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ALBERTO RUY SÁNCHEZ
Un fragmento de la novela:

En los labios del agua

I

Antes de que todo cambie,

contar esta historia

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La noche que guardas en la mano, la noche que abres para acariciarme, me cubre como un manto navegable.


*

Voy hacia ti, lentamente. En la noche, el brillo de tus ojos me conduce. Veo tu rostro en ese sueño. Veo tu sonrisa. Me dices algo que no entiendo. Te ríes. Entonces me lo explicas con las manos, tocándome. Dibujas tu nombre en mi vientre, como un tatuaje, con letras por ti inventadas, que son caricias. Voy hacia ti, con infinita paciencia, como si un inmenso mar entero fuera la medida de este viaje. Voy de la orilla de mi cuerpo al tuyo. Tu sonrisa es mi viento favorable.


*

La noche en el hueco de tus manos canta como el mar, con furia. Llenas mi espalda con las huellas de un oleaje que entra suave y arañando se retira.


*

Entras en mis oídos dibujando caracoles marinos: dentro llevo ya tus tormentas, tus ciclones, tus abismos. Tus voces bajan ya por mi garganta. Entras también en mis ojos con tu mirada: los tuyos tienen el color cambiante del agua. Entras en mi pecho con el tuyo: la piel protesta haciendo remolinos. En la orilla más baja de mi vientre tus caderas dejan, una y otra vez, la curva más violenta de tus olas: bañas mis playas, las golpeas y las devoras. Tu espuma y la mía se mezclan, como mis labios y los tuyos.


*

Tu cuerpo de agua canta. Sus voces me llevan en su corriente. En la noche de tus manos visito todos tus sueños. Déjame contarte con las manos los míos.


*

* *

Hace nueve años que vivo con esta historia quemándome la lengua. La he tenido más guardada que un secreto: es más difícil de decir que uno de esos momentos dolorosos de la vida, todavía frescos e hirientes.

    Pero hoy sucedió algo que me empujó finalmente a hacerlo. Como cuando un clavo saca otro clavo. Esta mañana, una lluvia escandalosa y repentina golpeó las ventanas del cuarto donde yo dormía. Era como si el agua, arrojada con fuerza por una de las manos hechiceras del viento, hubiera convertido los indiferentes rectángulos de vidrio en alborotados tambores que me despertaran para anunciarme la llegada de un inesperado visitante.

    Su música indecisa me despertaba sin brusquedad, mezclándose con las últimas imágenes de mis sueños. Detrás de la lluvia, a lo lejos, escuchaba la voz dulce de Maimuna, con su tono profundo, diciendo mi nombre, llamándome hacia ella. Luego me daba cuenta de que la música de vidrio no era producida por la lluvia sino por sus uñas tocando alegres mi ventana.

    No había visto a Maimuna en muchos años. Vive en otro continente. Pero en ese sueño que estaba más marcado de realidad que todos mis sueños anteriores, su voz acariciaba mi nombre. Me pedía que le contara todo lo que me había pasado en Marruecos, hacia donde yo estaba a punto de embarcarme la última vez que nos vimos. "Escríbemelo, me decía, es probable que cuando lo hagas volvamos a vernos". Como si escribiendo esta historia yo hiciera pases mágicos o pronunciara frases que transforman realidades.

    Y se iba, dejándome de nuevo en el vacío. Tal vez el mismo vacío que ahora intento llenar con palabras y deseos, con imágenes tejiendo una historia, con sueños que extiendo en la superficie del día.

    Hasta ahí su visita no hubiera pasado de ser un sueño cualquiera. Pero antes de irse, sobre el polvo de la ventana llovida, Maimuna me había dejado la huella de su mano extendida, como diciéndome "adiós, me voy pero sigo aquí contigo".

    Al despertar por completo, lo primero que hice fue correr a la ventana y, estoy seguro, alcancé a ver nítidamente la huella de su mano antes de que la lluvia la borrara. Y en esa palma distinguí la pequeña cicatriz que Maimuna tiene en la base de los dedos. Pensé, por supuesto, que alguien podría haber dejado ahí esa huella mientras dormía y que en mi medio despertar había seguido mezclando evidencias y delirios.

    Pensé también que, en todo caso, la aparición de Maimuna en mi sueño, su petición, la huella de su mano, la huella clara de su cicatriz, imaginadas o existentes, eran de cualquier modo evidencias de mi necesidad de contar finalmente esta historia.

    No es la primera vez que intento hacerlo. La última fue hace varios años. Estaba todavía en Marruecos, en un hotel de Mogador que daba por una ventana a la plaza y por otra al mar. Había pasado la noche con la mujer que, entonces creí estar seguro, viviría conmigo a partir de ese momento un buen trecho de vida, si no es que toda.

    Me había despertado un rayo de sol que se coló entre las rendijas de la ventana. Eran ya las nueve de la mañana. Desperté buscándola. No estaba a mi lado. Había dejado una nota diciéndome que regresaría a las seis de la tarde. Tenía varias cosas urgentes que solucionar. Como desde el día anterior me lo había advertido, su nota no me alarmó. Pero las nueve horas de espera me parecían una eternidad. No tenía ganas de salir, ni sed ni hambre, nada. Sólo quería verla de nuevo, estar con ella, preguntarle y contarle todo.

    Abrí la ventana, me llené del aire marino de la mañana y comencé a observar la agitación creciente de la Plaza del Caracol. No muy lejos de donde yo estaba, el contador ritual de historias, el halaiquí, comenzaba a desplegar sus ademanes y a reunir a su público. Varios círculos atentos se formaban a su alrededor, uno más grande cada vez después del otro, como si su repentina presencia entre la gente que ya poblaba la plaza fuera como una piedra tirada en la superficie del agua.

    Vestido de raso azul y rojo, con el turbante blanco brillante, el halaiquí extiendía cada historia ante los ojos asombrados de su público como si desdoblara un gran mapa en el aire. El placer de contarlas y de escucharlas era evidente. Hasta mi ventana llegaba esa sensación de embrujo placentero, esa especie de humedad envolvente que viajaba con su voz. Una bruma cálida de palabras creciendo en círculos concéntricos. Más de una vez me había dejado seducir por estos contadores que sabían más cosas de la gente, y las sabían mejor, que muchas bibliotecas y archivos.

    Me invadieron entonces, de golpe, las ganas de contar esta historia, hasta donde iba entonces, y con el sentido que me parecía tener: era la historia de una búsqueda, un recorrido extraño que me conducía hacia la mujer con la que me preparaba a entregarme totalmente desde ese día. Muchos de los hechos me parecían todavía confusos pero tenían un orden que permitía tal vez relatarlos. Quería, como el halaiquí, invocar a todas las fuerzas sobrehumanas que quisieran venir en mi ayuda para contar algo de lo mucho que no puede ser dicho sin equívocos.

    Comencé a poner mis piezas en palabras y me di cuenta de que tenía que hacerlo rápido. Tenía que apurarme. Las nueve largísimas horas de espera eran de pronto demasiado cortas para contar esta historia. Y era seguro que a partir de esa tarde todo de nuevo se acomodaría de otra manera.

    La vida, y especialmente la vida de las pasiones, es como un caleidoscopio. Alguien mueve los espejos y somos otros en los afectos de todos los que nos rodean. Entonces ya nada puede ser contado de la misma manera.

    Sirve de poco ser siempre uno mismo. Vivimos dentro de un juego de cristales que constantemente alguien gira. El sentido de las cosas se transforma a cada instante. Estamos siempre como peces flotando en el humor cambiante de los demás: vivimos en cabezas intranquilas. Dormimos en los sueños de quienes nos odian o nos desean. Y todo cambia noche a noche en los silencios obscuros que nos unen.

    Ya entonces, más de una vez había dejado de escribir una historia porque a medio camino todos los cristales se me habían movido y de pronto yo no era el mismo que la había iniciado. Las historias son como el agua, corren y se escapan de las manos. Pueden tomar todas las formas posibles. Y yo estaba seguro de que sólo tenía nueve horas antes de que el agua de mi historia pudiera volver a escurrirse entre mis dedos. Y cuando el agua de mis historias se transforma y escapa yo muchas veces me voy con ella, me pierdo.

    Comencé a hilvanar con cierta prisa mi relato. Tenía entonces cuadernos de notas desbordados de los que tomaba, aquí y allá, descripciones, ideas, imágenes, citas, escenas y sueños. Había reunido con gran dificultad una cantidad considerable de datos sobre el calígrafo de Mogador, Aziz Al Gazali, autor de muchas letras dibujadas y, entre otros libros, de uno llamado Los nombre del aire. Y muchos datos también sobre la mujer que poblaba obsesivamente sus sueños: Hawa.

    Ya desde aquel momento me invadía la sensación de que sus sueños, que él había escrito y que yo en parte había memorizado, se habían vuelto míos. Como si en el camino de mi propia investigación y búsqueda el espíritu de Aziz se hubiera apoderado de mi cuerpo. Sus frases decían casi todo lo que entonces yo iba sintiendo.

    Comencé a escribir aquel día con cierta desesperación pero con gran placer, es cierto, esta historia antes de que dieran las seis de la tarde.

     Y como lo pensé, pero de una manera más abrupta y destructiva, lo que sucedió entonces me impidió seguir escribiendo. Por mucho tiempo me quedé como mudo, con la imagen de Hawa y de Aziz flotando en mi mente como en agua quieta.

    Ahora de nuevo, Maimuna, quiero contar esta historia, pero esta vez para hablarte y tocarte con mis palabras, y con las de Aziz que he hecho mías.

  




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