Alberto RUY SANCHEZ

 

LA SONRISA

DE LA NOCHE

 

Desde ni–o supe que era p‡jaro de noche. Mientras todos dorm’an en casa yo me dejaba llevar por el r’o secreto y bravo del insomnio. Entraba en momentos que hab’a vivido y pod’a a veces modificarlos. Hablaba con tanta gente y tantas cosas extra–as o familiares suced’an que despuŽs me era dif’cil saber quŽ hab’a hecho y quŽ hab’a imaginado. La moneda al aire del recuerdo giraba luminosa ante mis ojos pero con mucha frecuencia ca’a en la palma de mi mano convertida en un golpe de viento, en una sombra de origen incierto.

     No se trataba de sue–os sino de algo intermedio, pariente del delirio y que se apropiaba caprichosamente de mi cuerpo convirtiŽndose en el tejido de mis mœsculos y en mi nueva piel. Era la noche.

     Ella abr’a las alas de todas mis metamorfosis. No sŽ ni cu‡ntas ni cu‡les. Pero sŽ que todav’a algunas, disfrazadas de s’ mismas o de otra cosa, a la sombra de la noche dentro de m’ vienen y van. Porque la noche nunca es tan s—lo ausencia de luz sino compuerta que se abre piel adentro, hacia la inmensa diversidad carnavalesca que todos somos.

     La textura y la profundidad de la noche hacen que el tacto ciego se convierta en visi—n. Como cuando se est‡ dentro de la amante y se tiene la impresi—n de mirar claramente lo que tan s—lo se toca. La noche es as’ y entrar en la noche es por eso siempre una exploraci—n vital del asombro.

     En ella me han visitado los muertos y los vivos me han dicho lo que de otra manera nunca me dir’an. Ah’ me han sido dadas las m‡s certeras premoniciones y las m‡s equ’vocas promesas. He recibido cruciales alertas y algunos dones siempre felizmente inmerecidos, generosos, gratuitos.

     TambiŽn he aprendido, con mucha torpeza, a tener pesadillas. Nunca las tuve de ni–o. O no lo recuerdo. Pero ya de treinta a–os comencŽ a tenerlas y a despertarme gritando en medio de la noche, sin raz—n aparente. Y si de algo estoy seguro es de que fue como aprender un lenguaje del cual yo no sab’a ni las palabras ni la gram‡tica.

     En conjunci—n con no sŽ muy bien quŽ encrucijada de mi vida, una pel’cula me marc— profundamente y, literalmente cambi— mis noches. Se llamaba Posesi—n y hab’a sido filmada por una inteligencia maravillosamente diab—lica: Andrzej Zulawski. No recuerdo con precisi—n la anŽcdota pero s’ la exacta sensaci—n de ir descubriendo, a partir de una situaci—n dram‡tica que se intensificaba, una nueva dimensi—n terrible de la existencia. La narraci—n pasaba de lo natural a lo sobrenatural siguiendo la l—gica rigurosa del amor posesivo que se convierte en lo contrario. Y mi noche se ampli— hacia esa dimensi—n terror’fica, qued— poblada por ella. No tanto las im‡genes de la pel’cula como la manera de irse deslizando hacia lo terrible y sin salida. As’, algunas noches, por fortuna no muchas, me despierta un grito que sale de mi boca pero no sŽ bien de d—nde viene.

     Si tengo suerte, detr‡s de Žl viene la mano de mi amada que al acariciarme me exorcisa. Es su compa–’a, tantas veces, lo que hace a la noche habitable. Y no solamente por el poder de conjurar y aclarar con un movimiento de su mano los poderes turbios de la Posesi—n, sino porque su presencia, para m’, se confunde con la noche. Con su verdadera profundidad y su textura.

     En la obscuridad, tendido a la sombra c‡lida e invisible del cuerpo de mi amada que duerme, nuestras pieles dialogan. Nuestros miembros casi dormidos, en silencio, tantean sus m‡s c—modas distancias y cercan’as y se dicen cosas que nuestros o’dos no alcanzan a descifrar. Por suerte, tal vez, porque as’ no informan de sus movimientos a la conciencia y pueden navegar por su cuenta los mares de la noche. Hacen, literalmente, lo que les acomoda.

     Tal vez esa manera tan poco despierta de hablarse les hace ignorar que llevan tantos a–os haciendo lo mismo y por eso se mueven con la cautela y la osad’a, la curiosidad y el asombro de los reciŽn conocidos. En ese pliegue de la noche siempre se vive por primera vez, se nace a la obscuridad y al llegar el d’a o la conciencia algo en uno se muere. Como si al despertar lo m‡s profundo del ser se quedara para siempre dormido. Es el reposo de la verdad de la noche durante el enga–oso discurrir del d’a. El sol, la raz—n, la modernidad a ultranza nos hace vivir la ilusi—n de que la vida es m‡s simple de lo que la noche muestra. El d’a pretende desprestigiar a la noche poniŽndola en el ‡mbito de la fantas’a. Pero ya se sabe que la verdadera vida es la nocturna.

     Habr’a que invertir los tŽrminos freudianos y analizar, no los sue–os sino las realizaciones humanas del d’a, las sociedades que construimos, la fealdad que instalamos como modernidad en nuestras ciudades, y tantas otras cosas como signos de nuestras m‡s profundas patolog’as. Y regresar a la noche su estatuto de reino del ser en todas sus dimensiones.

     Pero aœn de d’a, para recordarnos que tanta claridad es una ilusi—n, existen las sombras. Que son jirones de noche que se quedaron tirados debajo de las cosas. Por uno de esos trozos de obscuridad regresemos a la sombra extendida de los amantes.

     Antes de despertar, en el tiempo sin tiempo de la noche, esos cuerpos que se acomodan se hacen preguntas mudas que s—lo ellos entienden. Desde fuera me imagino que sus signos de interrogaci—n  tienen que ver con la humedad entre las piernas o el ritmo de la sangre. Desde fuera, digo, porque aunque sea mi cuerpo llega un momento en el que la conciencia queda excluida y es inœtil que quiera participar o dar —rdenes o negarse. Los cuerpos semidormidos se entienden hoy o no se entienden, bailan o cantan, se van de viaje interno no sabemos ad—nde, se lanzan a un precipicio o se petrifican sin que mi opini—n o la de mi amada cuente algo en esa ajena aventura de lo nuestro que la noche propicia. Algo similar sucede cuando dos cuerpos se entienden bailando. Entran en un di‡logo que s—lo ellos entienden. Es lo que tienen en comœn el baile y la noche de los amantes, un conocimiento profundo entre los cuerpos en una dimensi—n que est‡ m‡s all‡ de la conciencia, en el fondo de la noche.

     Como soy un insomne, mezclado con son‡mbulo, logro ver a los cuerpos amantes sin que me perciban. Desde una sombra a la vez pr—xima y lejana los esp’o. Me doy cuenta de que ella; mi amada, es otra cada  noche. No deja de sorprenderme y hace que me vuelva a enamorar y que algunas veces incluso sufra cuando mi cuerpo ajeno no alcanza a decirle con suficiente precisi—n y delicadeza lo que parece que ella le pregunta. TambiŽn veo c—mo la paciencia establecida deja asomar en su obscuridad ojos felinos y el cuerpo, manchado de una noche m‡s profunda, salta atigrado sobre sus propios deseos, exigiendo ahora una impaciencia llena de sed y de hambre. Una boca obscura devora a la otra. Y los cuerpos amantes se vuelven noche en la noche.

     Desde mi parad—jica posici—n distante de m’ mismo veo a esos cuerpos amantes entretejerse o quedarse dormidos. Y en sus movimientos y reposos sin reloj ni calendario, veo tres tonos o colores que se trenzan: hilos tenues de suavidad y luego intensos de sœbito salvajismo. Ambos sorprendidos a cada instante por un hilo negro que los anuda y parece impulsarlos: el de la creatividad de los amantes.

     As’, como plumas de un ala en movimiento, ternura, animalidad e imaginaci—n levantan vuelo en sus espaldas. Son  los tres ingredientes indispensables del cuerpo de la noche  amante. Y al ritmo de la sangre de ese triple sue–o inquieto brotan las alas de las aves nocturnas.

     DespuŽs de un rato me duermo completamente y ellos, los cuerpos amantes, siguen moviŽndose en sus sue–os que ya no son ni por atisbo los m’os. Me alejo de su noche y no sŽ m‡s. Al d’a siguiente hay algo que los delata, sobre todo si tuvieron fortuna en sus enredos: una sonrisa. Al verla siento c—mo tambiŽn en m’ va aflorando. En el rostro de mi amada me alegra una sonrisa matinal, profunda, tranquila, de origen incierto. M‡s luminosa y c‡lida que el sol algunos d’as de invierno. Es la sonrisa de la noche.