tono y la frecuencia sus gritos. La arena, blanquísima y rizada por la brisa, nos tentaba a pisarla y romper con ello su cósmica perfección. Los pescadores empezaban, con la ayuda de las yuntas de ‘’bous’’,. - enormes bueyes que, uncidos en parejas, arrastraban, nadando mar adentro, las barcas de pesca - su diaria jornada. El cielo era azul, purísimo, sin una nube... Sin embargo, todo era distinto que el día anterior. Ahora estaba lleno de vida y nosotros podíamos ver y sentir esa vida y palpitar con ella y compartirla.

Desayunamos y regresamos a casa por donde habíamos venido, pero cambiados. Ya no éramos los mismos. Ya nunca fuimos los mismos. Y mi abuelo lo sabía. ¡Gracias, abuelito!.

 

 

* * *

 

XXVI.- LA PROPIA AVENTURA

Estaba yo en sexto de bachillerato. Y andaba por los diecisiete años. Debido a la guerra iba, como la mayoría de mis condiscípulos, uno o dos años atrasado, pues no pudimos empezar oficialmente los estudios hasta que aquélla concluyó. Me había convertido en un apasionado del fútbol, pero no del fútbol practicado, que también, sino del de competición. Y me entristecía cuando el Valencia perdía su partido del domingo, y me alegraba, hasta límites insospechados, cuando ganaba.

Un día en que yo me mostraba eufórico tras presenciar un partido contra un gran contrincante, no recuerdo cuál, y hacía ostensible mi desprecio y hasta mi aversión por el equipo contrario y sus seguidores, mi abuelo me dijo:

- ¿Tú has pensado un poco en todo eso?

Realmente, no había pensado en ello, aunque no sabía exactamente a qué se refería mi abuelo. Simplemente, me gustaba el fútbol. Así que respondí:

- No, pero ¿qué hay que pensar?

- ¿A ti te gusta el fútbol? - fue su respuesta.

- Sí. Muchísimo. Ya lo sabes.

- Sí. Yo ya lo sé. Pero tú creo que no.

- ¿Cómo que no? - pregunté molesto - ¿que no me gusta el fútbol?

- No sé, no sé. - dijo. Y, tras breve pausa, preguntó:

- ¿Para ti qué es el fútbol?

Estaba claro. Así que respondí inmediatamente:

- Un deporte..

- Pero, ¿qué clase de deporte?

Para eso ya no estaba tan preparado. Pensé un poco... Estaba claro: Había dos clases de deporte: Los individuales, que puede practicar uno en su casa o sólo en el campo o en la calle, y los colectivos, que suponen competir con otro equipo. Respondí, pues:

- Es un deporte de competición.

- ¿Y qué significa eso? - dijo.

- Que un equipo juega contra otro y gana el que mejor juega, bueno, el que marca más goles. Y, según vayan siendo los resultados, el equipo se sitúa en un lugar u otro de una clasificación.

- ¿Y a ti qué es lo que más te gusta de las dos cosas que has dicho: Que tu equipo juegue mejor o que meta más goles?

Me quedé un momento pensando. Mi abuelo me estaba ya llevando a tener que pensar en serio. Si decía que prefería el mejor juego, me diría luego... mil cosas que no sabía adónde me iban a conducir. Y, si decía que los goles, estaba claro que me diría que lo que me gustaba no era el fútbol. Dudé un momento, pero pudo más mi amor por mi abuelo y el deseo, que él me había inculcado, de descubrir la verdad pensando y de contar con su ayuda para aprender a hacerlo, a vencer esa inercia que nos hace no poner la mente en marcha y, con toda sinceridad, le dije:

- Que meta más goles.

- Sé lo que has estado pensando - me dijo - y me alegro de que hayas sido sincero. Ya vas teniendo edad para aclarar tus ideas en torno a este tema, que te puede servir en la vida de modelo, porque es aplicable a muchas aficiones y posturas y actitudes con las que te encontrarás. Y conviene que sepas qué terreno pisas. Vamos, pues, a pensar en serio.

Y empezó:

- Como te temías, tú mismo reconoces que lo que te importa es que tu equipo gane, aunque el otro juegue mejor, ¿no?

- Sí. - tuve que responder.

- ¿Y tú de verdad crees que eso es deporte?

Aquello era gravísimo. Lo vi claro. Aquello no tenía nada que ver con el deporte, sino con el orgullo, con el egoísmo, con...

- No.

- Yo tengo entendido - siguió - siempre lo he entendido así, que el deporte es algo noble y que ennoblece, porque da ocasión al espectador de, por un lado, ver cuerpos cultivados, fuertes, hábiles, que realizan verdaderas proezas, y disfrutarlas; y, por otro, presenciar también el reconocimiento, si así procede en justicia, de la superioridad del otro, sin ninguna reserva, sino con admiración, con incrementado deseo de superarse, de mejorar. ¿O estoy equivocado?

- No. Para mí, eso es el deporte. - dije convencido.

- Pues vas por mal camino. - sentenció.

- ¿Por qué?

- Porque, si sólo deseas ver ganar a tu equipo, no disfrutarás del deporte y te irás deformando por dentro. Y verás bien todo los que los tuyos hagan y mal todo lo que hagan los otros; y te alegrarás cuando ganen los tuyos, aunque no lo hayan merecido; y te entristecerás cuando pierdan, aunque hayan jugado bien; y acabarás - y ya he visto en tus ojos un atisbo de ello - despreciando y hasta odiando a los del equipo contrario, tanto jugadores como seguidores, sin darte cuenta de que ellos son como tú y que les ocurre lo mismo que a ti; y acabarás haciendo enemigos pudiendo hacer amigos; y el fútbol nunca te hará feliz sino, cada día, más desgraciado.

¡Cuánta razón tenía mi abuelo! En muchos momentos, en el campo de fútbol, había sentido esa oleada de odio hacia los partidarios del adversario y, a veces, hasta había deseado interiormente que lesionasen a alguno de sus mejores jugadores. Y, sin embargo, todo ello me había parecido hasta entonces justo y hasta natural...

- Tienes razón, abuelito. Tienes toda la razón. Pero, ¿qué puedo hacer? ¿Debo dejar el fútbol aunque me guste?

- En absoluto. - respondió - Si te gusta el fútbol, debes seguir viéndolo. Pero esfuérzate en disfrutar de las buenas jugadas, de los pases medidos, de las estrategias inteligentes, de cuanto supone superación y esfuerzo convertidos en arte. Y no te preocupes por el resultado. Eso es lo de menos. Ha de ser lo de menos para ti. ¿Tú crees que, cuando un pintor o un escritor o cualquier artista está haciendo su obra, se preocupa, piensa siquiera en lo que va a proporcionarle? No. Nunca. Mientras ellos están realizando su obra, están tan concentrados, tan felices, tan entregados, tan sacando de sí mismos lo mejor, tan lejos de todo y de todos, que lo único que les importa es llevar a cabo esa obra lo mejor posible. Y, si no actúan así, si sólo les mueve el resultado económico o de notoriedad o influencia, entonces no son verdaderos artistas. Y eso se notará en su obra.

- ¿Entonces? - fue lo único que se me ocurrió decir.

- Entonces, ve al fútbol y disfrútalo. Y admira lo que esté bien hecho, lo haga quien lo haga. Y reprueba lo que esté mal, lo haga quien lo haga. Sólo así podrás disfrutar antes, durante y después de los partidos. Y sin odiar a nadie.

¡Era verdad! Pero, yo era valenciano. Mi equipo era el Valencia y parecía lógico que desease que mi equipo fuera el mejor. Así que aventuré:

- Estoy de acuerdo. Pero, abuelito, ¿es malo que a mí me guste que el Valencia juegue mejor y, como consecuencia de ello, gane?

- No. En absoluto. - respondió - Es lógico que desees que tu equipo juegue bien y disfrutes, si es así. Pero igual de lógico es que, si juega mejor el otro, disfrutes también con su juego.

Tenía toda la razón. Tras una breve pausa, añadió:

- Porque, ¿qué hay detrás de tu deseo de que gane el que tu llamas ‘’tu equipo’’?

¿Qué hay?, me pregunté. ¿Qué hay detrás de ese deseo?

- No lo sé. - tuve que responder - Me gusta que gane el Valencia, pero no sé por qué.

¿Y te parece racional desear algo sin saber por qué?

- No. No es lógico. Pero, abuelito, eso no me pasa a mí sólo. Les pasa a casi todos, así que tiene que haber una causa.

- Claro que la hay, - dijo - pero es ajena al fútbol y aún al deporte.

- ¿Y cuál es? - pregunté intrigado.

- El egoísmo, sencillamente.

- ¿El egoísmo de quién?

- De muchos. Primero, de los organizadores de las competiciones, que ganan dinero con ellas y les interesa que haya mucha expectación y vaya mucho público a los partidos. Luego, los directivos de los equipos, por la misma causa. Después, los medios de comunicación que, para atraer lectores o radioyentes, fomentan los enfrentamientos, lo cual les hace vender más y ello les permite tener más anuncios y ganar más dinero. Y, por último, los propios jugadores, que empezaron practicando el deporte por pura afición, por disfrutar, por entretenerse y que, una vez metidos entre tanto egoísmo, se ven abocados a convertir el deporte en una profesión, un medio de vida. Ello les hace pensar en sacar de esa profesión el mayor provecho posible, y entonces actúan según su conveniencia y sus intereses y no como cuando empezaron, dándolo todo y tratando de superarse en cada partido; y dejan, por tanto, de ser artistas, como lo eran al empezar. Y entre todos está el público que, encima de pagar para ver los partidos, se alegra o se entristece, se enfurece y lucha, llevado por una emoción alevosamente cultivada por quienes sacan partido del río revuelto. Pero que, a pesar de ser el que paga las entradas y los periódicos, no tiene más papel que estar nervioso toda la vida.

Y concluyó:

- ¿A ti te parece lógico que los seguidores de un equipo permanezcan fieles al mismo durante años, mientras quienes lo componen y teóricamente lo defienden en el campo, cambian de equipo como se cambia de camisa, en busca de mejores ingresos? Es lógico que los jugadores, como profesionales, lo hagan así. Pero lo que ya no es lógico son esas enemistades y esos odios y esas agresiones que llegan a producirse entre aficionados que defienden... ¿qué? Eso no tiene ya nada que ver con el fútbol ni con el deporte. ¿Que queda ahí de la nobleza, el desinterés y la belleza de la entrega total, de la obra maestra en cada actuación, que debería ser, que era, el deporte cuando nació?

- Sí, pero...

- Eso es, simplemente, negocio. - continuó - Y está bien que quien quiera hacer negocio así, lo haga. Pero lo que no hay que hacer es llamarlo deporte, ni enloquecer porque ‘’tu’’ equipo, que de tuyo no tiene nada, absolutamente nada, gane o pierda. Es irracional, ¿no lo ves?

- Sí. - dije convencido - Lo veo clarísimamente.

Y, en mi fuero interno, me prometí liberarme - quedé liberado en ese momento - del espejismo del que había llegado a ser dependiente, y disfrutar del fútbol sin pretender a priori victorias ni derrotas. Y bien sabe Dios lo feliz que he vivido y lo que he disfrutado con el fútbol en mi vida.

Mi abuelo continuó:

- Hay otro aspecto, también muy interesante y que también os puede ser muy útil en la vida.

- ¿Cuál? - pregunté intrigado.

- Vamos a ver. - dijo - ¿Por qué vas al fútbol?

- Para ver como juegan.

- ¿De verdad? Yo no te pregunto para qué, sino por qué.

Aquello tenía miga. ¿Por qué iba yo al fútbol? Me metí en mí mismo, me concentré. Porque...

- No lo sé. - tuve que admitir, al fin.

- Claro que lo sabes. - me dijo sonriendo - ¿Tú irías a ver un partido cuyo resultado supieses de antemano, o irías a ver una película cuyo argumento y desenlace ya conocieses?

- No. - respondí convencido - ¿para qué?... y ahí se me hizo la luz: ¡Yo iba al fútbol porque no conocía lo que iba a ocurrir!

- Porque no sé lo que va a pasar.

- ¿Y por qué lees novelas y vas al teatro o al cine?

Aquello iba estando claro:

- Porque no sé lo que va a ocurrir.

- ¿O sea?

- Que lo que busco es lo que aún no sé.

- El hombre busca siempre - dijo - lo que aún no conoce. Es una ley natural. Lo que nos hace seguir viviendo. La eterna capacidad de insatisfacción.

Y luego, inesperadamente, continuó:

- ¿Cómo llamarías tú a algo cuyas incidencias y cuyo desenlace no conoces?

Me quedé pensando un momento. Y me vino la respuesta:

- ¿Una aventura?

- Exactamente. Defínela bien.

- Una aventura es una situación en la que sabemos que tendremos que resolver problemas y no sabemos cómo lo haremos, ni cómo terminará todo.

- ¡Estupendo! - me dijo - O sea, que ese afán de aventura es lo que te hace, a ti y a todos, ir al fútbol, ¿no?

Aquella conclusión era asombrosa, pero correcta. Así que tuve que responder:

- Pues, sí.

- Y, desde ese punto de vista, ¿cómo definirías tú la vida?

¿La vida? ¿Adónde quería ir a parar mi abuelo? ¿La vida?... ¡Claro! La vida es una situación en la que sabemos que tendremos problemas y no sabemos cómo lo haremos y, además ignoramos el resultado de todo el proceso... luego:

- Como una aventura. - dije, sorprendido de mi propia conclusión.

- Pues tenlo presente durante toda ella. Si vives tu vida como una aventura, la disfrutarás más de lo que puedes disfrutar en el fútbol. Porque éste, al fin y al cabo, no es sino la aventura, la vida, de los jugadores y de los árbitros y de los directivos y de los periodistas. Pero no la tuya. La tuya es mucho más interesante y sugestiva, y más...tuya.

- ¡Es impresionante, abuelito! Nunca se me hubiera ocurrido considerar la vida como una aventura. Pero, ¡es verdad, tiene todos sus ingredientes!.

- Claro que los tiene. Lo que ocurre es que la mayor parte de la gente se la pasa quejándose de ella y del trabajo y de cada problema, y luego se va al fútbol o al cine a vivir las aventuras de otros, sin darse cuenta de la suya propia es la mejor de todas y la que más le interesa resolver y disfrutar. Porque cada día amanece lleno de nuevos desafíos que no sabes cómo resolverás ni a qué nuevas situaciones te llevarán. Pero cada noche resulta que los has ido solucionando y puedes enfrentar, más sabio, más experto en vida, la aventura del día siguiente. Mira la vida siempre así, repito, y serás feliz. Porque la vida es maravillosa, es sugestiva y está llena de sorpresas, de satisfacciones y de felicidad, si sabes vivirla con curiosidad, como vives las novelas o las películas, que no son sino burdas imitaciones de la verdadera vida.

¡Cuántas veces, a lo largo de tantos años como han transcurrido desde entonces, cuando he tenido que afrontar una situación difícil, un problema fuera de lo común, he recordado aquella conversación y he sonreído por dentro y me he enfrentado al obstáculo y he disfrutado de mi aventura vital! Y aquí estoy.

 

* * *

 

 

XXVII.- LAS GAFAS

Habíamos previsto hacer, el domingo siguiente, una excursión a La Cañada, zona de pinares, agreste en aquellos días y hoy zona residencial, próxima a Valencia. Estábamos elucubrando, mi hermana, mi abuelo y yo sobre lo que nos llevaríamos, lo que haríamos, y mil cosas más. Yo, que estaba atravesando la época de afirmación de la personalidad de los catorce años, dije muy seguro:

- Saldrá mal, ya veréis. Seguro que el domingo llueve y no podemos ir.

Mi hermana me miró, desilusionada. Mi abuelo, por su parte, me preguntó:

- ¿Por qué ha de salir mal?

- Porque sí. - dije rotundo.

- ¡Es un buen motivo! - respondió mi abuelo riendo - No sé dónde he leído que el ‘’porque sí’’ y el ‘’porque no’’ son los dioses de los tontos.

Yo me quedé mirándolo, pero no supe qué responder. Bien pensado, tenía razón. Porque, ‘’porque sí’’ no era ninguna razón. Mi abuelo insistió:

- Supongo que tendrás un motivo de peso para estar tan seguro.

- No. - hube de decir - Pero casi siempre ocurre así.

- Yo no lo creo. - me respondió - Lo que sucede es que sólo te acuerdas de cuando ocurre así, y no de cuando todo sale como deseabas.

Hizo una pausa y añadió:

- Porque, vamos a ver. Vamos a profundizar un poco y descubriremos cosas interesantes.

Mi hermana y yo, sabiendo que mi abuelo aprovechaba cualquier oportunidad para que practicáramos juntos nuestro deporte favorito, pensar, nos aprestamos a ello. Mi hermana se encaramó a sus rodillas y yo me preparé, por dentro y por fuera, y quedé a la expectativa. Mi abuelo empezó así:

- ¿Qué es la felicidad?

- ¿La felicidad? - pregunté indefenso - Es ser feliz.

- Tú sabes que la palabra definida no puede entrar en su definición, ¿no?

- Sí. - dije avergonzado - La felicidad es...el encontrarse bien.

- Es no tener problemas. - terció mi hermana con seguridad.

- Y, - dijo mi abuelo - ¿qué hay de común en esas dos definiciones?

Nos quedamos pensando. ¿Qué había en común? En el fondo, las dos describían un estado de felicidad, pero... Y, al punto lo comprendí. Lo acababa de pensar.

- La felicidad es un estado de ánimo.

- Muy bien. - dijo mi abuelo - Un estado de ánimo. ¿Estáis seguros?

Nueva llamada a la materia gris. Decididamente, sí, fue mi conclusión. Porque yo sabía de gente con todos los elementos para ser felices y que no lo eran, y de gente sin medios, pasándolo mal y que, sin embargo, parecían felices. Así que respondí:

- Sí.

- ¿Por qué estás seguro? - preguntó mi abuelo.

- Porque - dije - hay gente que lo tiene todo para ser feliz y, sin embargo, no lo es.

- Y hay otros - completó mi hermana - que son felices casi sin tener nada.

- O sea, - resumió mi abuelo - que la felicidad es sólo un estado de ánimo.

- Sí. - dijimos los dos, convencidos.

- Esto es un hallazgo importante. - dijo - Recordadlo, si alguna vez os sentís desgraciados.

Y, tras una breve pausa, añadió:

- Pero no íbamos a esto. Veamos: ¿Qué es un optimista?

- Uno que lo ve todo bonito. Lo contrario del pesimista, que todo lo ve feo. - respondí.

- ¿Y encontráis alguna explicación racional para que uno lo vea todo siempre bonito o siempre feo?

Nueva reflexión. No. No era lógico. Porque en el mundo hay cosas bonitas y cosas feas. Pero verlas siempre bonitas o siempre feas...

- No. - dije - No es lógico.

- ¿Entonces, - preguntó mi abuelo - por qué se es optimista o pesimista?

¡Buena pregunta! Me concentré profundamente y pronto llegué a una conclusión:

- Porque es un hábito, una costumbre. El optimista tiene el hábito de ver el lado bonito.

- Y el pesimista - terció mi hermana - el de ver el lado feo.

- Estupendo. - concluyó mi abuelo - O sea, que se es optimista o pesimista por simple hábito, ¿no?

- Sí. - respondimos los dos a coro.

- ¿Y cómo se adquiere un hábito?

Aquello se ponía interesante. ¿Cómo se adquiere un hábito?... Estaba claro:

- Repitiendo muchas veces una cosa o una actuación o una manera de pensar. - dije.

- O sea, - insistió mi abuelo - que el hábito es algo que se adquiere.

- Sí, claro. - dije convencido.

- El pesimista, pues, se ha habituado a ver lo feo de cada cosa, ¿no?

- Sí. - contestamos.

- ¿Y pensáis que un hábito se puede cambiar, que un pesimista puede hacerse optimista, por ejemplo?

Era algo muy interesante. Yo recordé que, durante unos meses había tenido el hábito de morderme las uñas, pero, una vez convencido de que aquello era ridículo, me lo quité. Así que dije convencido:

- Seguro. Yo me mordía las uñas hasta que, una vez me preguntaste sonriendo si estaban buenas, y me di cuenta de lo ridículo que era. Así que puse atención durante unos días y, cuando iba a mordérmelas, me decía, ‘’es ridículo y no quiero’’. Y, a poco, se me fue el hábito.

- ¿Qué había ocurrido, entonces?

Yo ya lo había expuesto. ¿Qué era lo que mi abuelo preguntaba, pues? A poco de pensar, caí en la cuenta:

- Que sustituí un hábito por otro: El de morderme las uñas por el de no mordérmelas.

- Exactamente. - dijo mi abuelo satisfecho - Pero sigamos con lo que estábamos:

- ¿Quién es más feliz en la vida, el pesimista o el optimista?

- El optimista. - fue nuestra rotunda respuesta.

- ¿Por qué.

Silencio. Nuestros cerebros comenzaron a trabajar. Yo recuerdo que me planteé el caso del pesimista y me dije: Él espera lo malo; y, si espera lo malo, no es feliz. Pero lo malo puede ocurrir o puede no ocurrir... llegado a este punto ya me atreví a responder:

- Porque el pesimista, mientras piensa que va a suceder lo malo, es desgraciado. Y luego...

- Está claro. - completó mi hermana - Si sucede lo malo, como esperaba, sigue siendo desgraciado.

- Y, si sucede lo bueno, - rematé yo - como tiene el hábito de esperar lo malo, esperará que lo bueno acabe acarreando algo malo, con lo cual, seguirá siendo desgraciado.

- ¿Y en cuanto al optimista? ¿Por qué es feliz?

- Es lo mismo, pero al revés. - dije.

- Mientras espera lo bueno - se adelantó mi hermana - es feliz. Luego, cuando llega lo que sea, si es bueno, sigue siendo feliz; y, si es malo, como él tiene el hábito de esperar lo bueno, será feliz esperándolo.

La cara de satisfacción de mi abuelo era ostensible. Al fin completó:

- ¿Conclusión?

- Que el optimista se siente feliz en todo caso y el pesimista es desgraciado siempre.

- Muy, pero que muy bien. - dijo mi abuelo sonriendo - Fijaos qué cosas hemos descubierto hoy: Que la felicidad es sólo un estado de ánimo; que los hábitos se adquieren; que, si se quiere, se pueden cambiar; que el optimista es siempre feliz y que el pesimista es siempre desgraciado, ambos como consecuencia de su respectivo hábito.

- Sí. - dijimos, asombrados de la profundidad de nuestros propios hallazgos.

Tras un elocuente silencio asimilativo, mi hermana suscitó:

- Abuelito, pero hay un refrán que dice: ‘’Piensa mal y acertarás’’. Y, o los refranes son ciertos o hemos razonado mal, ¿no?

- No. Ni una cosa ni otra. Hemos razonado bien. - respondió mi abuelo - El refrán se refiere a lo que pensamos de los demás hombres y no de los acontecimientos.

- ¿Pero es cierto el refrán? - insistió mi hermana.

- Relativamente.

Hizo una pausa, para ordenar sus ideas, y comenzó:

- Vamos a ver: ¿Vosotros me conocéis?

Los dos nos echamos a reír.

- ¡Claro que te conocemos! - aseguró mi hermana.

- Sí. - me limité a responder.

- Pero, ¿sabéis cómo soy yo de verdad? - insistió mi abuelo.

Nos quedamos paralizados. Hasta aquel momento yo estaba seguro de conocer a mi abuelo como a mí mismo. Pero la pregunta tenía mucha enjundia. Había dicho ‘’de verdad’’. De todos modos, me atreví a decir:

- Yo creo que sí, abuelito.

- ¿Qué datos tienes sobre mí? - se limitó a preguntar, mirándome.

- Sé qué cara tienes, cómo eres de alto, el color de tus ojos, la fuerza que tienes, cómo hablas... sé que eres bueno...

- Alto ahí. - interrumpió mi abuelo - ¿Cómo sabes que soy bueno?

- ¡Qué pregunta! - dije sonriendo - Porque haces cosas buenas, porque no haces daño a nadie, porque defiendes lo bueno, porque...

- ¿Y tú por qué medio percibes todo eso?

Aquella pregunta me hizo dejar de sonreír. ¿Por qué medios? Era difícil de responder. Pero, tras un momento de reflexión, pude hacerlo:

- Por mis sentidos: Veo tu cuerpo y veo tus actos y oigo tus palabras y...

- O sea, - interrumpió mi abuelo - por los sentidos.

- Sí. - dije

- ¿Y qué haces luego con los datos que tus sentidos te proporcionan?

Esta vez fue más rápida mi hermana:

- Los interpreto.

- Muy bien. Los interpretas. - dijo mi abuelo, mirándola satisfecho - ¿Y en qué te basas para interpretarlos?

Se estaba poniendo la cosa difícil. Estaba claro que yo, para esa interpretación, sólo podía basarme en mis conocimientos previos, en mi memoria. Así que dije:

- En mi memoria. Yo recibo un estímulo, por ejemplo, una obra tuya, y luego, como tengo datos en mi memoria sobre lo que es bueno y lo que es malo, interpreto esa acción y saco la conclusión de que es buena. Y esa conclusión es lo que pienso de ti.

- Estupendo. - dijo mi abuelo - Eso es lo que tú piensas. Pero, ¿eso es la verdad?

Nueva catástrofe mental. ¿La verdad? ¡Yo no podía saberlo! A lo mejor, la misma cosa, a mi hermana le parecía diferente. ¿Dónde estaba la verdad? Por fin, me atreví a responder cautelosamente:

- Por lo menos, para mí, sí.

- ¿Y para los demás? ¿Para los demás no sirve ‘’tu’’ verdad?

En vista de mi razonamiento anterior, no podía asegurar que ‘’mi’’ verdad sirviese para otros, así que respondí:

- No. Tendrían que ser iguales que yo y tener las mismas experiencias y los mismos estudios y vivencias y, además, tendrían que haberlos interpretado todos igual que yo y - lo vi claro - tendrían que ser yo... No. Está claro, abuelito. Mis conclusiones no sirven nada más que para mí.

- Entonces, - repreguntó mi abuelo - ¿es posible que sobre un mismo asunto o sobre una misma persona o sobre sus palabras o actos haya varias interpretaciones?

Estaba claro. Clarísimo. Así que respondí:

- No es que sea posible. Es que ocurre siempre necesariamente. Cada hombre lo interpretará de modo distinto. Y no coincidirán ni siquiera dos, porque no hay dos hombres iguales.

Mi abuelo pareció relajarse, satisfecho.

- Trata - me dijo - de recopilar este último hallazgo.

Yo me concentré un rato, mientras veía, por el rabillo del ojo, cómo mi hermana hacía otro tanto. Al final, ella fue la que resumió:

- Que cada hombre interpreta cada cosa de un modo distinto.

- Y que ésa es ‘’su’’ verdad, - completé yo - pero no ‘’la verdad’’. La verdad absoluta no está a nuestro alcance, porque es imposible que todos los hombres coincidan exactamente en sus valoraciones.

- ¿Comprendéis ahora por qué es un contrasentido y una insensatez pretender imponer las propias ideas a los demás?

- Está claro. - dije - Porque los demás tienen cada uno su propia visión y no aceptarán completamente la del otro, salvo que coincidan con él en todo, lo cual es imposible.

- ¿Y comprendéis el por qué del fracaso de las dictaduras y de los fanatismos?

- Sí. - fue nuestra respuesta unánime.

- ¿Y comprendéis por qué un programa político o un proyecto colectivo cualquiera, aceptado, en principio, por muchos, en sus líneas generales, acaba siempre con desavenencias y descontentos de los mismos que los propugnaron?

- Sí, está claro. - dijimos.

- Por eso lo sabios, los verdaderos sabios, - resumió - nunca pontifican. Ellos saben que ‘’su’’ verdad sólo sirve para ellos. Así que lo que hacen es procurar que los demás aprendan a extraer ‘’su propia verdad’’.

- ¿Por eso nos haces tantas preguntas, abuelito? - preguntó mi hermana.

- Precisamente. Si vosotros descubrís ‘’vuestra’’ verdad individual, tendréis las ideas claras y nadie os podrá confundir pretendiendo que aceptéis las suyas sin reflexión. Es el sistema que inventó Sócrates, el más sabio de los sabios de la antigua Grecia.

Tras un silencio muy fructífero, mi abuelo prosiguió:

- Pero aún no hemos agotado el tema. Vamos a ver: ¿Por qué pensáis que se produce esa falta de coincidencia entre las apreciaciones de los hombres?

- ¿Por qué? - dije asombrado - Yo creía que ya lo habíamos aclarado: Porque cada hombre tiene distinto bagaje, distinta cantidad y calidad de información, y esa información que tiene le hace ver las cosas de una manera determinada, como si...

- ¿Llevase unas gafas en el alma? - sugirió mi hermana con una sonrisa.

- ¡Eso!. - respondí entusiasmado - Como si cada uno llevásemos unas gafas de color. Cada uno de un color distinto. Porque cada hombre, en base a los datos que tiene y a sus interpretaciones de los estímulos que le llegan por los sentidos, se construye, aunque no quiera, unas gafas de un color especial y exclusivo.

- ¿Y esas gafas influyen en lo que se ve? - preguntó agudamente mi abuelo.

¡Claro! - terció mi hermana - Esas gafas hacen que uno lo vea todo de ese color.

- ¿Comprendéis ahora por qué el ladrón piensa que todos lo son y el mentiroso cree que todos mienten? - preguntó mi abuelo.

- Sí. - me apresuré - Porque, como lo ven todo coloreado con el color de su propio cristal, ven en los demás ese color y creen que tienen sus propios defectos.

- Definitivamente, pues, - preguntó mi abuelo satisfecho - ¿sabéis como soy o no?

Pensé intensamente durante un momento y, al fin, sonriendo, le dije:

- Lo único que sé seguro es cómo no eres. Porque sé que, como yo te veo con el color de mi cristal, es seguro que no eres como yo te veo.

- Y - completó mi hermana - no podremos saber nunca cómo eres en realidad. Porque yo también te veo con mi cristal. Ni tú - añadió regocijada - podrás nunca saber cómo somos nosotros de verdad.

Mi abuelo se sentía ostensiblemente satisfecho de sus nietos. Se concedió unos instantes para disfrutar con ello y luego dijo:

- Ahora podemos volver al principio de nuestra conversación. ¿Qué diferencia al optimista del pesimista?

Ya no tuvimos problema. Así que mi hermana, más rápida de reflejos, dijo sonriendo:

- Que el optimista lleva un cristal de color de rosa y el pesimista, uno negro.

- ¿Y cómo ha construído cada uno de ellos su cristal? - insistió mi abuelo.

- Adquiriendo el hábito de verlo todo de color de rosa o de color negro, respectivamente. - dije convencido.

- ¿Y puede el pesimista cambiar el color de su cristal?

- ¡Claro! - fue nuestro último hallazgo - Sólo tiene que esforzarse un poco por ver el lado bueno, lo agradable, de cada cosa. Porque, una vez adquirido el buen hábito, funciona tan automáticamente y sin esfuerzo, como antes funcionaba el malo.

- ¿Qué separa, pues, el sentimiento de felicidad del sentimiento de desgracia? - fue su última pregunta de aquel día.

- Sólo el esfuerzo necesario para quitarse un hábito malo, sustituyéndolo por otro bueno. - dijimos convencidos.

 

 

 

* * *

 

 

XXVIII.- LOS CUATRO YOES

- Cuando yo digo que sí, es que sí. - dije rotundo.

- Eso no ocurre siempre. - afirmó mi hermana.

- Siempre. - respondí.

- Pues ayer, - me replicó - dijiste que no querías ir al cine, cuando anteayer, delante de Pepito, habías dicho que sí.

- Bueno, pero eso es distinto.

- ¿Por qué? - me replicó.

- Yo, de momento, no supe qué responder. Por fin, dije:

- Porque he cambiado de opinión.

- No. Porque no querías que Pepito supiera que no tenías dinero. - aclaró mi hermana - Pero luego aseguras que, cuando dices algo, lo mantienes. Y no es verdad.

- Sí es verdad. - insistí convencido.

Mi abuelo, viendo la situación, intervino conciliador:

- Bueno. Esto hay que aclararlo. Vamos a ver: - dijo sonriendo - Cuando vosotros dos dialogáis, ¿cuántas personas pensáis que están hablando?

Los dos nos echamos a reír.

- Dos. - respondí.

- Dos. - dijo mi hermana.

- Pues no. - exclamó mi abuelo - Por eso ocurre lo que ocurre.

- ¿Que no somos dos? - inquirí extrañado.

- No. - dijo, rotundo, mi abuelo.

- ¿Y cómo es eso? ¿Quién hay más?

- ¿No te ha ocurrido nunca ,- dijo - hacer o decir algo pensando que responde a tu manera de ser, y luego, darte cuenta de que, en realidad, no te gusta lo que has hecho o dicho?

- Sí. - tuve que admitir.

- Pues, el que hizo o dijo eso era el que tú crees ser. Y el que luego lo encontró mal, era el que tú de verdad eres. - fue la respuesta de mi abuelo.

Mi hermana y yo oímos con asombro aquella disección de mi persona.

- ¿El que soy y el que creo que soy? - repetí. ¿Entonces yo soy dos?

- Sí. - respondió mi abuelo.

- ¿Y yo también? - quiso saber mi hermana.

- Tú también. Y yo. Y todos. Respondió terminantemente mi abuelo.

- Sin embargo, yo no me veo como dos. - observé incrédulo.

- Pues no sólo eres dos, sino cuatro. - aseguró mi abuelo.

- ¿Cuatro? - saltamos mi hermana y yo a la vez.

- Exacto. - respondió.

- ¿Y qué cuatro? ¿Dónde están? - quise saber.

- Ya conoces dos, ¿no?: El que tú eres de verdad, y el que tú crees que eres. Porque, - aclaró - tú no te conoces a ti mismo. Casi ningún hombre se conoce a sí mismo.

- Pero, ¿los dos hablan? - inquirí.

- ¡Claro! - dijo mi abuelo - Hablan y actúan.

- ¿Y cómo se nota si habla uno u otro? - pregunté triunfante.

- Eso sólo lo puedes saber tú. Los demás, no. Para los demás, como interlocutor, tú eres siempre el mismo: Tú. - fue su respuesta.

- ¿Y eso es siempre así? - insistí aún incrédulo, pero con menos seguridad.

- Siempre. Lo que pasa es que, unas veces habla uno y otras otro, unas frases son de uno y otras del otro. - dijo. Y, tras un breve silencio, añadió:

- Lo comprenderéis mejor cuando conozcáis a los otros dos. Vuestros otros dos yoes. - dijo riendo.

Aquello desbordaba todas mis previsiones. Mi hermana, que aún no se había recobrado de su asombro inicial, reaccionó por fin:

- ¿O sea, que yo soy cuatro?

- Pues, sí. - respondió mi abuelo muy serio.

- ¿Y cuáles son los otros dos? - inquirí yo con verdadera curiosidad.

- Pues verás: - me dijo - Uno de ellos es el que tú crees que el otro piensa que tú eres.

- ¿Cómo, cómo? - dije sin entender.

- Está muy claro. - respondió - Tú sabes que tu interlocutor ha de tener una idea sobre ti. Y te imaginas, poco más o menos, lo que él piensa. Y, cuando hablas, a veces, el que habla por ti es ése que tú crees que el otro piensa que tú eres.

Ante nuestras caras de asombro, mi abuelo dijo, dirigiéndose a mi:

- Por ejemplo: Si crees que él piensa que tú eres inteligente, tratarás de no defraudarle y aparecer ante él como un chico listo.

Me quedé en silencio, asimilando aquellas ideas. Tenían sentido. Cuanto más reflexionaba el asunto, tanto más lógico lo encontraba. Por fin, quise saber:

- ¿Y quién es mi cuarto yo?

- Tu cuarto yo es el que tú quisieras que el otro pensase que eres.

Nuevo silencio. Yo pensé que también aquello tenía sentido. Como acababa de decir mi abuelo, si yo pensaba que el otro creía que era listo, yo actuaría de modo que pensase que era ‘’muy listo’’. Es decir, distinto, mejor. Así que declaré:

- Puede que sí, que sea como tú dices.

- Seguro. - dijo mi abuelo.

- Mi hermana, en silencio, pero rumiando toda la conversación, se arrancó con una pregunta alarmante:

- ¿Eso, abuelito, quiere decir que cuando hablan dos personas, en realidad están hablando ocho?

Mi abuelo se echó a reír ante nuestras caras de asombro. Pero, al fin confirmó:

- Sí. Cuatro por tu parte y otros cuatro por parte de tu interlocutor. Y, según se vaya desarrollando la conversación, intervendrá uno u otro con una determinada intención.

Yo me imaginaba a cuatro como yo y cuatro como mi hermana, hablando todos a la vez... Pero no. No era a la vez. Cada uno hablaba en su momento. O sea, uno de mis cuatro yoes hablaba cada vez. Pero, para mi hermana, yo era siempre el mismo. Y, al revés ocurría otro tanto.

- Lo bueno, - dije al fin - es que parece lógico. Que, sin darnos cuenta, hablamos por cuatro bocas diferentes, con cuatro puntos de vista distintos y con fines también diversos... Pero es un lío, abuelito. - concluí.

- Claro que es un lío. - dijo - Por eso es tan difícil la comunicación entre los hombres y hay tanto malentendido. Porque los ocho tratan de engañarse entre sí.

- ¿Y eso no tiene arreglo? - preguntó, más práctica, mi hermana.

- Sí. Tiene arreglo. - respondió mi abuelo.

- ¿Y cómo se arregla? - pregunté yo, suspirando por volver a ser uno sólo.

- Eliminando tres. - dijo mi abuelo con toda naturalidad.

- ¡Claro, qué sencillo! - dijo mi hermana - Pero, ¿cómo se eliminan?

- Muy fácilmente. - dijo mi abuelo - Conociéndote a ti mismo.

- ¿Conociéndome a mi mismo? - respondí incrédulo - ¿Con eso se eliminan tres?

- ¿Por qué crees tú - respondió mi abuelo - que los antiguos griegos recomendaban aquello de ‘’hombre, conócete a ti mismo? ¿Y por qué crees que todas las religiones recomiendan el examen de conciencia?

- ¿Para conocernos a nosotros mismos? - pregunté.

- Por supuesto. Si te conoces a ti mismo, ¿qué ocurre? - preguntó mi abuelo.

Me quedé pensativo. Si me conozco a mí mismo... ya no existe el que yo creo que soy. Estaba claro. Así que dije:

- Que desaparece el que yo creo que soy. Porque ya no ‘’creo que soy’’, sino que ‘’sé’’ cómo soy.

- ¿Y nada más? Volvió a preguntar.

Nos quedamos abstraídos, en plena labor mental. Tras un momento, mi hermana se lanzó:

- Que desaparece también el que yo quisiera que el otro pensase que yo soy. Porque, si ya sé cómo soy y actúo sin dobleces, el otro verá cómo soy y su idea sobre mí será exacta. Y, de un plumazo, desaparecerán la idea que yo pensaba que tenía de mí y la que a mí me hubiera gustado que tuviese.

- Exactamente. - dijo mi abuelo. Y añadió:

- Luego, todo el secreto está ¿en qué?

- En conocerse a sí mismo. - coincidimos los dos.

Pero, a poco, lógicamente, preguntamos, también a la vez:

- ¿Y cómo se hace eso?

- Haciendo examen de conciencia, meditando, reflexionando, pensando, estudiándose por dentro. Poco a poco, uno va descubriendo cómo es realmente, y se va conociendo y puede ir corrigiendo defectos o costumbres o vicios.

Aquello nos tranquilizó. Aún recuerdo cómo, ante el recién descubierto desdoblamiento de mí mismo en cuatro, me prometí empezar enseguida a intentar conocerme a mí mismo para volver a ser uno solo lo antes posible. Y, en eso estoy.

 

 

* * *

 

XXIX.- LA SALUD

Yo tenía trece años. Fue durante las vacaciones de Pascua. Mi abuelo, mi hermana y yo estábamos en el huerto del Molino, recogiendo verduras para casa. Era un jardín de grandes, dimensiones, atravesado por la anchísima y caudalosa acequia de Moncada, bordeada de altísimos chopos, y que en su tiempo había accionado las muelas, - y una de las siete grandes acequias que riegan la feraz huerta valenciana, bajo la jurisdicción del milenario Tribunal de las Aguas - y en el que se mezclaban, con silvestre encanto, viejísimas palmeras datileras, umbrías e inmensas higueras, granados, cerezos, membrilleros, flores, verduras y tubérculos, que cultivaban mi abuelo y sus hermanos, y que se encontraba saliendo, a la derecha, del edificio principal, separado de éste por una ancha senda.

Yo había desenterrado unas patatas y había cortado y tenía en mis manos dos lechugas enormes y tiernas; mi hermana confeccionaba un ramito de flores para el florero del comedor; y mi abuelo escogía y desprendía las más tiernas y apetitosas ‘’bachoquetas’’, nombre valenciano de las judías verdes.

Era un atardecer precioso. El cielo estaba limpio, como acostumbra estarlo por esas fechas, pero cuajado de ‘’cachirulos’’, denominación valenciana de las cometas que, tradicionalmente se hacían volar durante esos tres días de fiesta que entonces se celebraban en toda la Región. Las abejas, terminando ya su jornada, libaban en su última flor; los pajarillos, encaramados en lo alto de los chopos, empezaban su diario guirigay, contándose los acontecimientos del día y discutiendo entre sí por encontrar el mejor acomodo en la rama preferida, antes de la puesta del sol. Todo respiraba calma, paz, alegría y vida.

Mientras esperaba que mi abuelo y mi hermana terminasen sus quehaceres, me puse a pensar en lo curioso que resultaba el tener que comer, el ingerir unos alimentos que luego, de modo milagroso, se transformaban en nosotros mismos y nos permitían vivir y crecer, a su costa. Así que cuando, concluídas las tareas, nos sentamos los tres en un viejo tronco de palmera que hacía las veces de banco, le comenté a mi abuelo:

- Sería estupendo que no necesitáramos comer.

A mi abuelo le sorprendió un poco mi observación, pues ignoraba mis pensamientos anteriores. Pero reaccionó enseguida diciendo:

- Ya lo creo que sería estupendo. Habría mucho menos sufrimiento en el mundo. Pero hemos de comer.

- Y, ¿qué pasaría si no comiésemos? - dije curioso.

Mi abuelo me miró, sonrió y luego, poniéndose serio, con una seriedad inusitada, añadió:

- ¡Dios quiera que no lo tengamos que comprobar nunca!.

Aquel tono y aquella cara me sobresaltaron. Así que pregunté:

- ¿Por qué dices eso?

- Porque - dijo - el Molino está en venta. Hemos tenido que hacerlo, porque no tenemos autorización para moler arroz, ni dinero para mantenerlo sin trabajar. Así que, cuando se venda, ya no podremos venir al huerto y no tendremos patatas ni frutas ni verduras para la casa.

Comprobé, sentí intensamente, el dolor de mi abuelo al tener que desprenderse de lo que había sido el objeto de su vida, su hogar y el de sus hermanos. Y vi cómo sus ojos se nublaron y sus pensamientos se fueron alejando en el tiempo, atrás, muy atrás. Durante unos instantes pareció ausente. Pero pronto recuperó su humor habitual y nos dijo:

- Gracias al Molino hemos vivido hasta aquí. Ha cumplido su cometido. Ahora surgirán nuevos ‘’molinos’’ en nuestras vidas y todo seguirá adelante.

Luego añadió, condensando en una sola frase, en una píldora de sabiduría, como él sólo lo sabía hacer, toda su filosofía de la existencia:

- La vida es un largo recorrido que termina en el presente y, por tanto, no debemos hacer inútil tanto esfuerzo.

Yo, aferrado aún a mi primer pensamiento, repetí:

- Pero sería estupendo que no tuviéramos que comer.

- Comer es necesario. - contestó - Y, al momento, añadió:

- Aunque, no sólo el cuerpo necesita comer.

- ¿No? - intervino mi hermana, a la que aún me parece ver, con su ramito de flores en la mano, y arrellanada sobre las rodillas de mi abuelo.

- No. También el alma come. - dijo.

Mi hermana y yo nos miramos incrédulos. Yo me apresuré, curioso, a aclarar aquello:

- ¿Y qué come?

- ¿Qué come el cuerpo? - repreguntó mi abuelo.

- Patatas, lechugas y bachoqueta. - respondí riendo y señalando el cesto en el que habíamos colocado la ‘’cosecha’’.

- Y huevos. - añadió mi hermana.

- Y pan y leche y carne. - agregué yo.

- Y chocolate, y pasteles, y panquemao y longaniza de Pascua. - recordó mi hermana, mirándome traviesa.

- ¿Y qué pasa con todo eso, una vez que nos lo comemos? - preguntó mi abuelo.

- Que nos hace crecer. - respondí rápidamente, ya que ése precisamente había sido el pensamiento que me había hecho iniciar la conversación.

- Y vivir. - completó mi hermana.

- Eso es, - respondió mi abuelo - nos permite crecer y seguir viviendo.

- ¿Y qué come el alma? - insistí yo, impaciente.

- El alma come pensamientos y deseos y lecturas y palabras y obras...

Mi hermana y yo nos echamos a reír. Yo traté de imaginarme un alma comiendo pensamientos y palabras, pero no pude, pues no sabía cómo eran las almas. Así que me quedé pensando. Aquello no estaba nada claro. Había dos preguntas que me surgían imperiosas: Cómo era un alma y cómo comía. Así que fui al grano:

- Abuelito, ¿cómo es un alma?

Mi abuelo reflexionó un momento y, luego, respondió:

- El alma no es material, no tiene forma, como el cuerpo. Pero está dentro de él y lo dirige.

Aquellas palabras no aclaraban las cosas, así que nos quedamos un tanto desilusionados. Mi hermana reaccionó antes:

- Pero, ¿el alma se ve?

- Generalmente, no. - respondió mi abuelo - Pero tampoco se ve el aire, ni se ve el amor, ni se ven los pensamientos ni tantas otras cosas. Y, sin embargo, nos influyen. Y mucho.

¡Era verdad! Yo había partido de la base de que, como no se veía, pues no debería existir. Pero pronto me di cuenta de que yo pensaba, y mis pensamientos eran reales y tampoco los veía. Ni veía el amor que estaba seguro de sentir por mi abuelo o por mi madre... Decididamente, todo aquello, pensé, era muy interesante. Y me interesé. Así que insistí:

- Abuelito, explícanos eso de que el alma come y dinos cómo come.

- Antes, - dijo - hablaremos de cómo come el cuerpo, porque ya hemos visto qué cosas come.

Mi hermana y yo aguzamos el oído y la atención. Él prosiguió:

- Cuando comemos algo, eso que comemos, una vez bien masticado y digerido, va a parar a la sangre y sirve para que coman todas las células que forman nuestro cuerpo.

Luego, dirigiéndose a mí, me preguntó:

- Tú ya has estudiado lo que son las células, ¿no?

- Sí. - dije orgulloso.

- Yo no, pero lo sé, porque me lo ha explicado él. - intervino mi hermana, señalándome con el dedo, y no queriendo quedarse atrás.

- Bueno, - siguió mi abuelo - entonces sabréis que todo lo que comemos, todo lo aprovechable, sirve para que coman nuestras células, que son seres vivos. Ellas no saben que forman parte de nuestro cuerpo, pero entre todas lo constituyen y, haciendo cada una lo que corresponde a su naturaleza, entre todas hacen posible que digiramos y asimilemos y respiremos y crezcamos y caminemos y pensemos y hablemos y, en una palabra, vivamos.

Mi hermana y yo escuchábamos absortos. A mí no se me había ocurrido nunca considerar mi cuerpo de ese modo. Así que pregunté:

- Pero, abuelito, entonces, ¿qué come mi cuerpo?

Mi abuelo se echó a reír.:

- Nada. - respondió - Todo se lo comen las células que lo forman.

- ¿Entonces, yo de qué vivo? - tuve que preguntar.

- Tu vida es algo distinto. - dijo - Tu vida es tu alma. Es una vida de categoría superior a la vida de cada célula, lo mismo que el conductor es algo superior a cada una de las piezas del coche que conduce. ¿Lo entendéis?

- Sí. - dije, tratando de asimilar aquello tan extraño y tan maravilloso.

- ¿Cómo es eso de las células, abuelito? - quiso profundizar mi hermana, que aún no acababa de verlo claro - ¿cada célula hace una cosa distinta, lo que ella quiere, y resulta que eso hace que yo viva?

- Exactamente. - respondió mi abuelo - Hay células en tu estómago, que forman tu estómago, que disuelven los alimentos, y a eso lo llamamos digestión. Y hay células en tu intestino, que absorben esos alimentos disueltos y los envían a la sangre, y a eso lo llamamos asimilación. Y hay células en tus pulmones, que absorben el oxígeno del aire y lo cambian por otra sustancia, el anhídrido carbónico, que es lo que las células de todo el cuerpo desechan al respirar, y envían ese oxígeno a la sangre, a otras células que lo transportan por todo el cuerpo, y a ese intercambio lo llamamos respiración. Y hay otras muchas clases de células y de trabajos. Y todas juntas son nuestro cuerpo.

- Entonces, ¿yo qué hago mientras? - dijo asombrada mi hermana.

- Tú vives. Sólo vives. - respondió mi abuelo sonriendo - Tú, que no eres tu cuerpo, porque tu cuerpo es un conjunto de células que viven cada una su vida, vives por encima de ellas. Tú eres como el chófer del coche, que no es ninguna de sus piezas, pero las dirige a todas. Y las piezas, sin el chófer, no sirven para nada, no pueden moverse.

Nos quedamos en silencio. A mí me pareció que, de repente, me había quedado sin contenido: Si mi cuerpo no era más que un montón de células vivas que, además, no sabían nada de mí y, si todo lo que yo comía sólo servía para alimentarlas a ellas y no a mí, ¿dónde estaba yo? ¿Qué era yo? Porque, y de eso estaba seguro: Yo existía…

Mi abuelo, sabiamente, nos dejó pensar. Al fin, hice una pregunta, para mí clave y aún no dilucidada del todo:

- Y, si todo lo que como se lo comen mis células, ¿yo qué como?

- Tú, como alma, como espíritu que eres, necesitas otros alimentos.

- ¿Por qué? - tuve que preguntar.

- Porque no eres material. - me dijo - Verás: Existen distintos mundos, uno material, físico, que es éste, y otros espirituales. El material lo podemos percibir porque, a lo largo de muchos millones de años, hemos desarrollado la vista y el oído y el olfato y el tacto... Pero, para percibir los otros mundos no hemos desarrollado aún los sentidos apropiados. Por eso no los percibimos. Pero eso no quiere decir que no existan. Incluso en este mundo, para el que es ciego de nacimiento, no existen ni la luz ni los colores. Y para el que nace sordo, no existen los sonidos. Y todos los otros sabemos que la luz y los colores y los sonidos existen y los percibimos perfectamente.

¡Qué claro lo decía todo mi abuelo y qué claro lo sabía exponer!

- Los seres vivientes del mundo físico- continuó - se alimentan de materia física. Por eso hemos de comer alimentos físicos.

- Sí. - dije yo, aún no conforme con el reciente descubrimiento - Pero hemos de comer para nuestras células que, además, ni nos conocen ni nos quieren ni saben que existimos...

- No. - dijo mi abuelo - No lo saben, pero su vida depende de nuestra presencia en el cuerpo. Porque nosotros, sin darnos cuenta, las envolvemos a todas con nuestra propia vida, con nuestra conciencia y eso las une y hace que, también sin saberlo, se mantengan vivas y formen nuestro cuerpo, precisamente nuestro cuerpo, y no el de otra persona; lo mismo que Dios nos abarca a todos, nos compenetra con Su vida, con Su amor, con Su conciencia. Y por eso dice la Escritura que’’ en Él vivimos, nos movemos y tenemos nuestro ser’’. Si nos vamos, si abandonamos el cuerpo, las células que lo forman dejan de estar unidas y relacionadas y mueren y, con ello, el cuerpo empieza a descomponerse y muere también.

- ¿Entonces eso es morirse? - preguntó mi hermana con cara de extrañeza.

- Exactamente. - dijo mi abuelo.

- ¿Y si enfermamos, - quise saber yo - ¿quién es de verdad el que está enfermo?

- Si nuestro cuerpo está enfermo, lo que ocurre es que hay enfermas determinadas células de determinada parte de aquél. Y, lo mismo que las células de nuestro cuerpo necesitan nuestra vida para vivir, nosotros necesitamos la vida de nuestras células para ocupar el cuerpo. Así que, si enferman y empiezan a funcionar mal o a morirse, nosotros nos sentimos enfermos. Y si es grave, nos vemos obligados a salir del cuerpo, a abandonarlo; y eso es morirse.

- ¿Y qué pasa con nosotros? - preguntó mi hermana inquieta.

- Nosotros, nuestra alma, nuestro espíritu, sigue existiendo en su mundo, porque es inmortal.

Los dos respiramos tranquilos. Mi abuelo, tras una pequeña pausa, continuó:

- Pero estábamos hablando de la alimentación. Y os decía que, lo mismo que el cuerpo físico necesita comer sustancias de este mundo, nuestra alma necesita comer sustancias de su mundo que, aunque no lo vemos, es tan real como éste.

Aquello era verdaderamente sugestivo. Mi hermana y yo asimilábamos cada palabra de mi abuelo. Él continuó:

- Nosotros somos lo que comemos.

- ¿Cómo dices, abuelito? - no pude por menos de exclamar - ¿Somos lo que comemos? ¿Qué quiere decir eso?

- Sí. - dijo - desde el punto de vista físico, nuestro cuerpo es lo que comemos y sólo eso. No hay nada en nuestro cuerpo que antes no lo hayamos comido o bebido, que no haya pasado por nuestra boca. Por ese motivo, si comemos comida sana, el cuerpo está sano; si comemos alimentos en mal estado, enferma; si comemos demasiado, engorda; si comemos poco, adelgaza...

- ¡Es verdad! - dijo mi hermana. Y, tras un momento, y poniendo una cara de pícara especial muy suya, preguntó con una sonrisa:

- ¿Y si comemos mucho dulce, se vuelve dulce?

Mi abuelo rió de buena gana. Luego respondió:

- Pues, sí. Si comes demasiado azúcar, te vuelves diabética, y tu sangre se hace dulce.

Dejó pasar un momento y continuó:

- Pues, del mismo modo, nuestra alma se alimenta, como os he dicho, de cosas de su mundo.

- ¿Pero, cómo? - pregunté yo intrigado - ¿Cómo come, si no tiene boca?

- Las células tampoco tienen boca. - respondió - Y también se alimentan. El alma, simplemente, absorbe y hace propia la materia que la nutre.

- ¿Y qué sustancias son ésas? - insistí.

- Como ocurre con la alimentación del cuerpo, pueden ser sustancias sanas o sustancias nocivas y se puede comer demasiado o se puede comer demasiado poco. Y, en cada caso, el alma sufre las consecuencias y, o vive y crece y se desarrolla sana, o se pone enferma, o engorda, o se debilita y desnutre. Incluso, si no come, puede quedar en estado comatoso, como si fuera un vegetal.

Traté de imaginarme un alma sana y otra enferma y una tercera gorda y otra delgada y hasta una en coma, pero tampoco esta vez pude. Así que pregunté:

- Abuelito, ¿cuáles son las sustancias buenas para el alma, las que la hacen vivir y desarrollarse?

- Los buenos pensamientos, - respondió - los buenos deseos, las buenas intenciones, los buenos sentimientos, las buenas obras, las buenas lecturas, las oraciones, la reflexión, la meditación, el trabajo bien hecho, el sentido de responsabilidad, el esfuerzo correcto, ayudar al que lo necesita, sonreír, hacer la vida agradable y agradecerla...

Mi hermana y yo escuchábamos con la boca abierta. ¿Cómo se podría el alma comer todo aquello? Y, sobre todo, ¿cómo se sabía si una intención o un pensamiento era buen alimento o no? De modo que pregunté:

- ¿Y cómo se distinguen los buenos pensamientos de los malos, y los buenos deseos de los malos, y los buenos sentimientos de los malos, y todo lo que has dicho?

- Muy fácilmente. - respondió - Si están basados en el amor, son buenos. Si en el egoísmo, son malos.

Y, ante nuestras caras de incomprensión, continuó:

- Si vosotros tenéis un pensamiento de cariño hacia la mamá, por ejemplo, o hacia la abuelita, es bueno y alimentará vuestra alma; pero si tenéis un pensamiento de odio hacia otro niño, por el motivo que sea, ese alimento le hará daño a vuestra alma. Y, si ayudáis a alguien que necesita ayuda, eso será un buen alimento; pero si, pudiendo ayudar, y llevados por el egoísmo, no lo hacéis, eso será nocivo y la salud de vuestra alma se resentirá. Y así con todo.

- ¿Y cómo es un alma sana? - preguntó mi hermana.

- Un alma sana - nos dijo - es un alma que quiere a todos, que ayuda a todos, que no se enfada con nadie, que comparte lo que tiene, que lee buenos libros que le enseñan a pensar y a reflexionar y a meditar y a hacer el bien; es un alma que sonríe, que reza y que es feliz, aunque a veces tenga problemas, porque sabe que la vida es una maravilla y no quiere estropearla...

- ¿Y un alma enferma? - quise saber.

- Un alma enferma es un alma que hace daño a los demás, que miente, que engaña, que insulta, que desprecia, que roba, que se enfada, que es egoísta o glotona o que no ríe ni piensa ni reflexiona ni medita ni lee; que no estudia, que no reza, que no agradece la vida... ¿entendéis?

- Sí. - dijimos los dos.

Mi abuelo nos dejó asimilar todo lo dicho, en silencio, hasta que yo lo rompí, preguntando:

- ¿Y cómo son un alma gorda y un alma desnutrida y un alma en coma?

- Un alma gorda es la que se ha preocupado demasiado de aprender para saber mucho, pero ha sido incapaz de enseñar a nadie lo que ha aprendido, ni de ponerlo en práctica ella misma; por eso, como se lo queda todo para ella, engorda y engorda sin beneficio para nadie, ni para ella ni para los demás, de modo que sus conocimientos resultan inútiles. Un alma enclenque, débil, es la que no hace nada, no ayuda a nadie, pero tampoco hace daño a nadie, no lee, no piensa, no se cultiva, no reza, no ama, pero tampoco odia a nadie, y pasa por la vida sin ninguna utilidad para nadie. Y un alma en estado de coma es un alma de loco, a la que no le llega ningún nutriente, porque tiene rotos los mecanismos para asimilar su alimento.

¡Qué asombroso era todo lo que mi abuelo nos decía! Tenía una facultad especial para hacernos penetrar, sin esfuerzo, como jugando, en los más intrincados problemas de este mundo... y hasta del otro.

Pasado un momento de reflexión, mi abuelo añadió:

- Pero hay otro aspecto de este asunto que quisiera que conocieseis, porque es muy importante.

- ¿Y qué es? - me apresuré a saber.

- Que el estado de salud del alma repercute en el estado de salud del cuerpo, y viceversa.

¡Aquello era aún más interesante! Por eso insistí enseguida:

- ¿Por qué? Y, ¿cómo?

- Es muy lógico. - dijo - ¿Qué ocurre con el coche y su conductor?

- ¿Qué ocurre?. - preguntó mi hermana intrigada.

- Pues que, si el conductor, por ejemplo, no ve bien, conducirá por malos caminos y el coche se resentirá y sufrirán las ruedas y la suspensión y los frenos, y se llenará de abolladuras y de rasguños y, hasta puede chocar. Y, si el conductor no oye bien, puede no advertir la venida de una ambulancia o de los bomberos y producir una catástrofe. Y, si sólo ve con un ojo, por ejemplo, al no calcular bien las distancias, irá dando acelerones y frenazos que acabarán dañando al motor. Y, si no recuerda ponerle aceite, a éste, se resentirá. Y, si no le pone gasolina en el depósito, el coche no andará. Y tened en cuenta que la unión del cuerpo y el alma es mucho más estrecha, mucho más íntima, que la del conductor y su coche.

Nosotros dos seguíamos las palabras de mi abuelo totalmente abstraídos. Yo imaginaba un coche que, poco a poco, a base de golpes, iba envejeciendo, hasta quedar inservible. Mi abuelo continuaba:

- Con nosotros ocurre, pues, lo mismo que con el coche y su conductor: Si el alma está enferma, esa falta de salud, se reflejará siempre en el cuerpo físico en forma de la alteración de alguna función o en una enfermedad o en una deficiencia...

Yo estaba verdaderamente impresionado y quise profundizar en el tema, así que pregunté:

- Abuelito, ¿eso quiere decir que todas las enfermedades del cuerpo tienen su causa en alguna enfermedad del alma?

- Claro que sí. El alma, ya os lo he dicho, es el conductor del cuerpo.

- Entonces, - trató de concretar mi hermana - ¿para curar las enfermedades del cuerpo hay que curar primero las del alma?

- Así es. Tú imagínate que el conductor no ve bien y lleva el coche por caminos llenos de baches, y el coche, claro, se resiente. ¿Cómo solucionarlo para siempre?

Nos quedamos pensando, profundamente concentrados.

- Poniéndole gafas al conductor para que vea bien. - exclamé, riendo, satisfecho de mi idea.

- Exactamente. Pues lo mismo ocurre con las enfermedades del cuerpo, porque...

- Abuelito, - interrumpió mi hermana - también se puede arreglar el coche cada vez que se estropee por ir por malos caminos, sin tener que ponerle gafas al conductor, ¿no?

- Sí. Se puede. Pero, como éste seguirá sin ver bien y, por tanto, conduciendo por malos caminos y golpeándolo y raspándolo, habrá que estar arreglándolo continuamente, porque no se atacaría la causa de las averías, sino sus consecuencias.

- Entonces, - profundicé yo, muy interesado - ¿la medicina qué hace? ¿No quita las causas de las enfermedades?

- No. Lo que hace la medicina es ponerles parches a las ruedas, arreglar la suspensión y, a veces, hasta poner ruedas nuevas... pero, si el coche sigue yendo por malos caminos, ésa no es la solución, ¿verdad?, porque, como os he dicho, sólo cura las consecuencias de una conducta ilógica del conductor. Y, mientras éste siga yendo por esos caminos, las averías se seguirán produciendo. La única solución es ponerle gafas al conductor, que vea bien, que comprenda por dónde debe conducir el coche y, entonces, éste no se averiará, es decir, no se pondrá enfermo.

Yo, verdaderamente impresionado, recordé a mi abuelo:

- Abuelito, antes has dicho ‘’y viceversa’’. ¿Qué querías decir?

- Pues, quería decir - respondió - que, muchas veces ocurre que, cuando el alma ignora que es sólo el conductor del cuerpo y cree que es éste, le hace realizar esfuerzos y cosas que no debería y esto hace que el alma, cuando se da cuenta del error, reaccione con nerviosismo, con tensiones, y acabe enfermando a su vez.

- No lo entiendo. - dijo mi hermana categórica.

- Imagina, - le respondió mi abuelo - que el conductor del coche, mientras está conduciéndolo, se pone a pensar en otra cosa y se distrae. El coche empezará a hacer eses, a dar bandazos y a irse peligrosamente hacia la cuneta. Entonces el conductor no tendrá más remedio que olvidarse de lo que estaba pensando y ponerse en su sitio de conductor y tratar de recuperar el control del coche, y ello le producirá mucho nerviosismo y mucho miedo y, si no consigue dominarlo a tiempo, hasta un accidente con una o varias heridas. ¿Lo comprendes ahora?

- Ahora sí. - dijo mi hermana.

Todo aquello estaba tan claro... Tuve la certeza de que acababa de conocer algo muy importante. Y que ese conocimiento influiría en mi vida. Mientras yo lo grababa todo profundamente en mi memoria, mi hermana rompió el silencio, preguntando:

- Y, un alma que está enferma, ¿se puede curar?

- Claro. - respondió mi abuelo.

- ¿Y qué hay que hacer para curarla? - me apresuré a inquirir.

- Dejar de darle comida mala y darle comida sana. Es decir, cambiar los hábitos negativos por otros positivos, ayudar a los demás, quererlos, comprenderlos, disculparlos, sonreír... Ya os he dicho antes cuáles son los buenos alimentos para el alma. Porque, al fin y al cabo, también en el mundo de las almas somos lo que comemos.

Dicho esto, y ya casi de noche, se levantó, nos cogió de la mano y, juntos los tres, arrullados por el cri-cri de los primeros grillos, nos dirigimos al Molino, a cenar.

 

 

* * *

  

XXX.- MI ABUELA SALVADORA

A pesar de las penalidades de la posguerra a que he aludido en otros capítulos, aquellos tres veranos fueron hermosos. Estoy hablando de los años 43 al 45, cuando yo cumplía, en pleno agosto, de los 15 á los 17 años.

Terminado el curso escolar y con el fin de que pudiera comer bastante, mi madre me enviaba a Madrid, donde mi abuela poseía y regentaba una pensión, llamada ‘’La Valenciana’’, y que aún subsiste, en el número 27 de la calle del Príncipe, en plena Plaza de Santa Ana, esquina a la calle del Prado y contigua al Teatro Español.

Mi abuela paterna, de nombre Salvadora, fue una personalidad excepcional, irrepetible, una especie de fuerza de la naturaleza. Exactamente el polo opuesto de mi abuelo materno del que trata este libro. Y digo el polo opuesto, no porque fuera mala, ya que mi abuelo ha quedado claro que era buenísimo. No. Sino porque era la personificación del espíritu práctico, un ejemplo viviente de que el hombre se puede enfrentar a todo y vencer. Todo lo pacífico, dulce, introvertido y ‘’sabio por dentro’’ que era mi abuelo Paco, lo tenía ella de inquieta, extrovertida, práctica y ‘’sabia por fuera’’.

Su personalidad rebasaba la Pensión y la familia, en la que dejó huella imborrable, y se proyectaba, con igual influencia, sobre todos los huéspedes, que se convertían en ‘’fijos’’ apenas habían vivido una vez aquel ambiente especial con el que ella impregnaba su hogar y su negocio. Hubo recién casados en viaje de novios que, a pesar de tener proyectado seguir hacia otros puntos del país, llegados allí en su primera etapa, decidieron quedarse en la Pensión todo el tiempo porque su ambiente les resultaba mucho más atractivo y agradable que cualquier viaje hacia donde fuese.

Lógicamente, dado el nombre de la Pensión, muchos de los huéspedes eran levantinos; pero abundaban también los de otras procedencias. Entre los primeros se contaban representantes, intelectuales, artistas y estudiantes y entre los segundos, recién casados, funcionarios solteros afincados en Madrid, hispanoamericanos en visita turística, etc. Alguno de aquellos intelectuales inmortalizó luego en sus obras a mi abuela, aunque ella ya había conquistado, con sus obras, la inmortalidad.

Vivían en la Pensión, además de mi abuela, mi tía Paca, hermana de mi padre, con su marido, el tío Manolo, y sus cuatro hijas Dorita, Lilí, Mary Paca y Carmen. Mi tío era dependiente en una tienda de lámparas en la calle de la Magdalena. Allí trabajó toda su vida hasta que, fallecida la abuela, se estableció por su cuenta. Era un hombre sencillo. Sencillo y bueno. Un bueno integral. Para mí fue como una especie de prototipo en ese sentido: Cariñoso con su familia, amable con todos, fiel hasta el sacrificio, trabajador, de carácter alegre, y honesto siempre, sin altibajos. Afrontó la vida y la muerte con igual talante.

Mi tía Paca, como he dicho en otros capítulos, durante la guerra estuvo con sus tres hijas mayores (Carmen aún no había nacido) con nosotros en la Granja de Burjasot. Terminada la contienda, con mi padre en la cárcel y sin medios de subsistencia en Valencia, mi madre me enviaba a Madrid, a pasar el verano porque, como decía la abuela, ‘’donde comen quince o veinte, puede comer uno más’’. Así retribuyó la tía Paca la ayuda de su hermano. Así, y teniendo durante varios inviernos en la Pensión a mi hermana. Mi padre siempre quiso especialmente a la tía Paca y ese cariño fue totalmente correspondido.

Yo venía a Madrid solo, en aquellos vagones de tercera, con sus incomodísimos asientos de barrotes de madera, y que necesitaban todo un día para hacer el recorrido, que se paraban por falta de presión en las cuestas y los viajeros habían de bajar y hacer leña para ayudar al tren; o en uno de los camiones de ‘’Mudanzas Vivó’’, junto a los chóferes y escondiéndome entre los muebles cuando la Guardia Civil daba el alto para comprobar la documentación del vehículo. Porque los Vivó fueron de esos huéspedes que quedaron cautivados por mi abuela y no le negaron nunca el transporte de mi hermana ni mío, cuando mi madre no podía pagarnos el tren. Ya en Madrid, lleno de carbonilla, en la estación de Atocha, o de sueño en la terminal de Vivó, porque, ignoro por qué causa, los transportes de muebles los hacían de noche, buscaba una cara conocida, que solía ser la de Pepe, el mozo de la Pensión, que me recogía y me llevaba en metro a casa, donde me recibía mi abuela, para la que yo era ‘’su nieto’’, a pesar de que tenía en total 17 (de sus seis hijos), entre los que habíamos seis varones, dos de ellos mayores que yo. Decía a todo el que quería oírla, que eran todos, que yo era muy bueno, muy guapo, muy listo, muy estudioso, y que tenía un gran futuro. Ella no había estudiado más que lo mínimo, como casi todas las mujeres de su época, y por eso la enorgullecía que yo estudiase, e imaginaba para mí Dios sabe qué fabuloso porvenir. Y cuando yo, al día siguiente de llegar y apenas desayunado, me metía en una salita acristalada del piso bajo de la Pensión y me ponía a leer, que siempre fue vi vicio, mi abuela me decía, indefectiblemente, que qué hacía yo allí leyendo y que me fuese a la calle a tomar el sol. Entonces me daba un duro y, cariñosamente, me conminaba a no dejarme ver hasta la hora de la comida, a las dos. Yo bajaba a la plaza y, sin saber adónde ir ni conocer a nadie - mi tía y mis primas estaban veraneando en Bustarviejo - acababa haciendo siempre lo mismo: Me metía en una librería de lance que había en la misma calle del Príncipe, antes de llegar a Huertas y luego, descendía por Prado, admiraba el Palacio del Congreso, entonces de las Cortes, y el Hotel Palace, y acababa metiéndome en el Museo del Parado o yéndome al Retiro a remar en el estanque. ¿Qué otra cosa podía hacer? Gracias a ello, sin embargo, me familiaricé con el museo y sus obras y aprendí a remar, cosa curiosa procediendo yo de un puerto de mar.

A medida que se acercaba la hora de comer y de cenar, sobre todo el primer día aunque, a fuer de sincero, aquella sensación se prolongaba durante toda mi estancia en Madrid, yo me iba poniendo nervioso. Y tenía mis motivos: El comedor de la Pensión era una sala grande rectangular, con dos balcones a la calle del Prado, en el piso inferior de los dos, segundo y cuarto (entonces principal y segundo), que ocupaba. En el comedor había, en el centro, una gran mesa alargada, de unas diez o doce plazas, y varias mesas más pequeñas alrededor, como satélites. La presidencia de la mesa grande, con el aparador a su espalda, la ocupaba mi tío Manolo, que era el único de la familia que comía y cenaba con los huéspedes. Pero, cuando estaba yo, esa presidencia la compartía con él. Y eso para mí era un suplicio porque, además de mi natural tímido, yo venía de un colegio de religiosos, sin más horizonte que las aulas, el patio de recreo y mi hogar y, al llegar a Madrid, me encontraba con la abuela, una mujer liberal donde las hubiera (que fumaba, sosteniéndolos con unas pinzas de plata con empuñadura de tijeras, unos cigarrillos gordísimos de tabaco negro que ella misma se liaba y que se iban desperdigando sobre su generoso busto, que ella sacudía con frecuencia), y con el ambiente de la Pensión, llena de actores del Teatro Español y de la Comedia, casi enfrente, cuya conversación y cuyo trato era también siempre desenfadado. Y, al ser yo el nieto de doña Salvadora y, además, presidir la mesa, me pasaba la comida y la cena siendo el centro de atención de todos (o, por lo menos eso me parecía a mí) y el destinatario de miles de preguntas y de bromas de todo tipo. Y, cuando la cosa decaía y yo ya tenía cierta esperanza de que aquello terminase, mi abuela, que vigilaba permanentemente todos los detalles de la Pensión, especialmente el servicio, aparecía en el comedor y, a plena voz, como acostumbraba a hablar, decía con orgullo: ‘’¿Qué?, ¿Qué les parece mi nieto? Es tan guapo como su padre’’. Y yo ya estaba de nuevo como un tomate y sin saber adónde mirar.

De todos modos, aquello me vino muy bien. Allí me di cuenta de lo estúpido e inútil que era ser vergonzoso o tímido. La escuela fue perfecta y los maestros inigualables. Recuerdo haber conocido y tratado en casa de mi abuela a los más conocidos actores y actrices de aquella época, en que el teatro estaba en auge y Madrid contaba con casi dos decenas de salas dedicadas al arte escénico.

Como anécdota especial, pero característica de la Pensión, recuerdo la de un verano en que Carlos Lemos, huésped fijo en casa de mi abuela siempre que trabajaba en Madrid, estaba interpretando a Jesús en un auto sacramental, y se había dejado crecer la barba. Y, como aquel actor excepcional entraba tanto en sus papeles y, en el comedor ocupaba siempre la otra cabecera de la mesa grande, a la hora de comer y de cenar, lo hacíamos todos con sumo recogimiento y gran silencio, pues nos parecía que, de un momento a otro, iba a bendecir el pan y a repartírnoslo.

Recuerdo muchas horas con Don Alfonso Muñoz, gran galán en su época y que había estrenado El Divino Impaciente, ya setentón por entonces, pero que seguía trabajando y que, después de comer, me contaba cientos de anécdotas de su dilatada vida de actor, y luego, a media tarde, me hacía acompañarle al teatro y allí, entre bastidores, veía la obra desde la otra orilla. Así recuerdo haber presenciado una representación que se me quedó grabada, en el Teatro Español, adonde fui con él, que hacía de borracho, y fue la de Edipo, encarnado por el entonces jovencísimo Francisco Rabal (aún no era ‘’Paco’’), y cuya actuación me impresionó tan profundamente que aún la tengo muy vívida.

Por las tardes, las señoras organizaban grandes partidas de canasta, entonces de moda, y las actrices, entre una y otra función y a veces hasta entre una y otra escena de la misma obra, si había tiempo suficiente, subían a casa, todas maquilladas, a seguir jugando. Pero los sábados, las noches de los sábados, desde después de la cena y, sobre todo, tras la última representación, eran gloriosas y excedían todo lo imaginable, con verdaderas olimpíadas de canasta (las señoras) y de dominó (los caballeros), que duraban toda la noche, hasta el amanecer, con sus piques, chistes, gritos, risas y sobresaltos. Valía la pena. Aquello era único. Había quien venía desde el otro extremo de Madrid a jugar o a ver jugar los sábados, sólo por el ambiente tan extraordinario que allí se respiraba. Porque, a los jugadores, entre los que mi tío destacaba, había que añadir los mirones, muchos más, con sus comentarios y sus pullas.

Era todo aquello un mundo nuevo para mí y yo, sin darme cuenta, tomaba de ello buena nota e iba formando mis propias opiniones.

Mi abuela, pues, sin pretenderlo, contribuyó muy mucho a mi formación, ampliando mi horizonte y relativizando mis puntos de vista.

Algunas tardes entre semana, nos íbamos los dos al cine. A ella le gustaba ir al Fígaro o al Ideal, porque caían cerca o, quizás, porque sus butacas le resultaban más cómodas, ya que siempre, a los cinco minutos de empezar la película, estaba durmiendo y roncando estrepitosamente. Pero a ella se le permitía. Era conocida en todo el barrio y todos la querían. Las joyas de la abuela sabían ir solas al Monte de Piedad - pues una pensión tiene altibajos a lo largo del año, decía - , pero no había en toda la contornada un pobre o un necesitado que no recibiese de mi abuela la ayuda oportuna. Por eso, cuando murió, su entierro fue verdaderamente tumultuoso. Nunca he visto llorar a tanta gente ajena a la familia del muerto.

Si algún día mi abuela se me adelantaba y llegaba al cine antes que yo, sólo tenía que preguntar al acomodador por doña Salvadora y enseguida me llevaba al lado de ella que, indefectiblemente, estaba durmiendo.

Mi abuela fumaba, como he dicho, pero como a mi tío Manolo no le gustaba que las mujeres fumasen, jamás lo hizo delante de él. Y él supo disimular y nunca se dio por enterado de que lo hacía ni de que la caja que había encima del piano, en el recibidor, junto a la mesa camilla donde las mujeres organizaban sus partidas, era la del tabaco de la abuela.

La mejor prueba del espíritu práctico y altruista de mi abuela Salvadora, aparte de en su vivir y su actuar diarios, la dio, a mi parecer, en dos momentos clave de su vida, que la retratan como mujer excepcional y digna de ser recordada:

El primero se le presentó al morir mi abuelo Manuel, el padre de mi padre. Y esto requiere una pequeña historia en dos etapas.

Mi abuelo, según decían, sobre todo las mujeres que lo conocieron, era un hombre muy guapo. Era perito agrícola del Estado y profesor en la Escuela de Peritos Agrícolas que existía en la Granja de Burjasot, donde estudiarían su carrera mi tío Vicente y mi padre. Y ocurrió que, cuando mi verdadera abuela, Delfina, fue a dar a luz a su séptimo hijo, murieron el niño y ella, no sin antes, a fuer de buena madre y tratando de evitar que sus seis retoños tuviesen que soportar a una madrastra, obligar a su marido a jurarle que no contraería nuevo matrimonio. Quedó, pues, mi abuelo Manuel con seis hijos cuyas edades oscilaban, en orden descendente, desde los 17 de Manuel hasta los dos de Luis, pasando por Delfina, Vicente, Francisca (Paca en familia) y Francisco, mi padre.

En esa tesitura y estando desarrollando un trabajo en Alicante, conoció a mi abuela Salvadora, que estaba pasando unos días en casa de una familia amiga, y que era una joven de veinticuatro años (él ya tenía cincuenta), viuda reciente de un rico industrial catalán que había fallecido en uno de los primeros accidentes de aviación de la historia de España. La hermosura varonil de mi abuelo, por lo visto, enamoró a la joven viuda de tal modo que, aún sabiendo que él tenía seis hijos y que había jurado no volverse a casar, se atrevió, nada menos, que a irse a vivir maritalmente con él, a cuidar y educar a esos hijos y a hacer frente a lo que debió ser un ‘’escándalo’’ tremendo en un barrio obrero como el de Sagunto, en la Valencia de principios de siglo.

Se enfrentó, pues, a todo, y supo vencer. Recordaba jocosamente, años después que, lo primero que hizo al llegar a casa del abuelo fue bañar a los seis hijos pues, al parecer, la madre de la abuela Delfina, que vivía con ellos, pero que acabó, lógicamente, yéndose con unos parientes suyos, no consideraba la higiene como algo muy necesario, mientras que mi abuela Salvadora era una fanática de la limpieza y el brillo en todo. Y recordaba también que, la primera semana, y dado que no sabía cocinar, vivieron todos exclusivamente de chocolate. Pero que, rápidamente, con tesón y confianza en sí misma, llegó a convertirse en una experta cocinera.

Lo que mi abuela Salvadora no imaginó nunca que iba a suceder, sin embargo, por lo menos tan pronto, ocurrió. Y fue que mi abuelo Manuel murió de una pulmonía a los cincuenta y dos años. De modo que ella se quedó con seis hijos y en situación, digamos, anormal. Y digo eso porque, queriendo el sacerdote que asistió al moribundo ‘’regularizar’’ ante Dios aquella relación ‘’pecaminosa’’, estuvo insistiéndole hasta que exhaló el último suspiro para que diese el ‘’sí’’ y casarlos in artículo mortis. Pero pudo más aquel juramento hecho a la abuela Delfina, y el abuelo Manuel murió sin dar su consentimiento para que bendijeran su unión con la abuela Salvadora.

Se encontró, pues, ésta, con veintiséis años, seis hijos que criar y educar, que no eran suyos, sin ningún derecho sobre ellos, sin marido y sin medios materiales, puesto que no le correspondía pensión de viudedad por no ser legalmente casada.

¿Y qué hizo en tal situación? ¿Se dio por vencida? ¿Abandonó a las seis criaturas a su suerte? No. Aquello no iba con su modo de ser. Por eso mismo, lo que hizo fue arremangarse, renunciar para siempre a un marido (era joven, rubia, con unos grandes ojos verdes, muy buena figura, simpática, valiente...), y dedicar su vida a esos hijos que el cielo, de un modo bien curioso, le había encomendado. Puso, pues, una pensión en Burjasot, en la que se hospedaron varios estudiantes de la escuela en la que mi abuelo había impartido clases, y eso le permitió seguir adelante. Y más tarde, cuando los tres mayores ya se habían independizado y casado y el Ministerio de Agricultura cerró la Escuela de Peritos de Burjasot, trasladó la pensión a Madrid, a la calle de la Cruz, adonde los estudiantes la siguieron fielmente. Ése fue el origen de la Pensión Valenciana. Y ése fue el primer momento, a mi modo de ver, en el que salió a relucir todo el tesoro de valor y de confianza y de amor al prójimo y de fe, de que mi abuela Salvadora era portadora, sin hacer alardes de ello.

El segundo, que confirma su calidad humana extraordinaria, se presentó durante la guerra: Mi tía Paca se había venido a la Granja, como ya he relatado, huyendo de los bombardeos y buscando comida, con sus tres hijas. Y la abuela y el tío Manolo se quedaron en Madrid, ella dirigiendo la Pensión y él vendiendo lámparas en la tienda. Pero llegó un momento en que movilizaron a mi tío al que, afortunadamente, destinaron al frente de la Moncloa que, como es sabido, fue una primera línea estática durante toda la guerra, de modo que, cada cual estaba en su trinchera y sobrevivía o moría, sin avanzar ni retroceder, en medio de los bombardeos, cañonazos, ráfagas de ametralladora, balas perdidas, etc. ¿Y qué hizo mi abuela en esa situación? Lógicamente, algo inesperado: ¡Todas las mañanas, despreciando olímpicamente el innegable peligro que ello suponía, se iba muy temprano, andando, hasta la Moncloa, a la trinchera en que mi tío se encontraba, y le llevaba un termo con café caliente! ¿No es asombroso? Pues ésa era mi abuela. No es de extrañar, por tanto, que, quien la tratase, quedase instantáneamente subyugado por su personalidad arrolladora y única. No hubo en la vida nada que la asustase, que la arredrase, que la amedrentase. Ella podía con todo, sabía que podía con todo. Y podía. Y siempre pudo.

Hasta para morirse fue original y directa: Llevaba en cama unos días cuando, de repente, le dijo a mi tía: ‘’Paquita, tráeme el rosario que me voy a morir’’. Y se murió. Así.

Todos los veranos que pasé en Madrid, al llegar de Valencia, estaba ocho o diez días con mi abuela y, al terminar los tres meses de vacaciones, otro tanto. El resto del tiempo lo disfrutaba con mi tía, mis primas y mi hermana, en Bustarviejo, en una casa alquilada.

Recuerdo que el segundo año de ir a Madrid, se me planteó una duda que no sabía cómo resolver, ya que, en el colegio había varios compañeros, precisamente los más buenos y ejemplares, que aseguraban que la gente de teatro llevaban todos vidas disipadas y, por tanto, eran mala compañía; pero luego, en verano, yo coincidía y vivía con ellos y me parecían encantadores. Así que, un día, me dirigí a mi abuelo y le dije:

- Abuelito, ¿tú crees que los actores son mala gente?

Mi abuelo se sorprendió de la pregunta. Luego respondió:

- Así, en general, yo no me atrevería a asegurar nada. Los habrá buenos y los habrá malos, como en todas las profesiones.

- No. Quiero decir si, por ser actores, son malos.

- ¿Por ser actores? En absoluto. ¿Por qué preguntas eso?

- En el colegio hay compañeros que aseguran que llevan vidas disipadas y que no conviene tratar con ellos.

Mi abuelo se puso serio. Luego dijo:

- Desgraciadamente, hay gente que cree monopolizar a Dios y al bien y hasta al cielo. Pero eso no es verdad. Nadie tiene el menor derecho a despreciar a otro ni a juzgarlo sin conocerlo.

- Es que dicen que llevan vidas raras...

- Claro que llevan vidas raras. No tienen más remedio. ¿Qué vida llevarías tú si, por las mañanas tuvieras que ensayar en el teatro y luego, tuvieras una representación por la tarde y otra por la noche, y tu tiempo libre empezase a la una de la madrugada y, además, estuvieses casi siempre viajando? ¿No sería una vida rara? Para tus amigos, seguro. Y para ti y para mí. Pero es su vida y esa vida, esa manera de ganarse el pan honradamente les obliga a vivir siempre en grupos muy reducidos y a horas intempestivas. Ése es el precio que han de pagar por ser artistas y saberse meter en la piel y en el corazón y en la mente de tantos y tan diversos personajes y hacernos vivir tantas historias, que nos ilustran, nos hacen vibrar o reír o llorar...

- ¿Entonces?

- Entonces, nada. Tus amigos no saben de qué hablan y recurren al sistema de todos los ignorantes: Desprecian lo que no conocen, sin preocuparse, antes, de estudiarlo. No les hagas caso. Porque, a todo esto, ¿tú qué opinas?

- Yo, los que conozco de casa de la abuela me han parecido estupendos, simpáticos, alegres... su compañía me encanta.

- Pues claro que te encanta. Y a mí también. No olvides que, cuando tú naciste, la abuelita y yo nos fuimos a vivir a Madrid con vosotros y conozco la Pensión y sé el ambiente que allí hay y es un ambiente sano, alegre, sin gazmoñerías, sincero, abierto, desinhibido, encantador, libre de prejuicios inútiles...

- Realmente, yo lo paso siempre muy bien en casa de la abuela.

- Mira. - dijo mi abuelo - Cada uno de nosotros nacemos con una misión, con una vocación. Y todos, poco a poco, vamos acercándonos a ella, hasta que desempeñamos el papel para el que nacimos. También los actores. Y su trabajo es mucho más difícil y sacrificado que los demás. Pero también más bonito. Por tanto, entre ellos, como entre todos los grupos humanos, habrá de todo. Y no es correcto generalizar. La generalización es el arma del retrasado mental. No la uses nunca.

¡Qué razón tenía mi abuelo! Todas las generalizaciones que he visto en la vida han sido inexactas. Y todas han salido de labios de fanáticos o de gente de pocos alcances. Nunca de labios de los sabios. Y es que, como decía mi abuelo, cada hombre es una especie.

Por otra parte, también me hacían pensar las maneras de ser tan diferentes de mi abuelo Paco y de mi abuela Salvadora. Los dos me parecían buenísimos pero tan distintos que no alcanzaba a situarlos en mi entonces reducido universo de referencias a admirar y a imitar. Y, sobre todo, me sentía perplejo porque los dos eran admirables. Así que un día, le expuse también a mi abuelo la terrible duda, de un modo un tanto sibilino:

- Abuelito, ¿a ti qué te parece la abuela Salvadora?

- Una mujer extraordinaria.

- ¿Por qué piensas que es extraordinaria?

- Porque tiene las ideas muy claras. Porque tiene fe en sí misma. Porque hace todo el bien que puede sin dar tres cuartos al pregonero. Porque sabe hacer la vida fácil y agradable a su alrededor. Porque sólo ve lo bonito, lo bueno, la parte más valiosa de las personas y de las cosas... ¿te parecen bastantes motivos?

- Sí - respondí un tanto anonadado.

- ¿Y qué piensas tú de tu abuela? - fue su inesperada pregunta.

- ¿Yo? - dije evasivo.

- Sí, tú.

- Pues que... eso que has dicho...

- ¿Y cuál es el pero? - inquirió, mirándome a los ojos.

- Que no acabo de comprender.

- ¿El qué?

- El que tú, por ejemplo, eres bueno, muy bueno. Y sabes mucho y me quieres mucho y yo a ti. Y puedo confiar en ti siempre y...

- ¿Y la abuela es distinta? ¿Ése es el problema?

- Sí - dije con un suspiro.

- Te comprendo. Tú te sientes en la necesidad de escoger entre ella y yo porque nos ves muy diferentes, y no sabes cómo hacerlo, ¿no?

- Sí, eso es lo que me pasa.

- Y es natural. La conozco muy bien y es, desde luego, una mujer admirable. La explicación a tu perplejidad, sin embargo, es sencilla.

- ¿Tu crees? - dije desconfiado.

- Claro. Es que en la vida hay de todo. Ha de haber de todo. Ha de haber gente como la abuela, que exteriorizan continuamente su grado de madurez luchando con la vida, siendo un ejemplo para todos los espíritus activos, atrevidos, inconformistas que, no sólo sueñan con un mundo mejor, sino que se esfuerzan por hacerlo y, de hecho, lo hacen. Pero también ha de haber quien, de modo más reflexivo, interiormente, estudie y descubra la razón de las cosas y trate, a su modo, de hacer un mundo mejor, sembrando sus semillas en los cerebros y en los corazones de los demás.

- ¿Y qué sistema es el mejor? - no pude por menos de preguntar, puesto que la respuesta de mi abuelo no me había sacado de dudas.

- Ninguno es el mejor. Los dos son igual de buenos y de necesarios. Fíjate que en la vida todo está polarizado.

- ¿Y con eso qué quieres decir?

- Que todo funciona a base de opuestos. Existen la alegría y la tristeza, el blanco y el negro, el frío y el calor, el amor y el odio, la sabiduría y la ignorancia, la actividad y la pasividad, el luchador y el pacifista, el idealista y el realista, el tonto y el listo, el trabajador y el perezoso...

- ¿Y qué?

- Pues que todos son necesarios.

- ¿Por qué?

- ¿Cómo sabrías lo que es bonito si no conocieses lo feo? ¿Y cómo distinguirías lo bueno sin saber cómo es lo malo? ¿Cómo puede ser uno listo, si no se compara con los tontos? ¿Te imaginas en un mundo de tristes, todos igual de tristes, o un mundo en el que todos fueran igual de sabios o igual de perezosos o de luchadores o de vagos? Todos juntos formamos la Humanidad y todos somos necesarios. Y todos vamos aprendiendo de los demás y, sabiéndolo o no, enseñando a los demás. Y así vamos progresando. Y, entre todos, de vez en cuando, surge alguien como la abuela Salvadora, que viene a ser como el prototipo de la persona valiente, decidida, activa, que sabe agarrar el toro por los cuernos, que se salta las convenciones sociales y los prejuicios, y hace lo que cree que debe hacer. Por eso causa sensación entre los que no llegan a su nivel y escandaliza a los pacatos. La abuela Salvadora es una persona muy evolucionada.

- ¿Y tú - me atreví a preguntar, puesto que, para mí, mi abuelo Paco era tan único como ella, aunque diferente.

- ¿Yo? - respondió riéndose - Yo soy otra cosa. Yo sería incapaz de hacer lo que hace tu abuela. Mis facultades, mis capacidades y mis tendencias me hacen inclinarme más en otro sentido. Pero no por eso dejo de admirarla y de aprender de ella. Piensa que nadie es perfecto, que cada cual tiene y puede y debe desarrollar determinadas facultades y utilizarlas. Lo ideal sería poder unir las dos maneras de ser y de ver la vida y de actuar, en una sola. Pero eso es muy difícil, porque ya te he dicho que todo está polarizado. Por tanto, mi consejo es que, partiendo de tus propias tendencias y facultades innatas, trates de desarrollarlas lo más posible y, al mismo tiempo, te esfuerces por aprender de los que poseen y ejercitan las del otro polo, teniendo siempre en cuenta que todos, absolutamente todos, somos alumnos. Y todos podemos ser maestros.

Aquellas palabras aclararon el conflicto en que me encontraba al querer adoptar a uno de los dos como ideal a seguir. Desde entonces he comprobado cuánta razón tenía mi abuelo: En el mundo hay de todo y todos somos necesarios y todos aprendemos y enseñamos y todos, lo queramos o no, lo creamos o no, vamos así avanzando juntos...

* * *

 

 

XXXI.- EL QUID PRO QUO

El trayecto desde Madrid hasta Bustarviejo, donde pasé los tres veranos a que me he referido en el capítulo anterior, se realizaba entonces, en que casi nadie tenía vehículo propio, en un destartalado autobús, que hacía escalas en Colmenar Viejo, Chozas de la Sierra (ahora Soto del Real) y Miraflores, gran centro veraniego en aquella época, antes de llegar a su destino.

En la parada del autobús me esperaban mi tía, mis cuatro primas y mi hermana, que aquellos años los pasó, como ya he dicho, en la Pensión, como una hija más de mis tíos.

Éstos habían alquilado, y mantuvieron en alquiler muchos años, una casa del pueblo. Estaba en una zona relativamente elevada y desde ella se dominaba una gran extensión de terreno que descendía lentamente en dirección a Valdemanco, el próximo pueblo.

La casa era propiedad de un matrimonio de viudos, Román y Constanza. Estaba en un recodo de una calle descendente y a ella se accedía por un reducido jardín en el que, si no recuerdo mal, sólo había un árbol digno de tal nombre, un moral que alcanzaba con sus ramas el rellano descubierto de la escalera de entrada a la planta baja, que era la que ocupábamos, y que producía unas moras blancas sabrosísimas que, el tercer año de mi estancia allí dejamos de comer, cuando descubrimos que el primer trabajo de la Sra. Constanza al levantarse cada mañana, mucho antes que nosotros, claro, consistía en vaciar los orinales, desde su ventana en el piso alto, sobre el moral en cuestión.

La vida veraniega en Bustarviejo era estupenda. Nos reuníamos diariamente una pandilla de diez o doce adolescentes, aproximadamente de la misma edad, que no hacíamos en todo el día más que pasarlo bien. Guardo estupendos recuerdos que, como fogonazos, se concretan en mi memoria y me traen aires de juventud y, por tanto, de despreocupación, de espontaneidad, de imprevisión, de alegría, de ganas de vivir...

Recuerdo las excursiones a la cima del Mondalindo, el monte más alto y más impresionante de la zona, con su extremidad rocosa desmoronándose en forma de peñascos de todos los tamaños, que bajaban por su agreste ladera hasta aterrizar en los prados del valle para completar su decoración.

Recuerdo nuestros paseos hasta la Fuente del Collado y los ascensos al contiguo Monte del Pinar, desde cuya cima disfrutábamos de un maravilloso panorama y cerca de la cual había una zona cubierta materialmente por cristales de cuarzo blancos, de gran tamaño, que coleccionábamos, y de los cuales aún conservo un ejemplar. Muchos años después, quise llevar allí a mis hijos y recoger nuevos cristales, y me encontré con la sorpresa de que los antaño jóvenes pinos se habían convertido en vetustos árboles - supongo que ellos pensarían lo mismo de mí - y que su pinocha había cubierto el terreno con una capa de casi medio metro de espesor y hecho irreconocible la zona del yacimiento e imposible la recolección de ningún cristal.

Recuerdo cada tarde la llegada del autobús, acontecimiento al que acudía toda la colonia veraneante, aunque no tuviese que esperar a nadie. Porque, desde una hora antes hasta una hora después, se respiraba un estupendo ambiente juvenil y las distintas ‘’pandas’’ - que había varias, según las edades de sus componentes - confraternizaban y hablaban, y se contaban historias y chismes y hasta, a veces, se filosofaba, sentados sobre el banco de piedra que había a la puerta de la carnicería de Fausto.

Recuerdo la moda, tan original, que seguimos fielmente todos los varones, de llevar permanentemente en la mano una vara de fresno tierna, artísticamente decorada con nuestras navajas a base de descortezarla formando dibujos.

Recuerdo la misa mayor de los domingos, a la una. Era el acontecimiento de la semana. Allí estábamos todos, vestidos de fiesta, dispuestos a lo que viniera, porque no había manera de escapar, y observando, los varones, desde la parte de atrás, lo más escondidos posible - para poder bostezar o hacernos guiños o incluso reír en algunos momentos - y de pie, lo que ocurriese. Y lo que solía ocurrir era que, en pleno retoque de campanas que, ignoro por qué, sonaban como si fueran un centenar y con más decibelios que ninguna otra cosa conocida, hacía su aparición, mayestáticamente, pues era una institución, una especie de orgullo local, el seminarista del pueblo, en vacaciones de verano, con su sotana roja y su fajín morado, seguido por el sacristán y todos los monaguillos y, por fin, el cura párroco. Aquel sacristán ha sido desde entonces para mí una persona entrañable, aunque nunca lo traté. Representaba un clarísimo ejemplo de lo que puede resultar de la mezcla de una voz potente de bajo, una falta de oído musical acusadísima y una lamentable confusión entre cantar bien y cantar alto. El resultado de sus actuaciones, en las que ostensiblemente se recreaba, era un ruído permanente que conseguía cansarnos a todos a fuerza de temer que no alcanzase la próxima nota y de esforzarnos inconscientemente por que lo lograse. He lamentado toda mi vida no haber podido disponer de una grabadora - entonces no existían - para haber inmortalizado una de sus gloriosas actuaciones. A ello había que añadir el sermón, por lo menos de tres cuartos de hora y del que ninguno de nosotros, incluso con la mejor predisposición, conseguíamos nunca recordar nada a la salida de misa, debido al enorme calor que, primero poco a poco, pero luego rápidamente, iba invadiendo la iglesia hasta conseguir casi cocernos en nuestro propio sudor.

Recuerdo a un viejecito, arrugado y diminuto, que vivía solo, enfrente de la iglesia, en la calle principal, junto al Bar de Tres Pelos, y que me llamó mucho la atención, cada vez que lo vi, porque iba siempre acompañado de un perro, un chucho pequeño, sin raza aparente, al que yo le calculaba la misma edad que a su dueño y, además, tenía su misma cara. Eran como dos hermanos gemelos idénticos, uno en perro y otro en persona. Nunca los he olvidado. Ni a uno ni a otro.

Recuerdo que, en aquella época, y aunque los veraneantes constituían una muy buena fuente de ingresos para los nativos, la juventud indígena se esforzaba en ponérnoslo difícil y nos corrían a cantazos, al grito misterioso de ‘’ay méndigo’’, apenas tenían ocasión, lo cual producía cierto antagonismo que se resolvía los anocheceres de los domingos en el salón de baile al que todos acudíamos. Una vez allí, admirábamos a los bailones del pueblo cómo atravesaban en línea recta y en diagonal, una y otra vez, todo el salón, exhibiendo su personal interpretación del pasodoble español, o cómo daban pequeñísimos saltitos mecánicos y simétricos, a uno y otro lado, como máxima interpretación del fox-trot, que entonces era lo más atrevido. Una vez observado el enemigo, nos decidíamos nosotros y tratábamos de demostrar, con muy dudoso éxito, lo reconozco, que existían otras maneras más, digamos, civilizadas de interpretar la música.

Recuerdo los partidos de fútbol, en la plaza de toros, tras de la iglesia, en los que valía todo y el que llevaba botas de fútbol destrozaba los tobillos de los que iban con simples alpargatas veraniegas.

Recuerdo los baños que nos dábamos en determinadas pozas del término, que teníamos perfectamente localizadas, a pesar de la oposición de los labriegos, que se quejaban, casi siempre con razón, del destrozo que causábamos en sus prados.

Recuerdo las colas semanales de horas, para hablar por teléfono en la única línea que había en el pueblo.

Recuerdo las vacas, decenas, cientos de vacas, que aparecían por todas partes y ocupaban todos los prados y llenaban todo el ámbito con los sonidos opacos de sus cencerros y que, afortunadamente, cargaban con la mayor parte de las moscas que, a millones, habían decidido veranear también en Bustarviejo.

Recuerdo los días de trilla, en la era, a pleno sol, subidos en un trillo cuajado de piedras de pedernal y con una gran sartén a mano para impedir la caída sobre la parva de los excrementos de las vacas, que hacían siempre lo imposible por pillarnos desprevenidos.

Recuerdo los desayunos en casa de mi tía, que eran lo mejor del día: Unas sopas de pan sazonado, hervidas con leche y azúcar, al fuego lento de la chimenea. Aún tengo tentaciones de relamerme cuando las evoco.

Recuerdo la cantidad de pan que comíamos de aquellas hogazas enormes, que mi tía nos cortaba a rebanadas, trabajo que, por cierto, a los pocos días de veraneo, le había ya producido unos callos en la mano derecha que no desaparecerían hasta bien entrado el invierno. En aquella época éramos, en casa de mi tía, ella, sus cuatro hijas, mi hermana y yo y, algún año, nuestro primo Luisín, el tercero del tío Luis, hermano pequeño de mi padre y de la tía Paca. Y había que añadir siempre, sobre todo a la hora de merendar, los que se sumaban entre parientes y amigos.

Recuerdo las partidas de canasta que jugábamos, con verdadera pasión, después de la cena e, incluso, durante la hora de la siesta, aprovechando el par de horas que mi tía, como toda la colonia veraneante, se echaba después de comer.

Recuerdo... ¡Cuántos detalles banales, insignificantes pero, sin embargo, llenos de contenido afectivo y de tanteo adolescente y de lecciones de vida!

Y recuerdo, porque se me quedó grabada, hasta el punto de convertirse en objeto de una consulta a mi abuelo, una conversación que mantuve, en el molino del pueblo, mi primer día estancia allí. La cosa se desarrolló así:

Mi tía, no sé cómo ni por qué, había entablado determinada relación con la familia del molinero. Y ocurrió que, llegado yo al pueblo, me ofreció el hombre, seguramente por halagarme, acompañarle al molino esa tarde, dado que tenía que ir allí, a no sé que trabajo, con otro vecino de su edad. El molino se encontraba en la carretera de Valdemanco, a unos dos kilómetros de Bustarviejo, donde el paisaje dejaba de descender y comenzaba un leve ascenso hacia el pueblo vecino y por donde, naturalmente, discurría el arroyo que movía la muela, muy cerca de la línea férrea entonces en construcción, la actual Madrid-Irún. El molinero era un hombre bajito, recio, alegre o, mejor, chistoso, ocurrente y jovial, una especie de trasunto de Sancho Panza. Le caí bien y todo el trayecto hasta el molino fue contándome sucedidos, chismes del pueblo y chistes. Su compañía era verdaderamente desenfadada y agradable. El otro, en cambio, no abrió la boca en todo el trayecto. Llegamos al molino, que era un lugar umbrío, como es lógico, verde, con árboles frondosos y el eterno murmullo de los molinos movidos por agua. Aquel lugar se convirtió, durante los tres veranos que allí pase, en una especie de refugio, de desahogo de la rutina existente, de lugar para merendar e, incluso, para comer en familia y hasta para bañarnos en aquellas aguas cristalinas y heladas que bajaban directas de la sierra. Llegados al molino, decía, me lo enseñó el molinero, quizás porque yo le había dicho que mi abuelo también lo era, aunque no de trigo sino de arroz. Durante nuestra conversación le dije, supongo que a preguntas suyas, que estudiaba el bachillerato en un colegio de religiosos. Entonces el otro, que aún no había abierto la boca, comenzó a hablarme mal de los curas y de la religión, con gran escándalo por mi parte, y terminó todas sus alegaciones como resumiéndolas en esta frase, que aún recuerdo intacta:

- ¿Tú sabes quién es san Pedro?

- Sí. - respondí - naturalmente.

- Pues yo me ... - y aquí soltó la expresión de modo rotundo - en san Pedro y en su religión. Todos los curas son unos… - y aquí otro exabrupto.

Aquello supuso para mí, aparte de algo desagradable e inoportuno, como el contacto con algo irracional de lo que mi subconsciente se percató al instante, pero que yo no acababa de definir. Y esa desazón permaneció viva en mí hasta que, concluido en verano y regresado a Valencia, pude confiarla a mi abuelo.

- Es lógica - me dijo él.

- ¿Qué es lo lógico? - pregunté asombrado.

- Tu reacción. - replicó - Es que el razonamiento de aquel hombre es incorrecto. Mira: Hay gente creyente y gente que no cree. Y están todos en su derecho. Pero, entre estos últimos, hay muchos, la mayor parte, que identifican religión con religiosos y, si no les parece bien algo que haga o diga un religioso, ese error se lo atribuyen a la religión.

- Y no es así, claro.

- Absolutamente, no. Ten en cuenta que los sacerdotes son hombres y, como tales, falibles e imperfectos y, por tanto, tienen grandes dificultades para encarnar a la perfección en sus propias vidas las maravillas que la religión encierra y que ellos, por tanto, predican. Y, lógicamente, muchas veces fallan y cometen errores y pecan, como todos los hombres. Y entonces, los que no han profundizado lo suficiente en el tema, los que se quedan en la superficie de los asuntos, los que no saben distinguir entre la religión y quienes intentan representarla, caen en el engaño de atribuir a aquélla los defectos de éstos. Es como si yo dijese que el ajedrez no es bonito porque hay quien juega muy mal; o que la agricultura no es buena porque hay labriegos que no cuidan bien sus campos.

- ¿Entonces? - pregunté sin saber a qué atenerme.

- Entonces, nada. - fue su respuesta - El compañero de tu amigo el molinero, mi colega - dijo sonriendo - es de esos que no han dado el paso necesario para distinguir el grano de la paja. Eso lo verás muchas veces en la vida. Y hasta verás muchas personas capaces de matar a otros por defender esas posturas tan poco inteligentes y que sólo demuestran cortedad.

- ¿Y qué hay que hacer? - fue mi lógica pregunta.

Tú, nada. Ellos, sí. Ellos deben estudiar lo que quieran criticar y, luego, una vez conocido el objeto de sus críticas apriorísticas, criticarlo responsablemente si siguen pensando que es lo correcto. Pero como la mayor parte de la Humanidad aún no ha dado ese paso necesario, que tanto aclara, y le resulta más cómodo denunciar al que toca la alarma que al que prende el fuego, ocurre lo que ocurre. De ahí nace la gran responsabilidad de cualquiera que pretenda orientar, aconsejar o predicar algo a los demás, sea religión, política, ética, educación, o cualquier ciencia de la conducta o del pensamiento. Porque luego, si en su vida no es consecuente con lo que dice, la gente atribuye falta de credibilidad a las ideas expuestas y no al que las expuso. No va descaminado el refrán de que "Una cosa es predicar y otra dar trigo".

Aquella era la pieza que a mí me faltaba y que hacía que rechinasen en mi interior los engranajes mentales cuando el amigo del molinero atribuía a la religión los errores de los curas, como él los llamaba. Y, una vez más, la claridad de ideas de mi abuelo vino oportunamente en mi ayuda. Ayuda que, por cierto, me ha sido siempre de muchísima utilidad porque el fenómeno sigue produciéndose continuamente y es inmenso aún el número de los que caen en el quid pro quo en todos los campos de la actividad y el pensamiento humanos.

 

  

* * *

 

 

XXXII.- MARIPOSA

Por el mes de junio de 1.937, segundo año de guerra, mi hermana y yo contrajimos la tos ferina. Yo la soportaba mal que bien, pero mi hermana sufría unas apneas larguísimas que la hacían emitir los característicos gallos y daban la sensación de que se iba a ahogar.

Como, poco antes, habían arreciado los bombardeos y, además, aseguraban los médicos que, yéndose a un clima de altura, la tos ferina remitía y hasta se curaba (incluso había quien afirmaba que con un solo vuelo en avión - no presurizado, claro - era suficiente), un amigo íntimo de mi padre, al que siempre llamamos tío, que había contraído matrimonio con una nativa de Les, el último pueblo de España antes de entrar en Francia por el Valle de Arán, le sugirió que mi madre, mi hermana y yo pasásemos el verano en aquel pueblo leridano, donde su mujer nos encontraría, con toda seguridad, alguna casa o habitación en alquiler.

Como, además, aseguraba que, debido a su proximidad a Francia, - la frontera estaba a la salida del pueblo - la gente iba todos los días a comprar el pan al primer pueblo francés, a sólo cuatro kilómetros, y su suegro era dueño de la carnicería del pueblo, no pasaríamos ningún hambre, mis padres se decidieron pronto y alquilaron un coche que nos llevó a Les con escala en Lérida.

Dado que, cuando llegamos, aún no nos habían encontrado casa, - en plena guerra, mucha gente se había refugiado allí por los mismos motivos que nosotros, salvo el de la tos ferina - pasamos unos días en un hotel que había a la salida del pueblo. Aún recuerdo que, cada vez que, con el comedor lleno de gente, mi hermana empezaba a toser, mi madre, antes de que comenzase a hacer gorgoritos y denunciase así la tos ferina que padecía, pues había allí muchas familias con niños, la tomaba de la mano y ambas corrían hasta el jardín para que tuviese allí su serie de toses, hipos, gallitos y ahogos. Yo, entretanto, me quedaba solo en la mesa, siendo el objetivo de las intrigadas miradas de los comensales de las mesas próximas.

No sé si se debió a la altura de Les, que es considerable, o a que cuando llegamos ya llevábamos algún tiempo con la tos ferina, lo cierto es que se nos curó rápidamente y aquel verano se convirtió en uno de los más importantes de mi vida.

Les es un pueblo típicamente pirenaico. Rodeado de bosques verdísimos y de altas montañas. Lo atraviesa, partiéndolo en dos, el río Garona, en único río español que desemboca en Francia y que, allí, en su curso alto, al pasar por el pueblo, lo llena día y noche con su murmullo húmedo e inacabable. Es algo a lo que hay que acostumbrarse, porque su voz se sobrepone, y oculta y anula todo sonido pequeño que, en otro paraje, se distinguiría perfectamente. Por las noches, su grito desgarrado y continuo - ya que, era bastante ancho y llevaba mucha agua y ésta se estrellaba permanentemente, de modo igual y distinto, en cada uno de los cientos de pedruscos que en su camino se interponían del modo más caprichoso y artístico a la vez - dominaba los sueños y se convertía en el verdadero protagonista de todos ellos. Uno se sentía siempre como sumergido en aquella agua fría, transparente, alegre y viajera...

A los pocos días pudimos ya disponer del tercer piso en una casa de tres, cuya parte posterior se asomaba al río, de modo que su cántico nos acompañó, muy próximo, durante todo el verano.

De aquella casa guardo un recuerdo que, curiosamente, me aparece ahora por primera vez desde entonces, con toda diafanidad, y que supone el primer acto de prudencia responsable de mi vida. Se produjo así:

Me hallaba una tarde asomado al balcón corrido de la parte posterior de la casa que, como he dicho, daba sobre el río, contemplando sus aguas presurosas. El piso de aquel mirador estaba constituído por tablones yuxtapuestos, entre los que me llamó la atención un agujero bastante grande, debido seguramente a algún nudo de la madera que se había desprendido. Como niño que era, no pude resistir la tentación de acostarme en el suelo y mirar a su través. Y, cuando esperaba ver el balcón del piso de abajo - que resultó no existir - o alguna maceta con flores o un gato acurrucado en un rincón, lo que vi, ocupando todo mi campo visual, fue el rostro de un hombre, con una gran barba blanca que, a su vez, me estaba mirando por una ventana entreabierta. Aquello constituyó para mí un verdadero sobresalto y a punto estuve de dar un grito y correr a contarle a mi madre que en el piso de abajo había escondido un criminal, pues en aquella época sólo llevaban barba los delincuentes (que yo conocía por las películas y los tebeos) y... - y ahí se paró mi mente - ...los frailes. Y entonces se me hizo la luz y pensé que aquella cara sonrosada y bonachona a pesar de la barba, que me miraba con cierto recelo, debía ser de un fraile que, huyendo de las persecuciones de que estaban siendo objeto por los fanáticos, se había refugiado en casa de parientes o amigos. Fue un instante. Sólo un instante. Pero me bastó para comprender la situación y no decir nada a nadie. Y no lo he dicho jamás. Por lo visto, fue tal el esfuerzo que hice por borrar aquello de mi mente, que nunca hasta hoy había vuelto a recordarlo, aunque ahora lo puedo revivir todo con gran detalle y veo claramente aquel rostro de buena persona, mirando hacia arriba, desde su refugio, a aquel niño, de cuya discreción iba a depender su vida desde entonces.

En Les tuvo también lugar mi primer encuentro con la naturaleza salvaje, totalmente distinta de la que yo conocía y dominaba en Burjasot. Aquello era otra cosa. Había bosques inmensos, montes empinadísimos, prados de un verde inaudito y, sobre todo, un río, un gran río.

El padre de la ‘’tía’’, un hombre muy serio, enormemente serio, una especie de dictador al que todos respetaban y temían, con un gran bigote blanco y una boina, que nunca se quitaba, jamás supimos por qué, se dejó hechizar por la simpatía y los mimos de mi hermana, que cumplió allí los siete años, y que lo adoptó como abuelito sustituto y se le subió a las rodillas y acabó poniéndole un lazo en el remate de la boina, con gran asombro de toda la familia y aún del pueblo.

Además de la carnicería, en cuyo piso alto vivía con su mujer y su hijo, ya mayor, el Sr. Mariano, que así se llamaba, tenía su propio ganado, consistente en vacas estabuladas y un rebaño de cabras. Para pastorear durante todo el día las cabras y ordeñar éstas y las vacas al anochecer, tenía un criado, llamado Jean, un niño algo mayor que yo, que cumplí allí los nueve años. Por las mañanas salía yo de los corrales, situados tras la carnicería, con Jean y nuestras cabras, a las que se iban uniendo las de las distintas casas del pueblo, y nos encaminábamos a lo alto de los montes, en busca de los prados, donde pasábamos el día. Jean me enseñaba los nombres de las plantas que salían a nuestro paso y a descubrir las madrigueras de los conejos y a ver a tiempo las víboras, demasiado abundantes en la zona, y a cobijarme de la lluvia en cuevas naturales y a descender corriendo por las laderas sin caerme, haciendo eses, y a ordeñar las cabras y las vacas y mil cosas más, a cual más interesante y novedosa para mí.

Aquello era casi como el paraíso. Y llegó a serlo del todo a los pocos días, para pasar súbitamente, a convertirse en un infierno. Allí descubrí lo que yo consideré la mentira, el daño innecesario y el abuso de poder, por parte del mundo de los adultos. Y me marcó para siempre. Ocurrió así:

El Sr. Mariano compró un día, para su carnicería, cuatro o cinco cabritillos. Yo los vi y quedé literalmente prendado de ellos, pues hay pocos animales tan graciosos, ágiles, juguetones y simpáticos como ellos. Se unieron al rebaño y pasé un par de días en su compañía. Pero entre todos los recién llegados, había una cabrita blanca y negra, con dos colgantitos debajo de la garganta, sus cuernecitos incipientes y una mancha blanca en forma de mariposa sobre la frente, con la que confraternicé de modo especial. Hasta tal punto que, estando un día en el patio de la carnicería, le pedí a mi madre, delante del Sr. Mariano, que me la comprase para mí. Él se apresuró a decirme que me la regalaba. Yo quise asegurarme y pregunté lleno de emoción:

- ¿Entonces, ya es mía?

- Toda tuya - me dijo sonriendo.

Desde ese momento quise al Sr. Mariano y me sentí el más feliz de los mortales. Salía, por las mañanas, con Jean y el rebaño, como todos los días hasta entonces, pero ya todo era distinto. Mi cabrita, a la que llamé Mariposa, sabía que yo era su dueño y me seguía todo el día y yo la abrazaba y jugaba con ella. Y, al regresar, al caer la tarde, cuando cada cabra se iba quedando en su casa y los dueños salían al oír las esquilas y les daban sal, Mariposa la tomaba de mi mano y yo me sentía orgulloso de que me conociese y me siguiese y comiese mi sal.

Mi vida, pues, transcurría feliz. No deseaba nada más. Tenía naturaleza, flores, mariposas, pájaros, un río y... tenía a Mariposa.

La carnicería del Sr. Mariano estaba en la planta baja, que era muy amplia. Y tenía un patio central cuadrado, al que se asomaban las barandillas de la planta alta. En aquel patio se llevaban a cabo diariamente las matanzas de animales para abastecer la carnicería. Muchas veces presencié todo el ritual, desde el acuchillamiento en la garganta de las víctimas, que me hacía sentir dolor en el corazón, hasta sus estertores, que a mí me parecían dolorosísimos e interminables; la recogida, en recipientes ad hoc, de la sangre humeante; el vaciado de las vísceras, y el despellejamiento y posterior colocación de las pieles descabezadas y sin pies ni manos, sobre unas maderas horizontales, chorreando aún la sangre por sus extremos, para que se oreasen. Fue mi primer encuentro con algo que ni había sospechado: La crueldad por interés; el dolor inmenso que el hombre inflige a los animales; el terror de éstos ante la muerte; el paso, en unos segundos, de la actividad y la vida y la belleza, a la flaccidez y la muerte y la fealdad, del cuerpo al despojo, de la felicidad al horror.

Y ocurrió que, un día cuando, antes de salir con el ganado, fui a la carnicería a reunirme con Jean, vi, frente a mi, colgada de la madera, la diminuta piel de Mariposa. No sé por qué, pero supe al instante que era su piel. Sin cabeza, sin manos, sin pies, aún caliente y humeando y goteando sangre... Sentí que dentro de mi se desgarraba algo para siempre. Imaginé todo el proceso que con Mariposa, ¡mi pobre Mariposa!, se había desarrollado, y sentí odio, verdadero odio, hacia aquel hombre que había sido capaz de engañarme de aquel modo tan alevoso y abusar de mi inocencia y buena fe, y tratar así a aquel ser encantador, suave, cariñoso e inocente, y me sentí avergonzado de ser hombre y desgraciado, abandonado, solo, anonadado, ausente y sin objeto en la vida...

Desde aquel día nefasto, me negué durante mucho tiempo a volver a comer carne. Y siempre que luego la he comido - y hace ya muchos años que no lo hago - no he podido evitar reproducir en mi mente todas las escenas espeluznantes que se desarrollan necesariamente antes de que el filete o la chuleta lleguen a nuestro plato. Debería ser obligatorio que todos los niños presenciasen, por lo menos una vez en su vida, lo que ocurre en un matadero, y luego decidiesen por sí mismos sobre el particular, y no se acostumbrasen hipócritamente a sentirse libres de culpa, sólo porque otro lleve a cabo por ellos esas crueles y macabras operaciones.

La imagen de Mariposa sintiendo, primero sorpresa y luego, dolor y terror, y recordando mis caricias y mis abrazos y nuestros paseos juntos, mientras su sangre se escurría por la profunda y dolorosa brecha abierta alevosamente en su cuello, ha hecho su aparición en mis sueños a lo largo de muchos años. Aún hoy, el recordarla me produce un tenue dolor en el pecho que, afortunadamente, pronto es borrado por maravillosas vibraciones de felicidad, de inocencia y de total sintonización con la naturaleza que ella misma me hizo sentir. Quizá por eso cuando, años más tarde, cayó en mis manos el célebre libro de Juana Spiry ‘’Heidi’’ pude, leyéndolo, identificarme con sus personajes. Y cuando, mucho después, siendo ya padre, se convirtió en serie televisiva, disfrutarla, quizás, más intensamente que mis propios hijos.

Lo cierto es que, desde aquel día dejé de salir con Jean y con el rebaño y me hice varios amigos en el pueblo y pasaba el día deslizándome por un prado larguísimo en sentido vertical y con mucha inclinación, que había cerca de casa, acostado boca a bajo sobre medios troncos de una serrería próxima. Aquel era un deporte inventado por nosotros, pero impresionante. Era sobrecogedor ver, a la altura del suelo y con la cabeza por delante, cómo el prado iba pasando ante los ojos y cómo el final llano y arenoso del largo recorrido se aproximaba a velocidad creciente. No era fácil atreverse pero, una vez perdido el miedo, a mí aquello me proporcionó decisión y valentía y confianza en mí mismo. Y no tuve, afortunadamente, ningún accidente de importancia. Ni siquiera el que hubiera supuesto que mi madre, que me había prohibido terminantemente jugar en el río por miedo al peligro que podía implicar, se enterase del jueguecito.

Un día, pasamos al otro lado de la frontera a comprar una medicina para mi madre, que no existía en España, y estuvimos allí hasta el anochecer. Y, al regresar, ya de noche, nos sorprendió un incendio forestal impresionante. La carretera de regreso a Les circulaba por la orilla izquierda del río, y el incendio estaba consumiendo el monte de la opuesta. De modo que nos separaban del fuego unos cien metros. La orilla que ardía era un bosque inmenso que cubría una ladera altísima de caída casi vertical. Me impresionó vivísimamente ver aquello: Los árboles en llamas desplomándose sobre el río, que los devoraba desprendiendo nubes de vapor entre rugidos sobrecogedores; todo un monte incandescente, que se quejaba y del que salían crujidos, chillidos, aullidos, súplicas, silbidos, chasquidos, llamaradas, chispas y pavesas que intentaban cruzar el río; la agonía de miles de seres clamando al unísono por sus vidas; un calor agobiante que nos llegaba a bocanadas, aliviado, de vez en cuando, por la corriente de aire frío que, circulando río abajo, se apresuraba a ocupar el puesto del aire caliente que se elevaba a los cielos arrastrando consigo luces de todo tipo; una sensación de peligro invencible e inminente; una comprensión directa de lo sublime que, a la vez, nos atrae y nos sobrecoge...

El conductor del coche en que viajábamos dudó largo rato en seguir hacia Les pero, al fin, lo hicimos, con notorio riesgo, y pudimos contemplar el incendio en todo su esplendor. Desde entonces, siempre que he oído hablar de la lucha de los elementos, he recordado aquella noche y aquel espectáculo en el que el fuego, el agua, el aire y la tierra combatían a muerte, contraponiendo y midiendo sus respectivas fuerzas de un modo verdaderamente aterrador. Aquello me enseñó a relativizar mi propia importancia y la de todos los hombres, y a comprender que formamos parte integrante de la naturaleza y le estamos total y permanentemente sometidos.

Cuando regresamos de Les, sin tosferina pero ricos en nuevas experiencias, nos pasamos días contándole a nuestro abuelo todo lo vivido. Él nos escuchaba embelesado, participando de nuestra alegría y de nuestras penas. Cuando lo hubimos puesto al corriente de todo, nos preguntó, mirándonos con cariño:

- ¿Y qué pensáis que habéis aprendido este verano? ¿Para qué os ha servido el viaje en cuanto a vuestros conocimientos y experiencias se refiere? - era su modo de ver las cosas. Para él todo encerraba una lección que debíamos saber extraer.

Mi hermana y yo nos miramos. Ninguno de los dos había pensado en ello. Simplemente, habíamos vivido. Pero mi abuelo iba ya entonces acostumbrándonos a dominar nuestra óptica y con ello nuestra percepción de la vida y nuestra vida misma.

- Que la tos ferina se cura con la altura. - dije triunfante.

- Y que los bosques se queman y producen mucho calor. - añadió mi hermana.

- Y que a las cabras les gusta la sal.

- Y que los Pirineos son muy bonitos.

- Y que hay víboras.

- Y que... - se quedó pensando mi hermana - el río Garona pasa a Francia.

- Y que - añadí yo - el Valle de Arán está en Lérida y Les está en el Valle de Arán.

- Y que allí hablan otra lengua que se llama... - y se quedó atrancada.

- ...el aranés. - completé yo - Y un niño se dice un ‘’mainad’’ y un grupo de niños, una ‘’mainadera’’...

Mi abuelo nos dejó agotar nuestras experiencias. Luego añadió:

- ¿Y habéis aprendido algo sobre las personas o sobre vosotros mismos?

Nos quedamos en silencio. Al fin, mi hermana dijo:

- Que el Sr. Mariano era muy bueno.

- No es verdad. - me apresuré a decir - Era malo. Porque, primero me regaló a Mariposa y luego la mató. - concluí llorando.

- Conmigo era bueno. Me regalaba caramelos y jugaba conmigo. - insistió mi hermana.

- Claro que era bueno - concluyó mi abuelo. - Has de tener en cuenta - añadió dirigiéndose a mí - que su negocio era la carne y para él una cabra no significaba lo mismo que para ti, porque entonces no hubiera podido matar ni vender ninguna y en el pueblo no hubieran podido comer carne. Él nunca pudo imaginar siquiera la gran carga de amor y de ilusión que tú ibas a poner en Mariposa.

- Pero, - argüí yo - ¿entonces por qué me la dio?

- ¿No te alegró que te la diera? - fue su respuesta.

- Sí. Muchísimo.

- ¿Entonces? ¿Qué pensabas tú hacer con ella al terminar el verano? ¿Te la hubieras traído? ¿Habías siquiera pensado en ello?

Ni se me había ocurrido. Yo tenía mi cabra y eso me bastaba. Pero mi abuelo tenía razón y no hubiera podido llevármela en el coche con nosotros. Sin embargo, aún me resistí:

- Pero la mató.

- Por supuesto, - respondió mi abuelo - ¿Tú para qué crees que la había comprado?

En ese instante lo vi claro, y comprendí la relatividad de las opiniones humanas y la necesidad de saber ponerse en el lugar de los demás, de tratar de comprender los motivos de su actuación y descubrir así que, desde el punto de vista estrictamente individual, todos tenemos siempre razón; que, desde nuestra escala de valores, siempre tenemos motivos suficientes para actuar como lo hacemos...

- Por lo que me habéis contado, - concluyó mi abuelo - habéis aprendido, además, muchas otras cosas como: Lo maravillosa que es la ilusión; lo arrolladora que es la naturaleza; lo familiar que puede resultar un río; lo armonioso que es todo cuanto existe, hasta que el hombre se empeña en distorsionarlo; el cariño que pueden darnos los animales si reciben cariño; lo inermes que estamos cuando los elementos se desatan...

De este modo, con la ayuda de mi abuelo, aquel verano del 37 resultó muy fructífero para nuestra formación.

 

 

* * *

 

 

XXXIII.- LA PERSPECTIVA

Al iniciarse el curso escolar 1.935-36, recién cumplidos por mí los siete años y en plena República, mis padres decidieron que era llegado el momento de comenzar mi formación de modo organizado, así que me matricularon en el Instituto Escuela, que pasaba por poner en práctica un nuevo modelo de enseñanza y que en Valencia se instaló en lo que creo que había sido, y años después volvió a ser, colegio de los jesuitas, junto al río Turia, a las afueras del oeste de la capital.

Aquello supuso para mí un cambio radical en mi vida que, sin embargo, duró poco. Y ello por dos motivos:

Por un lado porque, a los pocos días de asistir a clase, se nos hizo a todos los alumnos un reconocimiento médico, - inexistente hasta entonces en los colegios e institutos de España - rayos X incluídos, que eran la gran novedad, y se descubrió que mis pulmones estaban dañados por la tuberculosis, con lo cual hube de interrumpir las clases y empezar a hacer reposo (una hora tras el desayuno, dos tras la comida y a la cama después de la cena), lo cual era incompatible con cualquier horario de cualquier centro de enseñanza, y me obligó, además, a recibir diariamente durante varios años una inyección de calcio que, según se aseguraba, era la única protección contra la terrible enfermedad.

Y, por otro, porque en julio del 36 estalló la guerra civil española y hubiera sido intrascendente que mi estado de salud hubiese sido mejor porque, siendo Valencia - por lo menos el puerto y los poblados marítimos anejos, aunque el primer obús que cayó allí, lo disparó, si no recuerdo mal, el crucero Baleares y fue a chocar contra una inmensa estatua de hormigón, de Don Bosco, que dominaba todo el patio de recreo de su colegio, en el que luego estudiaría yo, y que salvó así el edificio del mismo que se encontraba detrás - frecuente blanco de los bombardeos navales y aéreos, mis padres no me hubieran enviado todos los días a la capital, abandonando el más seguro refugio de la granja de Burjasot, cuatro kilómetros hacia el interior.

De todos modos, como digo, supuso aquello para mí una especial aventura porque mi abuelo me llevaba en Burjasot hasta la estación de los ferrocarriles eléctricos (red que unía y une la capital con los pueblos aledaños), donde yo tomaba el tren hasta la central de Valencia. Allí debía salir de la estación, cruzar el río por el Puente de Madera, una obra entrañable, que se han llevado por delante todas las riadas, pero que ha sido reconstruida rápidamente cada vez, para subvenir a las necesidades de miles y miles de personas que acuden a diario a la capital, y que constaba de una estructura de tubo de hierro, unas barandillas también metálicas y un piso de tablones que crujían a cada paso y le daban, sobre todo para los niños, un encanto especial.

Una vez en la otra orilla, tenía que caminar hasta una isleta que había frente a las Torres de Serranos y esperar allí el autobús, que me llevaba hasta el Instituto, en el que hacía, además, la comida del mediodía. Y por la tarde, el proceso era inverso, con la diferencia de que mi abuelo, dado que ya era de noche, me esperaba en Valencia, a la entrada de la estación y, juntos, tomábamos el tren hasta Burjasot y caminábamos luego hasta la Granja atravesando todo el pueblo.

Aquello me gustaba. Sobre todo, porque era la primera vez que yo iba solo por el mundo, y me sentía muy responsable y muy mayor, yendo en tren y cruzando el río y esperando el autobús con tan sólo siete años.

Debido a esa poca edad, no recuerdo nada del Instituto Escuela salvo, lógicamente, lo que más llamó mi atención que fue, aparte de lo dicho, el descubrimiento de la perspectiva, con todas sus consecuencias. Me explicaré: En el Instituto Escuela, dado que no sabía prácticamente nada de nada, me asignaron a la clase 12, la última, en la que éramos unos veinte, entre niños y niñas, ya que la coeducación, hasta entonces desconocida en España, era uno de los elementos innovadores de aquel nuevo sistema docente. Sólo recuerdo que la profesora que nos correspondió era una señora de mediana edad, delgadísima, alta, vestida de negro y con el pelo recogido en un moño, que nos inspiraba, por lo menos a mí, un gran respeto. Lo único que se me quedó, de modo indeleble, de su docencia, pero que me marcó para siempre, es lo que sigue:

Se levantó de su mesa, se dirigió a la pizarra, - que era la primera mural que yo veía - tomó tiza e hizo un dibujo consistente en un hombre, representado por simples trazos, que sostenía entre sus manos un cedazo y estaba cerniendo algún grano, puesto que había algunos en el aire y un montoncito debajo del cedazo. Y nos dijo que lo copiáramos en nuestro cuaderno. Yo, al principio, pensé que era una tontería lo que nos pedía, porque no ofrecía ninguna dificultad, así que, tomé mi lápiz, tracé la línea vertical del tronco, las dos piernas, la cabeza y los dos brazos separados que habían de sostener el cedazo. Y añadí el montoncito del suelo. Aún recuerdo que pensé que yo tenía suerte de vivir en la Granja y saber lo que era un cedazo y haber manejado muchos de distintos tamaños, mientras que los niños de la ciudad se estarían preguntando qué era aquello. Así que dibujé un redondel entre las dos manos y... acabado. Entonces comprobé el parecido con el modelo de la pizarra y me di cuenta de que el hombre estaba bien, pero el cedazo me había salido raro, distinto. Así que tomé la goma de borrar y lo hice desaparecer. Luego, recordando cómo era un cedazo, volví a trazar un círculo. Pero el resultado fue el mismo: Mi cedazo era distinto del de la pizarra. Comencé a ponerme nervioso y a preguntarme qué estaba haciendo mal, sin dar con una respuesta satisfactoria. Pero, estaba claro que lo de la pizarra era un hombre con un cedazo, cerniendo grano, y yo sabía que los cedazos eran redondos y yo lo hacía redondo. ¿Dónde estaba el fallo? Fue un momento crítico. Aún recuerdo que suspiré hondo, traté de serenarme y empecé de nuevo: Hice otro hombre, trazo a trazo, y luego, antes de ocuparme del cedazo, miré detenidamente el de la pizarra y... lo descubrí: ¡El de la pizarra no era redondo! Mi confusión fue tremenda. ¿O sea que, para dibujar algo redondo, había que dibujarlo ovalado? Pero, no cabía duda. Dibujé mi cedazo, esta vez ovalado, y me salió perfecto. Y lo curioso era que, mirando el dibujo, daba la impresión de que era redondo.

Apenas vi a mi abuelo aquella noche esperándome en la estación, me apresuré a exponerle lo sucedido y a pedirle una explicación lógica a aquello que yo no acababa de entender.

Mi abuelo, al escucharme, rió de buena gana y me dijo:

- Es muy sencillo: Tú estabas intentando representar tres dimensiones en sólo dos.

- ¿Cómo, cómo? - pregunté sin entender.

- El papel sólo tiene dos dimensiones, el largo y el ancho, pero no es alto o profundo. En cambio, por ejemplo, un dado del parchís tiene tres dimensiones, largo, ancho y profundo, ¿no?

- Sí. - respondí, recordando cómo eran los dados.

- Una cosa de tres dimensiones - continuó mi abuelo - tiene volumen, o sea, que, si estuviera vacío, se podría llenar de agua, pongo por caso. Pero las cosas de dos dimensiones, el papel, por ejemplo, no tienen volumen, sino sólo superficie, porque les falta la tercera dimensión y, por tanto no se pueden llenar de nada, ¿cómo vas a llenar una cuartilla? Ni, por tanto, vaciarla. Por eso, cuando quieres dibujar una cosa de tres dimensiones sobre otra de dos, has de deformar algo la primera para que parezca lo que tú quieres que parezca, aunque no lo sea.

Aquella explicación me hizo comprender el problema. Pero inmediatamente, y temiendo que todo el mundo, que yo creía tener tan dominado, se me viniese abajo de repente, pregunté escamado:

- ¿Y eso pasa con más cosas?

- Claro, pasa con todo. - fue su respuesta, acompañada de una sonrisa - Mira esas vías. - añadió, señalando unos raíles que, partiendo de donde estábamos situados, se perdían en la noche al final de la estación - Míralas bien.

Yo las observé con toda atención. Mi abuelo esperó un momento y me dijo:

- ¿No notas nada raro?

Yo me sorprendí. ¿Raro? ¿Qué tenía que ver de raro en unas vías de tren? Así que respondí:

- No.

- ¿Las vías del tren son paralelas, conservan siempre la misma distancia entre ellas? - me preguntó muy serio.

- Claro. - dije sonriendo - Si no, los trenes descarrilarían

- Es lógico. - comentó - Pero míralas otra vez y dime si las ves paralelas.

Yo me apresuré a mirarlas de nuevo en la seguridad de que las vería paralelas. Pero, para mi sorpresa, descubrí que no, que, a medida que se alejaban de nosotros, se iban aproximando y, allá a lo lejos, parecían casi llegar a juntarse. Me derrumbé y no pude por menos de exclamar:

- ¿Entonces el mundo está todo mal hecho?

Mi abuelo rió a carcajadas mi ocurrencia.

- No. - respondió al fin - Lo que ocurre es que nuestra vista no es perfecta y nos engaña. Este fenómeno se llama perspectiva y todos los pintores y dibujantes y arquitectos han de tenerlo en cuenta si quieren que sus dibujos, sus cuadros o sus proyectos parezcan verdaderos y reales.

Sentí que, en un momento, el universo se me había hecho mucho más difícil que hasta entonces. Mi abuelo me dejó asimilarlo y continuó:

- Y, has de tener en cuenta que, lo mismo que ocurre con las cosas, sucede con los pensamientos y los deseos y las emociones, pero mucho más agudizado.

- ¿Más aún? - pregunté horrorizado.

- Mucho más. Porque, lo que a ti te ha pasado al querer dibujar una cosa como tú sabes que es, no es muy grave. Pero, ¿qué puede suceder si alguien que tiene fuerza o poder o autoridad sobre otros, quiere imponer su punto de vista, sin darse cuenta de que no es el correcto para todos los demás? ¿Qué hubiera ocurrido en la clase si la profesora, en vez de dibujar un óvalo, hubiese dibujado un círculo y hubiera pretendido que todos vierais en él representado un cedazo?

- Sí, lo comprendo. - dije, percatándome del peligro en que me estaba metiendo con eso de hacerme mayor.

- Por tanto, - concluyó mi abuelo - antes de asegurar nada o de pretender tener razón, recuerda siempre el cedazo de tu dibujo y trata de ver el asunto desde otros puntos de vista, desde, podríamos decir, otras ‘’perspectivas’’, y te equivocarás poco y, lo que es mejor aún, evitarás hacer que otros se equivoquen por tu culpa.

¡Cuántas veces perdemos la perspectiva o nos empeñamos en ver sólo la nuestra o en imponerla, o combatimos la de los demás sin haberla estudiado a fondo! He de reconocer que mi abuelo supo aprovechar muy bien aquella oportunidad que mi primer encuentro con la perspectiva le brindó. Y siempre lo he agradecido.

 

 

* * *

 

 

XXXIV.- LAS VACACIONES ROTAS

Fue el verano de 1.936. Mi madre y yo teníamos, según decían los médicos, mal el hígado y yo, además, debía hacer reposo tras las comidas y evitar el ejercicio violento, a consecuencia de los ‘’ganglios’’ (así se llamaba eufemísticamente a la tuberculosis pulmonar) que me habían descubierto en el reconocimiento médico del Instituto Escuela, como ya he relatado. De modo que mis padres contrataron una casita en el pueblo de Los Cerezos, cerca del Balneario de Manzanera, en la provincia de Teruel, para todo el mes de julio, con el fin de que los dos pudiésemos tomar las aguas sulfhídricas de su manantial.

Mi padre se había matriculado en una universidad francesa para realizar un curso, reconocido por el gobierno español, que le convertiría en ingeniero agrónomo. Claro que debía pasar allí un año, para el que ya había solicitado y obtenido la excedencia correspondiente en su destino, si bien, según las condiciones del acuerdo entre estados, continuaría percibiendo sus emolumentos. Con ese fin, debía incorporarse el 25 de julio.

Llegamos, pues, en autobús, el día 1, mi madre, mi hermana y yo, y nos instalamos en la casa, un semisótano, medio cuadra medio vivienda (en aquella época, en los pueblos de la provincia de Teruel, fría como pocas, las viviendas se instalaban en el primer piso, encima de las cuadras, para aprovechar el calor de los animales y del estiércol) y oscura como boca de lobo, y de la que no recuerdo nada más.

Sí tengo presentes aún en mi memoria los madrugones de todos los días para ir, en ayunas, andando hasta el balneario, a dos o tres kilómetros, y tomar dos vasos grandes de agua caliente, del manantial, con un sabor espantoso y un olor a huevos podridos que aún no he podido olvidar. Y el regreso, con el estómago lleno de ruidos y de espasmos.

El mayor inconveniente de aquello, pues, lo constituía el hecho de tener que madrugar, porque los dichosos vasos de agua envenenada sólo los servían a las siete de la mañana, de modo que había que levantarse antes de las seis. Pero, a cambio, estaba la ventaja de que luego, al regresar, a las ocho, tenía uno todo el día por delante, y días largos, de verano, para jugar y pasarlo bien.

Esos esfuerzos, lógicamente, exigían, después de la comida, una larga siesta, para mí más complicada que para los demás ya que, como debía hacer ‘’reposo’’ y los médicos habían decidido que dormir no era ‘’reposar’’, todos podían hacerlo menos yo. Tampoco podía leer pues, por lo visto, también la lectura inutilizaba el dichoso ‘’reposo’’, que tuve que observar hasta que, a los dieciocho años decidí, motu propio, que ya estaba curado.

Es curioso cómo evoluciona la medicina, pues ahora resulta que aquella dolencia del hígado que padeció media España, no es ninguna enfermedad conocida. Cosas de la vida. Si hubiéramos sabido entonces que nuestra enfermedad no existía, nos hubiéramos ahorrado todos una cantidad enorme de vómitos, cólicos y molestias de todo tipo.

Los días, pues, transcurrían bastante pacíficamente. Casi como si la vida se hubiera detenido. Los Cerezos era, más que un pueblo, un caserío. En él había tres o cuatro niños de los que me hice amigo y con los que jugaba a las canicas en la calle y con los que iba al monte a coger orégano, - allí sí que parecía que todo el monte lo era - no recuerdo con qué finalidad.

En medio de aquella placidez, hablamos un día por teléfono con mi padre y nos dijo que el sábado siguiente vendría mi abuelo para pasar unos días con nosotros y traería con él un hermoso patinete de dos ruedas que mi abuela Salvadora me había enviado con motivo de mi próximo cumpleaños. Aún tengo fresca la ilusión que me produjeron las dos noticias: La venida de mi abuelo, porque con ella tenía asegurado el sentirme bien; y el patinete, porque era algo por lo que yo llevaba suspirando no sé cuánto tiempo.

Mi abuelo llegó. Y con él el patinete. Un patinete verdaderamente bonito y, a mi modo de ver, rápido. Pero la alegría duró muy poco porque, por un lado, yo tenía que practicar en la calle, con el consiguiente peligro y, por otro, debido a que, como consecuencia de la afección pulmonar que padecía, tenía prohibidos los ejercicios violentos y, según mi madre, aquello lo era. Así que el patinete quedó reservado para mejor ocasión.

Con mi abuelo daba paseos que resultaban encantadores por el campo y hasta por los montes. Todo nos prometía, pues una estancia feliz.

Pero, de repente, el día 19 apareció mi padre en un coche y tuvimos que montar todos en él, patinete incluído, y represar precipitadamente a Burjasot: Había estallado la guerra civil. Mi padre, dotado toda su vida de un humor excelente, aseguró siempre que estaba convencido de que la guerra la había provocado mi madre para evitar que él se fuera a Francia Lo cierto es que la guerra llegó y torció nuestras vidas y las de todos los españoles, y mi padre no se fue.

Ni que decir tiene que el estallido de la guerra civil fue una conmoción en todos los sentidos. Incluso los niños percibíamos el miedo, la incertidumbre, la crispación, la angustia ante lo desconocido, de los mayores, que no acababan de vislumbrar una solución rápida a la amenaza que se cernía sobre sus familias. En aquella tesitura, recuerdo que interpelé a mi abuelo:

- Abuelito, ¿qué es la guerra en realidad?

Él, tras un momento de reflexión, me respondió con tristeza:

- La guerra es el fracaso de la razón.

Y, ante mi cara de sombro, continuó:

- Los hombres, a diferencia de los animales, pensamos y podemos hablar. Eso, teóricamente, debería servir para evitar las luchas que los animales mantienen, a veces, entre sí. Sin embargo, hay hombres que, viviendo, sintiendo, sin ellos darse cuenta, a nivel animal, renuncian al privilegio del pensamiento y al instrumento del diálogo y, queriendo imponer por la fuerza su ‘’verdad’’ a los demás, los obligan a luchar por sus vidas y sus familias. Eso es la guerra. Lo peor que el hombre puede hacer contra el hombre.

- ¿Y por qué es tan mala? - quise saber.

- Porque nunca ninguna guerra ha servido jamás para resolver el problema que la hizo estallar. Al contrario, las guerras han creado siempre muchos, muchísimos más problemas de los que había antes. Y, lo que es más lamentable: Sus principales víctimas son siempre gente inocente, que no ha intervenido en su gestación ni en su desarrollo. Son sólo sus víctimas.

Aquello me pareció monstruoso. Me di cuenta de que una guerra era algo grave, así que me apliqué a buscar los medios de detenerla y, con toda mi ingenuidad infantil, le dije a mi abuelo:

- Pero, si la gente no quiere ir a la guerra, pues no habrá guerra, ¿no?

- No. - me respondió - Eso sería lo lógico, lo razonable, lo civilizado. Pero desgraciadamente no es así.

- ¿Por qué? - quise saber.

- Porque los que declaran las guerras se valen de dos armas frente a las cuales el pueblo no puede casi nada.

- ¿Qué armas?

- La primera, el poder. Y, con el poder, que ya poseen como autoridades legítimas que son, o con el que se atribuyen robándolo ilegalmente, obligan, coaccionan a la gente a ir a la guerra, bajo pena de muerte, a luchar entre ellos y matar a otros hombres que no les han hecho nada y que también han sido obligados a luchar. Y ambos, defendiendo siempre algo que no es más que el afán de poder o de riqueza de algunos.

- ¿Y la segunda? - pregunté intrigado.

- La segunda es un subterfugio casi infalible que se llama patriotismo.

- ¿Y eso qué es realmente?

- Es muy difícil de definir, porque es un sentimiento, y, como sentimiento que es, tiene tres particularidades: La de ser irracional, es decir, no seguir las pautas de la lógica y del pensamiento; la de, consecuentemente, ser indefinible, indescriptible, y poderse sólo sentir o no sentir; y la de ser fugaz.

- Pero, ¿cómo funciona?

- Como todas las emociones. A base de ambigüedades, de lugares comunes, de sentimientos infantiles, de mentiras, de demagogia, de subterfugios, de engaños...

- No lo entiendo, abuelito. - dije, alarmado por todo aquello.

- Bueno, - respondió - para despertar el patriotismo se habla de la bandera que, en realidad, no es más que un trapo de colores que inventó un rey que se llamaba Carlos III; de la patria, que es algo irreal que nadie ha definido; de los ideales, que pueden ser políticos, religiosos, económicos o de cualquier clase, pero que tampoco nadie sabe explicar suficientemente; de la justicia propia y la injusticia de los demás; de la amenaza que los otros suponen, sin razonar sus causas... Pero nunca se dice que todos los hombres somos hermanos y las fronteras son artificiales y que no hay más que un país que es el mundo y que una vida vale más que todo el poder y todas las riquezas y que, después de la guerra, todo seguirá igual para todos, o peor, menos, por un lado, para los que hayan muerto y, por otro, para los que la promovieron que, generalmente, progresarán en autoridad o en posesiones. Aún está por llegar el promotor de una guerra que se comprometa a, una vez terminada, renunciar a todas sus ventajas y ponerse, de por vida, en el sitio de las víctimas que ha producido. Y el pueblo, inerme, desorientado, sin capacidad de reacción racional y privado de la influencia de quienes pueden ayudarle a razonar (porque a esos es a los primeros que se elimina), se deja llevar, permite que su visceralidad aflore y se desborde, apenas producida la primera víctima en las propias filas... y ya tienes una guerra, en la cual son posibles todas las barbaridades y crueldades imaginables, y cuyas heridas tardan luego decenios en cicatrizar en la sociedad. ¿Comprendes lo que es una guerra y por qué los mayores estamos tan preocupados?

- Sí, abuelito. - respondí asqueado de la visión tan dura y tan objetiva que tenía mi abuelo de las guerras. Pero, al momento, y siguiendo con mi tendencia inicial, insistí:

- ¿Y no se pueden evitar las guerras?

- Sí. - respondió presto - Se podrían evitar.

- ¿Cómo? - inquirí ilusionado.

- Hay dos procedimientos.

- ¿Dos? ¿Cuáles - pregunté más esperanzado.

- Sí. - dijo - La cultura y la religión.

- ¿La cultura y la religión? ¿Y cómo actúan? - fue mi desilusionada pregunta.

- La cultura hace que la gente aprenda a pensar por sí misma y sepa discernir si lo que le dicen los que quieren la guerra es cierto - que nunca lo es - o no, y pueda oponer argumentos convincentes, y no vaya al matadero engañado, además de obligado. Pero la cultura cuesta mucho porque, primero hay que formar a los maestros, sin los cuales no es posible encender en el pueblo inquietudes y deseo de saber. Y luego, hay que disponer de escuelas y medios económicos. Y, por fin, hay que esperar una o dos generaciones, hasta que los que de niños o de jóvenes aprendieron a pensar, ocupen en la sociedad puestos importantes y puedan hacer valer sus opiniones frente a las de los belicosos.

Se quedó luego en silencio un buen rato y concluyó desesperanzado:

- Pero la cultura sola no es suficiente.

- ¿Por qué? - exclamé, emocionado tras imaginar al pueblo cultivándose, como mi abuelo había sugerido.

- Porque la cultura da conocimientos científicos y enseña el manejo de la razón y de la lógica, pero no es capaz por sí sola de hacernos mejores ni de ayudarnos a vencer nuestras tendencias o deseos o apetencias dañinas para los demás. Verás: - añadió como intentando resumir y aclarar lo anterior - Si tú quieres algo que pertenece a otro y has aprendido a manejar la mente, ¿qué harás? Te las ingeniarás para arrebatárselo. Es decir, pondrás tu mente al servicio de tus deseos. Pero si, gracias al otro factor de que te he hablado para erradicar las guerras, la religión, tú sabes que debes comportarte con los otros como te gustaría que ellos se comportasen contigo, y sabes que todos los hombres somos una gran familia y que cuando algún hombre sufre, sufre la Humanidad, entonces respetarás la propiedad ajena y no robarás ni matarás ni calumniarás ni mentirás ni explotarás a tus semejantes ni antepondrás tus intereses a los de los demás ni dejarás que nadie sufra ni pase privaciones ni sea desgraciado... y estarás poniendo la mente al servicio del corazón.

- Entonces, es fácil, ¿no? - inquirí, esperanzado.

- No. - fue su triste respuesta - Es dificilísimo. Fíjate en Europa: Constituída por los países más cultos del mundo y, además, con el cristianismo como religión predominante y que, precisamente, es la que predica todo lo que te he dicho. Y, sin embargo, es la zona del mundo en la que más guerras han tenido lugar y la que más guerras ha producido en el mundo. Es muy difícil, - concluyó - pero es la única solución.

La realidad demostró bien pronto, no sólo con nuestra guerra civil sino, a continuación, con la segunda guerra mundial, cuánta razón tenía mi abuelo. Lo que siguió ya forma parte de la historia.

 

 

 

* * *

 

 

XXXV.- LOS APODOS

Debía estar yo a mediados de quinto curso del bachillerato, allá por el año 45. Mi hermana cursaba un Peritaje en la escuela correspondiente. Y sucedió que, una noche, durante la cena, comentó que sus condiscípulos les habían puesto apodos a los profesores, consistentes en títulos de película, basándose en los tics nerviosos, los latiguillos o los defectos de cualquier tipo que exhibían. A mí me pareció ocurrente y, ni corto ni perezoso, tomé una cuartilla y comencé a adjudicar películas a los profesores del colegio. Aún recuerdo algunas:

Al director, cuya nariz estaba siempre colorada y al que por ese motivo llamábamos ya ‘’Tomateta’’, o sea, tomatito en valenciano, lo llamé ‘’Pimpinela Escarlata’’.

Al consejero, responsable del mantenimiento de la disciplina, ‘’Yo soy la Ley’’.

- Al prefecto, administrador económico del colegio y dueño, por tanto, del dinero, ‘’La isla del tesoro’’.

A un profesor, don A. A., cuya particularidad consistía en la prominencia de su trasero por ambos lados de la sotana (y por cuya causa ya habíamos definido el culombio, unidad de carga eléctrica, como ‘’el hoyo que produce el trasero de don A. A. al caer sobre el suelo desde una altura de un metro’’), le asigné ‘’Moby Dick’’.

Y así continué la lista, de la que he olvidado el resto.

A la mañana siguiente, pues, al llegar al colegio, me apresuré a exhibirla a mis compañeros con el consiguiente regocijo. Alguien debió quedarse con ella o, quizás, incluso ampliarla, a juzgar por lo que sigue.

A los pocos días, los profesores todos que, durante los recreos jugaban con nosotros al fútbol o al frontón o paseaban por el patio rodeados de niños, comentando las mil incidencias de las clases o las asignaturas, de repente, dejaron de hablarnos y comenzaron a pasear solos por el patio enormemente serios.

Aquello conmocionó a los más de trescientos alumnos que allí habíamos. ¿Qué estaba pasando? Nadie se atrevía a preguntar ni nadie era capaz de aventurar un motivo lógico que justificase aquella conducta. Llegamos a pensar, jocosamente, claro, que debía tratarse de una bacteria desconocida hasta entonces - los virus aún no existían, por lo menos oficialmente - que los había atacado a todos. Pero la extraña situación se prolongó aún durante varios días sin visos de remitir.

Así que, me armé de valor y me dirigí a un profesor con el que siempre había sintonizado especialmente y le pregunté qué les pasaba. Al principio estuvo reticente pero, ante mi insistencia, me dijo confidencialmente que había ocurrido algo muy grave: Alguien había tenido la malhadada idea de atribuir a los profesores apodos consistentes en títulos de películas, y eso constituía una falta gravísima de respeto. Y se estaba considerando por ello la expulsión de los compañeros Sanchis y Romeu, sospechosos del desaguisado.

No hace falta decir la angustia que me invadió. Yo, en ningún momento pensé que mi lista pudiera producir tal desaguisado ni, por supuesto, me pasó por la imaginación faltar al respeto a unos profesores a los que quería entrañablemente y algunos de los cuales habían desempeñado en algún sentido el papel de padres, dado que el mío estaba en la cárcel, como ya he dicho en otros capítulos. Aquello había sido, simplemente, una ocurrencia inocente y sin ningún propósito especial, salvo el meramente festivo. Pero es que, además, habían atribuido el desacato a los pobres Sanchis y Romeu, que del asunto nada sabían.

He de aclarar que esos Sanchis y Romeu eran dos alumnos del curso superior a mío que, debido a su natural desenfadado y travieso, todos los meses recibían reprimendas por su mala conducta, y a los que, por ello, se les consideraba autores de todo lo que oliese a broma o indisciplina. Ellos ya estaban acostumbrados. Por otra parte, se trataba de chicos estupendos. Uno de ellos llegó a notario. El otro no sé qué ha sido de él. Pero, en todo caso, eran inocentes.

Aquello excedía, pues, de todo lo admisible. Por un lado, porque había sido una interpretación totalmente errónea de mi verdadera intención al confeccionar la lista. Y, por otro, porque no era justo que la pareja de siempre, por el mero hecho de tener ‘’antecedentes penales’’ cargara con el muerto de, nada menos que una expulsión.

Hice, pues, de tripas corazón y, durante un estudio de los que precedían a las clases, me dirigí al despacho del consejero y le conté lo sucedido, reconociendo haber sido yo el autor, y exculpando así a Sanchis y a Romeu que, por cierto, a estas alturas, ni sabrán que estuvieron a punto de irse entonces a la calle. El consejero se indignó conmigo, pero yo, futuro abogado sin saberlo aún, supe demostrar mi arrepentimiento, asegurar mi falta total de mala fe, insistir en mi deseo de evitar una injusticia y alegar el ejemplo del propio Jesús, que supo perdonar siempre a quien le pidió perdón. Como los argumentos, sobre todo el último, eran incontrovertibles, el consejero me encaminó al despacho del director, ante el cual tuve que repetir toda la argumentación. Al fin, todo aclarado, el asunto se olvidó y todo volvió a su cauce.

Pero yo me quedé insatisfecho, algo no acababa de encajar en el desarrollo de aquel asunto. Así que, se lo conté a mi abuelo, el cual se rió de lo sucedido y me dijo:

- Bueno, he de reconocer que, si un día estudias Derecho, serás un buen abogado.

Yo me reí con él. Pero no pude evitar preguntarle:

- Pero, ¿por qué ha ocurrido todo esto?

- Por tu culpa, está claro. - me dijo.

- Sí, eso ya lo sé. Por mi culpa. Pero yo no tuve, en ningún momento la intención de insultar ni de faltar al respeto ni de socavar la autoridad de nadie, como dijo el consejero.

- Claro que no, ya lo sé. - me respondió sonriendo - Pero, ¿y los demás?

- ¿Los demás? - pregunté asombrado.

- Sí. A los demás no los puedes controlar. Tú no tuviste mala intención, pero quizá alguien la tuvo. ¿Como se enteraron de la existencia de la lista?

- Al parecer, uno de los internos de un curso inferior, que no se distingue precisamente por su gran inteligencia, tuvo la feliz idea de comentársela en una carta a su familia, y de añadirle algunas observaciones

inconvenientes. Y, como el director lee las cartas de los alumnos antes de echarlas al correo...

- ¿Lo ves? Ese alumno ignoraba cuál había sido tu intención. Y le puso la suya. Luego, los profesores inculparon de esa intención al autor de la lista y, como había sospechosos, la adjudicaron, en principio, a las dos ovejas negras del colegio.

- ¿Y a ti qué te parece todo el asunto? - pregunté desconcertado.

- Una sucesión de malentendidos. Y una sola actuación digna de encomio.

- ¿Cuál? - pregunté intrigado.

- La tuya.

- ¿La mía? - dije con asombro.

- La tuya. Créeme que me siento verdaderamente orgulloso de que, en vez de quedarte agazapado, permitiendo que fueran injustamente sancionados dos inocentes, tuvieras la valentía de dar la cara y arriesgarte tú a la expulsión por dejar las cosas en su sitio. Eso es, para mí, lo más importante de la historia. De todos modos, convendría extraer de ella las oportunas enseñanzas. ¿Cuáles ves tú?

Yo agucé mi concentración y comencé:

- Que hay que tener cuidado con la interpretación que los demás dan a nuestros actos.

Mi hermana, que había estado escuchando todo el tiempo en silencio, llena de estupor por lo ocurrido, intervino enseguida:

- Que hay gente que se siente ofendida por todo. En mi Escuela nadie se dio por aludido ni se ofendió, y seguro que se han enterado.

- No. - interrumpió mi abuelo - Ten en cuenta que se trata de un internado, un lugar donde se pretende dar a los alumnos una formación integral, no sólo científica como en tu escuela. Y que, entre los primeras premisas de esa educación debe estar el respeto a la autoridad constituida. Porque, si no se respeta a la autoridad, la sociedad no puede funcionar. Yo no creo que, personalmente, la dichosa lista haya ofendido a ninguno de los profesores. Seguramente, hasta se han reído de buena gana. Pero, como institución, el colegio no tenía más remedio que reaccionar, sobre todo cuando, a causa de la poca cabeza de un alumno que, además tergiversa las cosas, éstas salen del colegio, con grave riesgo de dar a los padres de alumnos una imagen equívoca sobre el mismo.

- Pero iban a expulsar a dos inocentes. - insistió mi hermana.

- Eso es lo que le dijeron a tu hermano. - respondió mi abuelo - Pero tú mismo has contado - dijo señalándome - que el extraño comportamiento de los profesores duró varios días. ¿Por qué pensáis que fue así?.

Yo empecé a ver claro:

- Porque no estaban seguros de quién era el autor de la lista.

- ¡Exacto! - dijo mi abuelo - No iban, pues, a expulsarlos, pero eran los sospechosos por antonomasia. - y siguió:

- ¿Otras enseñanzas?

- Que hay que saber afrontar las consecuencias de los propios actos. - dijo mi hermana, mirándome y sonriendo.

- Que hay que medir esas consecuencias.

- Que hay que respetar la autoridad.

- Que no hay que juzgar, y menos condenar, por apariencias.

- Que...

¡De qué modo tan fácil y tan hermoso sabía mi abuelo hacernos ver claro cuando las cosas parecían confusas!.

 

 

* * *

 

 

XXXVI.- LAS BROMAS DEL DESTINO

Estábamos en plenos exámenes trimestrales de quinto curso y era el primer año que estudiábamos Física y Química. A mí esta asignatura me había conquistado y la estudiaba con satisfacción porque veía que, a diferencia de las demás, Filosofía, Historia, Ciencias Naturales, Latín, Alemán, Griego, Francés, Lengua Española, Matemáticas, Geografía, Religión, etc., que eran teóricas, la Física y Química proporcionaban las fórmulas necesarias para manejar las cosas, para cambiar el mundo.

Y ocurrió que, el día del examen, en el estudio de siete a ocho de la mañana (los externos entrábamos a las ocho pero, dado que los internos tenían este estudio, que nunca me ha molestado madrugar aunque sí trasnochar, y que vivía muy cerca del colegio, iba diariamente a él para aprovechar esa hora), sentí necesidad de ir al servicio.

En aquella época había una gran penuria de papel en todo el país, hasta el punto de que nuestros libros de texto eran de un color oscuro indefinido, sin ilustraciones aceptables, sin colores, y, prácticamente, sólo con el texto; y lo mismo ocurría con la prensa y con las revistas y con los embalajes y con el papel higiénico. En el colegio, por tanto, y supongo que en todos los colegios de entonces, no había papel higiénico, de modo que cada cual tenía que agenciarse el suyo en caso de necesidad.

Aquella mañana yo estaba repasando los teoremas, fórmulas y problemas de Física y Química, utilizando para ello unas hojas de papel blanco finísimo, procedentes de un Libro de Copias del recién desmantelado molino de mi abuelo. Así que tomé unas cuantas de aquellas hojas, llenas ya de garabatos, fórmulas y cálculos, y bajé al servicio. Luego resultó que no todas las hojas fueron necesarias. De modo que el resto quedó en uno de los bolsillos exteriores del delantal azul a rayas, uniforme que todos llevábamos.

Y ocurrió que, apenas comenzado el examen, cuando yo estaba la mar de satisfecho porque me lo sabía todo, se me aproximó el profesor, vio en mi bolsillo los papeles doblados, los sacó con dos dedos, los ojeó y, al verlos llenos de fórmulas y cálculos, no se le ocurrió otra cosa que decirme que no siguiera, ya que me acababa de ganar el cero por intentar copiar. Nada valieron mis protestas, mis afirmaciones de que no había pretendido copiar, mis explicaciones de lo sucedido, de que ni me acordaba de aquellos papeles, de que me lo sabía todo y lo podía demostrar... Fue inútil. Me puso un cero. El único cero de mi vida, que para mí supuso un verdadero trauma, primero por lo injusto y, segundo, porque podía poner en peligro la beca con la que yo estudiaba.

Aquella noche, al salir del colegio, puse el incidente en conocimiento de mi abuelo para pedirle consejo. Y él, tras el acostumbrado momento de reflexión, me dijo:

- No te preocupes demasiado ni te hundas por esto. Él ha hecho lo que ha creído que debía hacer y, en todo caso, es su responsabilidad. Y tú debes seguir haciendo lo que debes, que es estudiar. No tienes nada de qué arrepentirte, estás bien contigo mismo, por tanto... adelante, hijo.

Y así lo hice.

Años más tarde, ya abogado, visité una vez el colegio y vi de nuevo a aquel profesor, hoy ya octogenario misionero, y le conté jocosamente lo sucedido y sus consecuencias, que ahora relataré. La historia le afectó, hasta el punto de que me envió poco después, desde la India, una estampa de su primera misa, que aún conservo, y en la escribió: ‘’Espero que aquel cambio de destino que provoqué haya sido para bien’’.

Lo cierto, - me dijo entonces - es que yo te conocía ya de varios años y sabía que no ibas a copiar y que lo habías estudiado todo y que te lo sabías; y sólo quería, medio en broma medio en serio, aprovechar la ocasión para dar un ejemplo de lo que podía ocurrir a los que sí tenían el vicio de copiar. Yo tenía claro que aprobarías el curso a pesar del cero. Y tenía el propósito de aprobarte, y con buena nota, porque siempre te lo habías merecido. Pero entonces yo era joven e inexperto. - añadió.

Porque lo que sucedió tras el cero escapaba a sus propósitos y a sus proyectos sobre mí. Y lo que ocurrió fue que, inesperadamente, de un día para otro, en plenas vacaciones de Navidad, este profesor - seguramente para comenzar su preparación como misionero - fue trasladado a otro centro, sin tiempo siquiera de conocer a su sucesor ni de cambiar impresiones con él sobre cada uno de sus alumnos. Y que el nuevo profesor - el único sin la más leve idea de la docencia ni de la psicología, el pobre, de los muchos que conocí en los ocho años que pasé allí - se aferró al cero que había heredado y, desde ese momento, se dedicó a perseguirme con saña. Yo me esforcé al máximo por sabérmelo siempre todo, por responder correctamente, por hacer los ejercicios perfectos pero, indefectiblemente, chocaba con la idea que se había formado de mí y con su nula capacidad de raciocinio, hasta el punto de que, poco a poco, fue consiguiendo que yo cobrase una aversión insuperable por su asignatura, que siguió a su cargo durante los cursos sexto y séptimo. Así que, aunque mi vocación secreta había sido siempre la de médico, debido al odio que acabé sintiendo por la Química, cuando aprobé el Examen de Estado (la Selectividad de entonces), decidí matricularme en la Facultad de Derecho. Al comentárselo a mi abuelo, me dijo:

- Cuando las cosas suceden así, sin ninguna lógica, hay que suponer que uno se había alejado o se iba a alejar de su destino, de aquello que decidió hacer en esta vida antes de venir a ella.

- ¿Tú crees?

- Todo empezó sin ninguna culpa por tu parte; tú te has esforzado al máximo durante casi tres cursos y, sin embargo, nada has logrado; y, en esa situación, llegas al final del bachillerato y has de escoger carrera, ¿no es así?

- Sí.

- Entonces... Yo no puedo asegurarlo, pero esos virajes tan bruscos, que no responden a una actuación tuya, esas ‘’casualidades’’, cuando sabemos que la casualidad no existe, esas sucesiones de coincidencias y esa invariabilidad de las circunstancias a pesar de todo lo que se hace por modificarlas, son casi siempre golpes de timón para que recobremos el rumbo perdido. Si después de eso has decidido estudiar Derecho, hazlo. No te arrepentirás.

Y no me he arrepentido. Pero no deja de ser curiosa la forma en que el destino jugó conmigo para que fuera abogado y no médico.

 

* * *

 

 

XXXVII.- LA ÚLTIMA LECCIÓN

Corría en mes de enero. Yo acababa de iniciar la carrera de Derecho. Mi hermana que, a la sazón contaba diecisiete años, había concluído en junio su Peritaje. Pero, aunque ya adultos, la devoción por nuestro abuelo no había decaído ni nuestro deseo de estar con él, de charlar con él, de pensar con él.

Mi abuelo, contraída la que resultó ser su última bronconeumonía, quiso rematar su tarea iluminadora con nosotros. Estoy seguro, aunque entonces no me daba cuenta, de que él intuía que su tiempo se acababa y, por ello, aprovechó una tarde en que, sentado yo en su cama, a su lado, como hacíamos cada jornada desde que enfermó (mi hermana, no recuerdo por qué causa, no estaba aquel día en casa), hablábamos de nuestras cosas. Él, esta vez con una fiebre altísima e incontrolable y entre terribles ahogos, toses interminables y dolorosas expectoraciones, que excusaré al lector, pero sin perder en ningún momento su entereza, su alegría interior y su certera visión de las cosas, dijo:

.- Siento mucho que no esté hoy la nena, pero tú se lo dirás todo. - y, tras una pausa, continuó:

- He intentado, siempre que he podido, aclararos las ideas sobre la vida para que, cuando os llegue la hora de volar vosotros solos, sepáis hacerlo sin grandes tropiezos. He tratado de enseñaros, lo mejor que he sabido, que existe una serie de leyes naturales que rigen la vida, una especie de reglamento, como en el parchís, ¿te acuerdas?; que todos somos intrínsecamente buenos; que todos somos importantes para el universo; que el mal acaba destruyéndose a sí mismo, mientras que el bien se suma; que la mentira es asesina y suicida al mismo tiempo; que robar va contra la justicia; que el amor es el único instrumento infalible para ser feliz y hacer felices a los demás; que la emoción es efímera y mala consejera; que la idea, obtenida mediante le reflexión, es permanente; que lo que pensamos, decimos o hacemos a otros, produce su efecto también sobre nosotros mismos, para bien o para mal; que debéis formar vuestras propias opiniones y no dejaros llevar nunca por lo que digan o hagan los demás, por muy encumbrados que estén; que el ser, cómo seáis, es mucho más importante que el tener, lo que tengáis; que, por tanto, debéis dirigir vuestros esfuerzos a mejorar vosotros por dentro antes que a reunir tesoros externos; que os esforcéis por recordar que vinisteis a este mundo a hacer algo bueno; que formamos parte de Dios y, por tanto, no es lógico que Él se enfade por nuestros errores ni que lo temamos; que siempre que pedimos ayuda a nuestro dios interno, siempre la recibimos; que tenemos la obligación de ayudar a quien lo necesite; que el miedo nos lo hacemos nosotros mismos, es ilógico y nos impide ser felices; que la memoria es fundamental para la evolución; que la vida es una maravillosa aventura; que el trabajo, aunque sea duro, hay que hacerlo con alegría; que de todos podéis aprender algo; y muchas cosas más que espero recordéis.

- Sí, abuelito, - dije muy serio - las recordamos.

- ¿Lo tenéis claro todo? - preguntó.

Tras un momento de vacilación, le planteé una cuestión que desde hacía tiempo me atormentaba:

- Hay algo que no encaja y que no han sabido explicarme los profesores de religión en el colegio.

- ¿Y qué ha sido? - quiso saber mi abuelo.

- ¿Cómo puede ser - dije - que Dios, que es la suma sabiduría, el sumo amor, la suma tolerancia, la suma comprensión, la suma inteligencia y la suma justicia, nos haya hecho imperfectos, pudiéndonos hacer perfectos, y luego se enfade por las consecuencias de nuestras imperfecciones y nos condene por ellas, para toda la eternidad? Yo pienso que ese Dios, o no puede ser la suma inteligencia y el sumo amor y la suma justicia, o no puede ser Dios. Porque, cualquiera comprende que Dios no puede contradecirse así.

- Eso es, precisamente, lo que aún no os he aclarado. Comprendo que tengas esa duda. Pero yo creí conveniente empezar por otros temas y que fuerais vosotros mismos los que os hicieseis la pregunta. Y me satisface mucho que la plantees, porque eso significa que has asimilado lo que os he dicho y has pensado en serio sobre los temas más importantes para cualquier hombre preocupado por su propia evolución y por la ajena.

- ¿Puedes aclarármelo, abuelito? - dije ilusionado - Yo no alcanzo a imaginar una respuesta satisfactoria. Los profesores siempre me han dicho que hay que tener fe; pero yo, si no comprendo las cosas o no me parecen lógicas o razonables, no puedo creer en ellas.

- Ni nadie puede - dijo mi abuelo - si es medianamente inteligente. Lo que pasa es que este problema no se lo plantea casi nadie. La gente prefiere, simplemente, pasar la vida. Pero, el que se lo plantea una vez, ya no puede vivir tranquilo hasta que encuentra la solución.

- ¿Y cuál es esa solución? - me apresuré a preguntar.

- Os he hablado de muchas leyes naturales. Todas ellas, no sé si os habéis dado cuenta, expuestas, de un modo u otro, en el Decálogo, en la Biblia, en los refranes y hasta en el fondo del corazón. Os he explicado, especialmente, la Ley de Retribución, que hace que experimentemos, en el futuro y en propia carne, los efectos de nuestros pensamientos, palabras, obras y omisiones, ley expuesta, aunque veladamente, en las Escrituras.

- Sí, eso lo tengo claro. - dije convencido.

- Pero, aún así, - prosiguió mi abuelo - la enseñanza se queda coja. Le falta algo. Y ésa es la causa de que veas contradicciones y no halles la respuesta a tus preguntas. Pero, ¿qué ocurriría si te dijera que hay otra ley natural, la del Renacimiento, que hace que nuestra alma inmortal - porque nosotros no somos nuestro cuerpo - haya vivido ya muchas vidas antes de ésta, y haya de vivir aún muchas más?

En la habitación se hizo un silencio inusual. La sorpresa hizo presa en mí. Aquello no lo esperaba. Empecé a pensar. ¿Vidas anteriores? ¿En otras circunstancias, en otros países, con otros parientes, quizás en otras razas?. Aquello era importantísimo. Y algo, dentro de mí, me empezaba a decir que valía la pena, y mucho, profundizar.

- ¿Y por qué no nos acordamos? - pregunté en esa dirección.

- Tampoco nos acordamos de los golpes que nos dimos para aprender a andar, pero sabemos andar; ni de las cuartillas que emborronamos para aprender a escribir, pero sabemos escribir; ni de los titubeos y errores que precedieron al hecho de saber hablar. Además, si no nos acordamos es, fundamentalmente, porque no es conveniente para nosotros mismos.

- ¿Por qué? - me apresuré a preguntar - Si yo supiera lo que he hecho en otras vidas...

- ¿Me querrías igual que me quieres - me interrumpió mi abuelo - si supieras que, en otra vida fui tu padre o tu madre y te abandoné y te dejé morir de hambre, por ejemplo?

Nuevo y fructífero silencio. Verdaderamente, aquello era importante. Muy importante. Comprendí que, realmente, no sería aconsejable, a veces por lo menos, recordar lo que hicimos y nos hicieron. Pero, aún no estaba claro. Así que quise profundizar:

- Bien, eso sería si tú te comportaste mal. Pero, ¿y si fuiste un padre estupendo que cumplió como tal?

- Entonces, seguramente, no habría nacido en esta familia ni habría tenido el propósito de enseñaros lo que sé ni os hubiera querido tanto como os quiero.

Nuevo silencio. Era lógico. Aquello iba siendo abrumador. Un mundo de preguntas y respuestas se iban acumulando en mi mente. Decididamente, esta nueva verdad podría ser la pieza que me faltaba. Tras un prolongado silencio, mi abuelo continuó:

- ¿Comprendes ahora por qué la vida, a veces, parece injusta?

- ¿Es que no lo es? - me apresuré a decir - ¿Son justas tantas guerras y tanto odio y tanto egoísmo y tanto fanatismo y tanta envidia y tanta falta de amor?

- Vista desde la perspectiva de un solo nacimiento, sí, claro que es injusta. Pero, ¿has observado el funcionamiento de la Ley de Retribución?

- Sí - afirmé con gran convicción. Cada vez la veo con más claridad: El antipático recibe antipatía; el simpático, simpatía; el bueno, bondad; el malo, desagrado; el egoísta, soledad; el mentiroso, falta de confianza; el desleal, falta de amigos...sí, yo la tengo bastante clara y la he comprobado mil veces.

- ¿Y siempre funciona?. - preguntó mi abuelo.

- Sí. - respondí rotundamente.

- Entonces no la has estudiado en toda su amplitud.

Aquella respuesta me sobresaltó. ¡Claro que la había estudiado! Por eso pregunté a mi vez:

- ¿Qué me falta por estudiar?

-¿Qué crees que ocurre si, por ejemplo, antes de recibir los efectos de una mala acción tuya, te mueres? ¿O se muere tu víctima antes de recibir la justa compensación por el daño que le has hecho?

Me quedé perplejo. ¿Qué podría ocurrir...? ¡Claro! Desde el punto de vista del que ignora la ley de Renacimiento, ahora lo comprendía, la vida es injusta y parece regida por el más puro azar; pero, con esa ley y la de Retribución en funcionamiento, estaba claro que esa deuda o ese crédito se tenían que pagar o cobrar... ¡en una vida futura!, con lo cual desaparecían la aparente injusticia y el aparente azar. ¡Ahí estaba la pieza que faltaba! Y Dios no era ya injusto, sino justísimo y sabio y amoroso y paternal, y su obra era perfecta...

- Ahora lo comprendo, abuelito, - dije emocionado - ahora veo claro el por qué de las diferencias de raza, de posición social, de educación...

- Y de carácter, de inteligencia, de voluntad... y hasta el por qué de tantas aparentes injusticias de la vida, ¿no? Somos sólo el resultado de nuestros actos a lo largo de muchas vidas. - completó mi abuelo. Y siguió:

- La nena y tú sois hermanos, y tenéis los mismos padres, todos vuestros antepasados son comunes, habéis recibido la misma educación, en el mismo ambiente y con el mismo cariño y, sin embargo, no sois iguales, ni física ni espiritualmente. ¿Por qué? Sencillamente, porque cada uno tenéis tras de vosotros una serie de vidas en desiguales ambientes y épocas y familias y quizás hasta razas, y habéis tenido experiencias diferentes y, por tanto, habéis desarrollado diversas facultades y capacidades y tendencias, y os habéis propuesto distintas metas y cometidos...

Una vibración de intensa emoción me embargó. Era como si hubiera encontrado un tesoro inmenso. ¡Y qué fácil era la solución al gran problema!. A poco, sin embargo, me acometieron dos preguntas acuciantes. Y las planteé:

- ¿Y qué papel tiene Dios en todo esto? ¿Y por qué no se nos ha dicho por la religión, que vivimos muchas vidas?

Dios - aclaró mi abuelo - nos creó a Su imagen y semejanza, dice la Sagrada Escritura. Pero no dice que nos hiciera perfectos, sino falibles. Para que, desarrollando todas las facultades que como chispas suyas tenemos, nos convirtamos, a lo largo de una serie de vidas, es decir, a través de una evolución, en verdaderos dioses creadores como Él lo es. Y para eso ha establecido las leyes naturales que son el marco, el campo en el que hemos de crecer. Pero siempre bajo Su supervisión y contando con Su ayuda. Porque, como también dice la Biblia, ‘’en Él vivimos, nos movemos y tenemos nuestro ser.’’ Es decir, dentro de Él, como partes de Él mismo, como células Suyas.

Aquello se iba aclarando a pasos agigantados. Pero mi abuelo aún continuó:

- Dios nos ha hecho libres y es absolutamente respetuoso con nuestra libertad, hasta el punto de permitir que nos equivoquemos. Pero no se ofende por nuestros errores. Eso sería ilógico. ¿Recuerdas algún pasaje de las Escrituras en el que Cristo no perdonase? Ya está ahí la ley de Retribución para poner las cosas en su sitio. Por eso la propia Escritura dice aquello de ‘’mía es la venganza, dice el Señor’’. Pero tampoco debéis pensar que la Ley de Retribución actúa mecánicamente, es decir, que si has robado, alguien te robará, o si has matado, alguien te matará, no. Eso ocurre unas veces, pero otras, la mayoría, te pone en situación de pagar con amor o con servicio el daño que hiciste y cobrar en amor o en servicio el daño que te hicieron. Por eso te he puesto antes el ejemplo de un padre o madre que no se comporta bien y que, en otra vida nace como abuelo, para pagar con amor o con enseñanzas lo que entonces hizo mal. Por otra parte, en todo momento de nuestra vida, tenemos la ayuda del mismo Dios, siempre que la pidamos, pues Su mano está permanentemente tendida hacia nosotros, pero respetando, como te he dicho, nuestra entera libertad.

- ¡Cuántas cosas se hacen claras conociendo la Ley del Renacimiento! ¡Todo ajusta! - exclamé estusiasmado.

- Exacto. - respondió mi abuelo - En cuanto a tu segunda pregunta, tiene una sencilla explicación: Supongo que a estas alturas habrás descubierto ya que todas las religiones importantes vienen de arriba y hablan del mismo Dios, - pues no hay ni puede haber otro - si bien desde diversos puntos de vista y destacando distintos aspectos, según el avance del pueblo al que se dieron. La única religión que se destinó, no a una raza especial, sino a todo el mundo, a todos los pueblos, fue la cristiana. En las otras religiones, sobre todo las orientales, sí que se habló de la Ley del Renacimiento. Pero ese conocimiento hizo que relegaran el esfuerzo que suponían la conquista del mundo físico, por un lado, y la evolución espiritual, por otro, para ‘’alguna encarnación posterior’’, con lo cual no hicieron sino rezagarse. A Occidente, en cambio, se le veló el renacimiento y creyendo que existe una única vida, nos hemos esforzado por conquistar el mundo físico que, querámoslo o no, es la base, el punto de apoyo para el progreso espiritual.

- ¡Claro! Eso tiene lógica. - respondí - Por eso las Escrituras no dicen nada de esa ley.

- Decir sí que dicen - terció mi abuelo - lo que ocurre es que sólo han caído en la cuenta, como siempre, los que se han preocupado por el tema.

- ¿Dónde lo dicen?. - pregunté extrañado.

- ¿Recuerdas el pasaje evangélico en que Cristo curó a un ciego de nacimiento? - dijo mi abuelo.

- Sí.

- ¿Y recuerdas, antes del milagro, qué le preguntaron los apóstoles al Maestro?

- Sí - me apresuré - le preguntaron si el ciego lo era como consecuencia de sus propios pecados o de los pecados de sus padres...

Ahí me interrumpí. ¿Cómo era posible, si era ciego de nacimiento, que lo fuera como consecuencia de sus propios pecados? ¡Estaba clarísimo! No tuve más remedio que decir:

- ¡Ya lo he visto, abuelito! Y, además, Jesús no les dijo ‘’¡qué barbaridad!, ¿cómo iba a pecar antes de nacer?’’, sino que les dijo, ‘’en este caso, ni una cosa ni otra’’.

- ¿Ves como las Escrituras sí que dicen algo sobre la Ley del Renacimiento?

- Sí. - respondí. Pero, al instante, quise saber:

- ¿Hay más pasajes como este, tan claros?

- Sí los hay. Por ejemplo cuando, ya degollado San Juan Bautista por Herodes, le dijeron a Jesús que, según los profetas, Elías tenía que venir de nuevo al mundo, y Jesús respondió: ‘’Elías ya ha venido y lo han tratado como les ha parecido’’. Y la Escritura añade: ‘’entonces los apóstoles comprendieron que se refería a Juan el Bautista’’. ¿Qué quiere eso decir?.

- ¡Que Juan el Bautista fue la reencarnación del espíritu de Elías! - contesté con asombro.

- Y - añadió mi abuelo - en la introducción del Evangelio de San Lucas, se dice que San Juan Bautista irá por delante del Señor ‘’con el espíritu y el poder de Elías’’. - Luego, tras una breve pausa, siguió:

- ¿Has comprendido, pues, el juego de la Ley del Renacimiento?

- Sí. - respondí con entusiasmo.

- Pues meditadla. Aplicadla a cuantas personas y situaciones queráis y veréis que con ella y con la Ley de Retribución podéis explicaros y comprender cualquier acontecimiento o problema, sin tener que echar la culpa a Dios o al prójimo y no a nuestro mal uso de la libertad, a nuestra falta de voluntad o a nuestro retraso evolutivo, que siempre es consecuencia de aquéllos. Por eso os he dicho que, antes de nacer, todos nos proponemos hacer algo bueno. Porque, vista nuestra última actuación desde el punto de vista del más allá, comprendemos nuestros fallos y el daño que hemos hecho a otros y nos proponemos enmendarlo. Y para eso nacemos.

-¡Qué lógico y claro está todo ahora! - observé sonriendo.

- Pero quisiera añadir algo interesante. Vamos a ver, ¿con quién lucha o discute o se enfada uno más y con mayor frecuencia, con los allegados o con los desconocidos?

- Con los allegados, lógicamente. - respondí.

- ¿Y quiénes son los más allegados?

- Los familiares. - me apresuré a decir.

- Muy bien. ¿Y qué efectos han de producir las deudas de amor o de desamor contraídas entre familiares, en las vidas siguientes de todos ellos?

Tras una breve pausa, lo vi claro:

- ¿Que tendrán que nacer en la misma familia otra vez? - pregunté con tímido asombro.

- ¡Exacto! - respondió mi abuelo - Por eso, no te quepa duda de que entre nosotros teníamos deudas de amor pendientes y hemos venido a esta familia para intentar saldar cuentas amándonos y ayudándonos como estamos haciendo. - Y añadió - Por eso hay tantos problemas en las familias: Son restos, recuerdos inconscientes de odios, desavenencias, incompatibilidades, deudas de vidas anteriores, que la gente no sabe a qué se deben ni que hay que superarlos, pagarlos o compensarlos con amor.

Tras un momento de silencio en el que pareció volcarse toda la eternidad en nuestras vidas, mi abuelo continuó:

- Así vamos evolucionando, mejorando, ascendiendo en la escala de las razas, del conocimiento, de las facultades, de las capacidades, y vamos desarollando nuestra voluntad y nuestra mente y vamos espiritualizando el carácter a fuerza de amar y servir desinteresadamente a nuestro prójimo. Siempre con la ayuda y el auxilio de esas dos leyes fundamentales de la Retribución y del Renacimiento. Y con una facultad individual que se nos concedió al crearnos.

- ¿Cuál? - pregunté asombrado.

- La Epigénesis.

- ¿Y eso qué es? - salté extrañado ante una palabra tan rara.

- Ya os he dicho que estamos destinados a ser creadores. En realidad, ya lo somos. Fíjate en que casi todo lo que nos rodea en este momento lo hemos hecho los hombres: Los edificios, las calles, los muebles, los vestidos, los alimentos, los medios de transporte y de comunicación, etc., y siempre siguiendo el mismo proceso: Primero lo pensamos y luego plasmamos esa imagen mental en materia física. Pero hemos de llegar a crear de modo perfecto al primer intento, y ahora aún hemos de probar los inventos y rectificarlos mil veces porque, lo que al pensarlo nos parece perfecto, al ponerlo en práctica en el mundo físico, - y de ahí su importancia - vemos que no funciona y contiene mil errores. Para eso nacemos una y otra vez y vamos aprendiendo, en una sucesión de vidas, felices si cumplimos las leyes naturales, y desgraciadas si, en uso de nuestro libre albedrío, las incumplimos. Pero, al final todos llegaremos, unos más pronto y otros más tarde. Esa llegada es lo que las Escrituras llaman la salvación. Pues bien, la epigénesis es la facultad que tenemos de romper el modo mecánico de actuación de la Ley de Retribución e introducir causas nuevas, no existentes antes, y que tuercen una cadena de causas y efectos y nos conducen a un punto distinto del previsto inicialmente por la ley.

- No lo entiendo. - tuve que admitir.

- Si tú comes en exceso, - aclaró mi abuelo - lo lógico es que tengas una indigestión. Pero si vomitas voluntariamente antes o tomas alguna medicina para facilitar la digestión, no ocurrirá; si perjudicas a alguien, te creas una deuda, pero si te arrepientes y deshaces el entuerto antes de que te llegue el efecto de tu actuación, la ley ya no te castigará... en eso se basa, precisamente, el perdón de los pecados como consecuencia del arrepentimiento, en el ejercicio de la epigénesis para anular el efecto de la Ley de Retribución; si haces cada noche tu examen de conciencia y vas conociéndote por dentro e intentas mejorar cada día, tu vida irá cambiando para bien y tu evolución será más rápida... eso es epigénesis. Facultad exclusiva del hombre. ¿Lo comprendes?

- Sí, está claro. - dije, considerando por un momento todo lo hablado. Mi abuelo concluyó:

- Cuanto os he dicho, desde que erais pequeñitos hasta hoy, sé que condicionará vuestras vidas, porque no lo podréis ya olvidar. Podréis no hacerle caso, pero no olvidarlo. Cuando se sabe todo esto ya no hay marcha atrás posible. Y ello hará que no os atraigan y os gusten las mismas cosas que a la mayoría, que no busquéis los mismos objetivos ni os pongáis las mismas metas, que no os satisfaga lo que a los demás parece llenarles. Es el precio que hay que pagar por estos conocimientos. Pero, a cambio, os dará la comprensión de todo lo que ocurra en vuestro entorno y aún en el mundo entero, y la posibilidad de comprender a los demás y poder ayudarles; por otra parte, los países, como conjuntos de hombres que son, también están sujetos a las mismas leyes y se crean su propio futuro; y estos conocimientos os inclinarán a arrimar el hombro para colaborar en la evolución de la humanidad; y os harán perder el miedo a la muerte y a Dios y a los hombres y a las desgracias y al futuro. A eso se refería Cristo cuando dijo aquello de que ‘’la verdad os hará libres’’. Pero no debéis pensar nunca que, porque tengáis estos conocimientos, sois superiores a los demás en algo. Ése sería vuestro máximo error. Estos conocimientos lo único que han de suponer para vosotros es más trabajo, más esfuerzo, más sacrificio, más comprensión, más amor y, en una palabra, más responsabilidad. Vosotros conocéis las leyes naturales y su funcionamiento, y no tendríais disculpa si vuestras vidas no se ajustaran a lo que sabéis. Por eso la Escritura dice que ‘’al que más tiene, más se le exigirá’’. Vuestro conocimiento os ha de servir sólo para ayudar a los demás en su evolución, comunicándoles cuanto sabéis, sólo cuando creáis que caerá en terreno abonado - pues, de otro modo, no sólo no lo entenderían sino que se mofarían de vosotros - y siendo siempre un ejemplo para todos los demás, pues sólo así resultaréis convincentes. Sé que estáis preparados para vivir vidas dignas y fructíferas. Sobre todo, recordad que, si bien las ideas son más duraderas que las emociones, hay una emoción, el amor, que es la savia de la vida. Por tanto, la postura correcta es la de intentar siempre pensar con el corazón, es decir, con amor, y sentir con la cabeza, es decir, con discernimiento, entendiendo por discernimiento el saber distinguir el grano de la paja, lo verdaderamente importante de lo que no lo es, confusión en la que caen la mayor parte de los hombres.

Tras un momento de silencio para dominar los ahogos, prosiguió:

- Con esta conversación de hoy, creo que he terminado mi tarea con vosotros. Tenedlo presente todo y, cuando lleguéis al final de vuestras vidas, comprobaréis que ha valido la pena vivirlas.

Fue su última lección. Y la más profunda. Al día siguiente entró en coma y ya no volvió en sí, como he relatado en otro capítulo.

Aquellas enseñanzas tan profundas, tan lúcidas, tan comprensibles e impartidas con tanto amor y con tanta confianza, me han permitido pasar por la vida, como él dijo, sin miedo, con fe, comprendiendo el por qué y el cómo de lo que ha ido sucediendo a mi alrededor y comprobando cada día que la vida es maravillosa, que Dios es bueno, que Su justicia es perfecta y que la Creación toda es un milagro permanente de amor.

 

FIN

Pozuelo de Alarcón, a 15 de abril de 1.997

 

RETOÑAR